NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 9 (Parte IV)
Capítulo 9 – Para ti soy gratuito.
A mediados de enero, volvimos a reunirnos todos allí
en mi casa.
Mis padres llevaban una semana rumiando inquietudes
y suposiciones. Mi padre de vez en cuando se levantaba en medio de la noche y
se paseaba por la cocina, sirviéndose un vaso de agua o simplemente sentándose
en alguna silla y manteniéndose allí por unos momentos. Mi madre por el
contrario no salía del despacho. Se encerraba allí desde que llegaba de
trabajar por las mañanas hasta bien entrada la noche. De vez en cuando mi padre
le llevaba una taza de café, un té, unas galletas que ella solía rechazar y
vuelta al confinamiento. Cuando le preguntaba a mi padre qué estaba sucediendo,
él soltaba un escueto “Solo está haciendo cuentas”. Cuando le preguntaba a
ella, me bufaba como si no quisiese darme explicaciones y simplemente se
justificaba con un “cosas del trabajo”. Pero a mí me parecía que era algo mucho
mayor que el trabajo como para que mi padre se desvelase por las noches. Me
pregunté si yo también debía desvelarme, si alguien más se estaba desvelando.
Por la luz de la habitación de Jacinto que salía a altas horas de la noche,
supuse que yo era el único que no se estaba enterando de nada en absoluto.
Llegados mediados de enero, cuando yo ya había
retomado la rutina de las clases y todo parecía encauzarse un poco después del
ajetreo y las emociones de la navidad, mis padres me avisaron, con un deje de
fatalidad, que mis tíos vendrían antes de la cena.
–¿A cenar? –Les pregunté, más extrañado que animado.
–No. Solo a charlar. –Dijo mi madre, seca y
resentida. Me recordó a una directora de escuela que espera a dos alumnos a los
que va a reprender o castigar por tirar piedras a otros alumnos. Yo no quise
saber nada, en parte porque no sentía que me concerniese, y en parte porque me
daba pavor ver a mi madre con aquella expresión de furia contenida. Mi padre se
mantenía sentado a la mesa del salón, con un café de la mano, con el ceño
fruncido y el rostro vuelto a la madera de la mesa. Estaba abatido y yo me
acerqué a él mientras mi madre desaparecía en el interior del despacho.
–¿Está todo bien? –Le pregunté, y tardó un tiempo en
contestarme, como si no encontrase las palabras para explicarme qué estaba
sucediendo. Acabó por sonreírme y yo me acerqué a él, buscando su consuelo.
–Sí, mi amor. Todo está bien. –Dijo y yo chasqueé la
lengua, consciente de que me estaba mintiendo. Y si lo hacía, es que algo grave
estaba sucediendo–. Solo son cosas de la organización de tu madre.
–Está bien. –Me resigné y le abracé. Besé su
coronilla y él me besó las manos.
Cuando el sol desapareció y las casas comenzaban a
iluminarse mis tíos llegaron. Lo hicieron engañados. Lo supe por la forma tan
natural con la que llegaron a nuestra puerta, entraron dentro y se nos quedaron
mirando con una sonrisa en la boca. Mi madre parecía mucho más amable al
recibirles que durante toda la semana anterior. Jacinto venía detrás de ellos,
mucho más consciente de lo que estaba por suceder que cualquiera de nosotros y
yo me quedé apoyado en el umbral de mi habitación, viendo el desfile de
personas que iban entrando en casa. Mi padre no había salido del salón a
recibirles.
–Pasad al salón. ¿Queréis un café? –Preguntó ella,
pero con una entonación que denotaba que no era más que un mero ofrecimiento
convencional, pues en realidad no deseaba darles café. Ni café ni nada.
–Sí, un café estaría bien. –Dijo mi tía mientras se
sobaba las manos. Mi tío nos miró a mi madre y a mí alternativamente. Pude ver,
que en el fondo, había estado esperando esta visita mucho antes de lo que yo
podría llegar a imaginarme, pero fingió muy bien no darse cuenta de lo que
estaba pasando. Habían venido engañados por mi madre que les había invitado a
un café como una reunión casual simplemente para hablar. Era domingo, ninguno
trabajaba, no era tarde como para trasnochar, así que no tenía ninguna excusa.
