NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 8 (Parte IV)
Capítulo 8 – Es dulce, pero cítrico.
La velada de nochevieja no pintaba tan bien como la
víspera de navidad. El día antes mi padre y mi madre tuvieron una pequeña
discusión acerca de invitar a nuestra casa a mi primo y mis tíos. En un
principio la cena se celebraría en casa de ellos, en el piso inferior, pero por
un cambio de planes de última hora, sería en nuestro piso en donde
celebraríamos la cena familiar. Durante al menos una hora discutieron sobre los
valores morales que nos obligaban a celebrar al menos una fiesta anual con
ellos, si realmente valía la pena el esfuerzo, el porqué no querrían que
bajásemos a su piso a cenar o qué buscaban ellos viniendo al nuestro.
Mi padre era de la opinión de que simplemente no
querrían cocinar pero mi madre era mucho más retorcida, llegando a insinuar que
nos estaban ocultando algo que no deseaban reconocer. Yo era consciente de toda
la podredumbre que se producía en masa en el piso inferior, pero mis padres
parecían mucho más ajenos a todo ello y para ellos no eran más que ideas
infundadas. Tiempo después mi padre divagó sobre la idea de anular la cena. Él
reconocía no tener ganas de ver a su hermano y mi madre era de la misma opinión
pero su reputación estaba por encima de ello y una vez sugerida la idea, no
podían hacerse a un lado.
–Lo hacemos también por Ícaro, recuérdalo. –Le dijo
mi madre, a lo que yo fruncí el ceño–. Está bien que vea a sus tíos, para variar.
–Lo sé. Lo sé. –Reconocía mi padre con
subordinación.
–Y ya he comprado el redondo de ternera. No voy a
desperdiciarlo.
–¡No lo desperdiciarías! Nos lo comeremos nosotros.
–Dijo mi padre, con la voz divertida de un niño.
–No seas así. Sabes que nos saldrá redondo por las
orejas. Es mucho solo para tres.
Y con esos argumentos nosotros cedimos a celebrar la
velada en nuestra casa. Mi madre compró la carne y mis tíos se comprometieron a
comprar una botella de champán y otra de vino tinto. Llegaron quince minutos
después de la hora acordada, y con la predisposición que venían de querer
sentarse ya a la mesa nos dieron a entender, a todos, incluso a Jacinto, que
querían cumplir con el compromiso social
y volverse a su casa cuanto antes. Ellos estaban tan a disgusto allí
como nosotros con su presencia. Fue una situación, que dentro de la
incomodidad, era equilibrada, porque nadie deseaba estar allí pero todos
deseábamos que pasase cuanto antes.
Cuando alcanzaron el salón se dieron cuenta de que
la mesa estaba aun a medio poner. Mi tío puso una cara rara de decepción y
agobio y miró a mi madre con una mueca que intentaba ser un fingido disgusto.
–¿Necesitas ayuda para poner la mesa? ¿Ícaro no ha
colaborado? –Preguntó mientras yo salía de la cocina y pasaba por su lado con
unas copas de la mano para dejar sobre la mesa.
–Deberías ayudar tú también, dado que te vas a
sentar a cenar en esta mesa a medio poner. –Dije.
–Pero yo soy el invitado, y vosotros los
anfitriones. –Decía en broma, sonriendo y con las cejas en alto esperando una
respuesta de mi parte. Sabía que la habría, pero mi madre me detuvo a tiempo de
darle una contestación mayor, que me costase mi presencia en la cena, y me
quitó las copas de la mano.
–Ya las pongo yo. Ve a comprobar cómo está la carne.
Seguro que en nada hay que sacarla.
–Sí. –Dije sumiso, y mordiéndome los carrillos me
dirigí hacia la cocina, pasando al lado de mi tío, que no solo olía ácido y
rancio como si se hubiese quedado dormido en la barra de un bar, sino que me
miró por encima del hombro con una prepotencia que me hirvió la sangre.
Cuando llegué a la cocina mi padre sacaba ya la
carne del horno y Jacinto le ayudaba, sacándole una fuente para servir la carne
y dejar la bandeja en remojo en el fregadero. Me quedé allí quieto, apoyado en
el umbral de la puerta, embriagado en la amable sensación que se respiraba,
entre ellos dos, en comparación con lo ocurrido en el salón.
