NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 7 (Parte IV)


Capítulo 7 – Eres un maleducado


En la mañana de navidad me desperté pasadas las once. Había estado hasta tarde hablando por teléfono con Jacinto, que aunque estuviese justo en la habitación debajo de la mía, esta era la mejor forma de hacerlo. Al principio solo hablamos de mi cena con Danna y Mike y al final acabó contándome que el día anterior había discutido con su madre porque no había limpiado los platos. Le recriminé que debía ser más responsable ya que vivía con ellos, pero él solo buscaba comprensión y que le diesen la razón. Acabamos gimiendo pegados al teléfono como si de una línea caliente se tratase y me quedé dormido con el móvil en la mano.

Cuando me levanté de la cama, fuera llovía. Mi madre reía en el salón y se oía a lo lejos a mi padre contándole algo. Después las risas de ambos y por último el sonido de algo en la televisión. Olía a café recién hecho y a bizcocho. Antes de llegar al salón pasé por el baño para orinar y cuando alcancé el comedor, me dejé caer sobre el sofá, con la mirada puesta en la televisión. Estaba viendo un programa cómico que solían retransmitir siempre por estas fechas navideñas. Pero ellos no estaban riéndose del programa, estaban hablando entre ellos, tranquilamente y con comprensión. Me hacía muy feliz verles así, y ojalá siempre hubiesen estado así. Pero yo sabía que no eran más que momentos determinados, como gotas soltadas por un cuentagotas en un pequeño frasco translúcido.

–Buen día de navidad, mi amor. –Dijo mi madre mientras me miraba, con una sonrisa y una mueca divertida, porque aún era incapaz de abrir del todo los ojos. Me los froté, me quité las legañas y me dejé caer sobre el sofá, exhausto.

–¿Has dormido mal?

–No. –Dije, mientras colocaba una mano debajo de mi cabeza–. Me fui tarde.

–Supongo que no querrás desayunar. En un par de horas comeremos…

–No tengo hambre. Cené mucho anoche. –Dije mientras me apartaba un par de mechones de la frente y ambos se me quedaban mirando expectantes, como si yo no me diese cuenta de algo fundamental y aguardasen a que me percatase de ello. Les miré desafiante–. ¿Qué?

–Es navidad. –Dijo mi madre, de nuevo.

–¿No quieres tu regalo? –Me preguntó mi padre mientras se llevaba una taza de café a los labios y yo me incorporaba, completamente absorto.

–No me había dado cuenta. –Dije, ridículamente avergonzado–. “Es navidad” ha perdido todo su sentido ya. –Le decía a mi padre mientras mi madre desaparecía del salón en busca de mi regalo y mi padre se reía–. Es como “Buenos días” o “Te quiero”. Han perdido todo el sentido por el desgaste.

–¡Que filosófico te has levantado hoy! –Dijo posando la taza en la mesa y mi madre regresó con un paquetito, no más grande que la palma de mi mano, forrado con un papel verde con franjas doradas. Había una pequeña pegatina con el nombre de la marca y del centro comercial donde lo había adquirido. Lo primero que pensé al ver el relego fue: no es un libro, y después una súbita sensación de que fuera lo que fuera lo que hubiese dentro, no iba a gustarme en absoluto. Me senté a la mesa con ellos, más bien, frente a ellos para que fuesen público de mi sorpresa y los miré con intriga.

–¿Qué es? –Les pregunté, porque prefería llevarme la decepción de ellos a que el propio regalo cargarse con mi descontento.

–Ábrelo. –Dijo mi madre. Mi padre nos miraba a ambos alternativamente, sonriente. Le miré con la esperanza de ver un atisbo de duda en su expresión pero estaba tan ilusionado como mi madre y eso me dolió más que nada.

Arranqué una esquina del papel del envoltorio y el resto le siguió solo. Dentro de él había un estuche negro, de falsa piel con la marca impresa en la parte delantera. Era una marca de ropa de caballero. Yo levanté la mirada, y en ese preciso instante, mi padre pudo ver algo amargo en mí que sembró la duda en su mente. Mi madre seguía ahí sentada, con una sonrisa y ayudándome a quitar el papel de regalo de en medio.

–¡Ábrelo! –Dijo ella, por segunda vez, más ilusionada.

Yo le hice caso, completamente cegado por su entusiasmo. Dentro había una corbata negra, con pequeños lunares blancos. El tacto era muy suave, su olor era muy llamativo. Era sin duda de muy buena calidad y les había costado cara. No entendía nada de lo que estaba sucediendo y me quedé al menos cinco minutos mirando el estuche abierto delante de mí, en la mesa postrado. Ni siquiera quería sostenerlo con mis manos. Mi madre comenzaba a dudar que realmente me hubiese gustado. Mi padre estaba convencido de que algo andaba mal conmigo.

–Es una corbata. –Dijo ella, remarcando lo evidente.

–Sí, sí, ya lo veo. –Dije mientras levantaba la mirada a ambos ahí, detenidos, con esas miradas cautas y decepcionadas. Intenté no sonar demasiado brusco–. ¿Por qué?

–¿A qué te refieres? –Preguntó mi padre y yo alcé una ceja. Más bien ella se alzó sola.

–¿Una corbata? Nunca me habéis comprado una corbata. Y además, es muy cara. Os habrá costado mucho dinero.

–Estaba rebajada, pero sí, es de buena calidad. ¿A qué viene esto? –Preguntó recelosa–. ¿No te ha gustado?

–Solo… es que estoy algo sorprendido. –Suavicé.

–¿Y eso?

–No es algo que soláis regalarme. Y tú, doña “abajo el capitalismo consumista” te gastas dinero en una marca de ropa que de seguro tiene a colonias de niños chinos cosiendo estas prendas.

