NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 7 (Parte I)
Capítulo 7 –
¿Cuántas pecas tienes? Infinitas. ¿Me dejarías contarlas?
Tras un par de horas en aquel bar
regresamos a casa. De camino nuestros padres nos informaron de que al menos por
una noche mis tíos y mi primo se quedarían en casa a dormir. Miré a Jacinto con
la misma expresión de sorpresa que puse cuando adivinó que iríamos a cenar
juntos y cuando mis padres me miraron buscando mi permiso, asentí satisfecho
con la propuesta. Me explicaron muy detenidamente que ellos estaban cansados,
que por culpa de la cena no habían podido organizar la casa y que por una
noche, no pasaría nada en absoluto. Yo no era nadie para negarme porque la casa
no era mía y porque nada me impedía realizar mi vida con normalidad. Me
pregunté qué habría pasado si me negase a que se quedaran a dormir. ¿Acaso mi
voz tenía peso alguno? ¿Acaso me preguntaban por algo más que para que yo me
sintiese aceptado? Eso ya no importaba, ellos se quedaban y esa era la realidad
en la que innegablemente vivíamos ahora.
–Dormiréis en el sofá cama. –Dijo mi padre
a su hermano–. No tenemos habitaciones de invitados, y solo un colchón
hinchable, pero es individual…
–No hay problema alguno, de verdad que es
todo un detalle. Queremos molestar lo menos posible. –Blah blah, los obligados
convencionalismos de siempre.
–¿Dónde dormirá Jacinto? –Pregunté,
aventurándome con una curiosa expresión infantil.
–En el colchón hinchable. –Dijo mi
madre.
–¿Puede dormir en mi cuarto? –Pregunté,
reuniendo toda la valentía que había podido acumular con 10 años. Me sentí
profundamente liberado ante aquella petición y en ese instante me importó bien
poco si a Jacinto le gustaba o no la idea de compartir mi cuarto. Tal vez el
prefiriese dormir con sus padres en el salón, o incluso en medio de la cocina.
Pero no quise importunarle, sin embargo tampoco quería que durmiese en algún
otro lado que no fuese mi cuarto.
–Oh, que amable. –Dijo mi tía, mirándome
con ternura y cariño–. ¿Te parece bien, Jacinto? –Le preguntó y este no tuvo
que meditar su respuesta.
–Supongo.
Supongo. Qué forma
tan vaga de desentenderse de una decisión. Aprendería a odiar esa respuesta tan
sencilla.
…
Cuando llegamos a casa supe que se
alargarían las conversaciones, por lo que no me cambié de ropa como solía hacer
al llegar a casa. Mi padre pospuso continuar la fiesta en el salón y sacó una
botella de vino. Mi tía parecía bastante cansada pero era lo mínimo que podía
hacer dado que ellos dormirían en el salón, y no lo harían hasta que no se
fuesen todos de allí. Yo me senté en el sofá cama pero mi madre me mandó a mi
cuarto. “Es tarde” Dijo. “Deberías prepararte para ir a la cama”. Me levanté
apenas me había sentado y me conduje a mi cuarto donde mi padre ya estaba
metiendo el colchón para hincharlo ahí. Hizo hueco al lado de mi cama y comenzó
a hincharlo con una bomba de pie.
–¿Me ayudas, Ícaro? –Me preguntó queriendo
que le sustituyese en la tarea para poder irse a festejar al salón con los
demás pero yo me encogí de hombros.
–Lo siento, mamá me ha dicho que me
prepare para ir a la cama. –Me excusé, me llevé el pijama conmigo, y me metí en
el cuarto de baño. Candé detrás de mí, algo que no solía hacer, pero me sentí
mucho mejor con la idea de que no podrían molestarme por unos minutos. Me
cambié en completo silencio, me cepillé los dientes a conciencia quitándome el
sabor del refresco de cola y sustituyéndolo por un refrescante aroma a menta.
¿Jacinto se cepillaría los dientes también? No tenía aquí su cepillo. Le
prestaría el mío si lo necesitase. No me producía asco ni repulsión la
idea.
Oriné, me lavé la cara y las manos con
jabón, me atusé un poco el pelo y salí del baño acumulando en mis brazos la
ropa que me había puesto. Cuando me hallé fuera, Jacinto esperaba al lado de la
puerta con los brazos cruzados. ¿Había esperado por mí o por el baño?
–¿Vas a entrar? –Pregunté confuso y él me
miró aturdido.
–Claro. Voy a mear. –Dijo con
naturalidad.
