NO TAN ALTI, ÍCARO ⇝ Capítulo 6 (Parte I)

 

Capítulo 6  – Sabes demasiadas palabras para tener diez años

 

La pizzería estaba abarrotada, tanto como el resto de establecimientos en los alrededores. Era un delicioso día de finales de verano en donde el sol parecía no querer desaparecer del todo y había dejado su cálido abrazo por el pavimento de las calles. Se podía sentir al pisar de un lado al otro, al sentarse en un banco, o simplemente con respirar entraba en ti el apacible calor del maravilloso sol del mediterráneo que Jacinto se había molestado en traer consigo. Sin embargo a él no le parecía suficiente y se había puesto una sudadera encima de la camiseta y aun así se le veía algo incómodo por el frío. Yo me limité a ponerme un polo de manga corta de color azul y me reí internamente por verme mucho menos vulnerable a este frío holandés. 

Me senté frente a él sin titubeos. Le observé detenidamente hasta que se decidió a sentarse y yo corrí precipitadamente en busca del sitio justo frontal al suyo. Uno colindante me habría parecido demasiado intimidatorio, pero sentarme frente a él me daba una apacible sensación de igualdad. Le miré con una enorme sonrisa en mi rostro, deseando que supiera que la elección de mi sitio era proporcional a la suya pero él no pareció notarlo. Es más, pareció no importarle nada en absoluto más que dejarse caer en el maldito asiento, cruzarse de brazos y mirar con ojos aburridos el menú de la pizzería, a pesar de que ya habíamos decidido qué cenar. Me indignaba que la sección de ingredientes adicionales resultase mucho más interesante que mirarme, pues para mí no había nada más interesante que él en kilómetros a la redonda. Puede que incluso años luz.

Las pizzas llegaron. Mis padres y los suyos hablaban animadamente. No. Mis padres y mis tíos hablaban. La idea me saltó a la mente y no pude evitar sentirme ligeramente culpable por no poder integrarme a lo que me enfoqué en la conversación que ellos mantenían. Aburridas conversaciones de adulto, me habría dicho mi padre. Y la verdad es que así era. Estaban hablando de la diferencia en cuanto a los impuestos a pagar entre Francia y Holanda y de la cantidad de nuevas oportunidades que ofrecía nuestro país en ciertos sectores económicos. ¿Dónde se había metido mi padre, el que solía hablar de música, literatura y mitología? Esos temas de adultos no llegaban a gustarme pero hice un intento por inmiscuirme. 

–¿En Francia las cosas son más caras o más baratas? –Pregunté a lo que todos se volvieron a mí, mis padres sonriendo y mis tíos sorprendidos por mi intromisión. Jacinto no dejó de comer. 

–Eres muy pequeño para hablar de estos temas. –Dijo mi tío a lo que mi padre me consoló con una mirada compasiva y una respuesta divertida.

–Depende de qué cosas. Hay cosas que son más caras en Francia, y otras más baratas… –Sentenció y miró a mi primo con una súplica, queriendo decirle “habla con él, que no se sienta apartado” pero a Jacinto poco le importaba que yo me sintiese solo. Él también lo estaba. No iba a dejarlo estar tan fácilmente. 

–¿Qué cosas son más caras aquí?

–La gasolina, por ejemplo. –Dijo mi tía, sonriéndoles con complicidad. Cosas de adultos, habría dicho mi tío. 

–¿Y por qué no vamos a Francia a comprar la gasolina? –Pregunté con orgullo al haber aportado una idea fresca e innovadora a lo que ellos se desternillaron de risa. Me sentí súbitamente hundido en mi entusiasmo.

–Si tengo que ir a Francia a por gasolina no me saldría nada rentable… –Soltó mi padre y mi madre me acercó otra porción de pizza como sustento para mantenerme distraído y en silencio un rato más. Yo acepté la porción como lo que realmente suponía y la mordí, esperando a que se apaciguasen las risas, y con ellas, mi humillación. Cuando tuve el valor de levantar la mirada, Jacinto me observaba comprendiendo mi dolor. Me pregunté si habría sido capaz de percibirlo por la cercanía de edad o meramente por ser un relegado de la conversación de adultos como yo. Me gustaría pensar que algo más fuerte que eso nos unía para que por vez primera me regalase una mirada de compasión como queriendo decir “Yo no habría sido tan valiente de meter tanto la pata” que me dejó un agridulce sabor en la boca. 

