NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 6 (Parte IV)

 

Capítulo 6 – Sácame otra copa.

 

Corrimos hasta alcanzar el portal. Desde el lugar en donde nos había dejado el taxi hasta el edificio donde Mike y Danna vivían había al menos una manzana pero un estrecho canal impedía el paso de coches por aquella zona, y nos arriesgamos a caminar aquél trecho bajo aquella agua nieve incesante que había empezado a media tarde y no frenaría en días. Decidimos ir en taxi porque en aquellas fechas el centro estaba abarrotado y las pocas zonas de aparcamiento estaban ocupadas.

Mi madre y yo compartíamos un paraguas resguardando debajo de él la bolsa con los regalos, y mi padre se cubría la cabeza con el gorro del abrigo que portaba y debajo de este sujetaba una botella de vino frizzante. Mi padre no había parado de jugar con ella en el asiento trasero del taxi, amenazándonos a mi madre y a mí con que se le caería, o con que la abriría, en un momento en que nos detuvimos en una calle colapsada por el tráfico. Mi madre se reía, pero mi padre era más bien torpe para sujetar una botella de cristal bajo la lluvia, aparte de estar mojándose.

Llegamos al portal y subimos hasta su piso. Nada más llegar al descansillo ya se olían las patatas asadas con vino tinto y el salmón a la plancha. Nada más entrar su hija Anna se me lanzó a la cintura, abrazándome, apartando a su padre y a mi padre para lograr abrazarme. Era una jovencita descarada, muy risueña, y sin duda muy inteligente. Con ella abrazándome la cintura y mis manos sobre su espalda tuve una repentina epifanía que me mostraba, como si hubiese atravesado un espejo y caído al otro lado de la realidad, a mí en la posición de ella y yo sustituido por Jacinto. Como un cambio de papeles a lo largo de los años.

Me pregunté allí mismo, antes de que ella me soltase, si estaría enamorada platónicamente de mí, si me habría mandado señales como yo lo había hecho con Jacinto, o si en realidad yo solo era esa figura superior, cercana a su edad pero que seguía siendo algo así como un modelo para ella y todo estaba en mi imaginación. Antes de que me soltase llegué a temer seriamente que alguien pudiera malinterpretar el cariño que yo sentía por ella, o su aprecio para conmigo. Cuando me soltó me agarró de la muñeca y me quiso llevar a la cocina para ver la cena que había ayudado a preparar, pero su madre me deshizo de su agarre y la sustituyó en su lugar, llenándome las mejillas de besos.

–¡Qué precioso estás! –Decía ella, casi vociferaba. Yo intentaba no poner mala cara cuando me aplastaba las mejillas con sus manos, pero era inevitable.

–Deja al muchacho. ¿No ves que ya es mayor para esas cosas? –Le decía Mike, apretándome el hombro, como un hombre saludaría al otro en un contacto que ya se suponía demasiado íntimo para una relación entre hombres. Yo palmeé su costado y le sonreí en agradecimiento.

–¡Nunca son mayores para estas cosas! –Dijo mi madre, pellizcándome la mejilla a traición–. Ya lo descubrirás como cuando tu hija tenga diecisiete años, seguirá siendo tu niña aun…

–¡Por el amor de Dios! –Decía él, repentinamente agobiado–. Solo tiene cuatro años. No adelantemos acontecimientos.

–Ya veremos. –Dijo mi madre, con picardía–. Tendrás que aguantar muchas cosas, su primer piercing, su primer novio, la primera vez que se ponga minifalda…

–No todas las mujeres se ponen faldas. –Le dije a ella, y ella levantó las cejas, sorprendida y después asintiendo en mi favor–. Y a lo mejor no te trae un hombre a casa. –Tranquilicé a su padre–. A lo mejor te trae a una chica, a dos hombres, a una mujer mayor…

–¡Ícaro! –Exclamó mi padre, al ver palidecer a Mike–. No juegues con él, le dará algo antes de que nos sentemos a la mesa.

–Hablando de sentarse a la mesa. –Recondujo la conversación Danna–. El salmón está. A las patatas le quedan un par de minutos. ¿Nos ayudas a poner los platos?

