NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 10 (Parte III)
Capítulo 10 – No quiero ser adulto.
El primer fin de semana de julio mi madre llegó con una espeluznante noticia que pudo ahorrarse y regalarme la maravillosa tranquilidad y sosiego que había logrado tras días de desesperación por haber encontrado su carta.
Yo me encontraba tirado en la cama, en ropa interior y con los cabellos empapados por acabar de salir de la ducha. Leía tranquilo escuchando el sonido del exterior entrando por la ventana de mi cuarto y el sonido de los pasos de mi madre alrededor de la casa. Alguien llamó a su teléfono y su tono de voz, animado y jovial, me hizo sonreír por propagación de su felicidad. No tardó ni cinco minutos en colgar y caminar hacia mi habitación.
–¿Tienes planes hoy? –Me preguntó ella con una sonrisa y apoyándose en el umbral con una mano y la otra sujetando el pomo de la puerta me miró de arriba abajo, frunciendo el ceño–. Ponte algo de ropa, no te vayas a resfriar. –Me exhortó pero sabía que no estaba hablando del todo enserio, porque era un día bastante caluroso.
–No tengo planes. ¿Por qué?
–Vienen Mike y Danna con su hija a cenar. –Al oír su nombre pronunciado de sus labios me sentí terriblemente ofuscado y herido. Cerré el libro que estaba leyendo sin preocuparme de no haber marcado la página y me senté al borde de la cama, arrastrándome hasta él.
–¿Hoy?
–Sí. Llamó Mike y me preguntó si esta noche estábamos libres. Danna y él vienen a cenar. –Repitió subrayando las palabras–. ¿Te apetece ayudarme a hacer la cena? Iremos a comprar algo de costilla de cerdo y unas verduras. ¿Las salteamos o las hacemos junto con la costilla en el horno?
–¿Van a venir, los dos, con la niña? –Pregunté aun atónito. Nada más decirlo me di cuenta de que estaba quedando como un completo idiota delante de mi madre, e incluso podría sospechar que sabía algo de su incumbencia. Ella arrugó la nariz y se cruzó de brazos.
–¿Acaso me estás escuchando?
–Sí, sí. –Asentí cabizbajo–. Perdona. ¿Quieres que baje a comprar algo que necesites?
–¡No me vendría nada mal! –Se entusiasmó al verme ofrecerme tan gratuitamente. Yo miré el reloj en mi mesilla. Eran las cinco y media de la tarde.
–¿A qué hora vendrán?
–A las nueve. –Dijo y me miró desasosegada. Me dolió verla así–. Si fueras tan amable, ahora mismo te doy el dinero. Baja y me traes un par de cosas. Ahora te las apunto. –Dijo y salió corriendo a su habitación para coger algo de dinero y yo me asomé a la puerta para verla corretear por la casa en busca de su monedero. Sin duda le había entusiasmado la idea de que Mike viniese, y ahora ya sabía por qué era. Antes ni siquiera lo hubiera notado, ni siquiera me hubiese importado. Cuando regresó me extendió un billete de diez euros y me apuntó en un papel una serie de cosas que necesitaríamos. Pimientos de dos clases, mantequilla, unas latas de refresco y unas cuantas cosas más–. Tendrá que sobrarte algo.
Yo la miré sonriéndola tan galante que no pudo resistirse.
–¿Puedo comprarme algo para mí con lo que sobre?
–Vale. –Cedió, algo resignada–. Pero no tardes mucho, la costilla tiene que estar al menos una hora en el horno. –Asentí mientras me deslizaba dentro de mi habitación para cambiarme y miré el maravilloso billete de diez euros que me había ganado aprovechándome del buen humor de mi madre. Me maldije por no haberme enterado antes de lo que los secretos podrían suponer, y más cuando conocías los secretos de la persona que controlaba tu vida.
Me metí dentro de unos vaqueros y unas bambas. Me puse una camiseta de manga corta y salí por la puerta con las llaves en un bolsillo y el billete en el otro. Bajando las escaleras me detuve la planta inferior y llamé al timbre dos veces seguidas. Me había acostumbrado a hacerlo así desde que una vez lo hice casi de forma inconsciente y Jacinto supo de manera inconsciente que era yo quien llamaba. “Dos pulsaciones, rápidas e impacientes. Solo podías ser tú” desde entonces siempre que salía a recibirme lo hacía con una sonrisa de antemano, conociendo que era yo quien estaba al otro lado sin necesidad de mirar a través de la mirilla.
