NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 8 (Parte I)

            Capítulo 8 - ¿Has volado fuera de casa, Ícaro?

        Comencé a despertarme con una cálida sensación rodeándome el cuerpo. La paz que me inundaba era tan sumamente cegadora que pude transportarme al útero de mi madre, a esa sensación de seguridad y recogimiento. Me acurruqué aún más buscando ese calor, esa protección, pero por mucho que me moviese o me acurrucase, no había nada a mi lado que me resguardase, no había fuente de calor ninguna. La temperatura en las sábanas no era más que un producto de mi propio cuerpo. Tanteé con la mano a mi alrededor y por momentos confundía los bultos de las mantas con un cuerpo ajeno al mío. Era la primera vez que buscaba a tientas el cuerpo de un hombre a mi lado y era la primera vez que una punzada de dolor me atravesaba el peso ante la decepción de no hallarlo conmigo. 

        Aun dentro de una turbación matutina me revolví con un ojo medio abierto buscando con la mirada algo que me indicase que no se había marchado sin más. La luz que entraba por los pequeños huecos de la persiana me anunciaba que no solo era de día, sino que podrían pasar perfectamente de las diez de la mañana. Si nadie me había venido a despertar eso significaba que mi madre no estaba en casa y que mi padre estaría en el salón leyendo. Tras cerciorarme que en la cama no se encontraba Jacinto me destapé por completo y me asomé al borde buscándole en el colchón del suelo. La idea de que en plena noche se hubiese arrepentido de dormir conmigo y se hubiera ido al colchón me heriría en lo más tierno de mi ser. Pero tampoco estaba allí y entonces sí que me levanté por completo, ofendido y sumamente herido, para buscarle por la casa. 

        Cuando salí al pasillo el silencio que se escuchaba por todo el piso me hizo sentir intimidado y confuso. Esperaba oír voces de fondo en el salón pero no, nada de eso. No había nadie en casa que armase escándalo. Nadie hablando ni nadie riendo. Me deslicé hasta el salón para comprobar que el sofá estaba tal como lo había visto la noche anterior, y si no fuera por la extraña disposición de los cojines sobre él, podría jurar que nadie había dormido en él aquella noche. Allí encontré a mi padre sentado como si nada leyendo un libro cualquiera mientras tomaba algo de té caliente. Se lo acababa de hacer, pues de la taza aún salía algo de vapor. Cuando me percibió se volvió a mí con una sonrisa y yo le devolví el gesto con toda la humanidad que me quedaba. Aquella mañana me sentí terriblemente ofendido. 

        ¿Cómo has dormido, cariño?

        Bien. –Dije, y ese apelativo se quedaba demasiado corto para la intensidad y el bienestar de mi sueño. ¿Dónde están todos? –Pregunté más confuso que curioso. 

        En su casa. –Dijo con toda la naturalidad del mundo. Tú madre se ha ido a trabajar. Hoy nos hemos quedado tú y yo solos. –Dijo y volvió la mirada al libro. Creyó que esa respuesta me resultaría satisfactoria, pero no lo hizo.

        ¿Qué hora es?

        Las once menos veinte. –Suspiró. No le digas a tu madre que te he dejado dormir. –Rió. O me matará. 

        Vale. –Suspiré y medité si volver a mi habitación o desayunar. Mi padre se adelantó a mi decisión. 

        ¿Tienes hambre?

        No. –Dije y él asintió tranquilo. ¿Qué hay de comer hoy?

        Tu madre sacó ayer algo de carne de pollo. ¿Te apetece que lo hagamos al horno?

        Bien. –Dije y me mordí el labio, indeciso. Me vuelvo a la habitación. 

        ¿Vas a seguir durmiendo? –Me preguntó, esta vez sí con un deje de preocupación. Por un instante me vi como un romántico depresivo que se rompía las vestiduras por un orgullo herido. 

        No. –Le contesté. Recogeré el cuarto. 

        Avísame para ir a recoger el colchón. –Suspiró como si se acabase de acordar. 

        Sí. 

        Cuando volví a estar a solas en mi cuarto cerré detrás de mí como hice el día anterior, me quedé mirando la habitación desde la perspectiva de la puerta y su olor volvió a golpearme nada más que di un paso dentro. Dormir toda la noche con él me había hecho acostumbrarme al olor y ahora ya no era capaz de apreciarlo de la misma manera. Dejándome llevar por mis más sucios deseos me arrastré hasta la cama, me sumergí entre las sábanas y hundí mi rostro en el almohadón, en la parte donde él había estado durmiendo. No me imaginaba con qué delicadeza se había levantado para no hacer un solo ruido y no despertarme. Habría retirado muy despacio el brazo sobre el que yo dormía. ¿Me habría besado como lo hizo antes de dormir? ¿Acaso se preocupó por cómo me sentiría al no verle al despertar?