–¡Encantados! –Dijo mi padre, entregándole a ella la botella de vino y el resto les seguimos, primero a la habitación de invitados para dejar los abrigos extendidos y esperando que se secasen antes de tener que irnos, y después al salón, con la bolsa de regalos que pusimos debajo del pequeño árbol de navidad abarrotado de adornos y luces. A Anna le brillaban los ojos cuando dejamos allí los regalos y se abalanzó sobre el que tenía una pegatina con su nombre escrito. Nos hizo pucheros, lagrimeó incluso, pero acabamos convenciéndola para que no lo abriese al menos hasta las doce de la noche, cuando sería oficialmente navidad.

A través de la ventana caían grandes copos de nieve que golpeaban incesantes el cristal. Detrás de ellos se extendía una oscura noche de Noche Buena. Las luces de algunas casas a lo lejos, algo de vegetación pintada de un verde tan oscuro que podría haberse confundido con el resto de la oscuridad alrededor, algunas farolas y muy, muy a lo lejos, el sonido de alguna sirena y alguna canción navideña. En la televisión se retransmitía un programa de recopilaciones de los mejores momentos de la televisión nacional, con esos famosos tan decadentes y esa telebasura tan fácil de vender. Nadie estaba viéndola excepto la pequeña que se había sentado en uno de los sofás y garabateaba en un pequeño cuaderno.

Cuando me dejé caer por la cocina mi padre ya había descorchado el vino. Lo servía con endeble pulso sobre unas copas de cristal preciosas que siempre sacaban en fechas como estas. Unas copas con unos rebordes en el cuello y borde de flores doradas. Mi madre se asomaba a comprobar las patatas en el horno con un guante de tela en la mano y Mike hurgaba en los cajones sobre la vitrocerámica para buscar platos. Danna controlaba que a mi padre no se le escurriese la botella.

–Menos mal que no te hiciste cirujano. –Le dije en broma, pero hacerle reír solo aumentaba su mal pulso. Eso me hizo reír más. Cuando hubo terminado de verter vino en las cuatro copas que había sobre la isla de la cocina, levantó la mirada sin terminar de levantar el cuello de la botella, escrutándome por encima de la convencionalidad y sonriéndome con algo de picardía. Supe exactamente qué era lo que me estaba preguntando y yo me ruboricé, asintiendo con energía.

–Sácame otra copa. –Le pidió a Mike y este le obedeció al instante calculando para quien sería si solo eran cuatro adultos. Cuando su mirada recayó en mí yo le sonreí aun ruborizado y él me devolvió una expresión muy dulce y cariñosa, como abriéndome los brazos para que me colase en su círculo de madurez–. Ahí tienes. –Me la extendió. Mi madre nos miró, no dijo nada. A Danna ni siquiera le pareció extraño. Todos brindamos y rápido apareció Anna para exigir un zumo de naranja y que ella pudiese brindar también.

La cena se sucedió con tranquilidad y cordialidad, la misma que había siempre. La niña apenas cenó, porque antes ya había estado picoteando en la cocina, pero cuando terminó de cenar se sentó tranquilamente en el sofá y en silencio se puso a ver la televisión mientras el resto hablábamos con tranquilidad. Llevaba una adorable falda amarilla con varias líneas negras en el vuelo y un jersey de punto negro y un lazo amarillo en el cabello. Estaba seguro de que la había vestido su padre, porque su madre no paraba de repetirle que si estaba a disgusto podía ponerse algo más cómodo. Ella parecía entusiasmada con la idea de la falda, pero no estaba acostumbrada a ella.

Yo, en contra de las objeciones de mi madre, me había puesto una camisa beige, un jersey azul claro y una pajarita a cuadros beige. Mi padre se había puesto un jersey grueso de color marrón claro y le supliqué que se pusiese una pajarita, al igual que yo, pero se conformó con una corbata.

–¡Con pintura en el pelo, te digo! –Se reía Mike mientras hablaba–. Salió de clase toda manchada, con pintura verde en la cara, con pintura rosa en el pelo. –Anna se reía desde el sofá. Sabiendo que hablábamos de ella–. Pero no te creas que no era la única. La mitad de los de su clase estaban igual. Al parecer habían tenido una clase de “Pintura con los dedos” o sabe Dios qué y ya sabes cómo son los niños, que se tocan la cara, el pelo… ¡Cuando la bañamos el agua era multicolor! –Exageraba inducido por la risa de su hija que se desternillaba en el sofá.

