NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 4 (Parte III)

 

Capítulo 4 – Fría e impersonal

El trabajo de griego, corregido y con una nota enmarcada en un círculo rojo cayó en mi pupitre con estrépito mientras el profesor pasaba de largo. Orondo y meditabundo se paseó por los pasillos que conformaban las mesas de los alumnos en fila, cara al encerado. Lo miré de reojo mientras se tambaleaba de un lado a otro, soltando los trabajos sobre los pupitres como un niño de arras que suelta pétalos tras los novios de camino al altar, con desgana e interesado en llegar a su asiento para reposar y poder entretenerse hurgándose en la nariz. 

Un siete. Mi nota había sido de un siete, cuando era capaz de vislumbrar entre la lejanía de los pupitres, que compañeros mucho más rezagados que yo en la asignatura había sacado notas mucho mejores. Eran apenas cinco ejercicios pero el último era el importante, el que puntuaba para la nota. Una hora de búsqueda y vómito de indignación en el papel me habían proporcionado un siete, cuando claramente mi trabajo superaba con creces el nueve. Intenté mirar por encima del papel alguna nota del profesor que me indicase su criterio, el por qué me había puesto tal nota, o al menos un pequeño comentarios sobre qué estaba tan terriblemente mal como para que otros compañeros me superasen. No lo encontré. 

–Disculpe. –Dije mientras el profesor se sentaba en el pupitre, con intención de continuar con su clase. Me miró como si fuese consciente de que iba a replicarle y estaba preparado para contestarme, mientras que yo aun seguía masticando la estupefacción de ese siete que me había golpeado como una bofetada con guantes de cuero–. ¿Por qué me ha puesto un siete? –Pregunté y él alzó una ceja, sin comprender por qué estaba quejándome exactamente. 

–¿Te parece demasiado? –Preguntó juguetón–. Siempre puedo bajártela más. 

–¿Más? –Miré perplejo el folio–. Me gustaría saber su criterio para que haya puesto un siete a mi redacción. –Con desgana se levantó del asiento, le extendí el papel que cogió con la mano inerte, lo miró de arriba abajo recordándose a sí mismo qué criterio había seguido y lo dejó de nuevo caer sobre mi mesa como si soltase una hoja de un árbol recién caída–. ¿Y bien?

–El resumen del mito está muy bien, la descripción de la obra, también. La opinión personal tiene un 3 de 10. Te han salvado las otras dos partes. 

–¿Salvado? –Pregunté perplejo–. ¿Qué tiene de malo?

–Es fría e impersonal. Demasiado… –Buscó la palabra–. Predecible. 

–¿Predecible? ¿Fría e impersonal? –Yo estaba estupefacto–. Si algo no es, es fría. ¿Y a que se debe que sea predecible? 

–El machismo. Hay machismo por todas partes, esto es machismo, lo otro es machismo… Es un tema demasiado trillado. –Estaba a punto de decir algo más pero él me interrumpió–. ¿Quién te ha escrito la redacción? ¿Te ha ayudado tu madre o la has copiado del libro ese que mencionas, de Mike Gupta?

–Así que es eso. ¿No? Piensa que la he sacado de internet o algo así. 

–¿Lo has hecho?

–Claro que no. –Dije ofendido pero repentinamente perdí toda gana de luchar. Me sentí tan humillado y ultrajado que nada de lo que dijese podría recomponerme ni tampoco convencerle a él, por lo que di por perdida la discusión mientras mi profesor divagaba en cómo internet estaba haciendo que estas “nuevas generaciones” a las que pertenecíamos se nos hiciese mucho más fácil la búsqueda de información, tanto para trabajos como para respuestas de exámenes y ejercicios ya resueltos. Por un momento perdí completamente el hilo de su extenso discurso y me quedé mirando las absortas expresiones de mis compañeros que luchaban algunos por permanecer despiertos y el resto atentos, evitando distracciones como la mosca que llevaba dos horas encerrada en esa clase como nosotros. Agonizando mientras pasaba las últimas horas de su vida obligada a escuchar palabras que redoblaban la maravillosa educación que estábamos recibiendo. 

