NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 7 (Parte II)
Capítulo 7 –
Si yo fallaba, no tendrían problema en sustituirme.
Es curioso cómo a veces mi estado de ánimo
cambiaba sin la menor perturbación exterior. En ocasiones, en medio de clase,
no necesitaba más que acordarme de la jovialidad de Adeline y del tacto de sus
manos para ponerme de muy buen humor y sonreír sin motivo aparente. A veces
tenía que cubrirme la sonrisa con el dorso de mi mano y morderme los nudillos
para intentar contener la felicidad que me produjo acercarme tan fácilmente a
ella hasta el punto en que ella me retuvo en sus brazos. En clase no tenía a nadie
con quien compartir aquella extraña e infantil felicidad y nadie escucharía mis
anécdotas o mis explicaciones sin más. No tenía amigos allí dentro pero pensar
en ella, en aquella tarde juntos, me consolaba en cierta manera haciéndome ver
a mi mismo que era capaz de estar en un grupo de gente sin desentonar o sin
sentirme del todo incómodo.
En otras ocasiones, mi felicidad se veía
truncada por algún recuerdo, alguna palabra que me evocase algún sentimiento.
Parte de mi inconsciencia estaba siempre al acecho buscando excusas para
deprimirme o simplemente darme una bofetada de realidad. Conseguía odiarme a mí
mismo en aquellos instantes, en los que completamente al margen de la
infelicidad, su voz sonaba en mi recuerdo, me transportaba a aquel silencio
roto por un susurro, sus palabras, el tacto de sus manos o simplemente la sutil
idea, el concepto de que me conocía, de que había hurgado dentro de mí y había
usado todas sus armas en mi contra. Sus ojos. Es increíble lo que el recuerdo
de su mirada podía hacerme en un instante. Era capaz de desmoronarme. Tenía la
fuerza para romperme y lo hacía. Me destrozaba. Él no tenía la culpa de nada
pero le odiaba por tener la capacidad de hacerme aquello. Yo también me odiaba
por herirme así, tan gratuitamente. Y esa espiral de odio me conducía a un
bucle de desesperación, ansiedad y terror que acababa conmigo resoplando en los
cuartos de baño del instituto, completamente desazonado y malhumorado.
Regresaba a las clases sin ganas de
atender, llegaba al aula con desdén e impaciencia por regresar a casa. O por
largarme. Para el caso era el mismo. Todas las horas desperdiciadas en clase,
tanto tiempo de brazos cruzados atendiendo, o haciendo el intento de atender, a
un profesor que ni él mismo mostraba interés por lo que estaba explicando. Ese
curso el profesor de historia que impartía la asignatura no parecía tener
emoción ninguna ni por la materia ni por la educación en general. Solía ocurrir
que cuando había recortes de personal, profesores que nada tenían que ver con
una asignatura se veían obligados a impartirla, pero este no era el caso. Era
profesor de historia, el peor que había visto nunca.
–¿Y bien? ¿Alguien sabría decirme las
fechas de todas las guerras que han marcado a este nuestro país? –Preguntó de
forma completamente emocionada, simplemente para regodearse en que nadie de
nosotros sabría contestar a ello. No solo no teníamos la cultura suficiente,
tampoco la capacidad de retención como para albergar aquella respuesta. El
profesor miró hacia el horizonte de la clase, aguardando con ansias y los
brazos en jarra. Estaba seguro de que no le decepcionaría que nadie supiera
contestar a aquello, pero sí le cabrearía que alguien le contestase con
exactitud. Yo no iba a ser el imbécil que picase con aquello y me limité a
resoplar y recostarme en la silla, jugando con el boli Bic sobre el
libro. Mi expresión pareció perturbar su emoción y me miró desafiante–. Vamos,
chicos, deberíais saberlo…
–Es una pregunta estúpida. –Solté y dio un
respingo que le hizo volverse a mí con una mueca atontada.
–¿A sí? Y dime, pequeño insolente, ¿cómo
es que es una pregunta estúpida?
–Porque lo es. –Dije, no queriendo
extenderme en la argumentación, pero él encontró en mí el motivo de diversión
que le hacía falta para animar su asignatura, y no me soltó hasta que no dije
algo más que una frase hecha–. Es estúpida porque este no es el método adecuado
para estudiar una asignatura como historia. No puede pretender que los alumnos
se metan entre frente y cogote todas las fechas de todos los acontecimientos
históricos de todos los países de todo el mundo simplemente con la esperanza de
que algún día esos datos sin relación aparente les sirva de algo en la vida más
que para aprobar su, de seguro, estúpido examen.
