NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 9 (Parte I)

 

Capítulo 9 – Puedo golpearte. No me provoques.

 

Los días pasaron con calma y paciencia. A mí se me hicieron muy largos y sobre todo las eternas noches en las que deseaba que otro cuerpo dormitase a mi lado como lo hizo Jacinto aquella vez. Por las mañana ansiaba bajar a verle y a veces mi padre me acompañaba y otras mi madre, pero poco a poco ellos comenzaron a hacer su vida y yo me vi obligado a continuar con la nuestra, como si no hubiese pasado nada, como si mi corazón no explotara cada ver que sentía como alguien pululaba en el cuarto debajo del mío y hacía ruidos que me obligaban a tumbarme en el suelo para apreciarlos mejor. 

Cuando llegó septiembre mi padre se tuvo que ir a trabajar todos los días a la escuela para organizar los exámenes de recuperación y organizar las clases del nuevo curso. Mi madre se quedaba conmigo por las mañanas, al menos las que podía, y mi padre se quedaba por las tardes. Las mañanas en las que mi madre no podía quedarse por asuntos de la organización tenía la excusa de que mi primo podía cuidar de mí. Bendita excusa maravillosa. 

De vez en cuando bajaba conmigo, con una pequeña mochilita con algo de comida y me soltaba dentro de su casa como si fuese una guardería. Mi primo me recibía con una expresión de subordinación y sus padres iban con mi madre juntos a la sede. Aquellas escasas mañanas del uno al tres de septiembre, las pasé en su casa hasta la hora de comer en que mi padre regresaba. Fueron nuestros momentos a solas, nuestras conversaciones interminables e incluso los aburridos silencios en donde me dedicaba a observarle que me hicieron poder llamarle mío, mi primo, mi amigo, mi propiedad y mi salvador. 

El viernes tres de septiembre, a un par de horas de que viniese mi padre a buscarme, estábamos viendo una película juntos en el salón. No recuerdo ni qué película era, pero a ninguno nos gustó. Él intentó buscar algo infantil para mí y a la vez entretenido para él. No acertó en absoluto. Yo en una de las butacas y él estirado en el sofá con la cabeza en un almohadón llevábamos minutos sin decir una sola palabra. Yo bebía zumo de naranja y él un refresco de limón. La casa aún estaba algo desorganizada. Algunas cajas seguían acumulándose en la cocina y en el salón no estaba aún distribuida la vajilla. Él se acomodó mejor en el sofá y colocó sus manos bajo su cabeza, haciendo que la manga corta dejara entrever parte de su tríceps. Tenía un moratón. 

–¿Cómo te has hecho eso? –Dije, más dolido que preocupado. Él tardó en darse cuenta de lo que le hablaba. 

–Me caí el otro día, tropecé con una caja. –Dijo y yo fruncí el ceño terriblemente mosqueado con su torpeza. Él se sintió curioso y se sentó vuelto a mí–. ¿A qué viene esa cara de oler mierda? –Preguntó y yo le fulminé con la mirada. 

–No tienes cuidado ninguno. –Dije y volví la vista a la televisión pero él soltó un bufido y me señaló mis propias rodillas. 

–Tú también tienes raspaduras y arañazos.

–Pero fue en el parque. –Dije, excusándome–. Jugando… 

–¿Y qué? –Me miró ofendido y yo le aparté la mirada. Nadie debería poder dañar a mi dios, y mucho menos él mismo. Volvió la mirada a la televisión y solté un largo suspiro inaudible. Me odié por ser tan brusco pero me encantó la cálida sensación de que se hubiera fijado en que yo también estaba herido. 

–El domingo será mi cumpleaños. –Dije y él se encogió de hombros–. ¿Vendrás a mi casa? Compraremos una tarta de chocolate. 

–Supongo. –Soltó y si no fuera porque estaba a más de un metro de él le habría abofeteado. No quise decir nada aunque me estaba devorando la idea de levantarme y ahogarle–. ¿Cuántos cumples?

–Diez. –Le dije, pensando que ya lo sabría. 

–Pensé que ya los tenías. –Dijo confuso pero perdió rápido el interés por esa confusión. Yo resoplé y me dejé caer en el respaldo.

–Aún no. El domingo los cumplo. 

–Vale. 

–¿Cuándo es tu cumpleaños?

–El 20 de diciembre. 