        Allí escondido puedo prometer que alcancé el éxtasis místico de Santa Teresa al revolcarme entre las sábanas con su olor. Era mi cama, mis sábanas, donde había dormido siempre y ahora ya no me pertenecían. Me las habían despojado para convertirlas en algo mucho más puro y sagrado. Y yo lo estaba mancillando mientras me restregaba como un perro deseando que fuese su cuerpo contra el que me frotaba. Enredé mis piernas como hice con las suyas anoche, me imaginé que mi propio cuerpo era el suyo y yo mismo me redescubría al tocarme los muslos, el vientre, las clavículas. Ahora mi cabeza también era sagrada, pues él la había besado con sus purificantes labios. Quise llorar y quise reír de mera emoción. Qué dolorosa sensación de impotencia haberte tenido todo entero para mí y no haber podido reclamarle como mío. 

        A la hora de comer lo hice con un hambre voraz. Parte de mi ser no tenía apetito pero la otra era un animal que deseaba llenar el estómago y saborear la carne que anoche no pude probar. Cuando terminamos de comer y ayudé a mi padre a recoger la cocina y el salón, me hizo un batido de fresa y plátano y lo bebí junto con él en el salón. Mientras veíamos un programa televisivo de noticias no pude aguantarme más la pregunta. 

        ¿A qué hora se fueron?

        Sobre las ocho. 

      ¿Están ahora abajo? –“Abajo” me gustó decirlo así. En el piso de abajo, justo debajo de mí. A  mis pies, tenía todas las posibilidades para bajar un par de escalones y estar con él. 

        Supongo. –Dijo, sin el mínimo interés. Tu madre se llevó a tu tía esta mañana al trabajo para mostrarle las instalaciones de la organización y todo el tema burocrático. Tu tío y Jacinto habrán estado toda la mañana con la mudanza. 

        ¿Puedo bajar a verlos?

       No, estarán ocupados. –La negativa de mi padre hizo que bajar al piso de abajo se hubiera transformado en una misión tan complicada como el regreso de Ulises a Ítaca. 

        Puedo bajar para ayudar…

      Lo siento hijo, no creo que puedas ayudar demasiado en esas cosas. Aun eres muy pequeño para cargar cajas. Además, es su casa, deben ser ellos los que distribuyan sus cosas. –Asentí y miré a otro lado pensando en otra excusa, cualquiera, para ir a verles.

        ¿Hoy tienes tareas?

       Sí. En un rato tengo que ponerme con los exámenes de septiembre. –Dijo. Aunque fuese profesor, apenas tenía un mes libre sin obligaciones. El resto del año se la pasaba corrigiendo exámenes, preparándolos, preparando las clases y entregando apuntes. 

        ¿Irás hoy a la biblioteca?

        No. Lo haré en casa. –Mierda, pensé, otra opción menos. Escaparme cuando él no estuviera habría sido ya imposible. Pero la idea de escaparme estando él aquí, se me hacía demasiado temeraria. 

        ¿Cenarán hoy con nosotros?

        No lo sé. –Dijo y me miró inquisidor. ¿A qué tantas preguntas?

        No. –No supe qué decir. No. No es por nada…

        ¿Te cayeron bien tus tíos? –Me preguntó deseando que le diese una respuesta afirmativa pero la verdad es que no me hicieron especial ilusión. Asentí con la cabeza y bebí el batido con una pajita. ¿Y tú primo?

        Asentí de nuevo. Deseaba poder contarle todo el remolino de emociones que me embargaba. Deseaba poder decirle todas las expectativas que le veía a nuestra nueva relación y todas las cosas insustanciales que a él le habrían podido parecer banales, pero que para mí albergaban mundos enteros. Quería contarle que me encantaría que me tocase la piel, que me besase con dulzura los ojos y que me dejase contarle todas las pecas que recorrían su cuerpo. Anhelaba poder decirle que en él veía tantas estrellas como en la noche estrellada de van Gogh, o que en la oscuridad de sus ojos advertía la misma fuerza y valentía que debieron ver los griegos en Aquiles. Ojalá hubiera podido decirle que me sentía en una carrera eterna por perseguirle, igual que Apolo persiguió a Dafne hasta que esta se convirtió en laurel. Me encantaría regar con lágrimas sus pies y ser su esclavo de por vida. 

