NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 8 (Parte III)
Capítulo 8 –
Una sonrisa incómoda y mezquina
La bicicleta a nuestro
lado repiqueteaba en los adoquines del suelo como un metrónomo a velocidad
constante, la nuestra. El sol caía algo menos intenso que unas horas atrás. Un
maravilloso y caluroso día de verano a principios de julio. El agua de los
estanques emanaba ese característico olor húmedo que rebajaba el ambiente seco
del sol. De nuevo Ámsterdam volvía a estar exuberante de vida y de gente
pululando por todas partes. Con bolsas, con maletas, con mochilas, con niños de
la mano y con parejas del brazo.
Nosotros caminábamos sin
rumbo aparente, simplemente caminando por el placer de hacerlo, siempre
acompañado del otro. Jacinto ya estaba de vacaciones y como prometió me las
dedicaba a mí por entero. No se negó cuando le propuse salir a pasear, sin
decirle a donde, sin pedirle que me acompañase a ninguna parte. Sin recados,
sin hora. Solo quiero dar una vuelta. Dije y él pareció decidido, más que
convencido. Se apeó de su escritorio y salimos con la bicicleta bajo sus manos
mientras caminábamos.
Salimos de casa tal como
estaba. Solo tuvo que ponerse unas zapatillas. Portaba unos vaqueros, una
camiseta de manga corta con el logotipo de su tienda de tatuajes y una camisa a
cuadros por encima. No podía parar de mirarle de arriba abajo mientras tiraba
de la bicicleta hacia ninguna parte. En silencio los dos. No era un silencio
que molestase, no era nada de lo que tener que desprendernos. El ambiente
alrededor estaba lo suficientemente ajetreado como para distraernos. Mirábamos
los escaparates de las tiendas, las sinuosas formas de la luz del sol
proyectadas en el agua del canal, las flores de las macetas que colgaban de
algunas ventanas. Pasamos cerca de una casa que estaba rodeada de rosales.
Arranqué una de las rosas sin permiso y me la llevé conmigo oliéndola como si
ese olor pudiese enmarcar el maravilloso momento que compartíamos.
Llegados a un punto, él
se montó en la bicicleta y me acompañó pedaleando lentamente a mi lado. Después
me subí en el asiento trasero y pedaleó hasta perdernos en alguna parte lejos
de nuestra casa. Llegamos a un parque al que jamás había ido pero que había
pasado alrededor varias veces. Un parque, ahora que empezaba a descender el
sol, menos abarrotado de niños, y dejó la bicicleta en una valla coloreada que
delimitaba la zona ajardinada con columpios y toboganes. La verdad es que
aquello no podía llamarse siquiera parque, porque había dos columpios, uno al
lado del otro, un tobogán y una barra para deslizarse que estaba más oxidada
que cualquier escultura ecuestre de cualquier rotonda.
–Mi padre solía decirme
cuando pasábamos por aquí que a este parque venían los drogadictos a pincharse
y a meterse con la gente. –Dije cuando nos adentrábamos acompañando mis
palabras con un golpecito en la cara interna del codo para representar la
idea.
–Eso siempre lo dicen
los padres para no perder el tiempo y que no te detengas a jugar en él. –Miró
alrededor–. Aunque he de reconocer que parece un lugar ideal para venir a
esnifar… –El parquecito, rodeado de árboles quedaba al abrigo de cualquier
mirada de los edificios contiguos y poseía una pequeña fuente de agua potable
de la que también solían beber los perros.
–¿Eres un experto?
–Pregunté y él sonrió con cierto orgullo en su expresión.
–Sé más cosas de las que
crees. –Dijo y yo rodé los ojos.
Apoderado de su instinto
infantil salió corriendo en dirección a los columpios y se sentó en uno de
ellos. Me miró desde la distancia y cuando intentó columpiarse vio que le sería
difícil, pues le arrastraban los pies lo suficiente como para que no fuese
cómodo, a pesar de la abrasión que había debajo del columpió del roce para
frenar. Cuando llegué a su altura se me quedó mirando esperando que yo me
sentase en el contiguo al suyo.
–Hacía años que no me
montaba en uno de estos. –Dijo pensativo y yo sonreí, sentándome a su
derecha.
–¿Desde que no te
drogas? –Pregunté sonriendo y él bufó.