–No vayas de progre. –Dijo ella, frunciendo el ceño–. Es solo un regalo. Además, esperaba que te la pusieses en tu graduación.

–¿Mi qué? –Dije, aturdido.

–Tu graduación, a final de curso.

–¿Estas de broma? –Le pregunté mientras la mirada de mi padre saltaba de mí a ella–. ¿Quién te ha dicho que voy a esa estúpida graduación?

–¿No vas a ir? –Me preguntó mi padre, más sorprendido que asustado. Mi madre sí que parecía asustada.

–¿Por qué habría de hacerlo? Es una bobada. –Solté, frunciendo el ceño.– No es más que un paripé para que los alumnos se tomen los exámenes con más entusiasmo y los padres tengan algo que festejar. Es una excusa para que los profesores se vistan elegantes y saluden como adultos a sus alumnos, que aun se comen los mocos, y para que el restaurante en el que cenaremos y la discoteca a la que vayamos ganen algo de dinero a costa de nuestra desesperada necesidad de desahogo. No. Me niego. ¿Por qué habría de pasar por eso? Ponerme un traje, esta estúpida corbata, pasarme la presentación abochornado por mis profesores, por sus discursos hipócritas, por mis compañeros, que de repente son ángeles recién laureados. Después pasarme la cena comiendo en silencio, o mejor aun, aguantando que alguno de mis compañeros se ría de mí o me tome el pelo. ¿Y luego? Iré a la discoteca, me emborracharé como nunca lo he hecho, antes de que den las dos regresaré a casa en taxi y al día siguiente me habré dado cuenta de que he perdido un día de mi vida. No gracias. –Sentencié y retiré la cajita con la corbata–. Si ese es el motivo de este regalo, es un regalo mezquino.

–Eres un maleducado. –Dijo mi madre. Lo soltó con una facilidad y una determinación que me dejaron helado. Mi padre rápido intervino.

–Solo te da su opinión…

–Lo único que le importan son los libros, tener la comida hecha, y salir por ahí con Jacinto. ¿Alguna vez piensas en los demás? –Me espetó como si me clavase alfileres. Con precisión y crueldad. Yo no dije nada en absoluto. Me había dejado pasmado.

–¿Puedes ser un poco más considerada? –Le pregunto mi padre–. En el fondo tiene razón, no hemos contado con él. Hemos dado por supuesto que iría a la graduación. No es algo obligatorio…

–¿Es que no quieres verte elegante? ¿No quieres vernos sentados entre el público, orgullosos de ti, cuando cojas la orla y…?

–¿Qué clase de hipocresía es esta? –Le pregunté, levantándome de mi asiento, poniendo las manos en la mesa, aguatándome las ganas de tirar el regalo al suelo y pisotearlo–. ¿Necesitas que me ponga una estúpida corbata, un sombrerito de cartón y que suba al estrado para darle la mano al director, al tutor, recibir un rollo de papel con mi foto para que te sientas orgullosa de mí? El orgullo se demuestra cada día, lo que tú quieres es vanidad, es presumir de mí, o de ti misma, ahora no estoy seguro.

–Lo que quiero es que vivas esta experiencia, como otras muchas que te estás perdiendo por estar todo el día enfrascado en esos libros, en tu cuarto, o con Jacinto. ¡Hay tantas cosas que te quedan por vivir! Eres tan joven…

–Esto es el colmo. –Suspiré, sabiendo los derroteros por los que quería conducir esta conversación. Mi padre le tocó el hombro para calmarla, pero ella estaba más disgustada que enfadada. Era yo el que estaba comenzando a sentirse irascible, pero rebajé todo lo que pude mi tono hasta parecer que realmente estaba estable–. No tienes derecho a decidir por mí lo que me conviene o no, lo que tengo que vivir o lo que no. Soy dueño de mi vida, por mucho que te cueste entenderlo, y soy consciente de las cosas que me pierdo o que gano con mis actos. Además, tú no sabes nada de mi vida privada, de lo que hago, de lo que pienso, de lo que quiero. O de lo contrario, habrías sabido o al menos supuesto que no iría a mi graduación.

–¡Cuéntame! –Suplicó desesperada–. ¡Cuéntame lo que sea! Sabes que siempre estoy abierta a saber de ti, a conocer tus pensamientos. Pero nunca me cuentas nada. –Miró a mi padre, preguntándose si él sabría algo que ella no supiese, pero en el rostro de mi padre solo se dibujaba una expresión de angustia y temor por la discusión.

–Vive tu vida, como te plazca. –Le espeté, intentando controlarme, pero sin conseguirlo. Acabé sonando como si estuviese recriminándole algo–. Yo viviré la mía como mejor me convenga.

Les dejé allí sobre la mesa el regalo y me conduje a mi cuarto, pero sin cerrar la puerta. No aun. Me quité rápido el pijama y me puse la primera ropa que encontré. Ni siquiera me di cuenta que era la misma que me había puesto el día anterior. Me calcé unas botas y el abrigo más grueso que tenía. Salí por la puerta de mi cuarto, me hice con un paraguas y salí fuera de la casa. Una vez fuera del portal, con la lluvia golpeándome el rostro conseguí respira algo de aire fresco y sosegar mi ánimo. Pero no fue suficiente. Necesité al menos unas cuantas vueltas por las calles de alrededor para que se me pasase del todo el enfado. Y aun así, no quería regresar a casa por nada del mundo.

 


Capítulo 6 (Parte IV)    Capítulo 8 (Parte IV)

 Índice de Capítulos


 

Comentarios

Entradas populares