NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 9 (Parte III)

 

Capítulo 9 – ¿Cuántas veces más me frenaría?

 

Cuando se hizo de noche caminar por las calles sin rumbo dejó de tener sentido y a mí ya me entraba hambre. Anduvimos un rato más parlamentando dónde ir a cenar algo. Yo no tenía dinero pero Jacinto dio por hecho que pagaría él por lo que eso fue fácil. En lo que no nos poníamos de acuerdo era a dónde ir a cenar. Sugerí algún sitio con hamburguesas pero a él no le apetecía, a mí tampoco me hacía gracia ir a comer unas pizzas. Divagamos durante al menos media hora dando vueltas a la misma manzana mientras sugeríamos tipos de comida, restaurantes y sitios de comida rápida. Cuando sacaba una opción que no me gustaba él anteponía el hecho de que pagaría él pero si yo me negaba en rotundo él no tenía más argumentación. 

Al final optamos por una pequeña bocadillería por la que pasamos casualmente y a ninguno le pareció peor idea que las ante sugeridas. Las fotografías que exponían sobre el mostrador de los tipos de bocadillos que servían parecían más que convincentes así que aparcamos la bicicleta fuera y entramos con apetito suficiente como para no pensar demasiado en qué comeríamos. Esperamos pacientemente en la cola. Había más gente en ella que sentados en las mesas, por lo que agradecimos haber llegado antes de que estuviese el local lleno. 

–¿Cuánto dinero tienes? –Pregunté a lo que él negó con el rostro. 

–Suficiente como para que te empaches comiendo. –Bromeó y me revolvió el pelo–. No te preocupes por eso, tú pide lo que queras. 

–La próxima invito yo. 

–No seas así. –Dijo y yo fruncí el ceño mientras nos acercábamos poco a poco hacia el mostrador. Él miraba las listas de bocadillos, los ingredientes, los refrescos. Yo me dediqué a mirar alrededor buscando un buen lugar donde sentarnos, un lugar reservado pero no demasiado apartado o sería incómodo. Aun me quemaba la mano por haberle tenido tan cerca, y él haberme rechazado con tanta virulencia. 

Cuando nos tocó el turno él pidió un bocadillo de lomo adobado, queso y pimientos rojos. El mío fue de tortilla con pimientos verdes y salsa rosa. Nos dieron el ticket con el número que anunciarían por megafonía y nos sentamos en una mesa lejos de la puerta. Las luces eran amarillentas, desde el exterior entraba la tenue luz azulada del cielo que poco a poco se ennegrecía. Cuando saliésemos de allí ya sería noche cerrada, pero eso no me asustaba, al contrario, me emocionaba. La noche era una etapa maravillosa del día en que todo podía suceder, porque la oscuridad te resguardaba. 

Sentados todo pareció mucho más tranquilo. Al fin reposábamos los pies después de haber estado horas dando tumbos y ambos aún con esa amarga sensación de la experiencia en el parque estábamos algo reacios a entablar una conversación decente. Nuestras rodillas se encontraros unos momentos debajo de la mesa pero no pareció molestarle, y a mí no me importó apartarme para dejarle algo más de espacio. Me senté mejor y él me miró con una sonrisa. ¿Por qué sería tan complicado todo? ¿Por qué él tenía siempre esa capacidad de limitar mi intelecto al mínimo para no desbordarme por el canal?

–Cuéntame algo. –Le pedí simplemente para no aburrirle. 

–¿Qué quieres que te cuente? Yo no tengo una vida tan interesante como la tuya. –Dijo y yo rodé los ojos. 

–Cualquier cosa. –Pensó, pero por su expresión sabía que no pensaba demasiado. Algo había que le ronda y que no deseaba contarme si podía evitarlo, pero al final lo soltó. Intentando no darle demasiada importancia. 

–He vuelto a ver a mi ex. –Dijo mientras jugueteaba con el ticket. Lo doblaba, lo enrollaba. 

–¿Adeline? –Pregunté, sin poder evitar fruncir el ceño. No quería parecer desagradable, pero no me hacía demasiada gracia. Me maldije por haberle pedido que me contase algo. 

–Sí. –Dijo sonriendo–. ¿Cuántas ex conoces? –Preguntó riendo y yo reí sin ganas. 

–¿Y cómo es que habéis vuelto a…? –No quería arriesgarme y que me soltase la bomba de que habían vuelto a liarse, o algo peor. A estar de nuevo en una relación. Odiaba esa sensación de asomarme a un abismo al que ya me había presentado. 

–Hace un mes vino a la tienda a tatuarse. No sabía que yo trabajaba allí. Fue todo causalidad. Aunque la ruptura fue brusca estuvimos hablando después de que se hiciese un tatuaje y fuimos a tomar un café. 

–¿Pasó… algo? –Estaba aterrado. 

–No. –Dijo sonriéndome como si tuviera que excusarse–. Nada. Solo hablamos. Hemos vuelto a hablar por chat, y hemos quedado un par de veces más pero solo eso. –rectificó al darse cuenta de que no tenía que responder ante mí–. ¿Por qué?