–Muy divertido. –Dijo pero
luego me miró y sonreímos a la par. Intenté columpiarme pero me encontré con el
mismo problema que él, así que opté por mecerme suavemente apoyando la cabeza
en la cadena a mi lado. Se me había metido algo de arena en las zapatillas pero
no me molesté en quitármelas. Él comenzó a jugar con sus pies en el suelo,
meciéndose al mismo ritmo que yo. De lejos miró la bicicleta, miró al
horizonte, pensativo, y después me devolvió la mirada.
–¿Contento con tus
vacaciones, al fin?
–Sí. –Dijo–. Pero
tampoco me disgustaba trabajar. Ya sabes, si trabajas en algo que te gusta, no
es trabajar… –Yo me encogí de hombros y como para mí la expectativa del trabajo
me resultaba tan lejana era incapaz de asimilar al cien por ciento sus
palabras.
–¿Puedo preguntarte
algo? –Dije meditabundo.
–Claro. –Asintió pero
después se volvió a mí frenando de golpe–. ¿No me digas que para eso me has
sacado de casa?
–No. No. –Suspiré–. No
lo sé. Necesitaba salir de casa igual. –Le miré apenado y él asintió, volviendo
a mecerse.
–Dispara. –Dijo.
–¿Cómo sabes que alguien
está engañando a su pareja? –Pregunté y a él le costó algún tiempo procesar la
información que estaba transmitiéndole.
–¡No me digas que tienes
pareja! ¿Tan pronto te engaña? –Preguntó y yo rodé los ojos suspirando.
–No soy yo. –Chasqueé la
lengua–. Es otra persona.
–¿Qué persona? ¿Yo?
¿Algún amigo?
–Deja de indagar. Solo
contesta.
–¡¿No sabes lo difícil
que es contestar a lo que me has preguntado sin un contexto?! –Tenía razón. Yo
me mordí el labio inferior y él me miraba expectante–. Suéltalo, ricitos de
oro…
–Creo que mi madre
engaña a mi padre. –Dije, algo pensativo. Cuando lo oí en alto sonó mucho más
duro y cruel de lo que me había llegado a imaginar. Me costó tiempo masticar lo
siguiente que diría–. Creo… que lo hace desde hace… años. O al menos hace años
lo hacía. Creo. Con un amigo… –Miré a alguna parte mientras esperaba que él me
contestase pero como no lo hacía me volví a él que me seguía mirando serio y
sin expresión ninguna. Él también procesaba lo que estaba diciéndole y como si
repentinamente se reubicara, bufó, se sacó el paquete de cigarrillos del
bolsillo trasero del pantalón, arrugado y algo aplastado, y se sacó un
cigarrillo que se encendió con un mechero que sacó del propio paquete. Observó
el humo como si este fuese un oráculo que tuviese la respuesta que tanto
ansiaba y después me miró a mí con esa maldita expresión de “¿qué importa?”
–No lo creo. –Dijo–. A
tus padres se les ve felices. –Negó con el rostro–. No seas paranoico. Ves
cosas donde no las hay.
–¡Yo tampoco me habría
dado cuenta! Pero el otro día encontré algo… –Se volvió a mí, sospechoso.
–¿Qué?
–Una carta. De un amigo
de la familia. Casi como mi tío. Dirigida a ella. –Me costaba juntar dos
palabras que lograsen tener algún sentido para mí.
–¿Qué decía en la carta?
–Estaba ansioso como si visualizase una telenovela.
–No lo recuerdo bien
porque la leí a toda prisa, y sin saber qué era. Pero le decía algo así como
que había sido una temeraria por escribirle ella a él, que también la amaba,
pero que no podían tener esas imprudencias al escribirse. Y menos ahora, que él
iba a ser padre.
–Vaya… –Dijo
repentinamente golpeado por la realidad como me sucedió a mí. Me extendió el
cigarrillo–. Toma, lo necesitas más que yo. –Dijo sin mirarme y yo lo cogí
entre mis dedos y le di una calada.
–Conozco al hombre. Creo
que eso es lo peor de todo. ¿Sabes? Que tiene cara, tiene rostro. Es un amigo
de la familia que para mí ha sido como un tío. Ha estado desde siempre con
nosotros, desde que tengo memoria. Es escritor de libros de arte, e
historiador. ¡He dormido cientos de veces en su casa, por el amor de
Dios!
–¿Crees que tu padre lo
sabe?
–Mi padre tiene
demasiado orgullo como para saberlo y no decir nada. –Negué con el rostro.
