NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 10 (Parte I)
Capítulo 10 – Mi Marilyn Monroe personal
Llegó el día de mi cumpleaños. Desperté por la propia necesidad de mi cuerpo. Sabía que mi madre estaba en casa porque la había oído hablar con alguien en la cocina, pero no podía asegurar que aquello no hubiera sido producto de un sueño. Si eran pasadas las diez y nadie me había levantado, eso significaba o bien que ella no estaba en casa o que era mi cumpleaños. Me sentí inmensamente agradecido de que ella respetase mi sueño aquél día y me encantaba la idea de que era mi cumpleaños. Después recordé que tendría que ver a Jacinto y aquello emoción se desmoronó al instante, como un castillo de cartas que se desploma por su propio peso. No quise levantarme de la cama hasta que no hubiese pasado el día. Pero aquello sí que no me lo permitirían.
Cuando puse un pie fuera de mi habitación mi madre fue la primera en recibirme en la cocina con tostadas con mantequilla y en la sartén. Toda la casa olía a mantequilla caliente y eso consiguió ponerme de buen humor.
–Buenos días, mi niño. –Dijo ella mientras me servía las tostadas en un plato–. ¿Quieres zumo o batido?
–Ambas. –Dije, aquel día se me estaba permitido cualquier cosa. Mi madre no puso objeciones y yo desayuné mientras ella me llenaba el rostro de besos. Siempre se mostraba más cariñosa cuando la convencionalidad le obligaba, pero a mí no me importaba que le devorase la hipocresía.
–Hoy vendrán tus tíos a comer. Tu padre ha ido a hacer unos recados con tu tío. Volverá a al hora de comer con pollo asado. –Dijo mi madre contenta y a mí se me atascó la tostada en el esófago.
–¿Vendrá el primo?
–Sí. Jacinto también. –Dijo ella como si fuese lo más evidente del mundo. Las tostadas acababan de perder su gracia-. Y me ha dicho que tiene un regalo para ti. –Me miró picara pero a mí no me gustó nada esa idea. Por la mente se me pasaron ciento cincuenta formas diferentes de hacer de un regalo la mayor ridiculización por mi comportamiento del viernes. Me recorrió la espina dorsal un remolino de emociones contradictorias. Desde la más infantil emoción hasta la nausea más ácida que haya probado nunca. Desee no comer más y volverme a la cama. Pero mi cama también me recordaría a él y sería imposible desprenderme de su presencia omnisciente.
–¿Qué es? –Le pregunté. Creo que me tembló la voz.
–No lo sé. –Contestó con sinceridad pero eso no me aliviaba. No me imaginaba que ella pudiera saber nada de lo ocurrido. Y pensándolo con frialdad, en realidad, no había ocurrido nada. Todo podría haber estado en mi mente y era yo mismo el que con mi mal pensar lo había confundido todo. Él estuvo normal después de aquello y cuando regresó de la cocina son los vasos parecía del todo corriente. No me echó nada en cara ni habló de aquello.
–¿No sabes nada, seguro? –Le pregunté de nuevo y ella entonces sí que se mostró curiosa.
–¿Y tú?
–No. –Negué al instante–. Ni si quiera sabía que me regalaría algo…
–Ah. Bueno. Tal vez te haya estropeado la sorpresa. –Pareció triste.
–No pasa nada. No diré nada. –Suspiré y me sellé los labios con el dedo.
–Diez años ya… –Suspiró ella volviéndose al fregadero con la mente ocupada en pensamientos maternales-. Que mayor… cómo creces…
Si tú supieras madre. Pero eres demasiado inocente para pensar que tu hijo pueda tener pensamientos turbios y sexuales. –Pensé.
…
Cuando pasadas las dos sonó el timbre aun estaba cambiándome de ropa para no presentarme en pijama en mi propio cumple. Nadie me habría dicho nada, pero no quería verme así delante de él. Me puse unos vaqueros y un jersey marrón. Me gustaba cómo contrastaba con los mechones más oscuros de mi pelo y mientras que mi cabello parecía oro nuevo, el jersey parecía oro envejecido. Me estaba abrochando los pantalones cuando el timbre hizo un glorioso estruendo anunciando la llegada de los invitados. Mi padre tenía llaves, pero le dio igual. Llamó de todas formas para alertarme a mí, y por su culpa, casi sufro un maldito infarto. Tuve que agarrarme el pecho para asegurarme de que mi corazón no se me había salido por la garganta y aún seguía manteniéndome con vida. Mi madre abrió la puerta y con ella entró el jaleo y el gentío. Mi padre venía riéndose con su hermano, mi tía saludó con gritos a mi madre y mi primo no hizo un solo ruido, pero no lo necesité para saber que estaba allí.