Y seguro que mi tío esperaba que hubiese alcohol de por medio para no tener que
gastárselo él en el bar.
–Jacinto, ¿puedes quedarte con Ícaro, mientras los
mayores hablamos en el salón? –Dijo mi madre con una rotundidad que me negó
toda posibilidad de recordarle que yo ya no era un niño que necesitase un
canguro–. Podéis tomar lo que querías de la cocina. Compré patatas con sabor a
queso. A Ícaro le encantan. –Mi madre era como una perfecta máquina de
reproducción de tópicos, convencionalismos y frases hechas. Pues sus palabras
sonaban del todo amables pero en su expresión podía notar que algo muy malo
estaba a punto de sucedernos a todos.
–Por supuesto. –Dijo él, asintiendo y cruzándose de
brazos cuando llegó a la altura de mi cuarto.
–¿Quieres tomar algo? ¿Un té? ¿Café?
–¿Tienes algún refresco? Y trae esas patatas de las
que ha hablado tu madre. –Dijo mientras se colaba en mi cuarto y se sentaba en
el escritorio. Se dejó balancear un poco por la silla y después observó el
libro que estaba abierto de par en par en la mesa.
Cuando salí al pasillo los invitados ya estaban en
el salón y mi madre cerró tras ella cuando estuvieron todos dentro. Mi madre
nunca me dejaba aparte ni siquiera en los asuntos más serios, y ver como la luz
salía a través de los cristales de la puerta del salón me produjo un vacío y
una sensación de desazón que me descompuso. Regresé a la habitación con dos
refrescos de cola y las patatas para encontrarme a Jacinto leyendo el libro de
literatura de la escuela como si fuese lo más interesante del mundo. Le dejé el
refresco a su lado y él me miró con una sonrisa tan tranquila y sincera que me
tranquilizó lo suficiente como para atreverme a preguntarle:
–¿Qué está pasando? Mis padres no me han querido
decir nada…
–El experimento está por terminar, y supongo que
ahora toca ver los resultados.
–¿A qué mierda te estás refiriendo? No entiendo
nada. –Dije mientras abría el refresco y él la bolsa de patatas.
–Yo no soy nadie para decirte nada. Además, tampoco
estoy seguro de ello. Son solo, suposiciones. Lo mismo que tendrán tus padres,
pero… –Se comió una patata y la disfrutó en silencio–. No pienses en ello. No
nos concierne. Son cosas del mundo adulto.
–¿Tus padres la han pifiado?
–Más o menos. –Dijo, y eso me supo más dulce que
cualquier respuesta evasiva que me diese. Asentí sin querer saber más al
respecto, pues él tenía razón, no me concernía–. ¿Estabas estudiando?
–Más o menos. Más que estudiar, consultando unas
cosas para mañana. Nada que no pueda dejar de lado. –Dije y cerré el libro
delante de él. Me senté en su regazo y él me recibió de buen grado. Mi puerta
cerrada, la del salón cerrada, me sentía lo suficientemente protegido como para
acomodarme sobre él y dejarme acunar por sus brazos. Le di una patata, él
sonrió cuando la recibió–. ¿Cómo te ha ido la semana?
–Bien. Pero ya lo sabes. Nos vimos el viernes.
–Sí. –Dije pensativo–. Solo intento mantener una
conversación. –Las voces de los demás individuos en la casa se oían a lo lejos,
apagadas. Serias y frías como el metal.
–¿Qué tal el fin de semana? ¿Productivo? –Preguntó,
mirando algunos libros que había sobre el escritorio.
–Supongo. –Dije, desanimado–. El viernes que viene
tengo un examen.
–¿De qué?
–De latín. Es un pelmazo. Y no es un examen, es más
como un control, pero ya sabes, sigue siendo una mierda…
–Hasta los chicos listos os quejáis de los exámenes
pensé que eso solo lo hacíamos los perdedores.
–No eres un perdedor. –Le espeté frunciendo el ceño.
Me imaginé a mi mismo con la misma mirada fría e inhumana que había puesto mi
madre–. Me tienes a mí. ¿No soy suficiente mérito?