–Solo curiosidad. –Dije sonriéndole y él me miró sin creerse nada en absoluto. Yo le aparté la mirada, lo peor que pude hacer, y él sonrió una más, sabiendo que no me gustaba que me hablase de ella. No estaba seguro de porqué no me gustaba, pero que no me gustaba era un hecho–. Me caía bien. –No mentí. 

–Y tú a ella también. –Dijo y sabía que decía la verdad. 

Nuestro número sonó por megafonía y él se levantó raudo y veloz, indicándome con un gesto de su mano que yo me quedase donde estaba. Lo hice con una sonrisa mientras lo veía alejarse. Se llevó con él la tensión y me dejó una ráfaga de su perfume. Estaba completamente atontado por la cantidad de cosas que se me presentaban. Estaba inquieto porque me había rechazado la mano, estaba furioso porque nos habían echado del parque. Me había sacado el tema de su ex y no podía sacarme de encima la nube de tormenta que significaban mi madre y Mike, como una neblina que me había infestado estos últimos días. 

Cuando regresó todo pareció haber desaparecido. Trajo dos bandejas, una con mi bocadillo, patatas y un refresco de cola y otra con lo mismo para él, pero él trajo consigo una cerveza. Comenzamos a comer en silencio pero poco a poco empezamos a hablar de forma tan espontánea que ni siquiera yo supe cómo sucedió. Me contó algunas anécdotas de su trabajo, yo le hablé de algunas en respecto a mi clase y él me animó con divertidas historias de su colegio en Francia. Compartimos cientos de experiencias vitales que en realidad no significaban nada pero lo valían todo si me hacían vivir aquél momento con él. 

Cuando estábamos a punto de terminarnos los bocadillos estiré el brazo para alcanzar su cerveza pero él puso la mano alrededor del borde del vaso, cubriéndolo con su palma, y lo alejó de mí de una forma completamente natural. Ni siquiera le hizo falta mirarme para saber que estaba a punto de alcanzar su vaso y de que iba a beber de él. Lo retiró, se lo acercó, bebió y lo dejó tan cerca de sí como pudo para que yo no me atreviese a cogerlo. Cuando al fin alzó la mirada me encontró mirándole atónito y confuso. Suspiré y bajé la mirada intimidado. 

–Ya, ya sé. “No vueles tan alto, Ícaro. No tan alto…” –Le imité y él asintió. 

–Me lo has robado de la punta de la lengua. –Dijo y yo rodé los ojos. Me terminé el bocadillo y bebí de mi refresco de cola. Jugueteé con las patatas, ya sin hambre. 

–Lo odio. ¿Sabes? Odio esa maldita frase. Y odio que tú me la digas… 

–Lo sé. –Dijo convencido de ello, untando las patatas en salsa–. Por eso lo digo. Es muy efectivo. No has vuelto a hacer nada de lo que te proponías cuando te he dicho esa frase… –A veces me atemorizaba su buena memoria hasta el punto en que me hacía temer por mi propia integridad. 

–Odio que tengas esa capacidad de marcar mis límites. 

–Alguien tiene que hacerlo. –Se encogió de hombros y yo suspiré. 

–¿Por qué tienes que decidirlos tú?

–Porque soy el mayor. Y soy el que más tiene que perder. –Le miré frunciendo el ceño.

–¿Qué perderías? –Él no contestó. Hacerlo supondría desvelar demasiadas cosas. Abrir demasiadas puertas aún bloqueadas. Y solo él tenía la llave–. ¿De qué tienes miedo?

–Miedo. –Dijo, meditando la palabra–. Todos tenemos miedo de algo. ¿Por qué tú no tienes miedo de nada?

–Yo tengo miedo de muchas cosas. 

–Dime una. 

Fruncí el ceño. 

–¿Y quedarme expuesto ante ti? No gracias, ya sabes demasiadas cosas para hacerme sentir mal. Una más ya es demasiado. –Me comí una patata mientras él entrelazaba los dedos y apoyaba los codos en la mesa. Me miró por encima de sus nudillos. 

–Eres la persona más valiente que conozco. ¿Sabes? No me tuviste miedo el primer día que nos vimos, tampoco tienes miedo de desconocidos, a los que enfrentas sin problema, a pesar de que eres plenamente consciente de que son más fuertes, y tienen más poder que tú. Aún recuerdo aquél día que tuve que sacarte de aquél bar a rastras porque insistías en saltar sobre la barra para pegarte con el camarero. 

–Se llama inconsciencia, no valentía. 

–Estoy de acuerdo. Pero no te admiro solo por eso. –¿Me admiraba?–. No tienes miedo de decir lo que piensas, y eso puede traerte más problemas que beneficios. Ya lo has visto en clase con tus profesores. 

–Y contigo… –Añadí pero él me frunció el ceño. 

–Conmigo puedes ser tú mismo, decir lo que piensas y hacer lo que desees. 

–No puedo. No me dejas volar tan alto. 

–Solo te protejo. –Dijo frunciendo los labios y bajando el tono de voz–. Nos protejo a los dos. 

–No necesito tu protección. –Dije y me crucé de brazo sobre la mesa–. Ni la de nadie. 

