NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 5 (Parte III)
Capítulo 5 –
¿Qué propones?
Ya empezaba a oscurecer.
Pasadas las siete de la tarde, aún en junio, el sol ya se había escondido
detrás de los edificios y comenzaba su caída libre hasta chocar con el
horizonte. En la calle se escuchaba el rumor de las personas yendo de un lado a
otro aprovechando las pocas horas de luz que aún quedaban y el sprint final de
las compras antes de que las tiendas cerrasen. Un helado a principios de
verano, un paseo sobre los puentes de los canales. Ese café humeando en la terraza
de algún bar, con el chico cruzado de piernas y la dama apoyada en los codos
sobre el metal de la mesita, coja pero linda, de la terraza de cara al canal.
Yo estudiaba a Hume para clase de literatura.
Todas las percepciones
de la mente humana se reducen a dos géneros distintos que yo llamo impresiones
e ideas. La diferencia entre ellos consiste en los grados de fuerza y vivacidad
con que se presentan a nuestro espíritu y se abren camino en nuestro
pensamiento y conciencia.
Repetirlo era inútil.
Comprenderlo era tedioso e intentar leer alguno de sus escritos me resultaba
demasiado pesado para las horas que eran, en un sábado por la tarde. La casa en
silencio. No se oía nada más que el sonido del reloj zumbando por alguna parte
en la habitación y el latido de mi corazón, rebotando en mis oídos. Mis padres
habían desaparecido a las seis de la tarde, marchando juntos a una cena junto
con compañeros de la organización de mi madre. Era el principio de verano y su
inicio de vacaciones. O algo así, porque en realidad mi madre nunca descansaba
de sus obligaciones para con la empresa. Se comenzaron a vestir antes de las
seis y media. Mi padre se metió en la ducha y mi madre se puso ya los tacones.
Anduvo paseándose durante largo rato por el pasillo, de la cocina al salón, del
salón al cuarto y del cuarto al baño. Mi padre salió y estuvo indeciso por el
color de la corbata que se pondría. Solo tenía cuatro corbatas pero creo que de
haber tenido dos le habría resultado igual de complicado decidirse.
Cuando estuvieron a
punto de marchar mi madre se asomó a mi habitación y ya me encontró sentado en
el escritorio con los codos sobre la mesa y concentrado en la lectura de mi
próximo examen de filosofía. Su mirada se enterneció y pude ver que incluso se
apenaba de tener que dejarme en casa un sábado, con lo tedioso que resultaba.
Nada más abrir la puerta inundó mi habitación con su perfume. Esa maravillosa
bocanada de rocío y menta.
–Nos vamos ya. –Dijo
haciendo un puchero. Se había recogido el pelo y se había soltado un par de
mechones ondulados por cada una de sus sienes. Se acercó a mí y me besó en la
frente, repeinándome con los dedos–. Descansa a las nueve. Cena bien, te he
dejado algo de pavo en la nevera y hay pasta de esta mañana, volveremos tarde.
Acuéstate pronto y no abras a nadie. ¿Entendido?
–Lo sé, mamá. No te
preocupes.
–Si pasa algo, llámanos
a tu padre o a mí.
–¿Nos vamos? –Preguntó
mi padre apareciendo por la puerta de mi habitación sustituyendo el dulce olor
de mi madre por uno ácido y profundo de esa rancia colonia que solo se ponía en
las grandes ocasiones. Al ver que mi madre remoloneaba conmigo, se impacientó–.
Aún tenemos que bajar a buscar a mi hermano…
–Ya voy. –Me volvió a
besar en la frente y marcharon.
Y ahí me encontraba yo,
divagando entre la compleja filosofía de Hume, la tediosa manecilla de mi
despertador que no paraba de zumbar para afianzar la seguridad de que el tiempo
pasaba, independientemente de si estudiaba, vagueaba o me limitaba a mirar a un
punto fijo y encontrar entre las manchas de la pared algún rostro o alguna
forma que en la psicología freudiana habrían interpretado como un claro síntoma
de necesidad sexual. Acabé frotándome los ojos cuando pasaron de las siete y
media y me levanté a orinar, a picar algo de la cocina y paseé un rato del
pasillo al salón y del salón a la habitación. Me dejé caer en el sofá, Después
hice lo mismo en mi cama. Cuando estaba a punto de regresar a la cocina un
arrebato de responsabilidad me devolvió al escritorio y me puse los cascos con
algo de música calmada de fondo. Puse algo de Bach, pero después de su primera
sonata saltó la quinta sinfonía de Beethoven y no pude evitar dejarme llevar
por sus estridentes notas y divagar un rato más mordisqueando el extremo del
lápiz que había usado para subrayar algunas palabras en mis apuntes.