–Ah. –Suspiré y esperó en silencio a que
terminase por salir. Cuando me aparté él se metió dentro pero antes de cerrar
le detuve–. Si quieres cepillarte los dientes, puedes usar mi cepillo. Es el de
color naranja. –Él miró dubitativo el vaso con los tres cepillos de dientes que
había al lado del lavabo y luego me miró a mí con una expresión neutra.
–Es bueno saberlo. –Dijo y cerró sin más.
La puerta me golpeo casi en las narices y resoplé exhausto por la tensión que
generaba en mi cuerpo. Yo mismo notaba que aquella noche sería larga, y sería
mucho más tedioso aliviar el peso sobre mi cuerpo. Me sentía que había estado
sufriendo fuertes rachas de electricidad, lo suficiente como para endurecer mis
músculos y ablandar mi cerebro. ¿Cuántas horas hacía que me mantenía en este
estado? Acabaría por derretir mi cerebro si continuaba así.
Eché la ropa en el cubo de la ropa sucia,
me metí en mi cuarto y dejé la puerta entreabierta esperando porque Jacinto
regresase. ¿El vendría? ¿Se quedaría con los adultos? ¿Me mantendrían en vilo
toda la noche? Cuando estuve a solas en el cuarto miré alrededor. Mi padre ya
no estaba, el colchón estaba hinchado y con varias mantas sobre él. Alrededor
no había nada que indicase que alguien se quedaría a pasar la noche. No había
un solo pijama extraño, ni material de aseo, ni si quiera una mera prenda de
ropa de más. Solo su olor pululando de cuando había permanecido al menos una
hora aquí en la tarde. Aspiré profundamente y poco me faltó para fundirme con
aquél aire.
Comencé mi ritual de todas las noches:
bajé la persiana, cerré la ventana, coloqué la poca ropa que había desordenada,
dejé los zapatos en el lugar designado para ellos, me aseguré de que todo
estaba en su sitio y salí de mi cuarto para darle un beso a mi madre, otro a mi
padre, y desearles a todos una buena noche. Les oí elogiar mi comportamiento,
pero para mí resultaba lo más natural del mundo. Al regresar al cuarto, Jacinto
ya estaba allí sentado sobre su colchón, deshaciéndose de los zapatos. El
silencio que se instaló era mucho más profundo y doloroso que el que había
antes de que él vinieses, y eso me perturbaba. ¿Cómo proceder? ¿Debería
ordenarle que se metiese en la cama, apagar las luces y esperar a que se
durmiese? ¿Debería meterme yo en mi cama y pedirle que apagase las luces cuando
se fuese a dormir? Me encantaría haberme atrevido a preguntarle con naturalidad
¿Cómo lo hacemos? ¿Te dormirás más tarde que yo o qué?
En vez de eso, me senté al borde de mi
cama, de cara a él y él comenzó a desvestirse muy despacio, casi como si
calculase cada pequeño movimiento de su cuerpo. Primero se desabrochó de los
zapatos, dejándolos al lado de los míos. Su tamaño era considerable en cuanto
al mío, y me pregunté cómo me vería yo con sus zapatillas, pero no se me pasaba
por la cabeza probarme sus zapatos. Después, ya de pie, se desabrochó el
cinturón del vaquero y se lo bajó mostrándome unas piernas bronceadas y
pecosas. En las rodillas tenía algunas raspaduras, como me sucedía a mí a
veces. Después la sudadera y dudó en si seguir quitándose prendas. Se quedó con
la camiseta de tirantes y dobló la ropa tan adecuadamente como yo hice antes.
La dejó con cuidado en mi escritorio y cuando se volvió a mí me descubrió
embobado con su actuación. Me faltó aplaudirle pero él me sonrió ladino y se
sentó en el colchón, justo a mis pies.
–¿Qué tanto miras? –Preguntó con
curiosidad, tanto como yo le había preguntado horas antes.
–Na–nada… –Suspiré y miré su cama–. ¿Vas a
dormir ya?
–¿No quieres que durmamos? –Preguntó, y
entonces me di cuenta de que mi pregunta había sonado algo decepcionada.
–Si tienes sueño, deberías dormir. Ha sido
un día largo. –Genial, ahora sonaba como un adulto.
–Lo ha sido, la verdad. –Bostezó y
aproveché ese instante para mirar su entrepierna. Portaba calzoncillos grises y
podía vislumbra en su relieve algo que a mí aún me faltaba por desarrollar.
Cuando volvió del bostezo yo volví a mirarle a la cara y me aguanté un bostezo.