–Déjame a mí. –Le decía Jacinto mientras ocupaba el
lugar de mi padre, sujetando la fuente y este se centraba en volcar la carne
poco a poco en la fuente, junto a las patatas asadas y la salsa–. ¡Qué buena
pinta!
–¿Cierto? –Le seguía el juego mi padre–. Es una
receta que aprendí en un pueblo al norte de Francia. Estuve instalado allí un
verano, en la casa de unos amigos, y esta fue una copiosa cena de verano que
nos pudimos permitir el lujo de disfrutar.
–No empieces con tus batallitas. –Le dije a mi padre
y ambos levantaron la mirada del redondo de carne a mí–. Aún no nos hemos
sentado a la cena y ya estás con tus historias.
–Déjale. –Me dijo Jacinto–. Un hombre sin historias
solo es un hombre más. Tienes suerte de tener un padre con tantas anécdotas.
Yo levanté las cejas ante su defensiva hacia mi
padre y este sonrió alagado. Le pasó la mano por los hombros y lo acercó a él
con cariño. Yo quería inmiscuirme en medio y formar parte de ese abrazo pero se
disipó antes de lo esperado por la presencia de mi madre en la cocina de nuevo.
Rozó con su mano mi hombro, cerca de mi clavícula, pero sin mirarme. Ella
necesitaba ese contacto de refuerzo, y yo también.
–Ícaro, acompaña a tu primo al salón. La mesa casi
está puesta.
Asentí a las palabras de mi padre pero mi madre me
detuvo con una mirada.
–Esperad. –Nos extendió una bandeja con unos
bollitos de pan y una jarra con agua del tiempo–. Llevaos esto. Y sentaos si
queréis. Del resto ya nos ocupamos nosotros.
Cuando llegamos al salón mis tíos ya se habían
sentado y mi tío se había hecho con el mando de la televisión, encendiéndola y
poniendo un canal de noticias. No solíamos cenar con la televisión puesta, y
menos en una fecha señalada como en aquellos días, y él lo sabía. Cuando pasé
por su lado él me levantó una ceja como queriendo decirme “¿Qué? Déjame en paz,
solo quiero ver las noticias”. Yo no dije nada. Le aparté la mirada y esperé a
que Jacinto se sentase a su lado para sentarme yo al suyo. Nos miramos entre
nosotros como si fuese la primera vez que lo hacíamos desde que había entrado
por la puerta y nos sonreímos con confidencialidad. Posó su mano en mi pierna
con fuerza y evidencia, sin miedo a que nadie dijese nada, porque más bien
parecía un juego, pero yo me encogí en mí mismo y le golpeé el brazo. La broma
continuaba.
–¿Qué tal estos días de vacaciones? –Me preguntó,
con naturalidad y sinceridad como si no hablásemos todas las noches por
teléfono.
–Algo agobiado por el resto del curso que se me
presenta. Pero en general, bien. –Él me sonrió en respuesta. Estaba ataviado en
un grueso jersey granate, pero no parecía tener nada debajo. Podía ver, si se
contorsionaba de cierta manera, como su clavícula aparecía repentinamente por
el borde del cuello de su jersey. Olía a perfume. El que mi madre le había
regalado. Yo me incline para olerle y él me miró atónito por mi gesto, pero
solo al principio, después se bajó el cuello del jersey para dejarme oler
mejor.
–¿Te gusta? –Le pregunté–. Yo no tuve nada que ver
en la elección…
–Me encanta. Es dulce, pero cítrico. ¿Y a ti? –Me
preguntó, porque sabía que yo disfrutaría de su olor mejor que él mismo. Le
miré sonriéndole ruborizado.
Mis padres llegaron al poco. Mi madre se sentó a mi
lado y mi padre en el último asiento libre. No dijeron nada acerca de que mi
tío hubiese encendido la televisión, y he de decir que se pasó la mayor parte
de la cena cara a la televisión, a pesar de que se había sentado de espaldas y
tenía que contorsionarse para verla bien, pero a nadie le pareció mal, excepto
a mí. Era evidente que nadie diría nada porque todos queríamos terminar la cena
y que cada uno regresase a sus nidos. Mi padre abrió el vino que trajeron.
