NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capitulo 10 (Parte II)
Capítulo 10 –
A veces no sabemos con quienes convivimos día a día.
Al día siguiente no acudí a la escuela.
Como era lógico me llevaron al médico aquella mañana para que me auscultase
detenidamente por si tenía algún hueso roto o alguna contusión grave. El médico
no se preocupó demasiado e intentó calmar a mis padres diciéndoles que todos
los días llegaban chicos de mi edad aproximada que se habían metido en alguna
pelea y normalmente no eran heridas graves. Los moretones de mis costados dijo
que desaparecerían en menos de un mes y me revisó las heridas del rostro
quitándome los puntos de acercamiento y sustituyéndolos por otros algo más
eficaces, no sin alabar el trabajo de mi primo del que yo me sentí muy
orgulloso.
Cuando regresamos mi madre y yo a casa
ella me hizo un gran desayuno a base de pastel de limón y ciruelas recién
compradas. Se sentó conmigo en la mesa de la cocina y con una sonrisa triste y
sin dejar de mirarme me observó comer en silencio. Al rato puso su mano sobre
la mía en la mesa y me miró con una culpabilidad que nunca había visto en sus
ojos. Chasqueó la lengua con disgusto y sin decir una sola palabra se levantó y
se dedicó a limpiar los platos, rompiendo el silencio por el sonido del agua
cayendo sobre el fregadero. Mi madre no solía ser sentimental o cariñosa. No
era la típica madre que te comía a besos o te arrullaba para dormirte. Pero
todo lo decía con la mirada y con meros gestos como aquél. Supe que lo
entendía, y supe que me protegería en el caso de que yo volviese a dar la voz
de alarma. Me equivoqué. Debí haber confiado en ella, y no en mi padre.
Cuando mi padre llegó a casa nos sentamos
todos juntos en la mesa a la hora de la comida. Yo me sentí intimidado y
avergonzado de estar con ellos en una situación tan convencional. Me preocupaba
hablar del tema y sus evidentes miradas de congoja cada vez que atisbaban las
heridas en mi rostro. Me preocupaba que ellos hiciesen como si nada, pero aún
más temía un sinfín de preguntas acerca de mi estado. Lo primero que dijo mi
padre al sentarse a la mesa, con voz vagamente triunfante fue:
–He hablado con el director esta mañana,
de lo sucedido ayer.
–¿De qué? –Pregunté, no sabiendo si se
refería a mi escapada de clase o por el contrario de la pelea.
–De todo. –Sentenció mi padre, rotundo,
cogiendo el tenedor y el cuchillo y disponiéndose a comer–. Le conté por qué te
marchaste, le conté lo que sucedió después y quienes fueron los tres que te
dieron una paliza. –“Una paliza” en palabras de mi padre sonaba mucho más
brutal de lo que realmente había sido en realidad.
–¿Me dejarán en paz? –Pregunté esperanzado
pero en su rostro atisbé que no había logrado nada en absoluto más que la
valentía para enfrentarse al director.
–Suponemos que deberán hacerlo. –Dijo,
pero eso era no decir nada.
–¿Supones?
–El director los ha reunido a los tres en
su despacho, conmigo allí. Les ha echado una buena bronca.
–¿Les expulsará?
–No. –Dijo, desanimado–. En realidad ellos
dijeron ser inocentes.
–Inocentes. –Repetí la palabra incrédulo.
Me llevé el tenedor a la boca con un pedazo de filete de lomo. Se me quitó el
hambre en el momento en que me lo metí en la boca. Me sabía a cartón
requemado.
–No tenemos pruebas de que hayan sido
ellos. –Me miró rápidamente–. Yo te creo, hijo. Estoy seguro de que me dijiste
la verdad. Pero como institución no podemos hacer mucho más. Ellos seguro que
no volverán a molestarte. Me he disculpado en tu nombre delante del director.
Le he prometido que no volverás a marcharte de clase y que la próxima vez que
tengas alguna queja sobre algún profesor acudirás a él en vez de tener una
discusión con el profesor. –Yo le miré insultado y ofendido. Dejé caer el
tenedor en el plato y me crucé de brazos esperando que continuase–. De ahora en
adelante irás directo a clase y volverás igual, por calles concurridas y acompañado
de tus compañeros de clase, si puede ser…
–¿Qué compañeros? –Le pregunté, con la
espalda apoyada en el respaldo–. ¿Los que me pegan o los que me ignoran? –Mi
padre se me quedó mirando con incredulidad y mi madre le miró abrumada–. Solo
falta que me pongas un guardaespaldas.