Él levantó las cejas y yo mismo le aparté la mirada,
avergonzado por la tontería que acababa de soltarle. Ambos acabamos riéndonos
intentando no llamar mucho la atención desde fuera. Me recliné sobre él y me
apoyé en su hombro mientras él me acunaba.
–¿Sigues con el problema de escoger una carrera? –Me
preguntó mientras se comía una patata. Después me dio otra a mí.
–Sí. –Dije–. La verdad es que tengo varias ideas, es
decir, varias opciones, pero no estoy seguro de si son lo correcto…
–¿Cuáles son?
–La primera sería estudiar la carrera de Historia,
tal vez Historia del arte, también me llama la atención hacer la carrera de
Traducción e interpretación, o incluso sociología.
–Bueno, al menos tienes algunas opciones. ¿Alguna
que te llame más la atención?
–La verdad es que las de historia son mis primeras
opciones porque tengo a mi padre de refuerzo, pero no sé si lo hago porque
realmente se me dé bien, me guste y tenga a mi padre, o porque es lo que se
espera de mí. Traducción e interpretación tiene hoy en día muchas salidas, y sé
varios idiomas, así que eso ya es un comienzo. Y la sociología me es muy
llamativa, y aunque no tiene tantas salidas…
Él se me quedó mirando con algo de resquemor.
–Pero qué es lo que tú quieres estudiar. Es decir…
–No lo sé. –Me apresuré a decir.
–Está bien, está bien. ¿Hacemos una cosa? –Asentí–.
Coge papel y lápiz. –Me levanté y cogí una pequeña libreta que usaba como papel
en sucio y un lápiz. Le arranqué una hoja y se la extendí junto al lápiz. Él
dividió la hoja en cuatro partes y en cada una escribió el nombre de la carrera
que le había mencionado. Historia, Historia del arte, Traducción y Sociología–.
La verdad es que yo te veo estudiando algo así como filosofía o literatura…
pero allá tú. –Dijo y yo le golpeé en el brazo, haciendo la que la palabra Arte
terminase en una especie de rayo improvisado.
–No me lo pongas más difícil.
–Está bien… –Suspiró y cuando tuvo los papeles miró
alrededor–. ¿No tienes una copa, un gorro o algo donde meterlos?
–¿Vas a jugarte mi futuro al azar? –Le pregunté
mientras le extendía una gorra con estampado de camuflaje. Él dejó caer los
papeles dentro y sujetando la gorra por la visera los removió como si saltease
unos huevos revueltos. Los papeles saltaron por el aire unos segundos y se
volvieron a meter dentro.
–No es tan al azar como piensas. Saca un papel. Si
te decepciona el resultado tal vez sea porque ya tienes una preferencia clara.
El azar no va a decidir nada por ti, pero tal vez te ayude a saber qué deseas.
–Volvió a mover la gorra haciendo temblar los papeles del interior. Me la
extendió y yo metí la mano dentro. El sentir uno de esos papeles rozándome la
yema de los dedos me produjo un escalofrío por el cuerpo. Lo saqué, medité el
soltarlo y volver a coger otro pero ya era demasiado tarde. Él me había
retirado la gorra de mi alcance. Con el papelito doblado sobre la palma de mi
mano él me miraba expectante.
Yo miré el papel en mi mano. Antes de abrirlo, ya
sabía que era lo que quería estudiar, y ver la palabra Historia escrito en el
papel no hizo sino desanimarme aún más, como una punzada en el costado que
alcanzase un pulmón.
–¿Y bien? –Preguntó, intentando mirar por encima del
papel el nombre escrito allí.
–¿Crees que sería un buen abogado? –Le pregunté para
su sorpresa, y su expresión de incredulidad me hizo negar con el rostro–.
Olvídalo es una pregunta tonta. –Volví a doblar el papel y a arrojarlo en el
interior de la gorra. Me quedé de pie delante de él y él me miraba expectante.
–¿Abogado? –Meditó–. ¿A qué viene eso?
–Es una locura, lo sé.
–Pues, sí. –Dijo–. Una locura soberana. Pero si me
lo estás preguntando en serio, sí, puedo verte como abogado. Ya te dije que yo
puedo verte trabajando de cualquier cosa.