–Malditos adultos. –Farfullé por lo bajo esperando que solo él me oyese. Sonrió de lado con complicidad y suspiró con aire frustrado. 

–La cosa solo empeora con los años. –Dijo y ambos nos sonreímos. Qué sensación más dulce y melosa, hacerle reír y reír con él. Así debía sentirse tener sexo, pensé, una satisfacción plena, mutua y recíproca que me alimenta como ser independiente, como pareja y como espécimen animal. 

Cuando hubimos terminado la cena nos levantamos de allí, con el local aún más abarrotado que antes, y salimos al frescor de la noche que ya se extendía por todo el cielo, atravesando calles y edificios hasta el mismísimo infinito. Las calles me parecían tan grandes, tan largas, y tan sumamente abarrotadas que eran un mundo tan amplio e inimaginable que era incapaz de pensar en nada más lejos que las dos calles colindantes a mi hogar. Mi padre me había hablado a veces de Francia, y yo mismo había estudiado el continente europeo en clase lo suficiente como para ubicar mi país en el mapa. Francia se me antojaba demasiado lejos pues no era capaz de comprender que en un día podría encontrarme en la otra punta del planeta. No era capaz de comprender al cien por ciento las distancias, el cálculo del tiempo y mucho menos la importancia de que Francia apenas estaba aquí al lado, igual que lo estaba mi primo, caminando conmigo por la calle. 

Fuimos a un bar de copas. Mis tíos pagaron la cena y ahora mis padres les invitaban a unas copas. Mis padres no eran de beber a excepción de los momentos importantes. Mis tíos sí bebían con más frecuencia y mi primo… bueno. Él era menor de edad para beber pero no me costaba nada imaginármelo con amigos, en casa de alguno de ellos, bebiendo a morro de una botella de Jack Daniel’s. Emborrachándose con apenas dos chupitos y sintiéndose mejor y más adultos, queriendo entrar por la puerta grande en el asqueroso y podrido mundo de los adultos. Me lo imaginaba con medio cigarrillo entre los dedos, aspirando profundamente el humo y soltándolo con un ligero dolor en el pecho. Me hizo gracia sentirle así, verle así solo en mi mente, pero la verdad es que no sabía nada de él, nada, aparte de que yo no era más que un experimento social que él tendría que evaluar. 

Cuando llegamos al local, mi padre y su hermano se quedaron en la barra a la espera de que les atendiesen mientras nuestras madres, Jacinto y yo nos sentamos en una mesa redonda de las tantas que había en el bar. Ya había estado allí antes con amigos de mis padres. Ya había estado allí en celebraciones importantes y en reuniones con antiguos amigos de mis padres. Pero nunca con alguien cercano a mi edad. Siempre eran adultos y con algunos incluso llegué a mantener ciertas conversaciones medianamente profundas. O eso quería creer yo. Simplemente alardeaba como un loro pedante de las historias que me había contado mi padre, de las ideas políticas que oía en casa y de las cuestiones morales que suponía la religión en la sociedad. Los amigos de mi padre le felicitaban por haber hecho de mí una obra bien ensamblada y mi madre se enorgullecía de que mis ideales siguieran los estándares familiares. 

Ahora, la situación distaba mucho de una cena de amigos, o una cena de trabajo. Ahora estábamos en familia, por mucho que me pesase no conocer a esta gente. Ahora era momento de intimar con las personas alrededor, pero algo me hacía sentir desconfiado y receloso. Tal vez que la única persona cercana a mi edad se mantuviera aislado y receloso de hablar debía servirme como aviso. O tal vez habían sido los tajantes cortes que me habían dado mis padres y mis tíos, lo que me habían vuelto algo más introvertido aquella noche. Si volvía a oírles reírse de mí, como poco me levantaría y me iría al baño a llorar. 