Oí sus pasos al otro lado acercarse. Abrió con esa maravillosa sonrisa que solo me dirigía a mí, radiante y esplendorosa. Sin ni si quiera preguntarme qué quería o si venía buscando algo en concreto, abrió la puerta por entero para que pasase dentro y él se precipitó a su cuarto. Cuando llegué pude ver que estaba a punto de secarse el pelo, pues acababa de darse una ducha. Ya lo tenía largo como para tener que secárselo con secador porque de dejárselo así no se le secaría en todo el día.
–Dame un momento, y después estoy contigo. –Dijo mientras me sentaba en la cama y él enchufaba el secador en alguna parte.
–No he venido para quedarme. –Dije a lo que él me miró apartándose un mechón de la frente.
–¿No?
–No. –Suspiré y jugué con mis pies por el suelo–. Tengo que ir al supermercado a comprar unas cosas y me preguntaba si me acompañarías. –Sugerí a lo que él se encogió de hombros y sonrió.
–Claro, deja que me seque el pelo y me pongo algo. –Dijo y encendió el secador, llenando la habitación de un sonido ensordecedor. A pesar del ruido pude oír algo en la casa, en el salón, supuse. Unos pasos que se acercaban y su padre apareciendo por la puerta de su habitación. Lo hizo tan repentinamente que yo mismo di un respingo en la cama. Le incomodaba mi presencia allí y suavizó la expresión que traía de pocos amigos. Me saludó con desdén y algo de incomodidad.
–Oír el timbre. –Dijo él y miró a su hijo que se revolvía el cabello, inclinando el cuerpo hacia delante–. Supongo que has sido tú…
–Sí. Fui yo. –Dije y le sonríe, tan amable como pude pero él no pareció cautivado por mi sonrisa.
–Ya pensé que mi hijo no habría abierto, con lo descuidado que es…
–Lo ha hecho. –Dije, intentando no sonar borde–. A mí siempre me abre la puerta.
–Que afortunado. –Suspiró y miró a su hijo que levantaba el rostro para secarse en la nuca. Nos miraba a ambos alternativamente mientras intentaba parecer ocupado para que su padre no le diese conversación–. Y qué considerado es cuando quiere…
–Lárgate. –Le dijo Jacinto con un tono tan seco y árido que pensé que estaba hablando con algo inerte a nuestro alrededor. Yo me estremecí y su padre se tensó. Miré hacia el suelo no queriendo ser objeto volador en esta trifulca familiar pero al mismo tiempo no me perdí una sola palabra que dijeron.
–¿Esa es forma de hablarle a tu padre?
–Solo respondo con reciprocidad. –Dijo él sin mirarle, desconectando el secador y guardándolo de nuevo en algún cajón. Se hizo con las llaves, con algo de dinero y estaba seguro de que ansiaba coger el paquete de tabaco pero su padre no se apartaba de la puerta abierta.
–¿Vas a algún lado?
–Sí. –Dijo y su padre me miró a mí de forma casi instintiva.
–¿Con él?
–Sí. –Dijo él, más rotundo que la vez anterior. Yo no sabía si levantarme y quedarme donde estaba, porque Jacinto no parecía tener intención aún de salir de la habitación.
–¿A dónde vais? –Preguntó inquisidor pero Jacinto optó por no decírselo.
–¿Qué te importa? ¿No puedo salir, acaso?
–Solo me acompañará al supermercado. –Dije mientras intentaba mediar para poder salir de aquella.
–¿Qué, no sabes ir solo? –Me dijo y me quedé tan asombrado que se me trabaron las palabras en la garganta mientras intentaba pensar en qué decir, en cómo reaccionar. Nunca le faltaría al respecto por deferencia a Jacinto, pero estaba jugando con mi límite más de lo que estaba dispuesto a soportar.
–¿Y tú no sabes cuando estás de más? –Preguntó Jacinto mientras yo miraba al suelo.