–Créeme que si pudiera, lo haría. –Me
contestó con rotundidad y siguió comiendo poniendo fin a la conversación
mientras bebía un poco de agua fría sobre un vaso de cristal delante de
ambos.
–¿Han reprendido al profesor?
–¿A quién?
–A mi profesor de historia. –Le dije,
frunciendo el ceño–. Su comportamiento no fue adecuado.
–Tú no eres nadie para juzgar eso.
–Suspiró y miró hacia la televisión, no queriendo seguir con la conversación.
Yo resoplé y me mordí el labio inferior. Me ardía la sangre en las venas. Puedo
jurar que estaba tan rabioso que se me pasó momentáneamente la idea de clavarle
el cuchillo de la carne justo en su yugular.
–Me has enseñado que toda opinión es
valiosa. ¿Cuándo ha dejado de serlo la mía?
–No he dicho que no lo sea. Solo que no
eres nadie para decirle a un profesor cómo dar su clase. Él ha estudiado muchos
años y ha trabajado en este centro durante más de veinte años.
–Tal vez ahí esté el problema. Se ha
malacostumbrado a hacer lo que le venga en gana hasta el punto de descuidar sus
métodos educativos. –Mi padre me ignoró, consciente de que tenía razón–. A mí
me gustaría que me dijesen cuándo hago algo mal para corregirlo…
–Tu comportamiento ahora es incorrecto.
–Me espetó mi padre, con celeridad–. ¿Lo corregirás?
No fueron sus palabras, sino su mirada de
prepotencia extrema la que me hizo levantarme de la silla conteniéndome para no
lanzar los platos contra el suelo y me deslicé hasta mi habitación para
encerrarme allí ante la atenta mirada de mis padres. Cuando estuve oculto por
las paredes de mi habitación los oí discutir durante un buen rato hasta que la
comida finalizó y mi padre se encerró en el estudio y mi madre se metió en la
cocina a limpiar los trastos. Me sentí culpable porque hubiesen discutido por
mi culpa, pero al mismo tiempo deseé que gritasen, que golpeasen objetos, que
arrojasen cosas al suelo, porque yo no podía hacerlo. En vez de eso me tumbé
boca abajo en la cama y mordí con fiera el almohadón aplastándolo contra mi
cara. Me dolía toda ella aun por los golpes, y estaba tan sumamente entumecido
por todo el cuerpo que el mero roce me hacía aullar de dolor, pero ese dolor me
saciaba, me hacía sentir satisfacción, porque sentía algo que no fuese solo un
dolor emocional.
…
A la mañana siguiente mi padre me acompañó
a clase. Fuimos juntos como hacía tiempo que hacíamos pero durante todo el
trayecto nos mantuvimos en silencio por la tensión de la situación. De vez en
cuando soltaba algún comentario al que yo le dedicaba apenas un gemido oculto
en una gruesa bufanda que me había puesto mi padre como una soga al cuello.
Cuando llegué al aula fue inevitable que todas las miradas cayesen en mí como
si me acabase de desnudar. Todos se volvieron, se extendió un tóxico silencio
por toda la sala y yo caminé entre murmullos hasta mi pupitre. Si nunca antes
me había sentido realmente solo en aquella clase, en ese momento me sentí mucho
más apartado y marginado que antes, porque aunque todos eran conscientes de mí,
yo no me sentí más que como un mero objeto de exposición, la nueva adquisición
de un museo.
Todos me estaban mirando. La noticia se
había extendido por toda la escuela y gracias a mi padre fui la comidilla de
todos esos granujas malcriados mocosos y asquerosos adolescentes que esperaban
expectantes a que me quitase la bufanda para ver el verdadero desastre en mi
cara. Buscaban dos cosas en mí, la corroboración de un chisme y la emoción por
la morbosidad de un abuso. Les regalé mi mejor mirada de desprecio y me deshice
de la bufanda, bajando el rostro con una mueca de incomodidad. No miré a nadie,
pero sentía los ojos de todos sobre mí. los cuchicheos se hicieron mucho más
altos y todo lo que podía sentí era una extrema vergüenza que me dejó
paralizado en mi asiento, ahogando la bufanda en mis manos hasta que entró el
profesor y la clase comenzó lanzándome desde el principio una mirada de pena y
una media sonrisa de compasión.