–¿Dónde está el cumpleañero? –Oí decir y aquello era mi pie para salir al escenario. Aparecí por la puerta con timidez. Una falsa vergüenza que me hiciera el personaje principal del público. El primero que me saludó fue mi padre, abrazándome y cogiéndome en brazos. Yo ya pesaba bastante, pero a él no le importó cargarme un rato. Me abracé a él y me restregué el rostro con su barba de dos días. Me encantaba el olor de su after shave que aún perduraba y el tacto rasposo que dejaba sobre mis labios. Le besé, y me aseguré de que Jacinto me estuviera viendo. Le miré directo a los ojos mientras besaba a mi padre por el rostro intentando decirle: “Esto es lo que te pierdes si no quieres ser mío” pero él sonrió como el resto de invitados, enternecidos por mi acción nada infantil. Cuando mi padre volvió a tener mi atención me felicitó y quiso bajarme al suelo, pero yo le estreché entre mis brazos y escondí el rostro en su hombro.
–No estabas cuando desperté –Le dije a lo que él entristeció.
–Oh, mi niño. Tuve que ir a hacer recados…
–Es mi culpa. –Dijo mi tío, excusándole–. Insistí en ser yo quien te comprase la tarta y tu padre me asesoró bien. –Levantó la bolsa que colgaba de su mano mientras yo me hundía en el hombro de mi padre-. ¿Coco y chocolate?
–Mi favorita. –Le dije. Solo por ese detalle ya le amé.
–Entonces he acertado. –Sonreí con él y me bajé del abrazo de mi padre para abrazarle ahora él. Él dejó la tarta a un lado y cuando extendí mis brazos, él no dudó un solo segundo en cogerme como su hermano lo había hecho. Me sentí bien al mostrarme tan humilde con él pero cuando a través de su hombro pude ver la expresión de su hijo, una oleada de placer recorrió de punta a punta mi ego empedernido. Él ya no sonreía. Ya no estaba ahí para unirse a la fiesta. Me miró con una expresión terrible de humillación y ofensa. ¿Le habría herido el orgullo? Eso esperaba.
Cuando me bajé del brazo de mi tío agarré de la mano a mi tía y los conduje a todos al salón para celebrar al fin mi fiesta. Solo mía, al grito de “Vamos, tengo hambre”.
La comida se desarrolló con toda naturalidad. Nos sentamos todos alrededor de la mesa y mi madre sacó unas patatas al horno, una ensalada, agua, vino y refrescos para mí y para mi primo. No crucé una sola palabra con él más que las meras obligaciones sobre la mesa. Le pregunté a mi tío por su comida favorita y a mi tía cómo les iba en el trabajo con mi madre. Me encantó formar parte de una conversación en la que era yo el protagonista. La comida estuvo deliciosa y mucho más lo fue gracias al constante celo de mi primo sobre mi persona. A veces me hablaba con curiosidad o por mero aburrimiento, pero yo me limitaba a dar contestaciones secas o bordes para volver a interesarme por algo mucho más banal que él. Me encantó verle tan hundido, tan humillado y cruelmente apartado. Él me hizo sentir así, y devolvérselo era muy satisfactorio.
–¿Primero la tarta o los regalos? –Preguntó mi madre mientras recogíamos la mesa.
–Me da igual. –Dije y ella se encogió de hombros delegando en mí aquella responsabilidad-. Primero las velas, luego los regalos, y luego comemos la tarta. –Dije tras meditarlo unos segundos y ella pareció conforme. Con su consentimientos bastaba para que todos pudiéramos hacernos cargo de aquello y mientras mis tíos trajeron el pastel de chocolate negro espolvoreado con coco por toda la superficie, mi padre trajo dos velas, una con el número uno y la otra con el número cero. Aquella cifra me desbordó por unos instantes. Me sentí que aquella numeración no me correspondía y estuve a punto de decirle a mi padre que se había confundido, pero no. Yo aún tenía diez años. Solo diez años. Aquello me hizo sentir muy cansado.
Me cantaron el cumpleaños feliz en inglés y soplé las velas con ilusión. Una ilusión más fingida y avergonzada que natural.
–¿Has pedido un deseo? –Me preguntó Jacinto mientras se cruzaba de brazos de pie frente a la mesa.
–Sí. –Dije y él me miró curioso.
