NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 5 (Parte II)

 

Capítulo 5 – Era la mirada de un chico enamorado.

Y los días pasaron después de aquello. Y las semanas. Y un mes entero. Desde aquella experiencia ya no me sentía igual de cómodo con mis tíos. Ya no podía verlos de la misma manera. Cada vez que nos encontrábamos con ellos, cuando se quedaban en casa, cuando incluso hablan de ellos mis padres, no podía evitar arrugar un poco la nariz y prometerme que no volvería a realizar ese involuntario gesto si alguien podía verme. Era difícil no hablar de lo que había sucedido, pero era algo que me había hecho tanto daño de forma tan directa que era incapaz de soltar prenda de lo sucedido. Me sentía igual que si hubiese robado en un gran museo y guardase conmigo una de las más hermosas obras de arte. Tenía la impulsiva necesidad de exponerla y mostrarla a todo el que quisiera avistarme, pero al mismo tiempo, no podía hacerlo, porque corría riesgos innecesarios. Lo primero sería que mis padres me prohibiesen volver a Jacinto. El resto de riesgos me importaban mucho menos. 

Cuando nos los encontrábamos por la calle, haciendo la compra o simplemente en las entradas y salidas de casa, yo solía ir siempre acompañado pero no podía evitar encontrar en la mirada de mi tío un resquicio de rencor y envidia. Antes no lo veía, que ciego estaba. En mi tía se desdibujaba una pena sumisa que me hacía compadecerla y adorarla a la par. Y pensar que al principio ni si quiera me hizo gracia. Cuando mis tíos subían a casa a cenar, merendar, o solo a tomar café para hablar generalmente de cosas del trabajo a mí me aterraba salir y pasearme por allí. Mientras que antes me intrigaban las absurdas conversaciones de adulto, ahora me atemorizaba siquiera ser testigo de su mirada. Odiaba que mi padre me expusiera delante de ellos, cuando ahora sabía lo que eso significaba para mi tío. ¿Mi tía pensaría igual? Puede que sí, pero yo no era capaz de notarlo debajo de todas esas capas de compasión con las que yo la había idealizado. 

Lo peor de todo era cuando mis padres estando a solas hablan de ellos. Cuando sacaban algún tema en concreto relacionado con mis tíos y yo tenía que morderme la lengua para no contarles lo sucedido. Para no explayarme y recorrer los cerros de Úbeda esperando que mis padres me comprendiesen y me ayudasen con mis propias emociones sin tomar decisiones precipitadas. A veces había incluso calculado las palabras para que no se tomasen la situación con demasiada brusquedad. “Llegó algo animado.” Diría como eufemismo. “Dijo que yo no le caía bien.”

No sería verdad si no contaba las palabras exactas con las que él nos describió a mí y a Jacinto. Incluso a veces pensé en pedirles a mis padres que le adoptasen, a Jacinto, y que mandase a sus padres al cuerno, de vuelta al maldito pueblo de donde habían salido. Pero ¿Quién me escucharía? Con el paso de los días comencé a desprenderme de la idea de contarlo, cuanto más pasaba menos importancia tenía y menos me alentaba la idea inminente de perder a Jacinto. No lo perdería por nada del mundo, y en días de gran autoestima me convencía de que yo tenía autoridad suficiente para ir en contra de la rotación de la vida. Si se marchaban, yo les detendría, si me abandonaba, yo regresaría a él. Lo que no me esperé sin embargo fue lo que sucedió aquellas navidades. 

Cuando llegó el último día de diciembre cenamos todos juntos en casa. No habíamos podido hacerlo el día de navidad porque mi madre tuvo una reunión de urgencia en la organización por lo que el treinta y uno de diciembre fue el único día de todas las festividades que estuvimos juntos. Cenamos copiosamente en mi casa y cuando la cena terminó mi madre y mi tía se aislaron en la cocina sacando bombones y licores mientras mi padre y mi tío hablaban animadamente en el comedor, sentados aún a la mesa, todos esperando porque diesen las doce en la televisión y así celebrar el año nuevo con champán. Jacinto aquél día estaba algo distraído. Tal vez incómodo por la presencia de todos de nuevo reunidos o tal vez la noche anterior su padre hubiese vuelto a casa ebrio y esta vez no le hubiese encontrado dormido. Tal vez discutieron. No estaba seguro ya de nada y no podía quedarme todas las noches con la oreja pegada al suelo para escrutar a través del piso.

