NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 6 (Parte II)

Capítulo 6 – Y ahí estaba ella. Mi némesis.

Aquellas terribles navidades terminaron. Aquel intenso año finalizó. Algo de lo que me he dado cuenta tras mucho tiempo es que al finalizar cada año siempre pensaba que vendrían días mejores, mejores emociones, mejores experiencias. En resumidas cuentas, que el año que precedía al anterior sería mejor, pero siempre era al revés. una fuerza superior a mí guiaba  mi vida hacia un abismo del que no era plenamente consciente. Siempre me engañaba pensando que la vida no sería tan injusta de empeorar con los años, pero si echo una mirada al pasado, los años sucedieron siempre de mejor a peor. Añoro la tierna infancia donde crecía adormilado en una nube de algodón de azúcar. Él fue mi salida al mundo, y mi condena.

El año comenzó con la vuelta a clase, con vistas ya a la siguiente evaluación y con mis padres sumiéndose de nuevo en la rutina del trabajo tanto como yo con la escolar. A veces en medio de clase me abrazaba un aura de tristeza y depresión al pensar en lo que Jacinto me dijo. Me la imaginé de mil maneras, la idealicé, la aborrecí, me estremecía de solo imaginarle a él besando unos labios que no fuesen los míos, odiaba pensar que tenía esos dolorosos sentimiento que yo tenía por él, pero por otra persona. Me dañaba la idea si quiera del concepto. Novia. Que estúpida palabra que durante meses se aparecía por mis recuerdos. Con ese tono de voz divertido e infantil. Romántico, repugnante.

Desde la perspectiva que me proporcionaba la reciente realidad era incapaz de no pensar en sus miradas, en sus palabras, incluso en el roce de su cuerpo con el mío como algo frío e insustancial. Algo vacío, carente de emoción ninguna. Como si hubiese sido una obra de teatro y ahora que se ha bajado el telón, este se ha llevado consigo toda la magia que flotaba en el ambiente. Habría deseado que no me lo hubiese dicho, aunque prolongase una mentira fundada de infantil ilusiones. Nada me sentaba peor que haber caído en mi propia trampa, en mis propias mentiras. Que fatalidad la de las ilusiones rotas, desvanecidas. Todo se había esfumado como el humo, y me dejaba en la soledad de un edificio derrumbado, rodeado de escombros que alguna vez formaron algo con sentido y anhelando algún atisbo de esperanza que me devolviese el ánimo de continuar.

A finales de enero me cruzó la mente la idea de bajar a ver a Jacinto. Desde aquella cena en noche buena no habíamos vuelto a vernos. Ni él pareció mostrar interés en buscarme ni yo me atrevía a llamar su atención. Todo lo contrario, intenté evitar en la medida de lo posible todo contacto con él o con sus padres. Cuando iba y venía de clases me ponía de puntillas para pasar frente a su puerta, cuando hablaban de él mis padres yo ignoraba la conversación, y alguna vez que mi madre me sugirió bajar al piso de abajo para tomar un café con su cuñada y Jacinto, yo me negué alegando que tenía tarea o sabe Dios qué excusa le puse, solo por no verle. Al menos el tiempo suficiente como para sanar, como para normalizar mi dolor y continuar adelante con él.

Pero me di cuenta de que el dolor no solo no disminuía sino que yo era incapaz de hacerme con él, de domarlo, de acostumbrarme a su presencia. Cada vez que oía su nombre, cada vez que alguien hablaba de algo relacionado con Jacinto, yo sentía una punzada en el pecho, una hueca y honda oquedad infectada que estaba empezando a pudrirse dentro de mí. Lo peor sucedía cuando me preguntaban sobre él directamente a mí, con ojos expectantes, con rostros curiosos. Cualquier cosa, cualquier pregunta. Incluso desconocidos o compañeros del trabajo de mi madre. Con sus sonrisas tan sumamente embobadas. “¿Qué tal te llevas con tu primo? ¿Le has ayudado a adaptarse al país? Seguro que tu primo está encantado contigo.” Yo era incapaz de afrontar todos aquellos disparos. Uno tras otro, golpeándome con acierto en el pecho. Sentía como la respiración me fallaba, se me nublaba la vista y me sudaban las manos. Era como una mortal inyección de adrenalina que nublaba todo mi pensamiento hasta el punto de contestar con monosílabo entre tartamudeos y sonrisas incómodas.

