NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 7 (Parte III)
Capítulo 7 –
Siempre tuyo.
Por fin terminé las
clases.
Después de realizar el
último examen del curso llegué a casa pasadas las dos y media y me tiré en la
cama, vestido y todo, y dormí hasta bien entrada la tarde. Me desperté febril y
sudando por el calor de la ropa aun sobre mi cuerpo. Me levanté, me asee y me
preparé para una tarde entera de resetear mi cerebro con el sistema de
vacaciones. La primera semana sin clases en la que Jacinto aún tenía que
trabajar, pues no había llegado un julio, me la pasé entre sobresalto y
sobresalto recordándome que tenía que ponerme a estudiar o que tenía que
entregar algún trabajo. Así era como se debía sentir cuando te cortan una mano
y dicen que sigues sintiéndola porque tu cerebro aun cree que está ahí.
Mis notas habían sido la
mayoría de sobresaliente exceptuando la educación física que había sacado un
seis sobre diez y valores éticos, con la misma nota. Mis profesores me
reprendieron porque entendían que a un chico como yo no se le diese bien el
deporte pero el seis bien merecido de valores éticos me lo había ganado a pulsos
por todas las discusiones que tuve con el profesor a cerca de cientos y cientos
de criterios morales que intentaba imponer como naturales cuando en realidad no
casaban conmigo. A veces incluso reconozco que me largaba de su asignatura y
reaparecía para la siguiente, solo por la incapacidad que suponía para mí
atender en su clase. Aprovechaba mejor el tiempo aunque fuese dando un
paseo.
Mis padres no parecieron
disgustados con mis notas, al contrario, me felicitaron y me animaron a
disfrutar el verano con completa ociosidad. El último vienes del mes, por la
tarde, mi padre al fin estuvo libre para mí. Le instigué para que me acompañase
a la biblioteca y él rezongó durante horas alegando que yo ya era mayor para ir
solo pero sin su compañía no era la misma experiencia. Y recientemente ya podía
asistir a la sección de lectura adulta, por lo que esa zona nueva e inexplorada
aún me atemorizaba lo suficiente, con todos esos universitarios vagando por los
pasillos, todas las mesas ocupadas con mochilas y extensos mares de apuntes y
fotocopias. Sus miradas perturbadoras.
–Los universitarios ya
han terminado las clases hace casi un mes. –Me dijo mi padre con una sonrisa
pero yo insistí un poco más hasta que accedió.
Me vestí a toda prisa,
emocionado y ansiando leer algo que no fuesen los dichosos apuntes de clase.
Después de una semana de plena ociosidad ya deseaba ponerme en funcionamiento
de nuevo, o desconectar, o lo que fuera que me hiciese leer. Cuando me estaba
abrochando el cinturón de los pantalones caí en que la hebilla estaba a punto
de partir. Ya tenía ese cinturón desde hacía por lo menos cuatro años, y me
extrañaba que no se hubiese roto antes por el ojal que por la hebilla. Acudí a
mi madre con un puchero cuando estaba a punto de entrar en el baño con el
albornoz y crema corporal. Iba a ducharse.
–¿Tienes algún cinturón
que me pueda servir para ahora? –Le dije, mostrándole la hebilla rota a lo que
ella me miró apenada. Asintió.
–Ve a mi habitación. –En
algunas perchas hay colgados cinturones. Coge uno que te sirva. Mañana a
primera hora iremos a comprar uno. –Dijo con una sonrisa y me acarició el pelo.
Yo salí veloz a su habitación y dejé mi cinturón roto sobre la cama. Escuché a
mi padre que paseaba de un lado a otro del salón seguramente buscando alguno de
sus zapatos.
Las puertas del armario
de mis padres eran corredizas. Era un armario empotrado bastante amplio. Uno de
los espacios que mi madre ocupaba con perchas estaba repleto de americanas y
camisas de colores variopintos. Varios trajes, unos cuantos vestidos. En una de
las perchas había un conjunto de dos piezas beige de cuya percha colgaba un
cinturón del mismo tono que el traje. Intenté sacarlo pero me vi obligado a
quitar la americana de encima de este y al hacerlo sobresalía algo blanco del
bolsillo interno de la prenda. Al principio pensé que era una etiqueta, o
incluso una tarjeta de visita de la asociación de mi madre, pero cuando obtuve
el cinturón y estaba a punto de colocar la percha otra vez en su sitio, la
curiosidad ganó la batalla al respeto y saqué aquello blanco que tanto me había
impresionado.