–Si caes al mar por volar demasiado alto, me arrastrarás contigo, y nos estrellaremos los dos. Yo no soy como Dédalo, no te dejaré atrás cuando te vea precipitarte contra el agua. 

Le aparté la mirada incapaz de sostenerla. Estaba más asustado por su tono de voz que por sus palabras que me llegaron más tarde, algo distorsionadas por la cantidad de ideas que saltaban dentro de mi cabeza. Hacía rato que había perdido el hilo de la conversación al que él parecía firmemente aferrado. No estaba seguro de estar hablando de lo mismo que él y él no parecía dudar de sus palabras un ápice. No quise decir nada más. Me terminé el refresco y él hizo lo propio con su cerveza. 

–Tengo un regalo para ti. –Dijo captando mi atención de nuevo–. Estaba esperando a que se curasen, pero no puedo aguantármelo más. 

–¿Qué es? –Preguntó mientras me inclinaba en la mesa para acercarme a él. 

–Aquí no puedo enseñártelos. –Dijo mirando alrededor pero yo ya me suponía lo que podía ser–. Tendrás que esperar a que lleguemos a casa. 

–¡No! –Dije, haciendo un puchero–. ¿Son tatuajes? ¡Sí! ¿Qué son? ¿Cuántos? –Movía desenfrenado mis piernas debajo de la mesa mientras él se ponía nervioso por mi entusiasmo. 

–Cuando lleguemos a casa…

–¡Quiero verlos! ¿Dónde están? –Agarré su muñeca para arremangarle la camiseta pero no vi nada. Él tiró de su brazo soltándose de mí y yo uní mis manos en una súplica lo más humillante posible–. Enséñamelos, Jacinto, por favor… –él resopló. Era fácil de convencer si le suplicaba. Me miró travieso y después miró alrededor. 

–Hay mucha gente. –Dijo al fin, cohibido. 

–Vamos al baño. –Sugerí pero sonó demasiado pervertido, y aún más con la sonrisa que me adornaba el rostro. Él suspiró asintiendo y nos levantamos, bandeja en mano, la llevamos al mostrador y después nos encaminamos al baño. Él caminaba tranquilo y formal pero yo daba saltitos de emoción. Él iba riéndose de mí y yo no podía contenerme a sonreír también. 

Cuando nos metimos en el baño, en donde cupimos los dos de milagro, haciendo maniobras para cerrar la puerta, me senté en el retrete con la tapa bajada y él quedó de espaldas a la puerta. 

–¿Dónde? ¡Quiero verlos! 

–Ya va… –Suspiró y se quitó la camisa, dejando expuestos sus brazos. En uno de ellos, justo debajo de la articulación del codo, en su antebrazo, había una grulla de papel. Yo le miré con una amplia sonrisa extasiada y me cubrí las mejillas con mis manos, sin poder creerme que se acabase de tatuar una grulla. Ya no la cubría ninguna venda así que se la había hecho hacía al menos una semana. Me extendió el brazo para que la viese mejor. Tenía otros tatuajes en ese brazo. Alrededor de la muñeca tenía una cenefa de estampado geométrico, parecido a las vasijas griegas. Y en la parte interna del brazo, una figura femenina que representaba la protagonista del cuadro “la libertad guiando al pueblo” con una bandera francesa a color. Con mis manos sujeté su antebrazo y besé el tatuaje. Después apoyé la mejilla en su piel. Estaba caliente. 

–El otro. –Dije mientras me separaba y sonrió levantándose la camiseta desde un lateral, mostrándome las costillas. No podía creer lo que estaba viendo. Era Ícaro, un Ícaro cayendo a plomo hacia el abismo. Con el rostro desencajado, con las plumas alrededor esparcidas. Me temblaron las manos cuando le acerqué a mí y besé ese tatuaje también. Él se rió porque le hice cosquillas pero no podía evitar tocarle, acariciarle, delinear el tatuaje con cuidado. 

–Eres tú. –Dijo y yo sonreí. 

–Soy yo. –Suspiré y volví a besarle–. Muchas gracias, eres todo un encanto. –Dije y me puse de pie. Le abracé por el cuello y él se rió de mi reacción. Me abrazó con fuerza y cuando me separé de él me besó en la frente. Me encantaba que hiciese eso, me había hecho adicto a esos besos. Eran lo más que podía obtener de él, y con dolor me conformaba–. ¿Los han visto tus padres?

–Ni de broma. No les digas que los tengo. –Dijo advirtiéndome pero yo me cerré los labios simulando una cremallera–. Vamos. Tengo que llevarte a casa. 

–Claro. –Dije. En cuanto salimos del baño, algo se rompió. Sentí cómo algo se quedaba atrás. Una oportunidad, tal vez una idea demasiado atrevida. ¿Hubiera frenado otra vez mi vuelo? ¿Cuántas veces más me frenaría?

Salimos a la noche veraniega. El olor de la humedad había aumentado ahora que el sol no calentaba el agua. Rescatamos la bicicleta y nos pusimos rumbo a casa, yo sentado a su espalda y él pedaleando hasta llegar a nuestro destino.

 

 


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