        Me gusta mucho. –Dije. Y mi padre pareció aceptarlo. Pero detrás de aquellas palabras, escondí mucho más de lo que me hubiera gustado ocultarle. 

        Cuando mi padre se metió en su habitación, una que usaban mi padre mi y madre a la par como estudio, se cerró allí dentro y yo me quedé espiando a través de la puerta de mi cuarto cómo se paseaba de un lado a otro en la habitación y al fin, tras varios minutos se sentaba en el escritorio a trabajar. Yo hice el menor ruido posible y me tumbé en el suelo de mi cuarto con el mayor sigilo. Apoyé la oreja en el suelo de madera y le recé a todas las deidades que conocía para pedir porque el cuarto justo debajo del mío se lo otorgasen a él. Me lo imaginaba en una cama como la mía, más grande, con ropa sucia y sudada por todas partes y él en ropa interior paseándose por toda la estancia en busca de algo qué ponerse. 

        Se oían ruidos que llegaban como filtrados por una gruesa capa de agua que no me permitiese discernir las voces con claridad. Había gente hablando ahí abajo, ruido de muebles y cajas que se levantan y se posan de un lado a otro. Una silla arrastrándose y algo parecido a un repiqueteo de guitarra. Fruncí el ceño en medio de mi silencio y me incorporé. Estaba decidido a bajar ahí y aquella aventura sería la más temeraria e inconsciente que había hecho jamás, solo por el hecho de desobedecer a mi padre. Mi madre tampoco me habría dejado bajar, así que eso no me supuso un consuelo. Ella habría apoyado a mi padre, aun más porque no son sus familiares. 

        Como un explorador que se va a adentrar en selvas desconocidas me cambié de ropa y me puse algo cómodo y sigiloso, unos zapatos de deporte y me adueñé de una copia de las llaves que mi madre siempre dejaba en la consola de la entrada. Hice el mínimo ruido posible cuando estuve en el descansillo del portal me atenazó un tremendo subidón de adrenalina que hoy apenas notaría. Qué sensación de libertad me inundó cuando cerré detrás de mí con suavidad y me abalance contra los escalones para bajar al piso inferior. Lo hice con sigilo igual pero con una amplia sonrisa en el rostro, tal como Ícaro habría desplegado el vuelo para escapar de Creta. 

        Cuando llegué al descansillo inferior la puerta de su piso estaba abierta con una caja haciendo de peso para que no se cerrase y con algunas cajas y una pequeña maleta aun en el descansillo. Se oía ruido de cinta americana arrancada dentro y papeles arrugados como los que se usan para envolver objetos delicados. Sorteé la primera caja, después salté dentro del piso y pensé en lo fácil que sería coger una de aquellas cajas y robarla. Supongo que Jacinto pensó lo mismo de nuestra casa. 

        ¿Dónde están mis libros? –Oí la voz de Jacinto en algún ala de la casa. Era igual que la nuestra con la misma distribución pero como alguien la hubiese desalojado a prisas. Como si una gran vaca le hubiese soltado un lametazo, limpiándola de arriba abajo. 

        Están en el descansillo. –Dijo mi tío desde otra zona diferente de la casa. Vi cómo desde la habitación que se supone debe ser la equivalente a la mía, una sombra se revolvía y apartaba objetos en el suelo para intentar salir. Me atenazó un miedo repentino y opté por esconderme en la cocina. Lo hice con el mayor cuidado de no caerme por el camino entre tantas cajas y utensilios tirados. En la cocina había varias cajas y bolsas, por lo que podía ver, llenas de sartenes, botes de conservas, botellas de agua, vino y algunas latas de refrescos. Quise coger uno, pero ni era mi casa ni me atrevía a dejar una sola huella de mi presencia aquí. 

        El cuerpo de Jacinto logró salir del cuarto y salió del piso al descansillo. Miré de reojo fuera y pude divisar su cuarto. También plagado de cajas como minas y con las paredes desnudas y vacías de sentimiento hogareño. Dominado por un impulso incontrolable salté fuera de la cocina y me adentré en su dormitorio. Su olor todavía no estaba allí, pero sí había comenzado a dejar enseres repartidos por todas partes como medio de marcar el territorio. Había una cama desnuda en la misma posición que la mía. Su escritorio era mucho más grande, con un amplio armario y una cajonera donde de seguro metería su ropa interior y sus objetos de aseo. Al lado de la cama, amplia como me la había imaginado, descansaba una pequeña cómoda donde había puesto una lamparita, un reloj y una botellita de agua a medio beber. Parecía el único lugar acomodado de esta habitación. Ese era el punto cero del comienzo de la mudanza. 