Pareció titubear. Me encantó su expresión
desorientada y malhumorada.
–Como dijo un político una vez, “Aprender
Historia quiere decir buscar y encontrar las fuerzas que conducen a causas de
las acciones que escrutamos como acontecimientos históricos”.
–¿Quién dijo eso? –Preguntó desafiante y
yo no quise contestar. Carraspeé, no quería decir su nombre en alto.
–Adolf Hitler, en su Mein Kampf*.
Aquellas palabras provocaron la histeria
de toda la clase con exclamaciones de horror y otras de admiración por mi
valentía al desafiar con tal argumento al profesor. Este, sin embargo, atónito
y algo meditabundo, fruncía y desfruncía los labios algo sofocado por la
repentina explosión de comentarios a su alrededor. Yo mismo estaba algo
agobiado al oír que alguien me aplaudía por haber tenido el valor de decir lo
que todo el mundo pensaba pero también oí un “maldito nazi” dirigido hacia mí
que me puso los pelos de punta. Yo mismo me encogí un poco en el asiento,
abrumado por lo que había provocado y el profesor intentó sofocar al alboroto
golpeando con su libro de historia sobre mi pupitre. Yo no entendía a qué venía
tanto revuelo, dado que el noventa por ciento de la clase sabía de Hitler que
era nazi y poco más, y el diez por ciento restante no pasaban de las pautas
básicas sobre la Segunda guerra mundial que se dan en un par de clases de
historia de primero. Al menos yo me había ojeado el Mein Kampf.
–¡Basta! ¡Es suficiente! –Gritó el
profesor y siguió con ello como un mantra, ayudado de los golpes sobre mi
pupitre hasta que el alboroto cesó en su mayor parte y su voz volvió a tener
protagonismo dentro del aula–. Con que te crees mejor profesor que yo. ¿Es eso?
–Preguntó mirándome con enfado. Intenté negar pero no me dio tiempo a
defenderme–. Como tu padre es también profesor… ¿no? Pues ale, vete a hacerle
una visita al director y le dices que has cuestionado mis métodos de enseñanza
y que eres un alborotador insolente. –Sentenció sin palabras con un último
golpe de su libro sobre mi mesa y ese golpe condenatorio, junto con la
incoherencia de sus palabras y el cinismo de su petición me hicieron sentir
furioso y colérico. Me mordí la lengua para no contestar nada más, solo porque
me estaba jugando una expulsión. Pero no pude contenerme. Mientras me
levantaba, volcaba mi material dentro de la mochila y me la colgaba al hombro
él me ignoró, pero retomé su atención sobre mí.
–Es por profesores como usted,
intransigentes y cerrados de mente que la sociedad se ha vuelto idiota y
sumisa. Si no acepta críticas, limítese a no hacer preguntas y abúrralos hasta
dejarles la cabeza hueca, que no les queda demasiado. –Sentencié arrancando mi
chaqueta del respaldo de la silla y salí de clase triunfante y encolerizado.
Todos me siguieron con la mirada hasta que pegué un portazo y desaparecí del
aula. Después se sobrevivo un silencio y cuando me quedé a solas en el pasillo
me arrepentí al instante de mis palabras. De todas y cada una, desde el
resoplido hasta el nombre de Hitler.
Pero ya estaba hecho y tendría que cargar
con las consecuencias de mis actos. Sin embargo nunca antes me había sentido
tan insultado y humillado por considerar que mi crítica constructiva era
errónea y mi comportamiento de insolentes. Me sentí traicionado por el sistema
educativo y herido en mis valores más profundos. Respiré un par de veces y me
conduje al baño. Al primero que encontré, y tirando la mochila a un lado me
sentí algo más calmado con el sonido del agua corriendo del grifo abierto. Me
mojé las manos, las muñecas y la nuca para intentar recobrar la postura. Todas
las emociones que habían estado escondidas o desaparecidas durante años me
golpeaban duramente durante aquellos últimos meses. Desde que él me dijo que
estaba con aquella chica. Todo era culpa suya, suya y del sistema.