Cuando la clase terminó se marchó tan pancho como llegó, con sus libros debajo del brazo y virando a babor y estribor mientras esquivaba pupitres. Me levanté, ya nos marchábamos a casa por fin, pero a mí no me supuso alivio ninguno y tampoco me complacía la idea de quedarme allí. Por lo que demoré un poco la salida metiendo las cosas dentro de la mochila y rogando porque mi madre hubiese hecho algo rico de comer que me quitase el amargo sabor de la discusión. 

Cuando pasé al lado de la papelera hice una bola con la redacción y la tiré, sintiéndome realmente despojado de todo estrés y ansiedad. Fue la primera vez que recuerdo haber sentido verdaderos deseos de fumarme un cigarrillo aunque fuese a escondidas, como una rata, entre dos edificios y en una zona poco iluminada. Salí de la clase pero nada más hacerlo regresé sobre mis pasos y recogí la bola de papel de la papelera y me la introduje en el bolsillo del abrigo, apretándola mientras me mentía a mí mismo repitiendo un maravilloso mantra que me alejaba momentáneamente del estrés y la ansiedad. “Solo es un papel. No es un trabajo. No es una redacción. Nunca mandó nada parecido. No sucedió”. 

Resumen del mito.

La serpiente Pitón, en la mitología griega, era un monstruo de cien cabezas y cien bocas que vomitaban fuego; era el terror de la campiña de Tesalia porque arrasaba a hombres y animales. Cuenta Ovidio que Apolo, orgulloso por haberle dado muerte, osó desafiar a Cupido, hijo de Venus y de Marte. Este, para castigar tal osadía, tomó dos flechas de su aljaba. Una tenía la punta de oro e infundía amor; la otra era de plomo e inspiraba desdén. Cupido dirigió la primera hacia Apolo, y disparó la segunda a Dafne, hija del río Peneo y de la Tierra. Una violenta pasión por la hermosa ninfa se apoderó entonces de Apolo. Sin embargo ella, herida por la flecha del desprecio, huyó rápidamente tratando de esconderse. Apolo corrió en busca de Dafne, pero ésta, al verse perdida, solicitó la ayuda de su padre. Tan pronto como cesaron sus gritos de socorro, una corteza suave le encerró el pecho, sus cabellos se transformaron en hojas verdes, los brazos en ramas, los pies se fijaron en el suelo y la ninfa quedó transformada en laurel. Apolo, no dispuesto aún a darse por vencido, abrazó el árbol y lo cubrió de ardientes besos, pero incluso las ramas retrocedían asustadas de sus labios. “Si no puedes ser mi amante”, juró el dios, “me serás consagrada eternamente. Tus hojas serán siempre verdes y con ellas me coronaré”. Desde entonces, el laurel es el símbolo de Apolo y con él se galardona a los vencedores, artistas y poetas.

Obra y autor elegidos:

La obra elegida para representar este mito es Apolo y Dafne, escultura realizada por el italiano Gian Lorenzo Bernini entre los años 1622 y 1625.​ Pertenece al estilo barroco. Se trata de un grupo escultórico de mármol y de tamaño natural expuesto en la Galería Borghese (Roma). Esta escultura ilustra el momento exacto en el que Apolo alcanza a la ninfa y esta comienza a transformarse en el laurel en el que se convertirá. esta transformación puede reflejarse en la corteza que muy ingeniosamente Bernini recrea naciendo desde la base de la escultura, recorriéndole las piernas y llegando casi a su busto. También podemos ver esa transformación en cómo sus brazos se extienden hacia el cielo y de sus dedos comienzan a brotar ramas que ya anuncian la copa del árbol. Dafne, con una expresión paralizada en el horror y Apolo con la mirada fija en ella, con seguridad de que la ha alcanzado, con el cuerpo algo más en reposo, al hallarse al fin junto a ella tras la larga carrera.