Podía notar como él comenzaba a hacerse las mismas preguntas que yo me había
estado haciendo tantos días. Le devolví el cigarrillo y comencé a mecerme de
nuevo–. La carta es de hace tres años, tantos como tienes Anna, su hija.
–¿Han vuelto a estar
desde entonces?
–Creo que sí. –Me froté
los ojos, aturdido–. Creo que se me han escapado muchas cosas estos últimos
años. Todas las veces que ellos dos se han quedado a solas, las noches de
fiesta en que regresábamos mi padre y yo a casa y mi madre se quedaba con
ellos, las tardes en que íbamos a su casa para verles, cuando quedábamos todos
juntos. ¿Sabes? De mi madre me lo podía esperar. Nunca ha sido una mujer muy
cariñosa que filtré con mi padre, nunca les he visto en momentos cariñosos o
cosas así. Como una pareja. Pero del amigo de mi padre no, con su esposa está
encantado. O al menos, eso pensaba. –Volví a frotarme los ojos–. Ya no estoy
seguro de nada.
–Si te consuela, mi
padre también engañó a mi madre. –Dijo Jacinto y yo me detuve, mirándole
atónito.
–¿Enserio? –Asintió
echando el humo por la nariz–. ¿Cuándo ha sido eso?
–Cuando yo tenía dos
años, o algo así. Me lo contó una vez mi madre, pero nunca me ha vuelto a
hablar de ello. Me lo contó como si no tuviese importancia pero se le notaba
que aun le molestaba. Al parecer fue un desliz de una noche con una compañera
de trabajo en una fiesta de navidad o no sé qué. Creo que en el fondo ella no
se lo ha perdonado, pero ahora que me cuentas esto, ¡sabe dios si ella no
tendrá un amante o algo parecido!
–¡Amante! –Dije como si
la palabra me golpease de lleno. Al fin se había pronunciado la palabra que
resumía toda esta maldita situación–. Mi madre tiene un amante. Qué locura,
joder. –Me mecí de nuevo.
–¿Y si la carta no es de
verdad? –Preguntó, pensativo–. ¿Y si es un malentendido que tú has
malinterpretado?
–Corta con eso Jacinto,
ya he pensado yo en todas las absurdas y kafkianas posibilidades que
justifiquen la presencia de la carta allí.
–¿Dónde la encontraste?
–En un bolsillo interno
de una americana de mi madre en el interior del armario. –Pienso–. Está
demasiado a la vista, pero es tan absurdo guardar nada allí, y nadie la hubiese
encontrado si yo no hubiese necesitado coger un cinturón de esa misma percha…
–¿Le has dicho algo a
ella?
–¡Estás loco! –Grité–.
¿Qué se supone que le diría? ¡Mamá! ¡Sé que tienes un amante! ¿Cómo nos has
hecho esto a papá y a mí? –Puse una voz lastimera que solo conseguí hacer reír
a Jacinto.
–Yo no le daría
demasiada importancia a eso, Ícaro. –Dijo al fin, como síntesis a esta
alborotada situación–. Para empezar no sabes si es verdad o no, tampoco si en
el caso de que fuesen amantes, siguen juntos o no, y por último, es la vida de
tu madre. Debes respetar su intimidad…
Tenía razón. Toda la
razón del mundo. Pero no podía sacarme ese sabor amargo de la garganta. Era
como la impotencia más suprema que había sentido nunca con la incertidumbre de
si esa impotencia era verdadera, infundada o sólo producto de mi
imaginación.
Una niña apareció de la
nada, corriendo en dirección nuestra como Jacinto había hecho minutos antes,
seguramente con la misma expresión infantil y esa mirada desorbitada que
portaba la niña. Esta aminoró los pasos al ver que los columpios estaban
ocupados pero Jacinto se levantó al instante y me rodeó hasta ponerse a mi otro
lado, apoyado de la madera que servía de poste para los columpios. La niña que
se acercaba tímida pero sonriente y agradecida de haberle dejado el columpio no
tendría ni ocho años. Era toda ella un vestido azul cielo y un lazo blanco en
la cabeza, recogiendo el pelo negro que caía en una pequeña coleta desde la
nuca. Algunos mechones revueltos coronaban su rostro, por haber estado
corriendo inquieta. Llegó hasta nosotros y sujetó la cadena del columpio libre
ante nuestra atenta mirada, no supe si pidiendo permiso para sentarse o
esperando a que nos marchásemos para disfrutarlo en soledad. Ella me sonrió y
yo la sonreí a ella como compañero de columpios que éramos.