Yo me senté en un sofá al lado de la ventana del salón con un libro de la mano. Libro que me había comprado mi padre por navidad. Era un grueso volumen de la historia de la poesía desde los principios con Safo* hasta los autores más modernos. Pasando por Baudelaire*, Bécquer*, Neruda*… 

Esta vez el libro era algo más dirigido a adolescentes con conocimientos anteriores de literatura. Me gustó su elección porque mientras leía, a veces tenía que buscar información o consultar algún término que escapaba de mis conocimientos previos. Eso significaba que mi padre me tenía en alta estima, y eso me enorgullecía. Lo que más me gustó de aquel libro y lo que mejor recuerdo hoy día son los escuetos retratos que debió hacer algún colaborador para la editorial de cada uno de los autores que mencionaba de forma cronológica. Eran apenas unos esbozos de un retrato. A lápiz, algo meramente garabateado pero que conseguía plasmar con elegancia y acierto cada una de las expresiones de los autores. La elegancia de la mano de Safo sujetando el punzón, la mirada extraviada y alcoholizada de Poe con un cuervo sobre el hombro, la juventud eterna y prodigiosa de Rimbaud*. 

–¿Qué lees? –Me preguntó Jacinto apreciándose repente por el salón. Ignoró a nuestros padres y se sentó a mí lado, casi dejándose caer sobre el sofá, mientras parecía repentinamente advertido de mi presencia. Eso me hizo sentir molesto, pero a él podía perdonarle cualquier cosa. 

–Autores de poesía. –Dije, mostrándole la portada del libro. Estaba convencido de que él era incapaz de recordarme sin un libro de la mano, igual que yo a él no le recordaba sin esa expresión de desprecio pegada a su rostro. 

–¿Te gusta la poesía?

–Algunos autores. –Le confesé–. Otros no. –Me encogí de hombros como última respuesta, como apunte a mis palabras y él pareció más interesado aún en ello. 

–¿Qué autores te gustan?

–Safo, me gusta mucho. La décima musa, según Platón. –Dije, alardeando de mis conocimientos, pero él me miró con media sonrisa socarrona. 

–¡Oh, tú en cien tronos Afrodita reina,
Hija de Zeus, inmortal, dolosa:
No me acongojes con pesar y sexo
Ruégote, Cipria!

Recitó él con acierto y me encontró a mí entre la admiración y la impotencia de no poder continuar con los versos porque no me los sabía de memoria. La poesía no era mi fuerte, aunque la adoraba pero él parecía esperar a que yo siguiese. Como vio mi desconcierto me arrebató el libro para que no lo pudiese consultar y siguió. 

–Antes acude como en otros días,
Mi voz oyendo y mi encendido ruego;
Por mi dejaste la del padre Zeus
Alta morada.

–Basta. –Intenté recuperar mi libro de sus manos–. No seas pedante. No quieras ir de listo. –Le dije a lo que él se emocionó más para seguir. 

El áureo carro que veloces llevan
Lindos gorriones, sacudiendo el ala,
Al negro suelo, desde el éter puro
Raudo bajaba.

–¿Quieres parar? –Le dije y casi estuve a punto de caer sobre él cuando la voz de su padre al otro extremo del salón me paralizó al instante. 

–Parad, chicos. Comportaos. –Sus palabras me dejaron helado. No habían sido fuertes, ni enfadadas. Tampoco fueron complacientes desde luego, pero no iban con malas intenciones. Pero solo el sonido de su voz me hizo dar un respingo y volví la mirada al sofá apenada mientras me sentaba de nuevo en mi lugar, sumiso y tranquilo. Ya no me importaba no recuperar el libro, solo se lo había intentado quitar por coquetear, era consciente de que no le haría nada malo al libro, y menos me dejaría sin él. Al contrario, me gustaba verlo en sus manos. Pero de ello no era consciente hasta que su padre me había privado de la necesidad de recuperarlo. 