        ¿Eres un vagabundo? –Oí detrás de mí y di un respingo al verme sorprendido por su voz. Portaba una caja medianamente grande y parecía muy pesada. Quise lanzarme a ayudarle pero el respingo que di me dejó momentáneamente sin aliento. ¿Osaba llamarme vagabundo cuando era él el que estaba despeinado y empapado de sudor? A este muchacho no se le olvidaba nada.

        Dejó la caja sobre la cama y puso los brazos en jarra, esperando que le contestase. Como no lo hice se encogió de hombros y siguió con su tarea como si yo no estuviera delante. Me encantó la naturalidad con la que se desenvolvía ahora, en comparación con el incómodo momento en nuestra habitación el día anterior. Como al poco tiempo observé que le estorbaba mi cuerpo en medio me subí a la cama y me abracé las rodillas, pensativo, observando cada uno de sus movimientos. 

        ¿Qué te trae por aquí? –Me preguntó y yo seguía enmudecido-. ¿Has volado fuera de casa, Ícaro? –Cómo era posible que mi nombre en sus labios sonase tan profundamente místico y sagrado. 

        Sí. –Dije con decisión. 

       ¿Sabe tu padre que estás aquí? ¿Cómo olió mi miedo? No contesté y cuando volvió su mirada a mí me fulminó con una sonrisa malvada. Ya veo…

        No se lo digas. –Le supliqué y él se encogió de hombros. 

        ¿Has venido a ayudar o solo a mirar? –Preguntó y yo me sinceré. 

     He venido a verte. –Él se me quedó mirando pensativo durante largo rato y optó por no decir nada al respecto. Podría haber dicho o preguntado muchas cosas, pero no pareció necesario y siguió con sus cosas. Estaba moviéndose de un lado a otro del cuarto y de vez en cuando se enfadaba y frustraba cuando una caja en medio le estorbaba. Soltaba una pequeña maldición, pateaba algo con resentimiento y yo me desternillaba de su enfado. Comenzó a hacerlo más seguido porque observó que me divertía y le encantó hacerme reír. Cuando terminó de colocar la ropa en el armario y por la cajonera, se quedó pensativo en qué comenzar a distribuir. 

-¿Me ayudarías a colocar los libros? –Me preguntó a lo que a mí me faltó tiempo para saltar de la cama y ponerme en posición de sargento. Dispuesto a todo, dispuesto a matar si fuera necesario-. Muy bien. Yo te dejo aquí la caja y me vas pasando libros. Trabajo en cadena. Te parece bien. –Yo asentí mientras él abría la caja con una pequeña navaja que se sacó del pantalón y partió en dos el celo que cubría el cartón. Que sensación de terror me inundó cuando le vi manejar tan ágilmente una navaja. Era hermosa en sus manos y él aumentó su valor con ella. 

        En la caja había libros de estudio del instituto con materias como inglés, matemáticas, ética, cultura clásica y francés. Después le pasé varios cuadernos, algunas carpetas con apuntes, y el resto eran libros de lectura. La mayoría libros en formato bolsillo, pero la mayoría me sonaban. Casi todos eran hermosos clásicos que mi padre había leído y posteriormente relatado. Cuando le extendí Las metamorfosis de Ovidio y él estuvo a punto de cogerlas, se lo arranqué de la mano de nuevo y me quedé leyendo el título con devoción. 

       ¡Ovidio! –Dije entusiasmado. No conocía a nadie más cercano a mi edad que al menos supiese quién era ese hombre. 

     Sí. –Dijo, como si fuese lo más normal del mundo, pero con una sonrisa, inducida por mi emoción-. ¿Conoces a Ovidio?

        Sí, tengo la versión infantil. Y mi padre me lee esta a veces. –Digo pero miro el libro detenidamente. No es de la misma editorial, y el nuestro está en alemán, pero no pasa nada… 

        ¿Cómo lees a Ovidio en alemán? Eso debe ser grotesco. –Dijo y se rió pero yo no lo entendí-. El francés es mucho más romántico, aunque lo mejor sería leerlo en italiano, claramente. O en el mismo latín. Aunque eso sí que sería tedioso… 

        ¿Qué importa el idioma si la idea que quiere expresar es la misma?