Ya estábamos en la sobremesa. El vino se había acabado hacía rato y sobre el mantel sucio de migas de pan, del corcho de la botella de vino, algún tenedor suelto y alguna cucharilla, estábamos tomando café y mi padre y Danna tenían un chupito de hierbas cada uno. Yo decliné ese ofrecimiento porque aunque me hubiera gustado probarlo no me sentía en la confianza de abusar de la tolerancia de mis padres.

–¿Puedo abrir ya los regalos? –Preguntaba Anna de tanto en tanto aburrida en el sofá.

–Aún no son las doce. –Decía su madre, recostada en la silla.

–¿Cómo va el nuevo libro? –Le preguntó mi padre a Mike.

–En ello ando. El editor me ha dicho que hasta mediados del año que viene, que no tenga apuro por entregárselo, pero tengo que aprovechar las vacaciones todo lo que pueda. Durante el curso de la pequeña, que si las clases, que si mi trabajo, luego por la tarde llévala a clases de inglés…

–¿Me firmarás un ejemplar, como siempre, cuando lo publiques? –Le preguntó mi madre.

–¡Claro! –Contestó él con una sonrisa. Yo bebí de mi café. Que casi era leche con café.

–¿De qué es? –Le pregunté.

–Es sobre la pintura en lienzo del siglo XVI italiana. Es una recopilación no solo de autores y obras, también de algunas modificaciones que se hicieron sobre esos lienzos en épocas posteriores y en la técnica del lienzo en sí, que fue como sabes muy novedosa…

–Ya veo. –Dije, sonriéndole–. Tendré que leérmelo… –Dije fingiendo resignación y conformismo mientras él removía su café con una cucharilla de postre.

–No tienes que hacerlo si no…

–Es broma. –Le sonreí. Él me devolvió la sonrisa, cómplice.

–No le deis más vino. Sus bromas han perdido toda la gracia. –Le dijo a mis padres.

La niña ya empezaba a adormilarse en el sofá. No eran aun las once.

–¿Os importa si repartimos ya los regalos? –Nos preguntó Danna a todos en la mesa, apurando su café y mirando de soslayo a su hija–. No quiero que se quede dormida…

–Por mí no hay problema. –Dijo mi madre y repentinamente todos me miraron a mí como si yo fuese a poner algún problema en ello. Yo me encogí de hombros, deshaciéndome de la responsabilidad de decidir, y Danna se levantó, atusó a la niña y le propuso abrir sus regalos primero. Debajo del árbol había dos regalos para ella, más el que nosotros le habíamos traído. El nuestro era un pijama de mariposas, morado pero con las mariposas en bordados de colores llamativos. Le chispeaban los ojos. Sus padres le regalaron a parte unos zapatos de domingo y un juguete, uno de tantos de esos con los que los bombardea la televisión. La niña repartió besos y abrazos a todos y el siguiente fui yo. Debajo del árbol había un regalo para mí. De ellos.

–Hablé con el editor, porque no teníamos ni idea de qué regalarte este año. –Dijo Mike, algo preocupado y yo aun ni siquiera había abierto el paquete. Era una cajita, del tamaño de un mando a distancia, de la misma altura y grosor–. Tampoco estaba seguro de qué libros regalarte porque me han dicho que tienes un montó y tampoco quiero regalarte siempre lo mismo. –Yo fruncí el ceño intrigado–. Así que mi editor me consiguió esto.

Abrí el paquete para descubrir una colección de marcapáginas, rígidos y forrados en tela con diferentes dibujos representando diferentes cuentos de Allan Poe. Había uno en forma de cuervo, otro en forma de corazón, un escarabajo dorado, un gato tuerto…el tacto era muy suave y eran finos y rígidos, perfectos como marcapáginas. De todos colgaba una fina banda con el nombre de la empresa que los fabricaba, el nombre de Allan Poe y una pequeña flechita al final para indicar que sería la parte que sobresale del libro para indicar el lugar en donde se encuentra.

–¡Los conseguiste! –Exclamó mi padre al verlos y reconocerlos.

–El vendedor era duro de mollera pero conseguí que me hiciese precio por pertenecer al círculo de lectores.

–¡Muchas gracias! –Le dije–. Son preciosos.

–Espero que los cuides, y sobre todo, que los uses.

–¡No te quepa la menor duda que sí!

Pasadas las doce la niña ya estaba en la cama y mi padre, Mike y yo ayudábamos a quitar la mesa mientras Danna terminaba de dormir a la niña en su habitación y mi madre había bajado la basura, para que no quedasen los restos del salmón toda la noche en la basura. Mi padre limpiaba la mesa en el salón y Mike y yo los platos en la cocina. Se oía el sonido de las sillas de un lado a otro y la televisión a lo lejos.