Jacinto observó con detenimiento mi reacción y rápidamente se sintió herido por ello. Pude verlo en su mirada. Creí por un momento que alzaría la voz a su padre diciéndole que no estaba en su casa para imponer nada a nadie, pero se contuvo, me devolvió el libro con un perdón inscrito en su expresión pero yo no lo acepté. Lo empujé de vuelta a él. 

–Léeme algo. –Suspiré mientras me dejaba caer cansado en el sofá. Cansado por la cena. Por pensar en las palabras de su padre aun pululantes como fantasmas en mi cabeza y por él. Cansado de él.

–¿Qué quieres que lea?

–Lo que quieras. –Él ojeó el libro en silencio. Más que ojear parecía que estaba buscando algo. 


Las conchas

 

Cada concha incrustada

En la gruta donde nos amamos,

Tiene su particularidad.

 

Una tiene la púrpura de nuestras almas,

Hurtada a la sangre de nuestros corazones,

Cuando yo ardo y tú te inflamas;

 

Esa otra simula tus languideces

Y tu palidez cuando, cansada,

Me reprochas mis ojos burlones;

 

Esa de ahí imita la gracia

De tu oreja, y aquella otra

Tu rosada nuca, corta y gruesa;


Pero una, entre todas, es la que me turba.


Me encantaba como leía en verso. Me encantaba como al final de cada estrofa se detenía y levantaba la vista para mirarme, para esperar una reacción de mí. Yo le miraba enamorado. No hay otra forma de describirlo. No hay mirada más sincera y entusiasmada, más calmada y confiada que la mirada de un enamorado. Cuando terminó le mostré media sonrisa y suspiré. 

–Verlaine*. 

–¿Quién es ahora el pedante?

–No era por ser pedante. Solo… es fácil saber qué es el. Es muy… –Busqué la palabra adecuada en mi modesto vocabulario–. Plateado. 

–¿Plateado? –Casi ríe. 

–Sí. Es brillante y valioso como la plata, pero te transmite esa frialdad cortante. Afilada. –Él se me quedó mirando y estuvo analizando en silencio mis palabras. Al tiempo volvió a pasar páginas del libro buscando algo más que recitarme. Encontró algo bueno, porque sonrió de lado. “Sé mi Verlaine –quise decirle–. Y yo seré tu Rimbaud”

Veo con vuestros bellos ojos una dulce luz,
Que con los míos ciegos ya ver no puedo;
Llevo con vuestros pies un peso, adosado,
Que de los míos no es ya costumbre.

Vuelo con vuestras alas sin plumas;
Con vuestro ingenio al cielo siempre aspiro;
De vuestro arbitrio estoy pálido y rojo,
Frío al sol, calor en las más frías brumas.

En vuestro querer está solo el mío,
Mis pensamientos en vuestro corazón se hacen,
En vuestro aliento están mis palabras.

Como la luna a sí solo me parece estar;
Que nuestros ojos en el cielo ver no saben
Sino aquello que enciende el sol.

Me lo quedé mirando con indecisión. Aquello no sonaba a algo que pudiese haber oído del romanticismo, pero era romántico en demasía. 

–¿Algo barroco? –Pregunté pero él negó mordiéndose el labio. Le encantó que fallase. 

–Miguel Ángel Bounarroti*. El de la capilla Sixtina. 

–Sé quién es Miguel Ángel –Dije, ofendido de que hubiese tenido que ser más preciso–. Y no solo pintó la bóveda de la capilla Sixtina, cosa que no hizo por gusto sino por obligación, además hizo hermosas esculturas como La piedad o el David. O el maravilloso Moisés. –El rodó los ojos con mi innecesaria explicación–. Aún no he llegado al renacimiento. –Dije en referencia a mi punto de lectura en el libro–.  Además, esos poemas no son muy conocidos. En clase ni los mencionan… 

–Eso no es excusa. –Me reprendió y me encantó que lo hiciese. Buscó otro poema y mientras lo hacía le miré como el maravilloso David que era. Sé mi Miguel Ángel, y yo seré tu Tommaso* Cavallieri. Pensé. 

 

Amor empieza por desasosiego

 

Amor empieza por desasosiego,

solicitud, ardores y desvelos;

crece con riesgos, lances y recelos;

susténtase de llantos y de ruego.