Sobre las ocho oí algo a
lo lejos. Me alarmé porque distinguí el tintineo de unas llaves en alguna
parte. Me quité los cascos como estimulado por un terror casi prehistórico.
Igual que se debe sentir un pequeño roedor cuando un zorro o un lobo olisquea
en la puerta de su madriguera en la busca de ese pequeño ratoncillo para que
sea su cena. Indudablemente era el tintineo de unas llaves en la cerradura de
la puerta de mi casa. Me sentí súbitamente desconcertado. Alguien abrió desde
el exterior y cerró detrás de él. Lógicamente, pensé, si tenía llaves no podía
ser nadie extraño con malas intenciones. Desde luego un extraño no era, pero
sus intenciones no estaban claras.
–¡Cariño! ¡Ya he
llegado! –Oí gritar a Jacinto desde la entrada. Yo quedé desconcertado al oírle
hablar, y más aún ante la idea de que tenía unas malditas llaves de mi casa.
Caminó en dirección a la única luz que había en toda la casa, mi habitación,
como una mosca que se ve arrastrada por el olor de la mierda. Y ahí estaba,
apoyado en el umbral de mi puerta con una expresión risueña. Era la última
persona a la que quería ver, la última persona a la que esperaba ver, y estar
con él era lo último que necesitaba en ese momento. Me volví al escritorio y le
di la espalda con un resoplido–. Qué maleducado. ¿Así recibes a las vistas?
–¿Visitas? –Pregunté con
el rostro vuelto a los apuntes–. Tienes llaves. ¿De dónde las has sacado?
–Son de mis padres.
Tienen una copia de las llaves de tu casa igual que vosotros tenéis una de las
nuestras.
–Ya lo sabía. Lo que no
sabía es que tú tenías acceso a ellas.
–Pues ya ves… –Dijo y
las tintineó. Después se las guardó y soltó un largo suspiro pensativo. Seguro
que me estaba mirando, pensé, con ese desdén cansado y aburrido, pero juguetón
que parecía incitarme a participar de este teatro en que se había convertido
nuestra relación. Aprendí a odiar eso de él. Que peleásemos, que discutiésemos,
que él supiese que no quería verle, pero no le importase. Odiaba ver cómo era
indiferente a lo que pasaba, a lo que sentía, a lo que deseaba. Estaba cuando
quería estar y se marchaba cuando yo le buscaba. Cuando le odiaba aparecía y
cuando le despreciaba, me aferraba con fuerza. ¿No recordaba que hablamos el
otro día? ¿No recordaba que le arrojé mi redacción y que me marché dando un
portazo? Como mínimo era preguntarme qué tal estaba o cómo me encontraba
después de aquello. Pero me había acostumbrado a jugar a su juego. El juego del
Borrón y cuenta nueva.
–Enserio, Jacinto. ¿Qué
haces aquí? –Borrón y cuenta nueva–. Estoy estudiando…
–Ya lo veo. –Se sentó en
mi cama y me sonrió orgulloso–. Pero es sábado por la noche. ¿No tienes nada
mejor que hacer? –Preguntó.
–¿Y tú? –Le sonreí
perverso–. ¿No tienes amigos con los que salir por ahí? ¿No tienes trabajo que
hacer?
–Nop. Hoy tengo la tarde
libre. –Se encogió de hombros y miró meditabundo alrededor, a los cuadros en la
pared, a la ropa arrugada en la cama donde estaba. Después me miró a mí que aún
no había dicho nada y él se encogió de hombros nuevamente. Miré mis apuntes,
los cuales ya no parecían ejercer una presión moral sobre mí y miré a Jacinto
que sonreía creyendo que me había convencido para desatender mis obligaciones–.
El otro día estabas francamente sobrepasado. –Me sorprendí cuando sacó el tema–.
Así que hoy vamos a relajarnos. ¿Te parece?
–¿Qué propones?
–Improvisemos. –Dijo y
se levantó de la cama con energía suficiente como para asustarme y me levantó a
mí de un tirón de mi brazo del escritorio. Me miró de arriba abajo y asintió,
satisfecho con mi atuendo. Un pantalón corto de deporte y una camiseta de manga
corta manchada y con la tela bastante gastada–. Perfecto. –Dijo y yo alcé una
ceja.
–¿Estas de broma? –Me
deshice de su agarre–. Deja que me cambie.
–¿Para qué?