El primer impulso fue
regresarlo a su sitio de inmediato al ver que era un sobre blanco, cerrado y
sin nombre. Pensé que podría ser dinero, correspondencia sin importancia, una
carta de mi padre o papel. Solo papel. Pero no lo era en absoluto. Aquél
instante de mi vida lo recordaría siempre y aún me embarga una sensación de
desazón cada vez que pienso en ello. Como una ráfaga de aire cargado de humo
del contaminado ambiente de neumáticos quemados. Solo pensar en aquella carta
se me cierra la tráquea como un acto reflejo.
Dejé el cinturón en la
cama para tener libres las manos y maniobrar con rapidez y celeridad. Estaba
haciendo algo que no estaba bien, era plenamente consciente, pero a medida que
pasaban los segundos cada vez me reconcomía más la sensación de que esto que
estaba a punto de descubrir no debía ser descubierto, abrí un sobre que ya
estaba abierto y en el cual yo no debería haber mirado dentro. Comencé a pensar
en lo irrespetuoso que estaba siendo cuando ya estaba leyendo el papel doblado
que había en el interior.
Querida y respetada
Lidya. –Mi madre–.
Aun no logro hallar los
motivos de tan desenfrenados actos. Imprudentes y, Dios me perdone, crueles.
Hay parte de mí que no quiere creer que hayas sido tú la autora de tal
inconsciente acto, pero en tus palabras he hallado la fatal resolución de mis
dudas. Una carta, para mí, en mi hogar. No estoy seguro de que hayas sido
plenamente consciente del peligro que has corrido, y al que me has expuesto con
estos versos. Y sin embargo, aquí estoy, meditando mientras me tiembla la mano
para devolverte el gesto y arriesgar en un doble o nada. Que irreflexivo
soy.
Debo pedirte perdón por
adelantado, y también por atrasado. Te lo debo a ti más que a nadie. Por
haberte confundido, por haberte incitado, por haberte prometido cosas que no
puedo cumplir y por haber hablado de sueños que nunca podremos realizar. No
eres la única que se ha ilusionado, y tampoco serás la única que sufra. Yo te
acompaño en este dolor y soy consciente de que aún ni siquiera sabes de qué
estoy hablando. Ella aun no te lo habrá comunicado.
A veces desearía que las
cosas hubiesen salido de otra manera. De veras. A veces sueño contigo. Sueño
que caminamos juntos, por un parque infinito en el que logramos perdemos pero
no nos importa. A veces nos imagino a los dos en tareas cotidianas tan aburridas
que no entiendo como tengo la poca vergüenza de sumergirte dentro. Barriendo,
cocinando, en el supermercado, en la gasolinera. A veces me deleito
imaginándome que me esperas en el salón, en la sección de dulces o dentro del
coche con esa mirada que me rompe en pedazos, con la seguridad de que tus manos
me recompondrán.
Lo deseo tanto, que el
deseo me ha devorado y te ha tragado conmigo dentro de ese torbellino de
emociones sin sentido. Ya no logro hallar el punto de inicio, ya no logro
regresar a la casilla de salida para empezar desde cero, con mi mujer y mi
familia. Ya no soy fuerte, ya no quiero seguir caminando entre dobleces que me
despistan y casillas en blanco, donde debo detenerme.
¿Qué se supone que se
debe decir en estos casos? Me dejaste tan preocupado con tus palabras. Huir
juntos. ¡Qué locura, mi amor! ¿Acaso no pensaste en tu hijo? ¿No pensaste en tu
marido? Claro que no, pero yo tampoco lo habría hecho. Mi mujer me encontró la
otra noche meditando en qué podríamos llevarnos que necesitásemos en nuestra
fuga cuando me soltó la noticia. Predictor en mano y una expresión rota de
emoción. Está embarazada.
Lidya. Ojalá tener
veinte años y poder dejarlo todo atrás, todas las responsabilidades, todas las
incertidumbres. Nada me importaría más que tú, a nadie le extrañaría ese
comportamiento en alguien de esa juventud, con tanta jovialidad, con tanto
derecho a ser feliz. Pero ya no somos niños, y créeme que ojalá lo fuésemos,
pero ya no podemos retroceder y nuestros actos nos han condenado. Debes pensar
en tu hijo, al menos, a quien sin duda habría aceptado como compañero en
nuestro viaje de no retorno. Ojalá ese muchacho hubiera sido mío, y aun así, lo
quiero como si lo fuese.
No malinterpretes mis
palabras, Lidya, no estoy cortando nuestra relación, solo la estoy frenando lo
suficiente como para no estrellarnos contra un muro de contención. Debemos
dejar las cosas claras, pero no por medio de una carta. Las palabras escritas
son hermosas, y las tuyas son exquisitas, pero no es la forma. Necesito verte,
necesito suplicar tu perdón e implorar por tu comprensión. Ahora voy a tener un
hijo y no veo el momento de empezar esta nueva aventura, pero te necesito a mi
lado. Para sostenerme y arroparme.