A finales de enero yo no pude continuar esquivándole, me dije a mi mismo que esta era una forma cobarde y poco seria de afrontar el problema. Yo era el problema, y no por eso iba a cortar lazos con él, no por mis ilusiones tiraría por la borda toda la relación que había construido con mi primo. Seguir viéndole me haría daño, me lastimaría estar cerca de él, que me tocase y pensar que no significaba lo mismo para ambos. Así que un día me armé de valor, me vestí con unos vaqueros y una sudadera negra con el logo de AC/DC que me compré pensando a que a Jacinto le gustaría verme con ella, y unas zapatillas de deporte cualequieras. En la calle había helado, pero para bajar al piso inferior no me haría falta abrigarme. Cuando mi madre me pilló escapando por la puerta no tuvo que preguntarme a dónde iba.

Llegué a su puerta, escuché un murmullo de voces en el interior y estuve a punto de retroceder, preocupado de que sus padres estuviesen dentro y no me dejasen entrar. Su padre, más bien. Cuando llamé al timbre lo hice con desesperación, anhelando verle, anhelando lanzarme a sus brazos y aunque a él no le gustase, aunque para él no fuese más que un mero contacto banal, yo quería estrecharle entre mis brazos y por un momento engañarme pensando que era mío y solo me pertenecía a mí. Cuando escuché un par de pasos acercándose al otro lado de la puerta cogí aire y contuve el aliento. Estaba preparado para sonreírle, para estrecharle en un fuerte abrazo. Pero al otro lado apareció un chico que yo no conocía y él a mí tampoco. Sin embargo por su expresión rápidamente sonriente deduje que no me consideraba una amenaza o un problema y se me quedó mirando de arriba abajo con ojos curiosos y divertidos. Yo retrocedí un paso, miré hacia el dintel de la puerta donde estaba escrito el número “2”, cerciorándome de que no había bajado más escaleras de la cuenta

–¡Hola! –Dijo alegremente el chico. Tendría una edad similar a la de Jacinto, o puede que algún año menos. Me sentí turbado al verle en un contexto tan conocido siendo él un completo desconocido. Era un joven pelirrojo de rostro alargado y pecas en la cara. Era más alto que Jacinto pero en su expresión aniñada supuse que no tendría aun su edad. Puso los brazos en jarra y aguardó a que yo dijese algo, pero me daba pavor hablar, y más cuando me había quedado en shock. Llevaba un jersey gris con el tejido trenzado. Vaqueros oscuros. El color de su pelo destacaba en todo su conjunto como su hubiese sido la única pincelada de color en un cuadro de gamas grisáceas. Sonrió ampliamente y yo retrocedí un paso.

–Eh… –Comencé buscando las palabras sin encontrarlas.

–¡¿Quién es?! –Gritó la voz de Jacinto desde el interior de la casa. Eso me hizo sentir algo más aliviado y entonces supuse que este chico pelirrojo debería ser uno de sus amigos. Uno de esos que solía ir por las tareas a su casa, uno de esos para los que tocaba la guitarra y con los que tanto reía a carcajadas. Siempre me los imaginé como chicos nauseabundos y maleducados. Pero ahora que tenía a unos de ellos delante de mí me sentí mucho más relajado y asombrado, porque era normal. Tan normal que yo mismo estaba exhausto.

–No lo sé. –Contestó el chico delante de mí con una sonrisa maliciosa–. ¿Alguien ha pedido un niño en vez de las pizzas? –Yo me reí avergonzado y entonces Jacinto salió de la puerta de su cuarto, asomándose al pasillo con una expresión preocupada por las palabras de su amigo, a lo que al verme se destensó y soltó un resoplido.

–Que idiota eres… –Le dijo a su amigo–. ¡Pasa! –Me dijo esta vez a mí.

El chico pelirrojo se apartó dejándome pasar y sujetando la puerta hasta haber entrado. Cerró detrás de mí y me siguió hasta el cuarto de Jacinto. Estaba algo aterrorizado por la escena que me encontraría dentro de aquel cuarto, sentía vértigo ante la idea de asomarme dentro y descubrir algo que no soy capaz de describir. Ni si quiera tenía una idea concreta de qué podría haber allí que me hiciese salir corriendo, pero solo la presencia de Jacinto ya me ponía en tensión.