Opinión personal:

Una opinión personal debe fundamentarse en los sentimientos que transmite una obra, un escrito o en este caso un mito tan conocido como el de Dafne y Apolo. Generalmente se suele tratar el tema de Apolo desafiando a eros, y este demostrando irónicamente que el amor es superior a cualquier cosa, puede humillar a Apolo. También de la maravillosa transformación de Dafne en laurel. Pero yo quiero ir más allá, aludiendo a un trasfondo que solo es visible estas últimas décadas y de lo que nadie habla.

Este mito, y su posterior representación en toda la historia del arte es un pilar fundamental de una cultura machista y patriarcal en donde se muestra a la mujer como objeto de deseo sexual y a pesar de comprobar y ser testigos del horror que a ella esto le produce, a Dafne, y cualquier otra mujer víctima de este sistema social, nos regodeamos en la elegancia y gloria de Apolo que tras atraparla, incluso después de transformarse en laurel, sigue proclamándola de su propiedad. “Me serás consagrada eternamente”. Esto, de forma directa o indirecta, afecta queramos o no, a la concepción de la mujer, no solo en el arte sino también en la vida diaria. La mujer pasa a ser objeto del hombre, tanto de forma estética, como moral, religiosa e íntima, en el más oscuro inconsciente de de todo ser pensante. Lo cruel de este hecho es que no es una concepción moderna, no es algo que esté escrito ayer, o hace un siglo. No es invento de la religión católica ni tampoco consecuencia de guerras o modelos de moral modernos. Es un mito que se remonta a las épocas más antiguas de la cultura griega clásica. Un mito arraigado en el inconsciente de todo un pueblo que posteriormente se expandirá a todo un continente y después a toda una cultura.

Mi más humilde opinión es que a veces detrás de la historia más hermosa, la escultura más armoniosa y el autor mejor dotado, se esconde un trasfondo mucho más amargo que solo somos capaces de ver con una mirada determinada, con un criterio concreto. Con una educación enfocada en esa visión.


Jacinto terminó de leer y se quedó meditando largo rato. Le dejé pensar mientras miraba al techo, tumbado en la cama de su cuarto.

Habían pasado varios días desde que me entregaron el trabajo pero estaba convencido de que la pelota de papel dentro del bolsillo de mi abrigo comenzaba a tener peso y voluntad propia, una masa que me susurraba por las noches, que me perturbaba en sueños. No conseguí deshacerme de ese malestar que me produjo el resultado del trabajo hasta que no entré por la puerta de la casa de Jacinto en uno de sus días libres y le extendí el papel. No le saludé, no le pregunté cómo estaba o si estaba ocupado con algo más importante que ayudarme a tragar esta mala nota.

Le extendí el papel arrugado y él tardó largo rato en darse cuenta de qué estaba pidiéndole. Caí sobre su cama y él se sentó sobre la silla de su escritorio como de seguro se encontraba antes de que le interrumpiese con lo que fuera que estaba haciendo. Se me quedó mirando con una sonrisa cuando vio el siete allí marcado, de seguro pensando que estaba siendo un desconsiderado, no teniendo en cuenta que el profesor pudo tener un buen criterio para ponerme esa nota. “Dijo que lo había sacado de internet, incluso la opinión personal. No me concedió el beneficio de la duda”. Después de eso se puso a leerlo, con una pierna cruzada sobre la otra y con una expresión concentrada. Le había visto leerlo al menos dos veces mientras yo me entretenía con las manos bajo mi nuca mirando hacia el techo. Su cama estaba alborotada y algo deshecha. Su almohada olía a su sudor.

–¿Y bien?

–Un segundo. –Dijo, concentrado en la relectura. Tardó al menos otros dos minutos en meditar y cuando bajó el papel, extremadamente arrugado en sus manos que lo sujetaban con tanta delicadeza, me miró algo meditabundo–. ¿Qué esperas que te diga?

–Dime si merece un siete.

–No, no lo merece. –Suspiró y yo levanté las manos exasperado–. Merece menos.

Me incorporé de inmediato en su cama.

–¿Qué?

–Eres capaz de hacerlo mejor. Te he visto expresar mejor tu cerebro.