Cuando nos sentamos esta vez no tuve cuidado en ver donde me posicionaba respecto a Jacinto, pero él sí pareció decidido a sentarse a mi lado. Me odié por no haber sido más precavido y al verle caer en el asiento a mi lado quise incorporarme y cambiarme de lugar, pero ya era demasiado tarde. Nuestras madres ya estaban sentadas y solo quedaban dos asientos libres, para nuestros padres. Sería demasiado evidente si me alejaba de él tan precipitadamente. Me quedé estático y miré directamente a mi madre y a su cuñada mientras hablaban animadamente del trabajo de mi madre. Por lo que pude deducir de la conversación era que se habían venido a Holanda, principalmente porque mi madre les había conseguido un trabajo a ambos en la organización que ella lideraba. Ambos, estudiantes de económicas, trabajarían como contables o sabe Dios haciendo qué. En aquél momento me pareció del todo natural que quisieran darles trabajo y hogar, pero con los años comprendería la hipocresía que representaría aquello en el comportamiento de mi madre, pues siempre defendió que la forma más sana de llevar una empresa, o un país, era alejarse del enchufismo laboral. 

–¿Qué queréis tomar? –Apareció mi tío para romper la conversación. 

–Una copa de vino blanco. –Dijo mi tía a lo que mi madre secundó la propuesta. Cuando mi tío me miró con intención de preguntar, negué con el rostro. 

–Yo no bebo alcohol. Soy muy pequeño. –Dije, pero él se rió. 

–¿No quieres un refresco?

–¡Ah! –Exclame–. Eso sí… 

–¿Qué quieres?

–Un refresco de cola. –Dije a lo que mi madre me fulminó con la mirada. No le gustaba nada que bebiese los malsanos refrescos azucarados que todo el mundo bebía, pero no dijo nada porque era una ocasión especial y porque no quería enturbiar la buena amistad que se había entablado con sus cuñados. Cuando le tocó el turno a mi primo, dulcemente pidió el mismo refresco que yo. Cuando le miré, supe de súbito que le habría gustado pedirse otra cosa, pero que lo hizo para acercarse a mí. O eso me quise imaginar. 

–¿No bebes alcohol? –Pregunté en tono bajo, a lo que él me miró sorprendido. 

–Soy muy joven. 

–¿Seguro? –Pregunté, con una sonrisa malvada. Él se vio intimidado por esa sonrisa hasta el punto en que me apartó la mirada. Me sentí tremendamente excitado. 

–¿No preguntas demasiadas estupideces? –Me hirió en mi reciente yaga. Me costó recomponerme de esa.

–Yo una vez probé la cerveza. –Dije y él me miró incrédulo. La sorpresa dio paso a la negación. 

–¡Tú que vas a haber probado!

–Que sí. –Dije, seguro–. Mi madre me dio a probar. 

–¿Y bien?

Negué con disgusto. 

–No me gustó nada. 

–La primera nunca sabe bien. –Dijo seguro. 

–¿Entonces has probado más de una?

–Unas cuantas. –Dijo, pero rápido miró a su madre con cautela, y después me miró a mí con confianza. Puso el índice en sus labios–. Pero no se lo digas a nadie. Guárdame el secreto. –Asentí. 

–¿Fue en Francia?

–Claro. ¿Dónde si no? –Suspiro, casi exhausto–. Solo llevo aquí un día. 

–Ya… –Suspiré yo–. ¿Con tus amigos? 

–Sí. –Miró meditabundo el servilletero de cartón sobre la mesa–. Con amigos en Francia. 

–¿Tenías muchos amigos allí?

–Sigo teniéndolos. –Dijo, herido en algo que aún le escocía–. Aun son mis amigos a pesar de que esté lejos de ellos. 

–Entiendo. –Suspiré y miré a todas partes buscando palabras que surtiesen efecto de bálsamo–. Yo siempre he tenido un primo, aunque estuviese lejos. –Me miró pensativo y acabó dándome la razón con un sutil asentimiento. 

–¿Te habían hablado de mí?

–Creo que alguna vez. Pero no lo sé. –Dije con toda la sinceridad que pude–. Aun estoy… –Busqué la palabra a tientas–. Algo aturdido…

–Yo igual. –Miró con recelo a sus padres–. Hace apenas un mes que sé que tengo familia en Holanda. Y al poco de saberlo me dijeron que nos mudábamos aquí. 