Las cuatro primeras horas hasta el receso
fueron muy largas. Con cada nuevo profesor que entraba en clase era la misma
historia. Una mirada apagada, una mueca desconcertada y apenada y una tensión
que desaparecía tras los primeros quince minutos de clase hasta que retomábamos
la rutina de las dichosas asignaturas. La profesora de inglés se mostró algo
confusa por lo sucedido porque no se había enterado del todo de lo que me había
pasado, como no, informada por los comentarios entre departamentos. El profesor
de música se mostró completamente en contra del acoso escolar y estuvo
disertando sobre ello durante más de media hora, lo cual me dejó mucho más en
evidencia. Luchaba para no escapar de nuevo del aula, o para al menos controlar
mi rubor, que gracias a Dios se disimulaba con el amoratado de mis pómulos.
Acabé haciéndome a la sensación de ser el centro de atención y de pillar
miradas furtivas que se quedaban embobados mirándome con preocupación. Entre
los cambios de clase nadie me dijo nada, nadie se atrevió siquiera a
preguntarme cómo me encontraba, todos me miraban, pero nadie se acercó. Seguro
que temían contagiarse de mí como si portase el ébola. Seguro que lo que
realmente temían no era mi rostro, sino ser víctima del mismo mal que a mí me
había doblegado, simplemente por el mero hecho de acercarse a mí y que los
matones –que gracias a Dios aquél día no fueron a clase– la tomasen con
ellos.
Cuando llegó la hora del recreo la campana
sonó estridente y liberadora. Me hice con un par de euros que guardaba en la
mochila, una nueva que mi madre me había prestado hasta lavar y arreglar la
otra, y me conduje en silencio y con la bufanda cubriéndome parte del rostro
hasta la máquina expendedora. Allí me arrepentí de haberme decidido por
comprarme el almuerzo en vez de haberme hecho algo en casa, porque las cinco
personas que esperaban delante de mí en la máquina se volvieron a mí y yo me
hundí más en mi abrigo, incomodado. Opté por pasar hambre y salí directamente
al patio. Como la aglomeración de personas se arremolinaba por doquier me
decidí por ir directamente al lugar donde yo solía ir en los recesos que no optaba
por la biblioteca como mejor alternativa. Era un recoveco detrás de las aulas
de tecnología y carpintería. Un camino de guijarros que se extendía unos
cincuenta metros pero al que nadie solía ir porque los profesores lo tenían
prohibido. Pero nunca había profesores alrededor. Ninguno tenía tantas ganas de
caminar como para rodear todo el centro y colarse saltando una valla de metro y
medio de alto solo para fisgonear en el vacío entre unas aulas y la verja del
exterior.
Me senté allí en el bordillo y jugueteé
con los guijarros debajo de mis pies. Me había hecho a la soledad en apenas
unos meses. No me molestaba estar solo, pero sí que otros me observasen estar
solo y me juzgasen con esas miradas inquisitoriales, sabiendo muy bien que
pensaban que yo era un marginado empollón sabelotodo. Me gustaba esa imagen,
pero no que ellos lo viesen como algo malo. Comencé a tirar piedras sobre la
pared sucia y pintarrajeada frente a mí, a unos metros. Las piedras rebotaban y
caían con estrépito. Odiaba estar en ese lugar cuando había llovido
abundantemente y todas las piedras estaban húmedas y asquerosas, pero no tenía
más alternativa que esperar allí pacientemente hasta que acabase la media hora
de receso.
Tras unas veinte piedras arrojadas se
oyeron a la vuelta del edificio algo que apedreaban. Eran pasos recorriendo el
camino de grava. Pasos de dos, tres personas… ellos.
Aparecieron doblando la esquina como
vagabundos paseando por los suburbios de una ciudad que les pertenecía. Tal vez
yo diese esa imagen también cuando merodeaba por aquella zona, pero no era mi
impresión. Ellos se vieron sorprendidos por el sonido que habían hecho mis
piedras al arrojarlas y yo me sobresalté al verles aparecer de detrás de
aquella esquina. Sin duda el sabor de la sangre regresó a mi boca y todo mi
cuerpo me pidió salir corriendo. Ellos me miraron desde la distancia, a menos
de diez metros y estaban tan asombrados como yo. Se habrían colado por la verja
para asistir a clase sin tener que pasar por la puerta principal y ser cazados.
Solían hacerlo, pero de veras que no me esperé encontrarlos aquí. En mi lugar.