–¿Me hablas a mí? –Preguntó su padre, señalándose el pecho, y sonrió fingiendo que le había hecho gracia la revancha de su comentario. Yo me levanté. Aquella sonrisa me estremeció y algo me dijo que debíamos salir de allí. Algo instintivo, natural, completamente animal. Me levanté y Jacinto se puso a mi lado, pasándome el brazo por los hombros, conduciéndome fuera de la habitación. Cuando nos pusimos frente a la puerta de la habitación su padre retrocedió pero estoy seguro de que no lo habría hecho si no hubiera estado yo allí. Salimos por la puerta y él cerró de un portazo que me hizo encogerme en mí mismo. Bajamos las escaleras, yo aun con el corazón desbocado y cuando llegamos abajo me detuve, aguzando el oído rezando porque no nos siguiese, porque no nos esperase a la vuelta. Me detuve justo en el inicio de las escaleras, entre los buzones y el armario de los contadores del agua.
Jacinto bajó detrás de mí y le hice detener completamente aturdido. Él se detuvo justo delante de mí y en aquél silencio, en el sonido de nuestras respiraciones en el portal, se acercó a mí y me estrechó en sus brazos, más necesitado de mí que yo de él y me besó repetidas veces la frente. No supe muy bien qué significaba aquello ni tampoco si era capaz de corresponderle, o siquiera de proporcionarle lo que fuera que necesitase. Me dejé hacer mientras él me calmaba repitiéndome que no pasaba nada y que todo había sido una tontería de su padre. Pero aquellas explicaciones estaban de más y no me servían en absoluto para calmar mis nervios.
Al fin salimos al exterior y pusimos rumbo al supermercado. Ya ni siquiera recordaba qué había ido a hacer a su casa, ni cuál era mi propósito en el supermercado. Cuando llegamos saqué la lista que mi madre me había dado y cuando cogimos un carrito entre los dos la conversación volvió a fluir, pues se había atascado momentáneamente. Él parecía absorto, y yo aturdido.
–¿Tenéis una cena con amigos o algo? –Me pregunto y yo me golpeé la frente, castigando mi olvidadiza memoria.
–¡Mike y Danna vendrán a cenar, con su hija! –Dije como si acabase de recordarlo repentinamente, a lo que él se rió y me miró, quitándome el carro de las manos mientras yo portaba la lista.
–¿Así que por eso me has hecho acompañarte? ¿Para contarme lo nervioso y tenso que vas a estar?
–Más o menos… –Dije cazado por su astucia.
–¡Vaya! –Suspiró mientras nos encaminábamos a la sección de verduras–. Y yo pensando que me pedías que te acompañase porque mi compañía te era grata y agradable…
–También es por eso… –Dije mientras pensaba en otra cosa.
–¿Te llevas bien con su hija? –Preguntó mientras miraba los precios de los pimientos.
–Sí, claro. Es como una prima para mí. –Dije y me volví a él para encontrarle con una mirada celosa–. Tienes que entenderlo, la conozco desde que nació, y al menos una vez por semana la veo… –Él rodó los ojos–. ¿Por qué lo preguntas?
–Porque a lo mejor acabáis siendo hermanos y todo… –Yo me volví a él, repentinamente iluminado con esa cínica idea y le golpeé en el pecho a lo que él se desternilló de risa–. ¡No me digas que no lo habías pensado!
–Cállate, idiota. –Dije, dejando caer los pimientos en el carro–. No puedo creer que vengan a cenar… –Pensé en alto mientras caminábamos hasta la sección de pendería–. Mi madre estaba emocionada como una cría. Parecía una adolescente. ¡Incluso me ha dejado gastarme lo que sobre de la compra! –Suspiré–. Creo que he estado ciego mucho tiempo.
–Tal vez. –Dijo y yo me volví a él para verle encogiéndose de hombros–. Yo tampoco lo he sabido ver, si te sirve de consuelo.
–No me sirve.
Cogimos una barra de pan, una bolsa de frutos secos, unos cuantos pastelitos de hojaldre, y unas cerezas. Cuando llegamos a la caja y pagamos apenas sobraron dos euros. Me los quedé mirando con una expresión de miseria mientras Jacinto se reía con una mueca perversa.
–Conozco un bar que por esa cantidad nos daría dos chupitos de lo que queramos. –Dijo como si nada, mientras seguía riendo y portaba una de las dos bolsas que nos habían dado. Yo me guardaba las monedas en el bolsillo del vaquero y suspiré decaído.
–¿Y está abierto ese sitio ahora?
–No, hasta las doce nada… –Dijo negando con el rostro y yo chasqueé la lengua–. De cualquier manera eres menor, no te dejarían entrar…
–Que bien. –Dije irónicamente y rió aún más fuerte.