 

Doctrínanle tibiezas y despego,

conserva el ser entre engañosos velos,

hasta que con agravios o con celos

apaga con sus lágrimas su fuego.

 

Su principio, su medio y fin es éste:

¿pues por qué, Alcino, sientes el desvío

de Celia, que otro tiempo bien te quiso?

 

¿Qué razón hay de que dolor te cueste?

Pues no te engañó amor, Alcino mío,

sino que llegó el término preciso.


Mientras lo recitaba yo me volví hacia la ventana. Apoyé el brazo en el respaldo y mi barbilla sobre mi antebrazo. Me quedé mirando, junto con el sonido se su voz como murmullo del mar, como el agua caía a través de la ventana en un lluvioso día, como no, en Ámsterdam. Su voz sonaba como la miel resbalando a través de mi paladar, como el cosquilleo de la espuma de una ola rompiendo en medio del mar. Igual que una caricia, igual que su aliento en mi piel. Cuando terminó se me quedó mirando. Yo no le miré, me quedé mirando hacia el exterior pero sentía su mirada clavada en mí. Esperaba que contestase. Pero a mí ya no me apetecía jugar más. Sus palabras habían conseguido deprimirme. Las suyas no, directamente, las del poema. 

–¿No sabes de quién es? Esta es difícil. –Dijo, pero yo no me animé. Le devolví una mirada compasiva y el leyó el nombre en el libro–. Sor Juana Inés de la cruz*. 

Cuando me dijo el nombre pensé que ya no necesitaba mirarle y devolví la mirada al oscuro paisaje del exterior. No pude evitar sentir ciertas palabras en el fondo de mi garganta, presionándome para dejarlas salir. Sé mi Goliat, y yo seré tu David, déjame ser tu Judit, y tú sé mi Holofernes. Finge ser mi Caravaggio y yo sujetaré frente a ti, desnudo, una cesta de frutas a punto de pudrirse. Yo seré Isaac si tú prometes ser el Abraham que me condene. Seré tu Apolo, y tú mi Jacinto. No me importa a qué quieras jugar, solo se mío. Sé mío y yo seré tuyo. Para siempre. 

–¿Estás bien? –Me preguntó y cuando me volví a él con una expresión rota, él se adelantó a mis palabras, emocionado y con un deje de infantilismo en su voz que me hizo sentir más relajado. Se acercó más a mí y puso el libro en sus rodillas. Me iba a confesar algo–. ¿Puedo contarte algo? Es un secreto. 

Asentí. ¿Qué iba a hacer?

–Mis padres no lo saben. Tu eres le primero. –Asentí de nuevo–. Tengo novia. 

Aquellas palabras fueron el final. Un final tan doloroso que me ardía el pecho entero. Eran el final de mis ilusiones. El final de mis fantasías. El final de mis suplicas y de mi condena. Estaba abocado a la resignación de su sentencia. Novia. Tenía novia. Él ya no podría ser mío y aquello me rompió por dentro. Quise llorar, quise estirarme del cabello. Zarandearle y besarle. Deseaba  besarle por encima de todo. Pero si alguna vez tuve una sola oportunidad, la había perdido. Ahora sí que ejercía como Dios. Dios cruel, vanidoso e inmisericorde. Pero sobre todo inalcanzable. Siempre inalcanzable. 

–¿Sí? –Pregunté, intentando mostrarme más o menos alegre. Por él. Todo por él–. ¿Desde hace cuanto?

–Unas semanas. –Dijo y aquello fue lo peor de todo. Solo unas semanas. Si me hubiese atrevido antes. Si me hubiese confesado…

–¿Quién es? –Intenté no sonar excesivamente curiosos. Solo emocionado. Él hablaba sin pensar en cómo me sentía yo o en cómo mis palabras sonaban. Deseaba hablar sobre ella por encima de todo. Era una chica que había conocido cuando asistía al curso para conseguir el título de higiénico sanitario. La conoció allí pero ella no se estaba especializando en tatuajes, sino que estaba estudiando ese año su primero curso de medicina para ser dermatóloga. Me habló de sus gustos, de su físico, de su forma de hablar, de cómo solía decir palabras malsonantes pero que a ella le sentaban bien. De cómo fumaba tabaco mentolado y de que solía olvidarse siempre del paraguas en casa. Me dolió cada dato, cada cumplido, cada adjetivo y sobre todo su mirada. Era la mirada de un chico enamorado. 