Cuando me miré en el espejo me encontré
con las mejillas y las orejas encendidas. También con las manos temblorosas y
los ojos llorosos por la ansiedad. Tragué un par de veces, respiré
profundamente y me volví a mirar. Esta vez estaba más serio, más decidido. ¿Por
qué tenía que seguir el sistema establecido si nadie parecía seguirlo
correctamente? ¿Por qué se suponía que yo debía irme castigado al despacho del
director si mi comportamiento había sido el correcto? Todo parecía volverse en
mi contra y estaba seguro de que me caería una gran bronca por parte del
director hasta el punto de que sacarían a mi padre de su clase para atender lo
sucedido. Y lo que más me dolía de todo era saber que aunque le explicase a mi
padre lo sucedido, no se pondría de mi parte a pesar de estar de acuerdo
conmigo. Este era su trabajo, y yo no era más que uno de los eslabones que
hacían posible el funcionamiento de este maldito cacharro. Si yo fallaba, no
tendrían problema en sustituirme.
Me negué a acudir al despacho del
director. Deseaba irme, salir del centro como fuera. No se nos estaba permitido
irnos en plena clase, y menos siendo menores de edad. Pero no sabía qué otras
alternativas tomar así que me puse el abrigo, blanco, con gorro y botones en
forma de cuernos de madera y cargué la mochila sobre uno de mis hombros. Salí
del baño y las piernas me comenzaron a temblar. Me sentía igual que aquella vez
en la que me escapé de casa para ir a ver a Jacinto. Exactamente igual, con la
sombra de mis padres sobrecogiéndome desde el inconsciente, con las alas
deshaciéndose a mi espalda y el sol marcándome la dirección a seguir.
Cuando llegué al hall divisé a lo lejos el
pequeño cubículo donde debían estar los conserjes, pero allí no había nadie.
Era la última hora del día, quedaban al menos cuarenta y cinco minutos para que
los pasillos se llenasen de adolescentes, todos cansados, agotados y sudorosos
con ese fuerte olor de hormonas revoloteando en dirección a la salida,
corriendo, ansiando desesperados la libertad. Como no había conserjes allí me
sentí mucho más liberado y confiado a marcharme. Era la primera vez que hacía
algo similar, o al menos solo. Como mucho en el año anterior me había ido
algunas veces con Ekain la última hora en los viernes que había educación
física. El profesor era un porrero despistado al que le importaba una mierda
quien iba o dejaba de ir a sus clases, así que nunca tuvimos problemas
aparentes porque no tenía en cuenta las faltas de asistencia. Sin embargo jamás
me había ido así, sin más, por puro enfado y ofensa, pero me creí con pleno
derecho a hacerlo. Como una fina dama que se levanta de la mesa ofendida,
ultrajada, tirando la servilleta que había reposado tranquilamente sobre su
regazo en la mesa.
Cuando salí por la puerta del hall que
daba al aparcamiento me golpeó el aire y el frío holandés. Me abotoné la
chaqueta más por aparentar normalidad dentro de mi fuga que por verdadero frío.
Más bien estaba acalorado por la adrenalina que me invadía. Bajé las escaleras
de la entrada peleándome con el último botón del abrigo mientras que de repente
se oyó un golpe en uno de los coches allí aparcado. Un profesor, dispuesto a
marcharse, que acababa de cerrar con rotundidad su maletero. Me sentí sin aire,
como golpeado por un mazo en el estómago. Seguí caminando a través del
pavimento rezando por no llamar la atención, pero me había acostumbrado a que
eso era poco probable. Cabello largo, rubio, rizado, con un abrigo blanco y
unos chinos beige, en el contexto gris de Holanda, aquello era imposible. El
profesor rodeó el coche para acercarse a la puerta del conductor cuando me vio
por el rabillo del ojo acercarme poco a poco, dado que la única salida abierta era
la de los coches al final del aparcamiento. El resto estaba cruelmente
vallado.
–¿Ícaro? –Me preguntó. Era mi profesor de
literatura del curso anterior. Mi profesor favorito. Agradecí que fuera él,
pero ojalá hubiese sido un desconocido que no me hubiese hecho detener para
entablar conversación. Corría el riesgo de que alguien se asomase a las
ventanas y me viese lárgame. Corría el riesgo de que en alguna de aquellas
ventanas que cubrían las paredes del edificio estuviese mi padre escrutando
desde el visillo.
–Hola, profesor Louie. –Le dije y él se
acercó a mí con una sonrisa. Cuando me alcanzó puso una mano sobre mi hombro
con un par de golpecitos y me observó cómo me miraría un tío lejano o un amigo
de hace mucho tiempo, cuando en realidad solo hacía medio año que no me daba
clase.
–¿Qué tal todo? –Me preguntó, alargando un
poco la conversación banal para preguntarme al fin qué hacía allí a esas horas
fuera de clase–. ¿Cómo es que ya te vas?