No quería verme tan jodidamente indefenso delante de él.
–Entonces durmamos. –Sentencié y él
asintió. Mientras se recostaba en la cama y se cubrió con las mantas. Yo salté
de la cama y apagué la luz. No me costó encontrar de nuevo mi cama y gateé
hasta encontrar el almohadón. Me metí dentro y me acurruqué entre la suavidad
de las sabanas. Poco a poco la vista se me fue acostumbrando a la oscuridad y
como las persianas dejaban pasar pequeños haces de luz azulada la habitación
volvía poco a poco a mí como si por unos minutos hubiera desaparecido y me
encontrase en una dimensión completamente a oscuras. Su respiración llenaba
todo el espacio, todo el sonido. Su respiración lo fue todo durante unos
segundos en que cerré los ojos y me deleité en ella. Era una respiración
profunda pero vívida y despierta. Estaba simplemente respirando para matar el
tiempo. Se revolvió unos segundos, volvió a revolverse al rato.
La curiosidad me mataba como si él fuese
un ratoncillo, o mejor dicho, la sospecha de que hay un ratoncillo en alguna
parte y yo un gato hambriento de roedores frescos. Me tumbé de lado pero aun
así no alcanza a verlo. Me deslicé suavemente hasta el borde de mi cama y pude,
entonces sí, divisarlo tumbado boca arriba, con los ojos abiertos y las manos
sobre el pecho debajo de las mantas. Estaba a menos de un metro de mí y no
sabía que le estaba mirando por que su cabeza quedaba más abajo que la mía. Me
permití observarle, como un ornitólogo observaría la vida de una pequeña
golondrina fuera de su hábitat de confort.
Tenía una preciosa nariz, algo respingona,
pero dulce y bien tallada. Sus orejas eran hermosas. Jamás había visto unas
orejas tan bonitas como las suyas. Mucho más que las de mi madre, y siempre
pensé que eran las más hermosas. Las suyas seguro que no se sonrojaban como las
mías. Las imaginé perforadas, pintadas, sudadas y cortadas, y me parecieron
hermosas de cualquier manera posible. ¿Qué sentiría si las tocase? También
tenían algunas pecas. ¡Cuántas tenía! Y qué largas sus pestañas negras, y qué
dulce olor desprendía. Antes de darme cuenta, él levantó el mentón para mirar
en mi dirección y me descubrió acurrucado justo al borde del colchón, mirándole
con deleite. Sonrió algo incómodo y se volvió a mí.
–¿En qué piensas, querubín? –Susurró con
la mayor dulzura que le permitía la vergüenza.
–¿Cuántas pecas tienes? –Mi pregunta no le
pilló desprevenido
–Infinitas. –Contestó como si fuese la
respuesta estandarizada que solía proporcionar cuando le preguntaban aquello.
–¿Me dejarías contarlas?
–Algún día te dejaré. –Dijo–. Pero te
pasarás horas. Y muchas veces perderás la cuenta y tendrás que empezar de cero.
–Dijo, como si hablase la experiencia–. Creo que cada día tengo más.
–Me gustan mucho. –Susurré esperanzado de
que no me hubiese oído. Pero en el silencio de la habitación podría oírle
incluso el palpitar de su corazón–. ¿A ti te gustan?
–Supongo. –Dijo.
–Supones muchas cosas. –Dije y él volvió a
mirarme con esos amplios ojos castaños.
–Y tú preguntas demasiadas. –Me retiró el
rostro y se acurrucó mejor en la cama, dándome la espalda. Me permitió ver su
nuca, uno de sus hombros. Se cubrió rápido, arremetido por un escalofrío y se
hizo una bola al rato. Yo no dejé de observarle y me daba pena verle tan
indefenso. El colchón de plástico debía estar helado y las mantas no eran
suficientes para alguien que procedía del maldito sur de Francia. A pesar de
estar en agosto, él tenía frío y mi cama era muy grande.
–¿Tienes frío? –Pregunté a lo que él negó
con el rostro, sin mirarme–. Hace frío.
–Duérmete. –Me advirtió.
–Duerme conmigo. –Le pedí, casi le
supliqué en el susurro más inaudible que haya podido emitir nunca. Casi pareció
un gemido salido de alguna parte de mí que desconocía.
–¿Qué? –Preguntó volviéndose a mí. O no me
había oído o no me había querido entender.