–Hola. –Le dije y ella
sonrió sonrojada.
–Hola. –Dijo ella, se
encaramó al columpio y comenzó a moverse despacio. Su madre apareció algo
acalorada por haber tenido que perseguirla. Con el abrigo de la pequeña bajo el
brazo y un bolso colgado del hombro llegó hasta nosotros más preocupada por
nosotros que por que su hija estuviese haciendo maniobras para mover el
columpio sin la ayuda de su madre.
–¡Te he dicho que no
salieses corriendo! –Dijo la madre abroncando a su hija pero esta parecía tan
absorta columpiándose y mirándonos a Jacinto y a mí de reojo que apenas
escuchaba a su madre.
Jacinto y yo nos miramos
y reímos mucho más enternecidos por la presencia de la niña que por la
regañina. Jacinto exhaló el humo del cigarrillo y me lo pasó, a lo que yo tiré
una calada y solté el humo en dirección contraria a la niña a mi lado, para que
no le llegase, pero a la madre no le pareció buena idea nuestra presencia allí
y mucho menos con su hija a nuestro lado.
–¿No podéis iros a otro
lado? –Preguntó la señora y por un momento me costó entender que nos estaba
hablando a nosotros.
–¿Disculpe? –Preguntó
Jacinto tan aturdido como yo. Ambos nos volvimos a ella completamente en
shock.
–Largaos. Esto es un
parque infantil. Iros a fumar a vuestra casa, no delante de niños. –Dijo ella
con el ceño fruncido y yo moví el cigarrillo sobre mis labios, pensativo.
–Váyase usted a su casa
a tocarle a otro los huevos. –Dije haciendo bailar el cigarrillo en los labios
a lo que Jacinto se tensó y me agarró del brazo para levantarme, pero yo no me
moví–. Esto es un lugar público, y puedo hacer lo que me venga en gana…
–Ícaro, tiene razón,
vámonos. –Decía Jacinto mientras tiraba de mi muñeca.
–¡Llamaré a la policía!
–Exclamó ella y yo me levanté del columpio para enfrentarla pero Jacinto tiró
de mi cintura alejándome. La niña comenzaba a asustarse y yo acabé accediendo a
dejarme arrastrar. Hasta que no estuvimos fuera del parque, arrastrando de
nuevo la bicicleta lejos, no me soltó. Yo tiré el cigarrillo al suelo con
desgana y lo pisé mientras Jacinto me observaba aún algo aturdido.
–No sabía que eras tú el
drogadicto que viene aquí a asustar a la gente… –Me dijo y yo metí las manos en
mis bolsillos, mordiéndome el interior de las mejillas por todas las cosas que
había querido decir y él no me había permitido.
–¿Quién se ha creído esa
malnacida para hablarme a mí de esa manera? Ni que fuese un delincuente…
–Esa impresión has dado,
permíteme que te diga… –Suspiró y yo le miré ofendido–. Aunque he de reconocer
que la niña ha sido más educada que ella… –Yo asentí. Caminamos unos segundos
en silencio hasta que perdimos de vista el parque y volvimos a encaminarnos a
ninguna parte en concreto–. Qué bonita era. –Dijo él y yo le miré frunciendo el
ceño.
–¿El qué?
–La niña. –Dijo soñador
y después me miró a mí, de arriba abajo, haciéndome sentir incómodo.
–¿Qué miras?
–Me acuerdo de ti cuando
te conocí. –Dijo y me hizo sonreír avergonzado–. Te veías tan tierno y pequeño
como ella.
–Que exagerado eres. Yo
era mayor cuando me conociste. –No le importó lo que dije.
–Ojalá hubiera
disfrutado más de ti cuando eras pequeño. Me habría encantado ir contigo al
parque, o a donde quisieses. –Sonrió–. Darte de la mano mientras saltabas o
correteabas por ahí.
–Yo no correteaba. –Dije
frunciendo el ceño pero volví a morderme el interior de las mejillas–. Pero si
quieres caminar de la mano conmigo, puedes hacerlo ahora. –Dije estrechando su
mano con la mía en un gesto de valentía que aún no comprendo de dónde salió.
Moví nuestros brazos haciendo un vaivén infantil pero él me miró al principio
sorprendido y después ofendido. Se soltó de mi mano con una sonrisa incómoda y
mezquina y la trasladó junto con la otra al manillar de la bicicleta.
–No vueles tan alto,
Ícaro…
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