Este era mi secreto y ahora ellos ya sabían dónde encontrarme. Me puse en pie
de un salto y agarré con fuerza una de las piedrecitas que estaba a punto de
tirar. No les haría nada en absoluto, pero tenerla en la mano me transmitía una
falsa sensación de seguridad. Retrocedí sin darles la espalda, como un carnero
huyendo de lobos hambrientos, pero ellos no parecían tener ganas de jugar, y
menos conmigo. Me miraron allí parados y uno de ellos se detuvo justo donde yo
tiraba piedras. Apoyó en aquella pared la espalda, se cubrió mejor con su
chaqueta de cuero y me miró con una ceja en alto. Era el que me había quemado
con el cigarrillo. Los otros dos se estaban riendo y peleando entre ellos como
cachorros. Se insultaban pero no parecían realmente enfadados. Parecían haber
estado con una larga broma durante un rato. Yo miré al chico ahí parado, con
una cazadora negra, escondido en el cuello de esta.
–¿Qué hacías en nuestro escondite? –Preguntó
él y yo me cubrí mejor con la bufanda el rostro.
–Ya me iba. –Dije, y estaba a punto de
darme la vuelta cuando él negó con el rostro.
–No pasa nada. Podemos compartir esta
ratonera. –Suspiró y me señaló con el rostro el bordillo donde yo había estado
sentado. Los otros dos chicos parecían completamente al margen de todo. Me
miraban, no parecían enfadados. Hablaba en serio, podía sentirlo.
–De verdad que puedo irme. –Dije, pero él
no pareció interesado. Se encogió de hombros y se sacó un paquete de tabaco de
liar con el que comenzó a hacerse un cigarrillo. Lo miré detenidamente sin
poder apartarle los ojos. Fue delicado, preciso y coordinado. Cuando el
cigarrillo estuvo liado se lo encendió con un mechero y soltó una larga y densa
calada. Los otros dos se alejaron, discutiendo y persiguiéndose. Yo me acerqué
a él y me senté en el bordillo. Jamás me había sentido tan el borde de un
precipicio como entonces. Estaba confiado en que hacía pie, pero la caía podía
ser mortal si no me andaba con cuidado. Sentado allí me quité la bufanda y me
bajé la cremallera del abrigo. No hacía tanto frío como para cubrirme tanto. No
me importaba que él viese el daño que me había caudado. Cuando le miré él me
devolvió una mirada algo confusa. Después volvió a darle una calada al
cigarrillo y levantó una ceja–. Dentro del centro no se puede fumar.
–Dije.
–No puedo fumar dentro, no puedo salir
para fumar… –Suspiró–. ¡Tantas prohibiciones y ninguna alternativa!
–Solo digo que si te pillan, pueden
expulsarte.
–La de filosofía de cuarto fuma porros en
su departamento y el de química se pasa el día con calmantes para la espalda.
¿Y yo no puedo fumarme un pitillo en el descanso? –No tuve respuesta para su
argumentación.
–¿Vais a…? –No fui capaz de decir nada.
Miré a sus otros dos amigos que se tiraban piedras a varias decenas de
metros.
–No. –Sentenció y en su rotundidad me
encontré confuso pero agradecido.
–¿Por qué?
–¿Quieres que lo hagamos? ¿Eres
masoquista?
–No. No he querido insinuar eso… –Suspiré
y bajé la mirada. Jugueteé con la bufanda en mis manos. Quise estrangularla,
pero eso habría sido una evidente forma de mostrar mi nerviosismo. Removí las
piedras debajo de mis pies.
–¿Sabes por qué nadie viene aquí?
–Preguntó y yo le miré curioso–. En mi primer curso, hace cuatro años, descubrí
este lugar maravilloso para pasar los recreos pero siempre había gente. Así que
hice correr el rumor de que habían expulsado a todo un grupo de chicos unos
años atrás por estar merodeando por aquí, dado que esas ventanas, –señaló una fila
de ventanas–, son las ventanas del despacho del director y los vio andar por
este sitio.
–¿Esas son las ventanas del director?
–Pregunté ansioso y él negó, riéndose. Su risa era sincera, no como la
prepotente y excéntrica risa que mostraba en clase para reírse de
alguien.
–¡Qué va! Son las ventanas de los
almacenes de los expedientes. No hay nunca nadie allí.
–Vaya… –Suspiré–. ¿Cuándo entraste en el
centro? ¿Dos años antes que yo?
–Sí, he repetido primero y segundo.
–Ya veo. –Pensé meditabundo–. Son muchos
años perdidos.
–Tal vez. –Soltó, sin darle demasiada
importancia.
–Nik. –Así se llamaba. Nikolas–. ¿Qué
opinan tus padres?
–Nada, supongo. Están muertos. –Suspiró
mirando hacia su cigarrillo encendido y volvió a darle una calada. Tras un
breve lapso de tiempo me lo extendió y estuvo a punto de acercármelo pero yo
negué con el rostro. Se limitó a encogerse de hombros y volver a tirar de
él.