Cuando llegué al cuarto allí estaba Jacinto sentado en la silla de su escritorio, vuelto hacia el centro de la habitación. Sobre la cama había una chica rubia, con el pelo muy muy largo y lacio, pero algo enredado. No estaba muy bien cuidado. La chica tenía el rostro limpio, despejado y con una sonrisa de dientes levemente irregulares. Jersey fino de color beige metido dentro de unos pantalones a rallas anchos, muy anchos. De seguro le sobraba el doble de tela de la que necesitaba. Se veía tremendamente estúpida así vestida y sin embargo no podía dejar de mirarla, como si un poder hipnótico de lo absurdo la rodease. Igual que los elefantes de Dalí*.

En la habitación flotaba una atmósfera densa y algo neblinosa como si alguien hubiese estado fumando algún cigarrillo hacía poco. Encontré la prueba del delito sobre la mesa de Jacinto. Un paquete de Camel y un mechero clip. También había un poco de presión acumulada y olor de aglomeración. Tal vez llevasen unas tres horas allí metidos los tres encerrados. Un par de latas de refrescos de cola, dos o tres botellines de cerveza sobre el suelo al pie de la cama, unas chaquetas colgadas en el perchero, chaquetas que no eran de Jacinto. Pero en toda la escena, algo que desentonaba entre todo el ambiente y que la vez me resultaba sumamente agradable, era una guitarra española en las manos de la chica. No era la de Jacinto, esta era de madera más oscura y de las clavijas colgaban unas cuantas pulseras de colores.

–Hola. –Dije nada más que los ojos de la chica se posaron sobre mí. Esta me devolvió una sonrisa entusiasmada e invitándome a pasar se movió sobre la cama y me dejó un espacio a su lado. Su gesto me pareció innecesario pues esta no era su casa, pero fue terriblemente enternecedor verla golpear con la mano la cama a su lado. Yo caminé hasta ella y me senté allí, con las piernas cruzadas igual que la chica y miré directo a Jacinto, esperando una correcta presentación, pero al parecer a ellos no les hacía falta.

–¿Así que tu eres Ícaro? –Dijo él pelirrojo que se sentó en el suelo al lado de Jacinto. Yo no dije nada, miré a Jacinto con una interrogación dibujada en mi rostro. Él se limitó a encogerse de hombros–. Nos ha hablado mucho de ti.

Eso me hizo sentir cálido.

–¿De veras? –Le pregunté a lo que él asintió y siguió hablando.

–Nos ha dicho que eres un chico muy inteligente y que se te dan bien las clases. –Ese tono condescendiente me hizo sentir que hablaba con adultos y que me miraban como un entretenimiento del que se aburrirían enseguida, y me ignorarían cuando hablasen de temas más sustanciales.

–Bueno… –Suspiré y miré hacia mis manos en mi regazo. Una mano, cálida, con un toque amable y cordial, cayó sobre mi cabeza acariciándome el cabello hasta llegar a la nuca. Me hizo sentir como un cachorro. Me volví hacia la chica a mi lado, que me acariciaba sin mirarme.

–No le hagas sentir incómodo, pobre. –De nuevo ese tono–. Mi nombre es Adeline. –Me dijo y me estrechó la misma mano con la que me había acariciado. Yo correspondí a su fuerza y noté que sus manos eran suaves y cálidas, pero fuertes. El chico pelirrojo me miró desde el suelo y se puso la mano en el pecho.

–Yo soy Matheo.

–Encantado. –Dije y los dos me miraron con ternura.

–¿Cuántos años tienes, Ícaro? –Me preguntó Matheo.

–Trece.

–¡Buah! Recuerdo cuando yo tenía trece. Que años más convulsos. Llenos de estrés, nuevas emociones y el maldito instituto. –Dijo él con pesimismo, negando con la cabeza. Me sentí aliviado de que hubiese expresado algo que a mí se me hacía tan natural.

–¡No hace tanto de eso! –Le espetó ella–. ¡Yo sí que hace tiempo que no tengo trece!

–¿Cuántos años tenéis? –Pregunté.

–Yo veinte. –Dijo ella, descansando los brazos sobre el lomo de la guitarra. Señaló al chico pelirrojo–. El solo tiene diecisiete.

–¿Estás haciendo la preparatoria? –Le pregunté al pelirrojo.

–No. Terminé la educación obligatoria y ahora estoy estudiando en un taller de restauración de muebles. –Dijo con orgullo. La verdad es que por un momento me lo imaginé con un delantal lleno de serrín y con sus manos manchadas y callosas y me pareció una escena muy verosímil. Tal vez su rostro fuera infantil, pero tenía carácter para tratar la madera.