–Qué suerte. –Suspiré–. A mí me lo han dicho ayer. –Me miró sorprendido y al rato soltó una sonrisa cínica. 

–Para ti apenas supondrá un cambio en tu vida. Para mí, ha sido como arrancarme de mi tierra y trasplantarme a una maceta de plástico barata. 

–No me gusta esa metáfora. –Dije y él me miró de nuevo con esa incredulidad que me encantaba provocarle. 

–Sabes demasiadas palabras para tener 10 años. 

–¿Qué palabras? –Dije y él me sonrió. 

–Metáfora. Aturdido… 

–Son palabras normales. 

–Supongo. –Dijo y miró a cualquier lugar que no fuese yo, buscando una mejor fuente de entretenimiento. Como odiaba eso. 

–¿Tienes muchos amigos? –Pregunté a lo que él se encogió de hombros–. Si no quieres hablar de ello… –Su mirada se volvió tierna al mirarme. ¿Le produje ternura? No sabía que tenía esa capacidad pero me esforcé por explotarla.

–No muchos. Pero los pocos que tengo, son buenos amigos. ¿Y tú? –Que se interesase por mí me desmoronaba.

–A veces veo a mis compañeros de clase en el parque. Pero no van muy a menudo… 

–¿Te llevas bien con tus compañeros de clase? 

–Con algunos sí. Soy muy buenos conmigo. Pero otros son idiotas. –Sonrió. 

–Eso pasa en todas partes y a todas las edades. –Miró a mi madre, y después me miró a mí. Su pensamiento no estaba en nuestra conversación. Estaba a punto de hablarme de algo relacionado con mis compañeros de clase pero le interrumpí. 

–¿Qué nos miras tanto?

–Te pareces más a tu madre que a nosotros. –Con “nosotros” se refirió no a las personas como tal, sino a su “raza” por decirlo de alguna manera. Acababa de arrojarme a los brazos de la desesperación y me tachó como un NO francés–. ¿De dónde es tu madre?

–De Londres. 

–Ah. –Dijo, y pareció que sus piezas encajaban en su cabeza–. Ya veo.

–¿Tus padres son los dos franceses?

–Sí. –Miré detenidamente a su madre. Cabello negro como el carbón, tez agitanada y acento del sur. 

–Tu madre es muy guapa. –Murmuré a lo que él dio un respingo en la silla–. No te pareces a ella. –Solté con malicia y él se volvió a mí con una pintoresca expresión de ofensa que me hizo reír durante minutos. 

Cuando el ambiente volvió a la normalidad él volvió a hablarme. Notaba en su voz que esta se la guardaría para cuando tuviese la oportunidad de devolvérmela. 

–¿En qué idioma habláis en casa? Con tu padre francés y tu madre inglesa… 

–Alemán, a veces. –Dije y él frunció el ceño–. A veces neerlandés. –Suspiré–. Pero todo depende del contexto. Si hablo con mi madre, hablo en inglés. Si hablo con mi padre, en francés. Cuando estamos con holandeses en neerlandés, y si estamos todos en familia, hablamos en francés. Ahora hablo en francés. –Dije, como si no fuese evidente–. Porque eres francés… 

–¿Cómo sabes tantos idiomas?

–Porque mis padres los saben también. –Dije con naturalidad–. ¿Cuántos idiomas sabes tú?

–Francés. –Dijo, con tristeza–. E inglés. Pero porque lo aprendo en el instituto. 

–Ah. –Dije y le miré con algo de condescendencia. Odiaba que me mirasen así, pero amaba la sensación de poder mirar de esta forma a alguien mayor que yo–. Te enseñaré si quieres…

–No es necesario. –Dijo herido en su orgullo. 

Se llevó el refresco a los labios, bebió con cuidado y sabiendo que estaba siendo observado no puedo evitar mirarme de reojo, intentando que captase su mirada. Yo le seguí mirando como observaría una hermosa escultura del verdadero amante de Apolo y cuando volvió a dejar el refresco en su sitio, musitó.

–¿Qué me miras tanto? –Inquirió y yo le sonríe con ternura. Él rodó los ojos. Me encantaba descubrir que tenía armas contra él, y quería que supiera que estaba dispuesto a usarlas todas.



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