De camino a casa pasamos por delante de un kiosco y le hice detenerse, dándole la otra bolsa y pidiéndole que se quedase fuera para no entrar con toda la comida. Cuando salí, metí la bolsa que había comprado dentro de una de las de la tienda y le hice sentarse un rato en un banco cercano. Apenas estábamos a un par de manzanas de nuestra casa, pero no quería regresar tan pronto y tampoco deseaba detenerme por los alrededores, donde estuviésemos tan a la vista. Sentados allí saqué de la bolsa que había comprado en el quiosco una piruleta roja y otra azul y se las extendí. Él me miró con una sonrisa infantil y cogió la azul.
–Yo quería esa. –Dije desanimado y él se encogió de hombros, satisfecho con su elección. Las abrimos y nos las metimos en la boca. A los minutos, no pude aguantarlo más–. ¿Pasó algo hoy? –Pregunté y él negó con el rostro sin mirarme. Con la piruleta dentro de su boca ya empezaban a teñirse sus labios de azul–. Sabes que puedes contarme cualquier cosa. ¿Verdad? –Le pregunté pero él me ignoró–. Pero si no quieres contarme, está bien. Lo entiendo. Sé por qué no lo haces. –Me miró curioso–. No quieres preocuparme, y menos a mí que no puedo hacer nada por ayudarte… ¿no? ¿Es eso?
–Sí. –Asintió y se sacó la piruleta.
–Está bien. –Dije y le acaricié el cabello por encima de su oreja. Me daba el perfil, un maravilloso y hermoso perfil que hubiera podido retratar. Me encantaba la línea que se formaba en su mandíbula desde su oreja hasta su barbilla. Tan afilada, tan dulce. Soñaba continuamente con esa línea y con su sabor en mis dientes. Le acaricié como hubiera hecho una madre, un hermano mayor, esperando que cerrase los ojos y se dejase llevar por mi tacto a un lugar más cálido. No cerró los ojos pero lo noté más tranquilo.
–¿Usas la psicología del contacto físico para convencerme de que te lo cuente? –Preguntó mientras sonreía ladino pero yo le retiré la mano y negué en rotundo.
–Todos tenemos secretos. Y todos tenemos experiencias que preferimos no contar. No creas que me siento menospreciado si no me lo cuentas. Y menos si sé que intentas protegerme…
Él se volvió a mí sonriendo de lado con la piruleta en la boca. Sobresalía de sus labios perfilados tan hermosos el palo blanco y un poco del tinte azul manchándolos.
–En realidad… no es para tanto. –Suspiró meditando sus palabras–. Anoche llegó borracho a casa, se había olvidado las llaves así que no pudo entrar…
–¿No pudo? ¿No le dejaste?
–No. –Se mordió el labio–. No le dejé. Estaba…
–Ya me hago una idea de cómo estaba.
–Aporreó la puerta durante media hora, llamándonos de todo menos bonitos, mientras se desquitataba amenazando a mi madre. Acabó durmiendo la mona en el felpudo.
–¿Tú madre no dijo nada?
–Quiso dejarle entrar. Pensó que poniéndose de su parte no arremetía contra ella, pero es una inconsciente. Yo le impedí que abriese la puerta. Nos habría dado una paliza a los dos. –Lo dijo con tanta naturalidad que me estremecí. Ahora entendía la conversación que su padre y él habían tenido y me arrepentí de no haber podido hacer algo. Cualquier cosa.
–Siento mucho si yo he podido… –No me dejó terminar.
–Nada. No sientas nada. –Sentenció mientras se sacaba la piruleta de la boca y la miraba a la distancia.
–Lo digo enserio. Me haces sentir impotente. Ojalá yo pudiera…
–Pero no puedes. –Finalizo y supe que no volveríamos a oír una sola palabra de aquello en mucho tiempo. Tal vez no tanto. El suficiente. Yo me quedé mirando a ninguna parte, hacia el edificio que teníamos enfrente mientras la gente pasaba a nuestro alrededor sin hacerse una idea de lo complejo que era todo en nuestro interior.
–Si hacerse adulto es algo tan horrible… no quiero ser adulto. –Dije y él sonrió sin mirarme.
–Para mí ya es tarde. –Me extendió la piruleta y yo la cogí entre mis dedos, dándole a él la mía. Brindamos con ellas chocándolas entre sí, intercambiadas, nos las terminamos.
⇜ Capítulo 9 (Parte III) Capítulo 11 (Parte III) ⇝
Comentarios
Publicar un comentario