–Que bien. –Dije, con las expectativas de que apenas quedaban unos meses para su cumpleaños y con suerte también podríamos celebrar el suyo. 

–No tanto. –Dijo, desanimado–. Cae muy cerca de navidad y eso siempre es muy engorroso porque acabas celebrando las dos cosas a la vez… además. Este año no quiero celebrar mi cumpleaños. 

–¿Ah no? –Pregunté, impactado–. ¿Cómo no? Pero… si es tu cumpleaños…

–Ya. Pero no me apetece. –Sentenció y yo fruncí el ceño. No podía entender como alguien no querría celebrar el día de su cumpleaños y como alguien podía tenerle tan poco respeto a una fecha tan señalada para él. A la vez me sentí intimidado por su poder de indiferencia frente a esa enormidad y yo mismo cavilé acerca de no celebrar el mío, pero me dolía la sola imagen de mis padres tristes y decepcionados con mi comportamiento. 

–¿Es por tus amigos? ¿Solías celebrarlo con ellos? –Pregunté y di en el clavo porque no hizo un solo gesto ni dijo una sola palabra–. Podemos celebrarlo juntos. –Le animé pero negó con el rostro. 

–No es necesario. –Dijo–. De todas formas seguro que pasamos las navidades en familia. –Esa última palabra la dijo con un sutil deje de incomodidad. 

–Si no quieres, no pasa nada. –Suspiré–. Yo lo celebraré por ti. –Dije y él se volvió a mí, decidido a reprenderme pero al verme, cambió su gesto y se volvió mucho más amable y ameno. 

–La película es muy mala, ¿verdad? –Dijo y yo asentí–. ¿La quitamos y hacemos otra cosa? –Asentí de nuevo mucho más ilusionado–. ¿Qué hacemos?

–Toca la guitarra. –Le pedí y él rodó los ojos con cansancio. 

–¿No puede ser otra cosa?

–No. –Negué pero él se mantuvo en su cerrazón.

–No voy a tocar la guitarra. No está afinada y no me apetece tener que ponerme a buscarla. 

–Entonces háblame de tus amigos. –Dije y me acomodé en mi butaca esperando que él me volviese a negar la petición pero en esta ocasión soltó un largo suspiro y se acomodó él también en el sofá, de cara a mí. Yo me hice una bolita como si me fuese a contar una gran historia y él me miró con ternura. 

Me habló de sus dos años en el instituto en Francia. Allí había hecho amigos que él consideraba que mantendría de por vida, pero en el fondo sabía que la distancia no salvaba nada. Me habló de su mejor amigo, un chico latinoamericano quien tocaba muy bien la batería y con quien habían hablado de formar un grupo de música. Su mejor amiga, una chica parisina, con quien se sentaba en clase en la mayoría de asignaturas y con quien había dado su primer beso, pero jamás llegaron a más. También me habló de dos hermanos gemelos con los que salía a veces a montar en bici y una chica mayor de último curso que vivía cerca de su casa y con la que también salía a veces a salas de recreativos. 

Mientras me lo contaba me lo imaginaba en todas aquellas situaciones y sentí punzadas por el dolor que debía estar sintiendo al haber perdido aquello, punzadas de celos por querer ser él, y querer ser sus amigos, su mejor amigo con el que habían tocado la guitarra y la batería y la chica con la que se había besado. Deseaba ser todo su mundo, estar en él y formar parte inseparable de él. 

Me contó que su último cumpleaños lo pasó en una pizzería cercana a su casa con su grupo de amigos y algunos otros más. Después bebieron cervezas a escondidas en los recovecos de los edificios antiguos del centro de la ciudad y cuando fue ya de noche regresaron a sus correspondientes casas. Deseaba poder darle todo aquello, pero me vi imposibilitado. Él se mostró risueño mientras me contaba aquellas aventuras que a mí me parecían tan lejanas y distantes a mi edad, pero él lo había vivido y hoy se divertía contándolo. Noté cierto resentimiento al contármelo, ciertas ganas de detenerse y lagrimear, pero no lo hizo y cuando terminó se sintió exhausto. Yo no le había apartado la mirada en todo el relato y él me miraba dudando en si me había vuelto una estatua allí acurrucado. 

–¿Contento? –Preguntó y estuve a punto de asentir, pero no me sentía mejor. 

–¿Los extrañas?