–Echas mucho jabón. –Me dijo Mike cuando me vio verter lavaplatos sobre la esponja con la que estaba limpiando los platos en el fregadero.

–Lo siento. –Dije mientras él negaba con el rostro, quitándome importancia.

–Solo ten cuidado de aclarar bien los platos y que no quede espuma. –Asentí a sus palabras. Mi padre regresó, cogió una bayeta, y desapareció de nuevo hacia el salón. Mike se encargaba de secar los platos y guardarlos en su sitio, a la par que guardaba algunas sobras en la nevera y limpiaba el horno.

–Espero que no te hayan costado mucho los marcapáginas. –Le dije, preocupado por su conversación con mi padre.

–No más de lo que valen, que es lo que querían hacerme pagar. Ya sabes, con estas cosas muchas veces pagas más la marca que el precio real. Pero son buenos, de buena calidad, quiero decir. –Asentí–. Y además, es lo mínimo que podía hacer.

Fruncí el ceño sin saber a qué se refería.

–¿Hum? –Me volví a él con las manos bajo el grifo abierto. Él negó con el rostro, quitándole importancia o tal vez arrepintiéndose en el último momento de lo que acababa de insinuar.

–Da igual.

–No. Dime.

Él titubeó unos instantes antes de seguir hablando.

–Has sido muy bueno con tu madre y conmigo. –No necesitó decir más, pero continuó–. Y con tu padre, desde luego. Con todos nosotros. Es muy comprensivo, muchas gracias.

–No tienes que dármelas. –Dije, frunciendo los labios y volviéndome a los platos de nuevo–. No me incumbe.

–Pero otro alguien en tu situación no habría sido tan tolerante. –Chasqueó la lengua y luego se rió, como si no acabase de creerse que estaba teniendo esta conversación conmigo, o con alguien de mi edad–. Solo digo, que actuaste como una persona muy madura, y muy inteligente. Tu padre no se lo tomó tan bien cuando se enteró.

–Lo digo de nuevo, no es algo que me incumba. –Le miré de soslayo, intentando no sonar demasiado brusco–. Y me apena pensar que si fuese yo el que… bueno, ya sabes, que él se saltase las convencionalidades en una relación de pareja, mis padres no se lo tomarían con la misma tolerancia.

–¿Hablas de algo en concreto? –Me preguntó y yo negué rápidamente el rostro.

–Es solo un ejemplo. Solo una hipótesis. Solo espero serles de modelo para futuras ocasiones.

–No sé qué tramas, pero yo también lo espero. –Dijo y posó su mano en mi hombro, como hizo al entrar–. A todos nos hace falta un poco más de transigencia a veces… Pero también hay que tener en cuenta que a veces, vivir en una mentira mucho tiempo, puede provocarnos un mayor golpe ante una noticia tan repentina.

–¿Danna…? –Pregunté, dejado la suposición en el aire. Él soltó un gran resoplido. Negó con  el rostro.

–No tengo el valor. –Dijo, guardando media docena de platos en un armario.

–Eso no está bien. –Le dije, apagando el grifo y bajando el tono de voz–. Hay que tener en cuenta que a veces, vivir en una mentira mucho tiempo, puede provocarnos un mayor golpe ante una noticia tan repentina.

Él frunció el ceño, ante mi sonrisa cínica.

–No puedo permitir perder a la persona a la que amo a pesar de hacer daño a la madre de mi hija. –Dijo, de seguido y también bajando el tono de voz. Era lo más revelador que me había dicho desde que nos conocíamos, y lo más sincero sobre el tema que tratábamos. Nunca había sido tan concreto–. Ella no se lo merecer, y sé que soy egoísta, pero ya lo comprenderás cuando seas mayor. ¿No me dijiste que estabas enamorado? Entonces sabrás de lo que hablo.

Había dado en el clavo. Yo no tuve palabras para reprenderle. Mi padre llegó a los pocos segundos, regresó del salón y Danna de la habitación de la niña. Más tarde regresó mi madre. Nos reunimos todos en la cocina para una última charla antes de marcharnos, y mientras todos hablaban, yo no podía evitar mirar a Mike con una furtiva y apenada sonrisa, de comprensión y confidencialidad.



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