–No importa. –Negué con el rostro y yo mismo me pasé
la mano por la frente, deshaciéndome del cabello allí. Suspiré, resoplé–.
Tienes razón, es una pésima idea. Son cuatro años de tediosa teoría, de
memorización de leyes, de clases aburridas, yademás es de las carreras con más
alumnos por curso, seríamos unos doscientos, lo he consultado, y sabes que no
se me dan bien las personas. –El me miraba en silencio, escuchándome con
diligencia–. Y seguramente no encontrase trabajo en años, después de terminar
la carrera. Pero, tienes razón, no hay forma. Hay otras cosas mucho más
interesantes que estudiar, y que se me darían mucho mejor.
–Estoy de acuerdo. La carrera de Historia del arte
se te daría de fábula. –Me dijo con convicción pero con media sonrisa asomando
de su comisura.
–¡Pero sería tan estimulante! –Dije, arrodillándome
a su lado en el suelo, colocando mis manos en sus rodillas y mi barbilla sobre
mis nudillos–. Y si me esfuerzo lo suficiente este año y en los exámenes de
acceso y consigo una media de 10, puedo acceder al Doble grado de Derecho y
criminología. ¡Solo hay 10 plazas! –Rectifiqué–. Sí, lo sé, es imposible, y
seguramente el primer año me aburra y quiera arrancarme la piel por haberme
metido en semejante lío.
–Seguro que sí, seguro que el primer semestre ya quieres
dejarlo.
–Sí, seguro. –Dije y volví a mirarle con ojos
tristes–. ¿Pero no te gustaría verme con una de esas togas negras? Saliendo
triunfante de la sala de un juicio y…
–¿Me estás intentando convencer de algo? –Me
preguntó con una sonrisa ladina, acariciándome el cabello.
–Creo que es lo que necesito. Creo que es lo que
quiero en mi vida, ese estímulo de la búsqueda de salidas, recovecos legales,
esa búsqueda de la victoria. –Él me sonrió–. Liberar a inocentes y culpables de
una condena, a base de estratagemas e intelecto.
–¿Desde cuándo tienes esta idea en mente?
–Un mes, aproximadamente.
–¿Lo saben tus padres?
–No. Aún no les he dicho nada. En realidad es la
primera vez que lo expresó en alto.–Dije y él asintió, como si fuese consciente
de ello. Me besó las manos, la frente y los labios.
–Yo te apoyaré en cualquier elección que decidas
tomar. No quiero que te sientas obligado a hacer una carrera que no deseas
hacer y tampoco quiero que permanezcas en una si en realidad no estás a gusto.
No quiero que te sientas mal, y tampoco que te culpes por tus elecciones si no
son las correctas. Todos cometemos errores, todos podemos equivocarnos, pero el
valor está en saber rectificar a tiempo y no perder el tiempo en seguir
golpeándonos contra un muro. –Me incorporé y me apoyé contra la mesa, él se
puso de cara a mí, aún sujetándome las manos–. Creo que serás el mejor abogado
del país. Te estaré esperando a la salida del los juzgados siempre, con una
rosa, con un pastel, con el coche o con una moto, para llevarte conmigo a
celebrar las innumerables victorias que consigas.
–No digas bobadas. –Le dije, golpeándome la frente
pero él se rió.
–No es ninguna bobada. Igual que tú vienes a verme a
la tienda de tatuajes, yo iré a buscarte a los juicios.
–Qué idiota eres…
–Si lo haces bien, Ícaro, si consigues ser un
abogado de los buenos, puedes lograr un nivel de vida con el que mucha gente
soñaría, te lo aseguro.
–¡No pienso dejar que seas un mantenido! –Le espeté,
y él se desternilló–. Tendrás que seguir trabajando tú también. No pienso
permitir que vivas de mi dinero como un novio florero. –Ambos reímos y él me
estrechó entre sus brazos.
–¿Cuándo tengas mucho mucho dinero, me comprarás
cervezas?
–No pienso pagarte una sola cerveza. –Le dije,
mientras me recorría la espalda con sus manos. Yo apoyé mi rodilla en la silla,
entre sus piernas.