–Te presto la cama, si quieres. –Me
corregí a tiempo–. Yo dormiré en el colchón. Yo no pasaré frío. –Me miró
durante largo rato con el ceño fruncido. En su expresión se vislumbraba un
“¿Qué cojones le pasa a este niño?” pero yo no modifiqué mi expresión esperando
que al menos ahora me tomase enserio. Apenas le conocía de aquél día, pero ya
pude ver que era tozudo y bastante orgulloso, por lo que no le dejé alternativa
de decisión y me levanté de la cama, me arrastré hasta la suya y me senté
delante de él, con decisión–. Tienes tres opciones, –enumeré–: O te metes en mi
cama y me dejas a mí el colchón, o duermes conmigo en mi cama, o nadie duerme
esta noche. –Dije con la mayor intensidad que pude. Él se quedó sin palabras y
me miró de hito en hito. Estaba preparado para cualquier respuesta que me
diese, poder rebatírsela. Pero lo que hizo, me dejó sin habla.
Antes de decir una sola palabra más, se
levantó, se metió en mi cama, se acurrucó allí dentro y me dio la espalda con
un largo suspiro. Soltó un “buenas noches” que más bien parecía un seco “adiós”
y me dejó ahí tirado en el colchón. ¿Acaso no era lo normal rebatir una oferta
caritativa? ¿Acaba de robarme la cama como había prometido? ¿Acaso no me
dejaría dormir con él? Me reconcomía el arrepentimiento por haberle permitido
una salida tan fría y fácil. Aun atónito y algo aturdido me introduje dentro
del maldito colchón, me arrullé dentro con las mantas encima y me quedé mirando
el techo, tal como había hecho él antes. La verdad es que el cholón era lo más
incómodo del mundo y apenas si me movía, corría el riesgo de salir rodando de
él, envuelto en las mantas. Fruncí el ceño al sentir un escalofrío
recorriéndome y cuando alcé el mentón para mirar hacia mi cama, ahí estaba a
él, mirándome, apoyado en su mano con el codo sobre la almohada, con una amplia
sonrisa de oreja a oreja.
–¿Qué? –Pregunté, sintiendo como me había
empujado a meterme en su piel.
–Nada… –Dijo aun con esa sonrisa
maquiavélica.
–¿Qué me miras? –Pregunté y él sonrió aún
más.
–¿Cuántas pecas tienes?
–Idiota. –Le llame a lo que él río hasta
hacerme sentir avergonzado. Oí un ruido de sábanas y cuando volví a mirarle
había destapado parte de la cama. Le miré curioso.
–Vamos. ¿A qué esperas? ¿No pensarás que
voy a dejarte dormir ahí siendo tu cama? –Yo fruncí el ceño, y si algo había
aprendido en el último día, es que él no era el único con un orgullo potente.
Me planteé la posibilidad de cruzarme de brazos y quedarme en mi lugar, pero la
tentadora idea de pasar una noche a su lado nubló el resto de mis sentidos. Me
incorporé, debatiéndome entre mostrarme serio o emocionado y me metí a su lado
en la cama. Él me recogió con su brazo sobre mis hombros y me cubrió de nuevo
con las sábanas. Que suave tacto el de su piel, el de sus piernas enredándose
con las mías, que maravilloso olor dejaría en mi almohada.
–Buenas noches. –Susurré cuando nos
habíamos acomodado el uno al lado del otro. La cama no era tan grande como me
parecía y su cuerpo ocupaba más de la mitad. Me acurruqué en la calidez de su
cuerpo, escondí el rostro en su cuello con toda la naturalidad que sentí al
inundarme su aliento y besé su mejilla tal como había hecho con mis padres. Con
mis labios había besado al menos cuatro o cinco pecas. Él me besó la frente y
me acarició el cabello con la mano en que me apoyaba. Su olor llegó hasta el
bronquio más pequeño de mis pulmones, se esparciría por mi sangre y llegaría a
cada parte de mi cuerpo. La idea me conmovió, pero aún más la idea recíproca de
estar yo en cada parte de su ser en forma de olor.
Su cuerpo era cálido. Tanto que caí
dormido al instante como si me hubieran anestesiado. Me sentí desfallecido por
un momento y simplemente me acuné en los brazos de Morfeo hasta el éxtasis del
sueño. Fue como morir dulcemente en brazos de mi Apolo. Como dejar que el sol
me derrita las alas y caer profundamente al mar. Encontré en sus brazos un
lugar donde me hubiera gustado refugiarme a llorar, a dormir, a reír y a morir.
Aquél era mío, mi lugar secreto, mi escondite. Él sería mío. Solo mío.
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