–Lo siento mucho.
–No pasa nada. Fue hace ya tres años.
Cuando yo empecé primero.
–Fue duro. ¿Verdad?
–Sí. –Asintió. Fue tan sincero ese
monosílabo que me dolió como un puñetazo en el pecho–. Pero eso no debe
justificar que te golpeásemos. –No podía creerlo, se estaba disculpado–. La
verdad es que no sé muy bien por qué lo hicimos, pero no debimos hacerlo. No
somos de esa gente que pega a cualquier chico inofensivo. –No me miraba, solo
miraba el cigarrillo entre sus dedos, pero me valía–. Nos metemos en peleas,
claro que sí, pero siempre justificadas, y normalmente para defendernos.
Digamos que no tuve un buen día y… –Perdió el hilo de las palabras porque uno
de sus amigos pasó por delante de nosotros, perseguido del otro–. ¡Tened
cuidado! –Se seguían arrojando piedras–. Nos daréis, cabrones.
Que me integrase en aquél Nos, me
hizo sentir como elevado al Olimpo de la inmundicia.
–Entiendo. –Suspiré, queriendo hacerle ver
que no hacía falta que siguiese disculpándose, pues había entendido sus intenciones–.
¿Puedo saber de qué murieron tus padres, si no es indiscreción?
–Mi padre mató a mi madre. –Suspiró–. Y
luego él intentó hacer lo mismo conmigo. Yo huí a tiempo pero él se quitó la
vida poco después en el calabozo de prisión. –Parecía una película de terror, y
lo contaba con el menor atisbo de dolor–. Él en realidad no era un mal tipo,
¿sabes? Siempre se portó bien con nosotros, íbamos de viaje juntos al norte,
los domingos comíamos en familia con mis abuelos y en mi cumpleaños siempre me
regalaban lo que yo pidiese. Pero mi madre le fue infiel con un compañero de
trabajo en una noche de borrachera y a mi padre se le cruzaron los cables.
–Hizo un gesto con sus dedos al lado de su sien–. A veces no sabemos con
quienes convivimos día a día. A veces solo vemos lo que queremos ver en los
demás, o lo que esperamos que sean para nosotros.
Aquellas palabras fueron las más sinceras
y hermosas que le oí decir jamás. Hasta me costó hacerme a la idea de que había
sido él quien las había dicho y no mi propia idea de su persona idealizada. En
ese momento me imaginé que hablaba de su madre, o de su padre incluso. Tiempo
después descubriría que en realidad se refería a mí.
–¿Con quién vives ahora?
–Con mis abuelos maternos. –Chasqueó la
lengua–. Viven cerca de aquí y no tuve que hacer muchos cambios…
–De veras que lo siento. No lo
sabía.
–No tiene importancia. Todos tenemos una
cruz que cargar, como dice mi abuelo.
–No es justo. La cruz es el símbolo de
nuestros pecados convertidos en cargas. Pero tú no tienes culpa ninguna de lo
que sucedió.
–¿Y qué importa? Al final en cuestiones
familiares todo nos repercute, tanto lo bueno como lo malo.
–Qué profundo. –Me asombré a mí mismo y él
sonrió con mi expresión. Se terminó el cigarrillo y lo tiró al suelo pisándolo
después con determinación y algo de costumbre en sus gestos. Se metió las manos
en los bolsillos de la chaqueta y suspiró queriendo finalizar aquella
conversación. Algo me hacía sentí que jamás volvería a vivir aquella
cordialidad con él. Este espacio había sido el culpable de que ambos
coincidiésemos como planetas en la misma orbita que colisionan momentáneamente.
Este sería un momento para el recuerdo, pero que ambos negaríamos haber vivido
de ser interrogados. Se sacó del bolsillo de su abrigo una chocolatina. De
chocolate banco y fresas y me la tiró al regazo. La cogí al vuelo y me la quedé
mirando con una expresión desorientada.
–Tómala. –Dijo y yo le miré noqueado con
su repentina amabilidad. Miró al horizonte donde sus dos amigos seguían haciendo
el idiota. Desde luego que a ellos no les importaba nada en absoluto lo que
estaba sucediendo y nada de esto iba con ellos. Pero no entendí el porqué ni
tampoco sabía cómo es que Nikolas había bajado hasta los suburbios de la
disculpa para rebajarse hasta mí. Pero me encantó. Se despidió de mí con un
guiño y un chasquido de su lengua y se llevó a sus amigos como cachorros
andando a su alrededor. Yo me quedé allí turbado, mareado y confuso a más no
poder.
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