–Mucho. –Dijo y se dejó caer–. Pero seguro que este año vuelvo a hacer amigos. La vida es así, vayas donde vayas acabas arrejuntándote con alguien, viviendo nuevas experiencias, y al final, dentro de veinte años ni si quiera me acordaré de mis años en Saint Tropez.

–¿Cuándo empiezas las clases?

–El veinte. 

–Qué envidia. –Dije–. Yo el trece.

–Tú aun vas al colegio. –Me dijo–. Yo ya estoy en el instituto. Iré al que trabaja tu padre. –Dijo pero yo ya lo supuse. Era el más cerca de casa y el mejor de todo el centro–. Aunque él no me dará clase. 

–Es buen profesor. 

–Supongo. 

–Supones muchas cosas. 

–Supongo. –Dijo esta vez para molestarme y no pude aguantarme por más tiempo. Salté de la butaca y me lancé a sujetar sus hombros para derribarle en el sofá. 

No lo conseguí por mí mismo, él se dejó caer más sorprendido que divertido por mi acción. No quise reírme, pero él se reía de mi comportamiento y me hizo reír a mí también mientras con una pierna en el sofá y la otra en el suelo hacía fuerza para que no se levantase. Este había sido el contacto más largo e íntimo que habíamos tenido en tiempo, por no decir el primero en el que no había sido algo meramente accidental o necesario.

–¿El querubín se ha enfadado? –Me preguntó riéndose y yo le fulminé con una mirada herida. 

–Puedo golpearte. –Le advertí–. No me provoques. 

–¿Ah sí? –Preguntó más divertido que preocupado y levantó las manos indefenso. Era mío, todo mío–. Vamos, pégame. 

–Puedo hacerlo. –Le advertí sonriendo con malicia, toda la que tenía dentro a lo que él se encogió de hombros. 

–Supongo. –Volvió a repetir y yo agarré su pelo con mi mano y apreté con fuerza, haciendo que no pudiera mover su cabeza. Me gustó el tacto de su cabello, era infinitamente más delicioso de lo que habría imaginado, y no sabría que cuando me quedase a solas, me olería la mano hasta desmayarme. 

Con la mano libre le cogí el mentón y le apreté las mejillas con mis dedos escuálidos y pálidos. Su respiración era algo agitada por la risa pero la mía lo era por el propio enfado. Quería golpearle, quería besarle y quería morderle hasta dejarle marcas por toda la cara hasta que no fuese capaz de suponer nada más. Apreté mis dedos sobre él hasta que sus labios formaron un pico adorable. Al mirar así sus labios me sentí mucho más relajado hasta el punto en que destensé mi mandíbula y en mis ojos se perdió esa fuerza e irascibilidad del momento. Creo que me quedé completamente absorto y abstraído en cómo brillaban, en cómo sabrían, o en cómo serían de suaves. Sentí que me faltaba el aire y comencé a sudar. 

–No vueles tan alto, Ícaro. –Dijo él quitándose mi mano del rostro. Su tono fue tan serio y firme que me sentí apuñalado por un momento. Me desangraba en sus brazos, en su regazo mientras él se incorporaba y yo me veía obligado a retroceder en el sofá hasta quedarme sentado a sus pies. Me sentí avergonzado por mis pensamientos, pero aún más por haberlos mostrado de forma tan evidente como para que él pudiera vislumbrarlos a través de mi mirada. ¿Sabría en qué había pensado? ¿Sabría qué quería hacer? ¿Qué era lo que quería hacer en realidad? Me escondí de su mirada mirando a cualquier otro lugar y él se sentó mejor en el sofá, mientras yo deseaba morir en aquél instante. O que él se muriese. Cualquier cosa me parecía bien. 

–¿Por qué? –Le pregunté con toda la inocencia que pude–. ¿Tenías miedo?

–Podrías quemarte con el sol. –Dijo y yo le miré frunciendo el ceño. ¿Sabría de lo que yo le estaba hablando? ¿Era una especie de metáfora o todo estaba en mi cabeza? Sin mediar una sola palabra más y sonriéndome con naturalidad se llevó mi zumo de naranja, su refresco y desapareció del salón en dirección a la cocina. Olvidaría lo acababa de suceder, estaba seguro. Olvidaría todo igual que olvidaría a sus amigos, me olvidaría tan fácil como le resultaba suponer. Me cubrí el rostro con las manos, aún me olían a él. 


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