 

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*Safo de Mitilene, también conocida como Safo de Lesbos o simplemente Safo, (en griego, Σαπφώ; en eolio, Ψάπφω) (Mitilene, Lesbos, ca. 650/610–Léucade, 580 a. C.) fue una poetisa griega de la época arcaica. Más tarde los comentaristas griegos la incluyeron en la lista de los «nueve poetas líricos». Platón la catalogó como "la décima Musa".

*Charles Pierre Baudelaire (París, 9 de abril de 1821–31 de agosto de 1867) fue un poeta, ensayista, crítico de arte y traductor francés. Paul Verlaine lo incluyó entre los poetas malditos de Francia del siglo XIX, debido a su vida bohemia y de excesos, y a la visión del mal que impregna su obra. Barbey d'Aurevilly, periodista y escritor francés, dijo de él que fue «el Dante de una época decadente». Fue el poeta de mayor impacto en el simbolismo francés. Las influencias más importantes sobre él fueron Théophile Gautier, Joseph de Maistre —de quien dijo que le había enseñado a pensar— y, en particular, Edgar Allan Poe, a quien tradujo extensamente. A menudo se le acredita de haber acuñado el término «modernidad» (modernité) para designar la experiencia fluctuante y efímera de la vida en la metrópolis urbana y la responsabilidad que tiene el arte de capturar esa experiencia.

*Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida (Sevilla, 17 de febrero de 1836–Madrid, 22 de diciembre de 1870), más conocido como Gustavo Adolfo Bécquer, fue un poeta y narrador español, perteneciente al movimiento del Romanticismo. Por ser un romántico tardío, ha sido asociado igualmente con el movimiento posromántico. Aunque en vida ya alcanzó cierta fama, solo después de su muerte y tras la publicación del conjunto de sus escritos obtuvo el prestigio que hoy se le reconoce.

*Pablo Neruda, seudónimo y posterior nombre legal de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto (Parral, 12 de julio de 1904–Santiago de Chile, 23 de septiembre de 1973), fue un poeta chileno, considerado entre los más destacados e influyentes artistas de su siglo; «el más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma», según Gabriel García Márquez.

*Jean Nicolas Arthur Rimbaud  (Charleville, 20 de octubre de 1854 – Marsella, 10 de noviembre de 1891) fue un poeta francés. Abandonó la literatura a los diecinueve años para emprender un viaje que lo llevaría por Europa y África. A su modo de ver, el poeta debía hacerse vidente por medio de un largo e inmenso desarreglo de todos los sentidos. En vida, sus méritos literarios no fueron reconocidos, pero, con el tiempo, se abrieron paso entre las nuevas generaciones.

*Paul Marie Verlaine (Metz, 30 de marzo de 1844–París, 8 de enero de 1896), conocido como Paul Verlaine, fue un poeta francés, perteneciente al movimiento simbolista.

*Michelangelo Buonarroti (Caprese, 6 de marzo de 1475–Roma, 18 de febrero de 1564), conocido en español como Miguel Ángel, fue un arquitecto, escultor y pintor italiano renacentista, considerado uno de los más grandes artistas de la historia tanto por sus esculturas como por sus pinturas y obra arquitectónica. Desarrolló su labor artística a lo largo de más de setenta años entre Florencia y Roma, que era donde vivían sus grandes mecenas, la familia Médici de Florencia y los diferentes papas romanos.

*Tommaso Cavalierie, a veces escrito de’ Cavalieri o dei Cavalieri (Roma, hacia 1509/10–Roma, 1587) fue un aristócrata, dibujante y coleccionista de arte italiano, conocido por haber sido discípulo y el objeto de innumerables sonetos de Miguel Ángel.

*Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, más conocida como sor Juana Inés de la Cruz (San Miguel Nepantla, Nueva España, 12 de noviembre de 1648 –México, Nueva España, 17 de abril de 1695) fue una religiosa jerónima y escritora novohispana, exponente del Siglo de Oro de la literatura en español.

 

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