–Yo estoy estudiando la carrera de medicina. –Dijo la chica y yo me volví a ella con un presentimiento que no me gustaba en absoluto–. Quiero ser dermatóloga.

Y ahí estaba ella. Mi némesis. Me sentí tremendamente idiota por no haberme dado cuenta antes de que era muy probable que ella fuese su novia. Me sentí estúpido por haber venido, dado que podía estar interrumpiendo algo en donde yo no pintaba nada en absoluto y ella me había tocado, tan cariñosamente que por un momento me derretí y ahora me dolía haberme comportado así. Me sentí herido por haberme dejado tocar por ella, por la que tanto dolor me causaba. Pero cuando la miré de nuevo esta vez con más calma, podía llegar a entender porqué a Jacinto le gustaba. Y eso era lo peor.

Miré a Jacinto con complicidad y él me devolvió una sonrisa afirmativa. “¿Es ella?” Le pregunté con la mirada a lo que él se limitó a asentir y volví a mirarla con mucha más fiereza que antes, como si estuviese dispuesto a saltar sobre ella y apartarla de su vida. Ella me devolvió la mirada inquisitiva y después miró a Jacinto, sin comprender qué estábamos intentando decirnos. Sonrió, confusa y cuando me miró directamente a los ojos yo me acobardé y le aparté la mirada para devolverla a Jacinto.

–Así que eres tú. –Dije, sonando incluso desagradable pero ella se lo tomó a risa.

–¿Yo, quién?

–Su novia. –Dije y ella se rió aún más. Le miró con ternura.

–¿Le has hablado de mí?

–Claro, es de confianza. –Dijo Jacinto sobre mí y eso me hizo sentir orgulloso. Ella se volvió a mí y acabó asintiendo.

–Sí. Soy su novia. –Qué condenatoria–. Espero que nos des tu bendición.

Yo sabía que solo era una broma y que ella no esperaba nada de mí porque era incongruente que yo les autorizase a estar juntos, pero que hermosa fantasía en donde yo pudiera impedir ese amor. Miré a Jacinto con suspicacia.

–¿Y si no os la doy? –Le pregunté a él, a lo que, esperando que se riese con mi pregunta, quedó algo turbado y frunció un poco el ceño, preocupado. Adeline carcajeó encantadora y Matheo la imitó completamente divertidos ambos con mi pregunta, pero Jacinto se me quedó mirando con violencia. ¿Era terror eso que atisbaba en su mirada? ¿A qué tenía miedo? ¿A que yo me plantase en contra de esa relación o a algo más?–. Solo es una broma. –Le dije, para calmarle con el sonido de las risas de fondo–. Ella parece encantadora.

Encantadora. Cuánto dolió soltar aquello con tanta naturalidad sin que notase que me ardían las entrañas al decirlo. Pero lo cierto y más terrible es que en verdad parecía encantadora. Ella se quitó la guitarra de encima y me abrazó por los hombros, besándome justo por encima de mi oreja. Me besó con ternura, como una hermana lo habría hecho, como una madre ante la felicidad de un hijo. Igual que una amiga. Yo me tomé la libertad de rozar uno de sus codos con mis dedos mientras me abrazaba. Acaricié su codo y parte de su brazo. El jersey era suave y ella olía muy bien. Jacinto pareció más tranquilo cuando comprobó que me dejé abrazar por ella, pero en su mirada no había desaparecido del todo ese resquemor confuso y desorientado. Me entusiasmó saber que podía provocar esa clase de sensaciones en él, sin tocarle. Me excité ante la idea de perturbarle un poco más.

–Hemos pedido unas pizzas, que tienen que estar al llegar. ¿Quieres quedarte a cenar? –Me preguntó Adeline. Miró a Jacinto esperando que a este no le importase, dado que tampoco era su casa pero él no iba a negarse, desde luego, a que yo me quedase a cenar.

–Me encantaría. –Le dije a ella, mirándola con una sonrisa–. Eres muy amable.