–Sí, no me encuentro muy bien y me han
dejado irme a casa. –Dije y él me tocó la frente. Estar al borde del colapso
por culpa de la adrenalina le hizo sentir mi frente ardiendo, y mis mejillas
sonrojadas le preocuparon–. Sí que no tienes buena cara… ¿Qué te ocurre?
–Cogí frío el fin de semana y ahora tengo
algo de gripe.
–Ya veo. –Meditó pero mi respuesta no
pareció convencerle–. ¿Y te dejan irte a casa así, sin más?
–Sí.
–¿Cómo es eso? No te deberían dejar ir…
–Ya. Pero mi padre está en clase y hasta
que no termine… y mi madre está trabajando y no puede venir a buscarme. Y vivo
aquí al lado, y tengo llaves… –La retahíla de argumentos le abrumó y a mí me
puso nervioso.
–¿Quieres que te lleve?
–No es necesario. –Dije, y para desviar la
atención sobre mis excusas le toqué el brazo con entusiasmo–. Leí algunos
cortos de Tatiana Tess*, como me recomendó.
–¿A sí? –Preguntó, y súbitamente pareció
desconfiar de mí–. ¿Cuáles?
–“La luz del sol” por ejemplo. Fue muy
perturbador y tuve que leerlo dos veces para cerciorarme de lo que estaba
leyendo… –Volvió a mirarme con suspicacia. No se estaba creyendo nada. O al
menos no me estaba tomando en serio. Volvió a tocarme la cara, esta vez la
mejilla y yo le miré apenado. Después miro alrededor, divisando que
efectivamente no había nadie pero que a cada segundo que pasaba me ponía más
nervioso ante la posibilidad de que apareciese alguien más a quien dar
explicaciones.
–¿Ha pasado algo? –Me preguntó esta vez en
un tono más bajo–. ¿Seguro que no quieres que te lleve a casa?
–Estoy bien. –Suspiré y le miré irritado y
frustrado–. El maldito profesor de historia que tengo este año me ha mandado al
director por rebatir su metodología de enseñanza. –Él se me quedó mirando con
atención–. Y he decidido irme a casa.
Ese “he decidido” me sonó muy adulto, con
mucha responsabilidad cargando sobre mis hombros. Él no pareció asombrado de lo
que le estaba contando y me imaginaba la cantidad de alumnos que habría tenido
que estaba haciendo lo mismo que yo en ese momento. Chasqueó la lengua con disgusto
pero con una sonrisa amable y comprensiva. A los segundos volvió a mirar a su
alrededor y después hacia las ventanas. Puso el índice sobre sus labios y
susurró.
–Yo no te he visto. –Me guiñó un ojo–. Si
te preguntan, no te has cruzado conmigo, ¿eh…? No me vayas a meter a mí en un
lío también por prohibirte salir… –Con aquellas palabras me liberó de mi
terrible tensión y se hizo el despistado, volviéndose hacia el coche y
metiéndose en él. Yo salí del parking y él salió detrás de mí con su coche. Me
saludó desde la ventanilla del conductor y yo le devolví el saludo. Era un
profesor joven que si no recuerdo mal nos contó que solo había estado durante
cinco años en la enseñanza, pero al mismo tiempo sus métodos de impartir clase
eran clásicos pero amenos y entretenidos. Me comprendía mejor que algunos
alumnos y tuvimos largas charlas en los recesos sobre literatura y arte. Le
extrañaba, pero aquél gesto por su parte me demostró que la amistad que
habíamos tenido no se limitaba solo a las horas escolares, dentro del recinto
de la escuela, sino que se extendía y estiraban hacia la realidad fuera de
aquellas paredes.
Yo me encaminé con media sonrisa hacia mi
casa, si saber que el día podía empeorar aún más. Recuerdo aquél día con
nitidez. Uno de esos días que es mejor hacerse el enfermo y quedarse en
casa.
–––.–––
*Mi
lucha (en alemán:
Mein Kampf) es el primer libro escrito por Adolf Hitler, combinando elementos
autobiográficos con una exposición de ideas propias de la ideología política
del nacionalsocialismo. La primera edición fue lanzada el 18 de julio de 1925.
*Tatiána
Nikítichna Tolstáya
(en ruso: Татья́на Ники́тична Толста́я) (nacida 3 de mayo de 1951 en San
Petersburgo, la URSS) es una notable escritora rusa moderna y presentadora de
programas en TV.
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