–¿Qué es?
–No se puede decir. Es secreto. –Dije-. Si te lo cuento, no se hará realidad.
La verdad es que no había pedido ningún deseo pero cuando lo mencionó se me ocurrieron cientos de cosas que desear y ninguna me serían concedidas, porque como bien me anunciaba la propia tarta, yo solo tenía diez años.
Los regalos llegaron antes de que las velas terminasen de humear del todo. Primero el de mi padre. Solo con verle la sonrisa en su rostro ya sabía que me había regalado un libro. Siempre me regalaba libros. Estaba seguro de que aunque necesitas calzoncillos o calcetines, él me regalaría libros. “La vida de Leonardo da Vinci”. Ilustrada y con un par de posters que colgar en la pared. Mi madre me regaló una sudadera, unos calcetines con dibujitos de gatos, unos caramelos de toffe y una libreta para usar como agenda escolar. Mis tíos me regalaron en conjunto un frasco de colonia, crema corporal y desodorante, aparte de la tarta. Cuando llegó el turno de mi primo me sentí intimidado ante la idea de exigirle que me diese su regalo porque sonaría demasiado ambicioso, pero saber que me tenía una sorpresa me entusiasmaba y no pude contenerme.
–Mi mamá me dijo que tenías algo para mí. –Dije y él sonrió ladino-. Estoy esperando. –Le dije, casi le exigí porque me diera su regalo. Si iba a hacer algo malo, que fuera cuanto antes para poder lanzarme a su cuello y esta vez sí golpearle de verdad. Él asintió satisfecho con mi súplica y se marchó del salón para regresar con su guitarra dentro de un estuche negro. ¿Tan cegado estaba al principio que no me di cuenta de que trajo la guitarra consigo? Cuando la sacó del estuche se la colgó con una correa a través de la espalda y se sentó en el sofá frente a mí con lo que yo me quedé ligeramente turbado. ¿Qué iba a hacer? ¿Estaba a punto de tocar la guitarra? ¿Sería capaz de hacerme eso?
Lo hizo. Se aseguró de que estaba bien afinada con unos cuantos toques a las cuerdas y antes de comenzar, me miró algo avergonzado.
–No he ensayado, porque no quería que me oyeses. –Se sinceró y yo palidecí de remordimiento.
Comenzó con un par de acordes, después se sintió más seguro, y terminó aclarándose la voz para iniciar la canción. Me estaba cantando el cumpleaños feliz más hermoso que había oído en mi vida. Era en francés, en un dulce tenor francés que me puso el vello de punta. No era ni si quiera el mismo ritmo de la melodía, lo había rebajado para hacerlo mucho más lento y melancólico, todo a posta, para que sonase casi como una melosa nana. Los acordes resonaban a la perfección con su voz y sabía calcular bien los tiempos. Me hizo sentir suma vergüenza por ser yo el objeto de su voz, pero aún más por lograr emocionarme hasta el punto de temblar. ¿Cómo era capaz de hacerme aquello? Tenía delante de mí a mi Marilyn Monroe personal, y no era capaz de apreciarlo lo más mínimo. Esta era la mayor forma de ofenderme, darme lo único por lo que le había suplicado de una forma tan sumamente convencional.
Cuando terminó se me quedó mirando sonriendo, con las mejillas encendidas y con emoción irradiando a través de su mirada, expectante por saber si me había gustado pero yo apreté con fuerza la mandíbula para que no me temblase y bajé la mirada a mis manos sobre la mesa. Fui incapaz de enfrentarle después de aquello y mi madre sonrió pensando que me había emocionado e intentaba aguantar el llanto, pero solo intentaba retener las ganas de salir corriendo. Todos exclamaron un dulce “oh” y yo solté un largo suspiro que retenía en mi garganta, la cual empezaba a arder.
Jacinto se levantó con una amplia sonrisa del sofá, rodeó la mesa dejando la guitarra por alguna parte y se paró a mi lado, arrodillándose a mi vera para buscar en mi rostro al menos una mirada de permiso para abrazarme. Pasó su mano, amplia, fuerte, por mis omoplatos y me volteo a él. Yo me dejé hacer cayendo sobre su pecho con mis brazos rodeándole. Me inundó su olor, me sentí asfixiado y drogado por él, por la idea de él, por el mero concepto. Hundí mi nariz debajo de su oreja y solté un profundo suspiro. Ojalá hubiera sido un gemido.
Él me habló con una voz dulce y profunda.
–Bon anniversaire, chérie.
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