      No es lo mismo. –Sentenció y me quitó el libro de las manos dejándolo en algún lugar del escritorio. Yo resoplé y seguí pasándole libros. Hubo de todo tipo de clásicos, desde el realismo ruso con cuentos de Chejov hasta el romanticismo más rosa del siglo XIX francés. Desde clásicos de teatro griego y romano hasta mitos asiáticos o disenterías morales y políticas del renacimiento y barroco. Los nombres de algunos de los autores los conocía porque mi padre me había hablado de ellos, pero otros solo bailaban en mi cabeza cómo si alguna vez los hubiese anotado en alguna parte y no fuese capaz de encontrar la nota dentro de mi cabeza. 

        ¿Quién es Nabokov? –Le pregunté mientras sostenía Lolita en mis manos.

        Un escritor ruso. –Dijo sin más. 

        ¿Cómo Tolstoi?

        No de la misma época. –Dijo y frunció el ceño, pensando cómo explicármelo. Tolstoi es de principios del siglo XX y Nabokov de mediados, finales. 

        Ah. –Dije como si hubiese sido una clara diferenciación. ¿De qué va Lolita?

     Trata de la obsesión sexual de un hombre de mediana edad por una niña de doce años. –Sus palabras fueron firmes, sencillas y muy profesionales. Pero no me miró. 

        ¿Está bien? ¿Lo has leído?

        Sí. –Dijo y se limitó a encogerse de hombros. No es nada del otro mundo. Más me impacta el valor del hombre para publicarlo. 

        ¿Por qué?

     Porque está mal que un hombre mayor esté con una niña tan pequeña… Dijo, meditando bien sus palabras y hablándome como si yo no entendiese nada. 

        ¿Por qué está mal?

        Porque… Suspiró. Está mal que un hombre mayor se aproveche de alguien joven. 

        ¿Por qué…? –Me cortó.

       No más preguntas. –Sentenció y me quitó el libro de las manos mientras lo colocaba en algún otro lugar. Yo hice un involuntario mohín y seguí pasándole los libros de dos en dos o de tres en tres hasta que se agotaron. Después, enfadado, me senté en la cama y me crucé de brazos. A él le dio igual si yo estaba enfadado por su contestación o por cualquier otro motivo. Siguió organizando su cuarto en silencio. 

        ¿Dónde está la guitarra? –Le pregunté al rato y él me miró sorprendido. 

        ¿Qué guitarra? ¿Cómo sabes que tengo una guitarra?

        Oí una guitarra antes…

      Que buen oído. –Dijo, entre asombrado y receloso.  No es mía, es de mi madre pero la compartimos. –Suspiró y salió del cuarto sin más explicaciones. Cuando regresó trajo una guitarra española de color beige oscuro y con una pequeña pulsera de tela agarrada en uno de las tuercas para afinar las cuerdas. Aquí está. ¿Contento?

        ¿Sabes tocarla?

        Sí. –Dijo, decidido y orgulloso.

     Toca algo para mí. –Le exigí pero mi tono fue demasiado brusco y él negó con el rostro, llevándose la guitarra consigo de vuelta a donde estuviese. Suspiré y me dejé caer en la cama. Cuando regresó siguió a lo suyo hasta que alguien intentó entrar en casa atravesando las cajas de la entrada. Yo reconocí la forma de farfullar de mi padre y nada más entrar en el piso se dirigió a esta habitación como si pudiera sentir mi presencia en ella. Me buscó con la mirada y cuando me encontró me frunció el ceño con enfado. 

        Buenas, Jacinto. –Le dijo mi padre y Jacinto me miró como si me hubiese metido en un buen lío del que él no me iba a sacar. 

        Buenas. ¿Busca a su hijo? Ha estado aquí todo el tiempo…

        Ya me lo figuraba yo… 

        Papá. –Intenté excusarme. 

        Y yo llamándote desde la habitación para saber si querías bajar aquí conmigo. Y tú te me adelantas… 

        Lo siento…

        No le reprenda. –Dijo Jacinto-. Me ha estado ayudando mucho y me ha hecho buena compañía. 

      Eso espero. –Dijo mi padre pero ya podría reprenderme todo lo que quisiera que las palabras de Jacinto me habían recogido en pleno vuelo antes de caer al mar. ¿Cómo se te ocurre bajar aquí sin avisarme?

        No supe qué contestar a eso y me limité a recordar sus historias. 

        Tú me diste alas y yo no pude evitar volar demasiado alto…

 


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