–¿Me comprarás joyas caras y ropa de marca?
–No te compraré ni joyas ni ropa. –Hundió su rostro
en mi vientre–. Con tanto dinero, puedo tener lo que quiera, y a quien quiera…
–¡¿Me dejarás por alguien mejor?! –Preguntó
separándose de mí, en realidad, separándome a mí de él, con sus manos sujetando
mi cintura.
–Tal vez. –Dije, rodando los ojos–. Aunque también
podría comprarte a ti. ¿Por cuánto te venderías?
–Para ti soy gratuito. –Suspiró–. ¿O acaso no te
hago todo lo que me pides?
–También podría encerrarte en una habitación de mi
inmensa mansión. –Divagué para mi mismo–. Darte de comer un par de veces al día
y acudir a ti cuando necesitase un desahogo sexual…
–Qué psicópata eres… –Murmuró, frunciendo el ceño.
–Atado con una correa a la pared, con esposas y un
bozal… –Metí mi mano en el interior de mis pantalones, a lo que él me miró
rápidamente y yo levanté una ceja.
–¿Te estás excitando con eso?
–¿No me ves? –Le espeté mientras me masturbaba–.
Hagámoslo. Ahora. –Le supliqué, sentándome sobre él y tirando de su cabello
para unirnos en un beso. Solo necesitó eso para obedecerme. Él se levantó de un
saltó conmigo sujetándome sobre su regazo y caímos sobre la cama que rugió por
la tortura de los muelles bajo nuestro peso. Me deshice rápido de los
pantalones y él se bajó los suyos.
–¿Te ves capaz de hacerlo? –Me preguntó, más
temeroso de la presencia de nuestros padres en la misma casa que de cualquier
otra cosa. Yo estaba cegado–. ¿Ahora?
–Sí, por favor. –Supliqué, metiéndome yo mismo dos
dedos–. Será rápido, lo prometo.
–Más te vale. –Me advirtió mientras él colaba un
tercer dedo y se hundía en mi cuello. Yo le apreté por el jersey sobre su
espalda. Me encantaba hacerlo con la mayoría de la ropa puesta, me encantaba
que fuese rápido, violento, sencillo y fugaz. Terriblemente intenso durante
unos segundos, y después, apagándonos como la llama de una vela tras un
soplido.
Cuando estuvo a punto de meterse en mí empezamos a
oír voces que provenían del salón. Eran voces más altas de lo normal, algo más
escandalosas y no tan frías como antes habían sido. Ahora eran desgarradoras e
iracundas. Ambos nos detuvimos al instante, como congelados en el tiempo, como
si alguien nos hubiese sacado una foto y fuésemos nosotros el reflejo de la
imagen. Solo se escuchaban nuestras respiraciones agitadas y el palpitar de
nuestro corazón. Por un momento nos planteamos seguir, pero las voces que
salían del salón eran de todo menos tranquilizadoras, y no era solo por el
miedo a ser descubiertos, en realidad algo estaba ocurriendo en el salón que a
ambos nos dejó con mal cuerpo. Oímos el estrépito que hizo la puerta del salón
al abrirse de golpe y Jacinto saltó fuera de la cama, subiéndose los
pantalones. Yo me puse los míos a toda prisa, rezando porque a nadie se le
ocurriese acercarse lo más mínimo a mi puerta antes de que me hubiese abrochado
los pantalones.
Las voces siguieron por el pasillo un par de
minutos, como si la putrefacta masa que se había formado en el salón ya no
tuviese espacio allí para seguir reproduciendo ella vagasen poco a poco a lo
largo del pasillo, lentamente, pero de forma inevitable, acabaría en la puerta
de salida. Cuando me hube sosegado pude prestar más atención a lo que estaba
sucediendo fuera. Las voces ahora eran mucho más claras e inconfundibles.
–Sois unos traidores. –Era mi padre, con la voz más
ronca e iracunda que le había escuchado jamás. Jacinto parecía en parte ajeno a
todo, como lo era yo, pero a la par podía ver que esto no le pillaba por
sorpresa, sino que lo había estado espesando mucho tiempo antes–. Os hemos dado
una casa, un lugar para empezar de nuevo, este país os ha ofrecido confianza y
respeto, y vosotros volvéis a cometer los mismos errores. ¿Es que no os dais
cuenta de que esto no solo os perjudica a vosotros? También nos estáis
perjudicando a nosotros.