A los diez minutos vinieron las pizzas. Todos se pusieron en funcionamiento como estimulados por el olor de la comida. Recogieron un poco la habitación para sentarse todos en el suelo, abrir las tres pizzas entre todos y mientras que uno trajo refrescos, otro puso algo de música en tono bajo con el ordenador y el último trajo servilletas para todos. Yo mientras me quedé custodiando las pizzas. Cenamos tranquilamente entre risas y anécdotas que me contaban a mí como único espectador, otras en las que todos participábamos y otras revelan secretos. Por un momento me sentí unido a una pandilla, como se suele decir. Me sentía intimidado porque todos eran mayores que yo pero a la par no me sentía demasiado incómodo porque me había acostumbrado toda la vida a tratar con gente mayor que yo y eso me había hecho integrarme bien dentro de conversaciones serias. Estas no lo eran, pero no eran tampoco las conversaciones que tendrían los chicos de mi edad. Mientras nosotros en la misma situación hablaríamos de películas que nos gustasen, alguna cosa nueva aprendida en clase o lo malos que eran ciertos profesores, Jacinto y sus amigos hablaron de trabajos para entregar en la universidad o los respectivos estudio que tuviesen, la subida del precio de los alquileres en los centros de las ciudades holandesas, lo maravillosa que era la cerveza alemana y los cigarrillos americanos. Yo no estaba muy interesado en la mitad de las cosas que hablaban y tampoco entendía otras cuantas cosas, como los sueldos en neto, cómo se hacían los ingresos en los bancos o cómo se busca trabajo por internet. Estaban a otro nivel de la escala social en donde ya se empezaban a preocupar por buscar trabajo, piso y una vida lejos de la seguridad y estabilidad del hogar paterno. Para mí, mi mayor preocupación era llegar con buena nota al final del curso.

Sin embargo y a pesar de todo me dejaron participar en todos los temas, me escucharon con diligencia todo lo que tuviese que comentar y se esforzaron por aclararme todo aquello que yo no entendiese. Muchas de las cosas que no entendí tampoco las pregunté, porque no quería monopolizar la conversación en mi presencia ni quería parecer demasiado ignorante. Supuse que en ocasiones eran conscientes de que no entendía nada en absoluto, y por eso solían desviar los temas a cosas más simples o divertidas.

Cuando terminamos de cenar alguien propuso ver una película y Jacinto sacó el portátil y puso por decisión unánime Tiburón. Matheo estaba preocupado de que a mí me diese miedo pero tras decirle que yo era un gran fan de las películas de terror pareció más despreocupado. La película tampoco tenía excesivas escenas explicitas gore, pero aun así todos estaban emocionados por verla. Puso la película en el ordenador y nosotros nos quedamos en la cama. Cuatro éramos mucho para sentarnos allí sin que resultase incómodo así que Adeline se sentó justo en medio con las piernas abiertas y me pidió que me sentase, con golpecitos sobre la cama como la otra vez, entre sus piernas de forma que así ahorraríamos espacio. Yo gateé hasta ella y me senté justo en el hueco que dejaba su pelvis. Tras pensar mejor me incliné un poco recostándome sobre ella. Como un acto reflejo ella me rodeó la cintura con las manos y entrelazó sus dedos justo por encima de mi obligo.

Jacinto, colocando el ordenador, no se había percatado de aquello, y cuando al fin puso la película y sonaba la música de inicio, se volvió a nosotros y se me quedó mirando al principio con algo de confusión y luego con un deje de curiosidad que no supe interpretar. ¿Estaba celoso? ¿Estaba enfadado? Después miró a su novia y esta apenas le prestó atención porque yo alcé el mentón para verla y ella me devolvió una mirada terriblemente adorable. Me besó la frente y yo me acurruqué más en su pecho. Era blando pero firme. Jacinto apagó las luces y se sentó a nuestra derecha. Matheo lo hizo a nuestra izquierda. La película empezó con calma, cada segundo se me hacía eterno. Las manos de Adeline me resultaban agradables y curiosas. Me gustaba ver como movía sus dedos encima de mí, como los entrelazaba o jugaba con un par de anillos que tenía allí. Sus piernas rodeándome eran cómodas y confortables. Toda ella era una ternura.

Sutilmente y sin que se notase desvié la mirada a Jacinto que yacía a nuestro lado de brazos cruzados y la mirada fija en la película. Me miró. Me asusté y le retiré la mirada pero luego volví a mirarle, esta vez de forma más evidente pero él me ignoró. Le adoré por ser tan transparente y por permitirme lugar así con su mente. Me divertía mucho más con una tercera persona en medio, aunque lo sentía por ella, porque era una víctima más de mi entramado. A los minutos Jacinto colocó una de sus manos en la pierna de Adeline. Ella no se inmutó un solo ápice pero yo me escandalicé por dentro al ver como apretaba sus dedos en su muslo, como lo hacía con fuerza y posesión. ¿Habría entrado en el juego? Su mano me recordó a la mano de Hades sobre el muslo de Perséfone.