–¿A dónde pretendes que
vaya así? –Levanté un pie del suelo para que viese mis calcetines blancos, un
par de tallas más grande que mis pies, que caían sobre mi tobillo tal como un
dibujo animado. Él no pareció incómodo con ello.
–¿Para ir a mi casa
tienes que arreglarte? –Preguntó y yo me quedé pensativo–. Vamos, tenemos
comida de sobra. ¿Quieres que veamos una peli o algo así? –Preguntó mientras
rodeaba mis hombros con su brazo y me conducía hacia el exterior. Su entusiasmo
no era del todo sincero o espontáneo. Era más bien incómodo, forzándome a
avanzar en la dirección de su juego porque no estaba seguro de si le seguiría
la corriente o arremetería contra él. Estaba tenso, esforzándose por aparentar
la indiferencia y la jovialidad que tanto me quemaba. Pero haber sido sincero
conmigo, mostrándose resignado y humillado por nuestra discusión no me habría
hecho sentir mejor. Caminé a su lado hasta la salida, cerró la puerta detrás de
nosotros y bajamos las escaleras hasta su piso, tan vacío, silencioso y oscuro
como estaba el mío.
Al entrar me sorprendió
el olor de una colonia femenina que no conocía. Olfateé. Me gustó.
Él caminó algo más
relajado hasta su habitación y se deshizo de la sudadera que traía puesta. En
su casa hacía algo más de calor que en la mía porque al ser un piso intermedio
se conservaba mejor el calor. Cuando llegué a su habitación me dejé caer en la
silla de su escritorio y me apoyé con los brazos cruzados sobre el respaldo
mientras le observaba ir de un lado a otro. Dejó la sudadera tirada en la cama
deshecha y se descalzó, quitándose las deportivas tan sucias y raídas con las
que siempre le encontraba. Quedó en pantalones vaqueros y camiseta interior de
manga corta. Sus calcetines eran azules. Eran toda una lindura.
–Voy a mear. –Dijo y
desapareció por la puerta sumergiéndose en la oscuridad del pasillo.
Volviéndome hacia su
escritorio lo encontré todo revuelto y hecho un desastre. ¿Estaba tan aburrido
como yo o simplemente le podía la pereza de recoger y poner un poco de orden?
Me sorprendía que pudiese encontrar nada en aquella habitación pero me gustaba
imaginar y en el fondo sabía que él tenía un orden dentro de su caos y me
fascinaba ese pensamiento. Sobre el tablón de corcho que colgaba a la altura de
mi frente pude distinguir su horario de este mes en la parte superior. Hoy
tenía marcado “Tarde de descanso”. Y a partir del mes siguiente estaba casi
todo en rojo, indicando las vacaciones que le darían. Había un panfleto de
comida rápida turca doblado y redoblado enganchado al marco de madera, también
una nota de un par de cosas que tenía que comprar para el estudio, una tarjeta
de visita de un bar cercano al que había ido un par de veces con mis padres y
un taco de notas, en papeles de colores, con marcas de haber sido plegadas. Mis
notas.
Sus ojos. Sus orejas. Su
color de piel. El olor de su pelo. El tacto de sus manos. Su carácter fuerte.
Se parece al David de Miguel Ángel. Le gustan las películas de terror y no
tiene miedo a ellas. Conoce cosas de mitología. Lee mucho. Es muy listo. La
forma de su pelo. Su voz. Sus labios.
Estaban colocadas al
azar, por todo el corcho restante, colgando de los bordes del marco,
enganchados a él, pegados con celo a la pared alrededor. Estaban casi todos
ahí. Abiertos y expuestos para él o para cualquiera pudiese verlo. En parte eso
me enternecía pero al mismo tiempo recelaba de que estuviesen tan sumamente
expuestos a cualquiera. Los leí todos, levanté unos para descubrir los que
había ocultos debajo. Cuando terminé cogí el bote que descansaba escondido
debajo de papeles y alguna prenda de ropa y lo meneé moviendo las seis últimas
grullas que quedaban dentro aún sin descubrir. Solté un largo suspiro y cuando
regresé a la habitación le mostré el bote de cristal en mis manos.
–¿Tienes algún momento
determinado en que te permites abrir alguna o simplemente ellas deciden abrirse
solas?
–Solo cuando me apetece.
–Dijo sin darle importancia y sin entrever que yo estaba regañándole por su
comportamiento.
–Cuando te sientes
decaído y desanimado piensan “voy a abrir una pobre grulla para que las
palabras de mi primito hagan engordar mi ego”.