–¡Tú no te metas en medio! –Le dijo mi tío a mi
padre, alterado–. Tú no tienes nada que ver. Esto es con tu asquerosa mujer.
–¡Estás estafando a mi familia, y por ende a mí!
–¡Yo soy tu familia! –Dijo él con un deje de
repugnancia. Yo me debatía en si salir o quedarme como me había quedado, como
una estatua en medio de la habitación. Jacinto nos miraba a mí y a la puerta
alternativamente. Sabía que intervendría en caso de que yo quisiese salir de la
habitación.
–¡Tú ya no eres nada para mí! –Gritó mi padre. Mi
madre intentó sosegarlo pero ella estaba suficientemente enfadada como para
intervenir–. Mi mujer, mi hijo, son mi familia. Tú eres un mentiroso que nos ha
estado robando durante años. ¡Tendría que haberlo supuesto! ¡Mira que mi mujer
me lo advirtió! ¡Y no la hice caso!
–¡Ella ha manipulado las cuentas! –Dijo mi tía, a lo
que yo di un respingo. Deseé por un momento que Jacinto llegase a mí y me
cubriese los oídos como hizo aquella noche en que su padre llegó borracho a
casa, pero por otra parte, estaba sintiéndome avergonzado por estar tan ciego.
–Ya has podido comprobar que no es así. –Dijo mi
madre haciendo un esfuerzo por estar calmada–. Las hemos repasado juntos. Los
números no cuadran, he visto las mordidas. ¿Acaso no vais a admitirlo? ¿Dónde
está el dinero que falta para la propaganda del verano de 2005? ¿Dónde está el
dinero que falta para las pancartas de la primavera pasada por el día de la
mujer? Y así durante cinco años, o más… no he querido llegar hasta el final
porque ya tenía evidencias suficientes.
–¿Y qué vais a hacer? –Preguntó mi tío, retándola.
–Estáis despedidos. –Dijo mi padre, con todo el
talante que pudo–. Y tenéis que dar gracias a que nos denunciamos a la policía.
–¿Despedidos? –Preguntó mi tía, con un serio
disgusto–. ¿Y qué haremos ahora?
–No lo sé. –Dijo mi madre–. Y no nos importa. Pero
lo primero será devolvernos el dinero que le corresponde a la organización.
–¿Habéis robado dinero de la empresas de mi madre?
–Le pregunté a Jacinto en un murmullo, a lo que él me miró con una mueca de
enfado.
–Yo no he robado nada. –Dijo, pero yo rodé los ojos.
–Lo supongo. –Le dije, y él volvió a fruncir el
ceño.
–Ha sido mi padre. Solo él. Mi madre lo descubrió
hace un año. Pero no ha tenido el valor de decir nada. No lo dijo en Francia,
menos lo iba a decir aquí.
–¿Por eso vinisteis? ¿Por qué les echaron del
trabajo por robar?
–Sí. –Dijo Jacinto, encogiéndose de hombros con la
misma naturalidad con la que me diría que su pelo era moreno por genética o que
el sol ha salido porque son más de las ocho de la mañana.
–No tenemos tanto dinero para devolverlo… –Dijo mi
tía, algo más consecuente de sus actos, pero mi tío seguía en la cerrazón de
que no debía devolver nada.
–No hemos robado nada, por lo que no tenemos que
devolver nada en absoluto.
–Seis mil euros, solo del año pasado. En total, en
los últimos cinco años, son casi treinta mil. ¿Qué mierda habéis estado
haciendo con ese dinero? –Les espetó mi madre.
–No hemos robado nada. –Dijo mi tío.
–Tiene problemas con el juego. –Dijo Jacinto a mi
lado–. Y con la bebida, pero el alcohol no se lleva tanto dinero. Ya habríamos
tenido que trasplantarle el hígado.
–¿Nada? ¿No nos cuentas qué has hecho con ello?