Sirvió un poco en cada una de las copas que había en la mesa, y cuando llegó a
nuestro punto, a ambos nos miró con un interrogante en el rostro. Ambos asentimos
y nos sirvió vino a Jacinto y a mí. Al verlo, mi tía dio un respingo en su
asiento y mi padre la miró temiendo que hubiésemos hecho algo malo.
–¿Ícaro beberá vino? –Preguntó ella con una
expresión ofendida. Yo, para alentar esa ofensa, me llevé la copa a los labios
y bebí mirándola fijamente. Ella pareció asombrada de mi osadía, pero más de la
de mi padre.
–¿Qué tiene de malo? Una copa no le hará daño.
–Jacinto ya es mayor, pero Ícaro aún es joven. Y
malgastar un vino tan bueno para que lo beba él… –Soltó como si nada, haciendo
que todos la mirásemos atónitos. Incluso mi tío le quitó la razón.
–Déjale que beba. Seguro que ya se ha emborrachado
miles de veces por ahí. –Dijo, y rápido se volvió a mí con una sonrisa cínica–.
Eso es lo que hacen los jóvenes de hoy, ¿no? –Y ahora miró a su hijo–. Este a
los catorce ya se emborrachaba como un adulto.
Un lúgubre silencio siguió a esa afirmación hasta
que mi padre se decidió a repartir la carne y a comentar algunas anécdotas de
sus clases de este último año. Jacinto le escuchaba con predilección, más por
el hecho de no ser él el centro de atención que porque la historia fuese
divertida. No era más que un recurso de supervivencia, una mera bobada que ya
nos había contado antes a mi madre y a mí, pero que parecía tener cierto
encanto y acabó borrando la mayor parte de la amarga sensación que había dejado
el asunto del vino. Ahora, cada vez que me llevaba la copa a la boca me sentía
observado y juzgado. Jacinto bebía a mi lado, como si nada pasase, pero estaba
tan tenso e incómodo como cualquiera. Yo me limité a beber, a comer
copiosamente y a llenarme de su olor a mi lado.
…
La cena terminó antes de lo esperado. Todos nos
hartamos pronto de comer, la bebida apenas duró y nos vimos obligados a hacer
tiempo hasta que diesen las doce, en donde todos beberíamos una pequeña copita
de champán y nos despediríamos hasta la próxima vez que nos cruzásemos por las
escaleras del descansillo. Mi tío jugaba con unas migajas de pan sobre el
mantel mientras miraba distraído, aburrido y apelmazado en la silla, en
dirección a la televisión. Mi padre estaba bebiendo un chupito de hierbas y
hablaba con mi tía en un francés tan pueblerino, tan fluido y chabacano que
ella no paraba de desternillarse de risa. Él lo hacía claramente a propósito,
pero ni mi madre ni yo entendíamos nada en absoluto. Yo me decidí a recoger la
mesa, llevándome platos y copas vacías y mi madre y Jacinto se animaron. Nadie
más pareció dispuesto a contribuir. Cuando llegamos a la cocina mi madre soltó
los platos sucios dentro del fregadero y soltó un inaudible resoplido. Nos
dimos cuenta por como echaba la cabeza hacia atrás y soltaba el aire.
–Tú, Jacinto, eres un encanto, –decía ella–, pero, y
disculparme, no aguanto a tu padre.
–Es mutuo. –Dijo él con una sonrisa y ella se sintió
más relajada al verse comprendida.
–Tengo ganas incluso de fregar los platos con tal de
no verle. –Decía sonriendo y yo me mordí el labio inferior.
–Te importa si me llevo a Jacinto al cuarto. –Le
dije a ella que me miró con la mirada cansada, abatida–. Quiero darle el regalo
que le compré. –Le dije y ella sonrió animada.
–¡Claro! Si no te importa que yo me quede aquí,
limpiando en silencio por un rato. En un apacible, tranquilo y nada tenso
silencio.
Ambos sonreímos y yo acabé llevando de la muñeca a
Jacinto hasta mi cuarto. Cerré detrás de nosotros y él se quedó de pie en medio
de la habitación, con las manos en las caderas.
–Ha sonado muy pervertido. –Dijo, pero no supe si lo
decía enfadado, por haber puesto en peligro nuestro secreto, o simplemente
estaba dando un dato del todo objetivo. Yo me limité a encogerme de hombros.