Siempre tuyo, M. G.
La caligrafía era
exquisita. No había visto nada parecido nunca. Cada palabra era un espécimen
extinto de algo exótico e irrepetible. Las expresiones estaban algo rebuscadas
pero sin duda detrás de todo el velo de seda teñida de caoba se escondían
sentimientos mucho más complejos para poder esconderlos con meras palabras,
para poder describirlos con expresiones de amor romántico sacados de novelas
rosas. “queridísima” “Necesito verte”. Todo tan sumamente emponzoñado por la
ensoñación de un amor de película que no fui capaz de analizar cuánto de verdad
escondían esas palabras con las que me había tropezado como quien se encuentra
un ciervo en medio de la montaña y se le queda mirando con ese respeto y
desconocimiento que nos caracteriza al ser humano frente a lo que no
entendemos.
–¿Estás listo? –Me
preguntó mi padre apareciendo por la puerta cuando yo ya guardaba la carta en
el bolsillo de la americana de mi madre. Oír su voz fue como despertar de un
sueño del que no recordaba haberme sumido. Verle a él, con esa bobalicona
expresión de impaciencia y esa sonrisa de cordialidad fue como una bofetada de
angustia y repentina comprensión.
–S–Sí. –Dije y me
levanté de un salto, cogí ambos cinturones y me fui poniendo el de mi madre
mientras abandonaba la habitación seguido por la penetrante mirada de mi padre
que me sentía quemar en la espalda. Me encontré desubicado en mi propia
habitación mientras me abrochaba el cinturón y me abrochaba los zapatos. Me
temblaban las manos, no era capaz de procesar nada de lo que había leído, pero
mi padre era todo lo que yo necesitaba para darme cuenta de qué estaba
sucediendo.
Cuando salimos mi padre
y yo a la calle caminamos en silencio al menos dos manzanas hasta que a él le
empezó a parecer extraño verme tanto tiempo en silencio, evitando su mirada. Me
reprendí a mi mismo por haber leído aquello, por haberle sugerido a mi padre ir
a la biblioteca y por estar tan ciego.
–¿Te ocurre algo? ¿Estás
muy callado? –¿Qué contestarle a eso? Súbitamente comenzó la avalancha de
preguntas. ¿Él conocía la carta? ¿Qué de todo sabía? ¿Qué era lo que estaba
sucediendo? ¿Qué significaba aquella carta? ¿Era de la persona en la que yo
estaba pensando? ¿Esa carta era de verdad? ¿Desde cuándo mi madre se estaba
viendo con Mike? Tres años mínimo, los que tenía la hija de este. ¿Cuánto de
todo esto era culpa mía y cuánto podría haber evitado?
–No. Solo estoy algo
cansado.
–¿De qué? –Preguntó mi
padre y por desgracia le solté la excusa equivocada. Esa era la idónea en época
de exámenes pero ahora no tenía demasiado sentido decirlo.
–No sé. No he dormido
bien. Solo estoy pensativo nada más. –Dije intentando no sonar a la defensiva o
le estaría dando la razón en cuanto a que me estaba pasando algo. ¿Habría
habido indicios antes de los que yo no me hubiese dado cuenta? ¿Se amaban de
verdad o solo había sido sexo? ¿Estaban aún teniendo relaciones? ¿Las habían
tenido alguna vez?
–Bueno, pues cuando
lleguemos a casa cenas bien y te metes en la cama. Espero que no estés
incubando algo. –Dijo poniéndome el dorso de sus manos sobre mi frente pero yo
me aparté de él, despreciando ese gesto. En otra ocasión lo habría recibido con
misericordia, pero en ese momento el contacto físico era lo último que
necesitaba, y menos de mi padre, del que estaba empezando a desarrollar una
profunda y sincera pena. Él se asustó de mi gesto y me miró enfadado.
–No me trates así. –Dijo
y yo suspiré resignado. El camino fue eterno. La estancia en la biblioteca fue
terrorífica. No recuerdo tan mal momento de tensión y desorientación. Es un
sueño, me dije para aliviar a mi cerebro que no quería dejar de formularse
preguntas incoherentes, solo es un sueño del que despertaremos y cuando
despierte, se lo contaré a mamá y papá como una anécdota de la que todos no
reiremos.
Cuando llegué a casa me
encerré en mi habitación, me dejé caer sobre la cama y llegué a una profunda
reflexión que me hizo sentir terriblemente angustiado. “Yo sintiéndome superior
al resto de la humanidad, como un narcisista misántropo, cuando en realidad mi
vida era una perpetua liga infantil. Fuera de mí, fuera de mi egocentrismo
estaban sucediendo cosas reales. Cosas de adultos”.
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