–Preguntó mi madre, hastiada. Mi tía lloraba. Mi padre empezó a golpear el
marco de la puerta del baño.
–¡Suéltalo de una maldita vez, joder! –Quise salir a
consolarle, quise huir del piso, esconderme debajo de la cama o saltar por la
ventana. Cualquier cosa menos quedarme estático en el centro de la habitación,
pero era lo único que mi cuerpo me dejaba hacer.
–¿No se te ha ocurrido decírmelo antes? –Le pregunté
a Jacinto.
–No.
–¿Por qué no?
–No quiero perderte. –Dijo, con toda la angustia y
desesperación que tenía guardados. Yo me quedé mudo, sin comprender el alcance
que toda esta situación suponía.
–Siempre os habéis creído mejores que nosotros. ¿No
es cierto? –Le espetó mi tío a mis padres. Era tóxico ese tono tan despectivo
que usó contra ellos. Estaba cargado de celos, de envidia, de resentimiento.
–Por el amor de Dios. –Dijo mi madre por lo bajo,
pero exasperada.
–Siempre, desde pequeño. Siempre se ha creído mejor
que nosotros porque no tenía que mancharse las manos con la tierra, con las
ovejas o con las gallinas. Viviendo como un rey en el monasterio…
–¿Quién te crees que se encargó de nuestra madre
cuando ella ya no tenía fuerzas para sacar la casa adelante? ¿Quién madrugaba
para ir a trabajar con nuestro padre, y quien se desvelaba en medio de la noche
para atenderte a ti?
–¡No estuviste cuando murieron! Yo tuve que sacar la
granja adelante, tuve que sacar a mi esposa y a mi hijo de esa pobreza. Esa
tierra estaba infecta, no daba una sola zanahoria.
–Siempre fuiste un inepto para trabajar. –Le soltó
mi padre, con toda la confianza que podría–. Ni siquiera para plantar patatas.
Todo lo bueno que tienes en la vida, acabas perdiéndolo y pudriéndolo.
–¡Eres un maldito asqueroso! –Gritó mi tío. Yo
estuve a punto de salir disparado hacia la puerta cuando el alboroto de voces
se convirtió en uno de golpes y gritos, pero Jacinto me agarró de la cintura y
me contuvo dentro. Salió él en mi lugar y cerró detrás de él.
–¡Basta! Es suficiente. –Le oí decir cuando entró en
escena. En una escena que yo no estaba presenciando pero de la que me sentía
partícipe. Me temblaban las piernas, apretaba mi mandíbula, estaba aterrorizado
y al mismo tiempo a punto de romper en llanto por la impotencia que sentía al
no poder hacer nada al respecto. O al menos, así me sentía, sin la capacidad de
obrar acerca de lo que estaba sucediendo. Era cruel quedarse sin hacer nada,
pero más cruel era esconderme y fingir que no podía hacer nada.
Abrí la puerta, apenas unos segundos después de que
Jacinto saliese, para ser testigo de lo que estaba ocurriendo. Mi padre y mi
madre luchan entre ellos para detenerse el uno al otro, pero ambos deseaban
arremeter contra mi tío. Este estaba siendo sujetado tanto por mi tía como por
Jacinto, cada uno de un brazo. Mi padre tenía una pequeña herida en el pómulo,
y alrededor, se estaba empezando a amoratar. Se lanzaban palabras al aire,
golpes, gritos. Cualquiera pensaría que nos estábamos matando y estábamos sin
duda a punto de conseguirlo. Mi tío arrojó a su esposa lejos, de un empujón.
Ella se soltó de su brazo y cayó cerca de mi madre, que la auxilió,
repentinamente preocupada por su estado. Jacinto tuvo que retener él solo a su
padre, al que intentó rodear con los brazos por el pecho, impidiendo que
volviese a dar algún golpe, pero mi tío pudo con él, apenas sin esfuerzo. Con
un empujón, mandó a Jacinto a la pared del pasillo y con una mano, ancha,
gruesa, le cogió del cuello haciendo que se golpease contra la pared.