–A ella no se lo ha parecido. Así que eres tú, que
tienes la mente sucia. –Le espeté pero él no se quedó conforme. Acabé mirándole
con los labios fruncidos–. Destensa el ceño. –Me acerqué a él, lentamente,
contoneándome, sin mirarle directamente pero recorriéndole con la mirada,
sonriéndole con picardía–. ¿Quieres o no tu regalo?
–Depende. –Dijo, inseguro y titubeante–. ¿De qué
estamos hablando? –Preguntó cuando llegué a estar delante de él, con mis manos
sobre sus hombros, con mi nariz cerca de sus labios–.
–Tu regalo de navidad. –Murmuré, como si no me
hubiese entendido la primera vez–. Has estado provocándome toda la cena…
–¿Yo? –Preguntó, más asustado que sorprendido–. Yo
no he hecho nada…
–Claro que sí. –Susurré–. No paraba de pensar en
saltar encima de ti y morderte la boca.
Palideció, tembló, después tragó saliva y acabó
sonriendo con una falsa seguridad.
–¿A sí?
–No. –Dije, seco, cortante, separándome de él y
dirigiéndome al armario para buscar su regalo–. Tu padre se ha encargado de
cortar con su fina sutileza toda tensión sexual que pudiera haber entre
nosotros.
Él no dijo nada. Se quedó allí de pie, aun aturdido
por mi teatro, mientras resoplaba apabullado. Cuando me volví a él con una
bolsa de papel su mirada estaba algo más clara, lejos ya de la excitación y más
preocupado por lo que había dicho de su padre que cualquier otra cosa.
–Quedamos en no gastarnos más de diez euros, pero me
ha costado un poco más. Estos materiales no son baratos. –Dije intentando no
dejarle en mal lugar, pero mis palabras parecieron incluso aliviarle.
–No tienes de qué preocuparte. Yo también me he
gastado un poco más.
–Vale –Dije y le extendí la bolsa de papel. Él la
aceptó y se sentó en mi cama con naturalidad. Nunca antes lo había hecho con
tanta sencillez. Símpemele dejándose caer sabiendo que la cama le recogería y
que yo le permitiría hacerlo. Me senté a su lado expectante a su expresión.
Sacó de la bolsa un pequeño blog de papel acuarelable, unas acuarelas de la
marca van Gogh y dos pinceles de diferente grosor–. Mi padre me ayudó.
–Reconocí–. No sabía muy bien dónde comprarlas y mi padre me acompañó a una
tienda aquí cerca. –Dije y él sonrió agradecido.
–Muchas gracias. Son todo un detalle. –Las abrió,
las toqueteó, jugueteó con los pinceles y hurgó dentro del blog de dibujos.
Solo lo estaba haciendo para impacientarme.
–¿Y bien?
–¿Hum? –Preguntó.
–¿Y mi regalo? No quiero sonar interesado. Y es de
mala educación pero...
–Ups. –Dijo, golpeándose la frente–. Creo que me lo
he olvidado.
–¿Hum? –Pregunté–. ¿Cómo es eso? ¿En casa?
–No. –Rectifico–. Lo encargué, pero no lo he ido a
buscar. Es más, creo que cerraron la tienda hasta mediados de enero, por
vacaciones. –Chasqueó la lengua, fingiendo estar disgustado y yo lo miré algo
atónito de arriba abajo, esperando que me diese una explicación, pero no lo
hizo. Se quedó callado, con la bolsa de mi regalo sobre el regazo, y mirándome
con picardía.
–Eres un mentiroso. –Le dije, empujándole por los
hombros. El rió a carcajadas unos minutos hasta que me animé a quitarle la
bolsa con mi regalo de encima y tirarme sobre él para exigirle mi regalo. Él me
recogió en sus brazos y me aplastó contra él–. Ok, entendido, no tengo que
jugar con tu lívido. Lo apuntaré para la próxima vez. Pero no seas cruel
conmigo… –Supliqué–. Soy débil…
–¿No me digas? –Preguntó, más bien como una forma de
retarme y con sus brazos rodeándome la cintura me apretó más contra él y se
frotó conmigo unos segundos, solo para provocarme. Me besó el cuello y me
susurró sobre mi piel–. Déjame recordar tu olor, para que me ayude esta noche.