De forma muy delicada puse mis manos sobre las de ella en mi vientre. Sonrió. La sentí sonreír y dejarse hacer por mis manos, que eran casi del mismo tamaño que las de ella. Jugué con sus dedos, sus falanges delgadas y esbeltas, sus anillos. Las palmas suaves, los dedos aterciopelados. Acabé entrelazando mis dedos con los suyos de forma que nadie más pudiera jugar con ellos. Jacinto apartó su mano del muslo de Adeline y me sentí tremendamente entusiasmado con ello. Ahora tenía toda la atención de ella y él no podía hacer nada por recuperarla. No en este momento. En este preciso momento yo la tenía para mí y él había quedado en un segundo plano. Amé esa sensación de victoria tan fácil, tal mediocre, pero tan satisfactoria. Ella al rato apoyó la barbilla y parte de sus labios sobre mi cabeza y yo me mecí en una dulce sensación de victoria de la que más tarde me arrepentiría.

Pasada media película Jacinto a nuestro lado resopló y se desplomó sobre mi regazo, sobresaltándome y haciendo que soltase las manos de Adeline. Puso su cabeza entre mis piernas y me miró con tedio. Un fingido tedio del demonio.

–Que película tan aburrida. –Me dijo en un susurro bastante audible.

–¿Quieres que la cambiemos? –Preguntó Mateho.

–Yo quiero verla. –Dijo Adeline, triste. Todos siguieron viendo la película menos yo. No era capaz de hacer nada, decir nada o pensar nada con su cabeza justo en mi regazo, de cara a la pantalla del ordenador haciendo como si no pasase nada. No había sido una caída accidental, no había escogido mi regazo por nada. Me estaba torturando con la mayor crueldad del mundo. Si no podía tenerla a ella, me tendría a mí, esclavizado ante su presencia. Me sentí traicionado por su confianza. Estaba usando lo peor de mí en mi contra. Me temblaban las manos, su cabeza estaba tan cerca de mí pene, tan pesada sobre mis muslos. Adeline seguía sujetándome por la cintura pero ya no sentía sus manos, habían desaparecido convirtiéndose en humo.

Con mis manos en ese estado decidí que no debía tocarla a ella, o notaría que me sudaban y temblaban. Me limité a ponerlas justo debajo de las manos de Adeline por encima de la cabeza de Jacinto. Puse las palmas contra la tela de mi sudadera, rezando por que absorbiese el sudor que tenía en ellas, pero al posarlas allí Jacinto se percató de ello y se estiró un poco para doblar su brazo y pasarlo por debajo de su cabeza. Parecía una postura casual de comodidad. Parecía la maja vestida, aunque en mi mente siempre sería desnuda. Con su mano alcanzó como si nada una de las mías. Me acarició primero, como si el roce hubiese sido casual. Después jugueteo con mi meñique y después por toda mi palma. Era plenamente consciente de lo que provocaba en mí aquel gesto. Era malvado por ser tan sumamente traidor. Me agarró la mano y la llevó hasta su cabello. Allí entonces me dio la estocada final volviendo su mirada hacia mí y sonriéndome con malicia. Pidiendo que le acariciase el cabello, que jugase con él, que yo mismo cavase mi propia tumba donde luego él me arrojaría. Le obedecí sumiso. ¿Qué iba a hacer? puse mis manos en su cabello, en su cuello, acaricié su nuca y sus orejas. Me estaba dando veneno. Veneno con su olor, con su nombre. Yo le devolví la mirada intentando ocultar el terror con hieratismo y mutismo, pero él no pareció caer en el engaño.

Con aquello él me estaba diciendo que no osase enfrentarme a él con juegos ridículos y celos infantiles. Porque podría contraatacar y yo mismo le había dado sus armas. No lo había visto, pero estaba seguro de que habría deshecho unas cuantas grullas más.

 

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    *Salvador Felipe Jacinto Dalí i Domènech, marqués de Dalí de Púbol (Figueras, 11 de mayo de 1904–ibídem, 23 de enero de 1989), fue un pintor, escultor, grabador, escenógrafo y escritor español del siglo XX. Se le considera uno de los máximos representantes del surrealismo. 



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