Yo no podía estar creyendo nada de lo que estaba
viendo, y sin embargo la situación era tan vívida y la adrenalina en mi cuerpo
tanta, que ni yo mismo medía mis actos. Antes de darme cuenta estaba delante de
Jacinto, sujetando la muñeca de mi tío que se dirigía, a puño cerrado, contra
su cara. Estaba convencido de que me llevaría un golpe, por mínimo que fuera,
solo por mi intervención. Pero estaba también concedido de que me lo merecía y
lo recibiría gustoso si era para defender a mis padres o a Jacinto. Las manos
de Jacinto intentaron apartarme de él, retornarme a la habitación, pero la
fuerza de su tío fue demasiada. Se deshizo de mi agarre como si fuese un picor,
una mera molestia, y me tumbó de una bofetada al suelo. Sentí mi cara picar
unos momentos y después una intensa oleada de calor recorrerme todo el cachete
derecho. Me pitaba el oído. Sentí a Jacinto cogerme de un brazo para levantarme
y ocultarme tras su cuerpo para dirigirnos de nuevo a la habitación. Yo me
resistí. No deseaba dejarle solo.
–Eres un idiota. –Le oía decir mientras mi madre
gritaba tras él.
–¡Estoy llamando a la policía, si no os largáis
ahora mismo de nuestra casa…!
–¡Ya nos vamos! –Gritaba mi tía que tiraba de su
marido hacia la puerta de salida. Pero este aun vociferaba, iracundo como un volcán.
Mi padre vino a mi lado, rápido y veloz, con la misma intención que Jacinto,
sosegarme y mantenerme alejado. Sin darme cuenta tenía agarrado a Jacinto de la
muñeca, fuerte, como si no desease que se separase de mí, a fin de cuenta. Él
me arrulló el pelo, me acarició las mejillas y las sienes, la mandíbula.
–¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?
–¡Vámonos, Jacinto! –Le oía decir a su padre. Yo aun
no estaba en mis cabales.
–No vayas con él. –Le pedí, sabiendo que no me
obedecería. Mi padre me auscultó visualmente, me cogió de la barbilla y me hizo
mirarle.
–¿Estás bien?
–Sí. –Me zafé de su agarre–. No vayas. Quédate aquí.
–¡Jacinto!
–Por favor. –Supliqué. Su madre entró en nuestro
cuarto para sacarle, tirándole del brazo. No dijo una sola palabra, no se despidió
ni con un gesto, ni con una sonrisa tranquilizadora. Se dejó llevar por su
madre lleno de resentimiento y resignación. Seguro que a él le dolía más
marcharse que yo sabiendo que se marchaba de mi lado. Estaba seguro de que el
infierno que le esperaba a continuación no era nada comparado con lo que
habíamos presenciado, y mucho menos con lo que yo había vivido. Mi madre vino a
mí, y me encontró lagrimeando en mi cuarto. Firme y recto contra la pared, pero
llorando, de impotencia. Ella me sostuvo el rostro entre sus manos y me llenó
de besos que dieron sentido y razón al temblor en mis piernas. Me abrazó, se
contuvo para no llorar conmigo y me acunó suavemente.
Repentinamente pensé en la posibilidad de que tal
vez no volviese a ver a Jacinto. Pensé en la cantidad de horrores que podrían
pasarle, e incluso la idea de que se marchasen. Oía a mi padre refunfuñar y
maldecir por la casa, lejos de mí para que no fuese también testigo de su ira.
Mi madre comenzó a reprenderme por haber salido de la habitación. Mi padre
llegó cuando ella me culpaba del golpe que había recibido.
–No debiste salir. –Dijo mi padre, serio y frío.
–¿Estás bien? –Le pregunté, mientras me acercaba a
él y le acariciaba con cuidado el pómulo. Él se quedó helado por mi pregunta,
con tanta sinceridad y dolor en mi tono. Pareció recapacitar, volver al mundo
real, y caer en un charco de agua fría–. ¿Te duele? Vamos, curemos eso. –Le
dije, tembloroso y aun lagrimeando. Mi madre suspiró resignada. Mi padre se
dejó llevar por mí al salón. Besé cálidamente su herida y él me apretó con
fuerza la mano. En el piso de abajo se oía alboroto. Con nuestro silencio
fuimos cómplices.
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