Su idea no era del todo mala. Aspiré el olor que
desprendía su cabello, sus sienes. Besé su frente y le apreté contra mí para
recordar cómo se amoldaba mi cuerpo la suyo de una forma vívida, que sirviese
como evocación cuando me encontrase a solas. La voz de mi padre en la cocina
nos sorprendió a los dos y nos vimos obligados a separarnos, resignados y
convencidos de que era ahora o nunca.
–Tu regalo. –Dijo, sacándose del bolsillo trasero
del pantalón una pequeña cajita, muy pequeña, tal como la de un anillo, y
extendiéndomela. Era azul oscuro con un reborde dorado alrededor. Yo le miré,
consciente de que no sería un anillo pero preocupado por la posibilidad de que
lo fuese.
–Si vas a proponerme matrimonio, has de hacerlo
bien. –Le espeté, fingiendo ofensa–. Tienes que arrodillarte, cogerme la mano y
jurarme…
–¡No es un anillo! –Dijo, comenzando a enrojecer. Yo
reí de su sonrojo–. Tómalo.
La cajita contenía un collar de oro. De cadena muy
fina, y con un abalorio de dos alas, abiertas. Sutil, elegante. Era muy tierno
de su parte y me miraba expectante, con una sonrisa infantil y entusiasmada.
–Cuando lo vi supe que tenía que comprártelo. –Decía
ilusionado.
–Pónmelo. –Le pedí dándome la vuelta para que
cerrase el broche. Cuando lo dejó caer sobre mi cuello no sentí que tuviese
peso ninguno. Era tan liviano como una pluma.
–¿De verdad que te gusta? He estado muy preocupado
acerca de ello. No sabía si te gustaría, o si sería demasiado. ¿Quién regala
joyas hoy en día? Son una cursilada, ¿no crees? Pero de verdad que quería
hacerlo, sabía que te verías muy bien con ello puesto, incluso tienes un jersey
encima, pero en verdad, pensaba que sería excesivo. ¿Qué dirían tus padres si
lo viesen? Mis padres ni si quiera saben que te he comprado nada. No creo que
pregunten al respecto. Pero si lo hacen, no les diré que era oro de verdad. En
realidad, estaba rebajado, y no creo que pueda devolverlo, así que más vale que
te lo pongas porque… –Le detuve sujetándole la babilla y besándole. Fue un beso
casto y rápido, pero él se sobresaltó lo suficiente como para volver su mirada
a mí, turbado. El sonido de nuestro beso retumbó por la habitación unos
instantes.
–Te quiero. –Suspiré y le besé de nuevo. Esta vez un
beso más largo, más tierno, más dulce. El riesgo de ser cazados lo hacía más
interesante pero a la par solo intentaba estar relajado y tranquilo para que él
disfrutase del beso sin preocuparse de las personas fuera de la habitación.
Acaricié su cuello, su nuca. Le atraje a mí, despacio. Él se dejó hacer,
tranquilamente. Cuando terminó el beso me quedé acurrucado a su lado, con el
rostro apoyado en su hombro y mis labios sobre su jersey, como si temiese
renunciar al contacto, por saber que pasarían días hasta volver a tenerlo–.
Esto está bien. –Dije, sin saber muy bien a qué de todo estaba haciendo
referencia.
–¿El qué?
–Esto. –Concreté–. Nosotros. Besarte. Ha sido
agradable después de la hora y media de tensa cena con tus padres. Y aún queda
una hora para las doce. Ojala pudriéramos quedarnos aquí el resto de la noche.
–El resto de nuestras vidas. –Dijo con una sonrisa
pero esta se borró rápido. Me miró, apoyado como estaba sobre él, y después
miro a ninguna parte de mi cuarto–. Solo son un experimento social.
–¿Tus padres?
–Y los tuyos. –Dijo abrazándome aun más contra él–.
Los únicos que no estamos dentro del experimento, por una vez, somos nosotros.
–Le miré sin saber a qué demonios se estaba refiriendo–. Y somos los que peor
acabaremos. –Suspiró.
–Me estás ocultando algo. Desde hace tiempo. –Dije,
sin intención ninguna de sonsacarle–. Pero me temo que sea por mi bien.
–Por el nuestro. –Simplificó.
–Tal vez sea por el vino, o porque aun sigo
conmocionado por la positividad de estas fiestas en las que nos encontramos,
pero por hoy lo dejaré pasar. –Me besó en la frente, después en la cabeza y
acabó abrazándome aún más fuerte que antes.
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