–Más o menos. –Dijo
riéndose y yo rodé los ojos, dejando el bote en el mismo sitio donde lo había
encontrado. Él se tumbó sobre la cama y hurgó en uno de los cajones de la
mesilla de noche, sacó un paquete de cigarrillos y se encendió uno, con
parsimonia y tranquilidad, enfocando su mirada al extremo del cigarrillo.
Después dejó el paquete en la mesilla y el mechero a su lado. Exhaló una gran
nube de humo y vagabundeo a su alrededor hasta disiparse y se puso una mano, la
que no sostenía el cigarrillo, debajo de su nuca. Ahora que me había traído
aquí parecía mucho más reacio a prestarme atención.
–¿Me has traído hasta
aquí para verte fumar o vas a darme algún tipo de conversación?
–Que pedante. –Murmuró–.
El tiempo no solo se puede pasar hablando. También en silencio, disfrutando de
la compañía... –Dijo con sorna.
–En eso estoy de
acuerdo. Tu compañía se disfruta mucho mejor en silencio. Porque cuando hablas
es para estropearlo todo.
Levantó la mirada en mi
dirección y juro que pude ver cómo por un segundo mis palabras le molestaron.
Le dio una calada al cigarrillo y ese instante pasó. Suspiró, se relajó y
chasqueó la lengua a disgusto con la postura. Se incorporó y rebuscó en el
cajón de la mesilla una baraja de cartas francesa. Se sentó en el suelo.
–¡Ale! Ve a por algo de
beber y picar, que jugaremos a las cartas…
–Vale. –Dije mientras me
levantaba de la silla y me conduje a la cocina. Allí a oscuras abrí el
frigorífico para rebuscar en la balda de las bebidas algo que me apeteciese. Él
gritó desde la habitación:
–¡Tráeme una cerveza!
–Había un pack de seis cervezas Heineken en la última balda y cogí una de
ellas, tentado de coger otra para mí. Después me hice con una bolsa de patatas
sobre la encimera que seguro él ya hubiera estado comiendo y regresé a la
habitación sentándome delante de él que barajaba las cartas mirándome con algo
de estupefacción–. Te he pedido solo una. –Dijo y yo me encogí de
hombros.
–La otra es para mí.
–Dejó de barajar y frunció los labios algo turbado. Le extendí la suya y
después le miré pidiéndole permiso para beberme la mía. Se limitó a encogerse
de hombros indiferente y siguió barajando. Tras abrir la lata ese chasquido me
produjo mucho más de lo que era capaz de expresar. Bebí un trago que no me supo
tan amargo como el día del bar y tras dejar la lata en el suelo a mi lado él
comenzó a repartir pero yo le detuve con un gesto de mi mano. –No me apetece
jugar demasiado…
Él me miró
turbado.
–¿No? ¿Y qué quieres
hacer?
–No sé. –Suspiré y me
hice con la bolsa de patatas. Saladas, crujientes. Por un momento no quise nada
más. Él se acercó un cenicero metálico que tenía por ahí y depositó el
cigarrillo mientras recogía las cartas algo a disgusto con mi cambio de
opinión. Las barajó de nuevo como medio de ganar tiempo.
–No tenemos demasiados
juegos de mesa. ¿Vemos una peli?
–No. –Me mordí el labio
inferior.
–¿Una serie?
–No. –Bebí
cerveza.
–¿Jugamos al Yo
nunca?
–¿Qué es eso? –Pregunté
receloso y él rodó los ojos.
–Sabes lo que es.
–No. –Negué y él me miró
hastiado.
–Pues uno dice algo que
no haya hecho nunca y si el otro lo ha hecho, tiene que beber. –Señaló con la
mirada la cerveza a mi lado. Yo negué con el rostro casi instintivamente.
–No es justo, eres mayor
que yo. Has hecho más cosas que yo…
–¿Y?
–No es justo.
–Eso es un punto a tu
favor, porque así yo beberé más. –No contesté–. Prometo ser bueno contigo.
–Dijo de una forma tan dulce y melodiosa que sonaba a cualquier cosa menos
confiable. Jugué con la abertura metálica de la lata unos segundos y después
suspiré–. Venga Ícaro. No estés de morros. Sé que estás preocupado por los
exámenes, y por las clases. Pero esta tarde es para ti y para mí. Para que
ambos desconectemos. –¿Cómo hacerle entender que lo que realmente necesitaba
era desconcertar de él? Me apoyé en mis manos detrás de mí en el suelo y me
recliné hacia atrás. Eché mi cabeza hacia atrás.
–Eres insufrible. –Dije
sonriendo y él interpretó como una respuesta afirmativa mi insulto.
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