–Vete a la mierda. –Dije y me levanté de la cama para arrebatarle el papel pero a él no le pareció necesario luchar. Se encogió de hombros sin inmutarse siquiera del papel que había volado de sus manos y me lanzó una mirada tranquila y sincera.

–No sé cuál es el nivel de tu clase, y tampoco debería importarte a ti qué notas sacan o dejan de sacar tus compañeros. Eres competitivo, y lo entiendo, pero si tus compañeros son unos estúpidos como tú bien has dicho muchas veces, ¿por qué te comparas con ellos si estás a otro nivel? Tal vez el profesor quiso decirte eso.

–No lo dijo. –Le espeté–. Es otro idiota redomado. –Suspiré y me senté en la cama delante de él, sosteniendo en mis manos el papel. Lo miré tantas veces y siempre conseguía transmitirme una sensación tan absurda e irreal que no lograba entender si era algo que el papel poseía y me transmitía, o si se limitaba a despertar algo dentro de mí.

–Como tú digas. –Se encogió de hombros y se volvió en la silla, dándome la espalda. Estaba apuntando algo en una agenda–. Si has venido aquí a que te alabe, a que ascienda al Olimpo de la moralidad, lo siento, pero tú ya eres bastante egocéntrico como para que yo alimente esa llama.

Me quedé mudo. Era la primera vez que se me mostraba tan relajado y sincero. Sus palabras no eran hirientes, pero me herían como cuchillas abrasando mi piel.

–Tienes una mente maravillosa, pero eres incapaz de aceptar una crítica, incluso si es una sin fundamento. –Me miró de refilón–. A veces no vas a oír lo que deseas oír. A veces la gente no va a estar de acuerdo con todo lo que pienses o digas. A veces la gente no va a valorar lo que haces o cómo lo haces. –Se encogió de hombros–. Y que pienses lo contrario me decepciona. –Se volvió a la mesa y yo me quedé estupefacto.

–Siento mucho si te decepciona mi forma de ser.

–No es tu forma de ser. Soy consciente de que eres un misántropo egocéntrico y narcisistas. –Di un respingo en la cama–. Pero también eres inteligente para comenzar a ignorar todo aquello que no quieras escuchar. Por mucho que arremetas a cabezazos contra una pared, solo lograrás hacerte daño. ¿Y acaso merecería la pena derribar la pared? ¿Qué consigues con eso más que un tremendo quebradero de cabeza?

–Me importa porque este trabajo cuenta para la nota final. –Él se volvió a mí, pensativo–. Es la nota final…

–Solo es una nota. Un número no va a definir quién eres, o a qué aspiras.

–Si quiero hacer una buena carrera necesito una buena nota media. –Le reprendí–. Tú no sabes lo que es eso… –Me arrepentí nada más lo dije, pero él no pareció ofenderse. Se me quedó mirando impasible y yo tragué en seco.

–Ni siquiera sabes qué quieres estudiar, o qué quieres ser en la vida. –Dijo con tranquilidad–. Tu mayor preocupación por ahora es tener los pañales limpios y la comida caliente sobre la mesa. –Volvió a ignorarme dándose la vuelta y yo enrojecí hasta las orejas. Me notaba tembloroso y herido.

–No sé para qué vengo. –Volví a hacer una pelota con la redacción y la tiré a alguna parte de su cuarto–. ¿Es qué no te das cuenta de que estoy al borde de colapsar por las malditas clases y vengo para que me animes y me apoyes? –Se volvió a mí con una mirada algo apenada, pero sus palabras no fueron consecuentes con su expresión.

–Solo quieres que alguien te caliente la oreja. –Suspiró, derrotado–. No voy a hacer eso.

Yo me limité a rodar los ojos y me pasé las manos por el pelo, retirándomelo de la frente, buscando aire.

–Eres imbécil. Me largo. –Suspiré y me conduje hasta la salida. Durante el corto trayecto que supuso ir desde su habitación hasta la puerta del portal deseé, imaginé, imploré porque me llamase, me detuviese, se levantase y acudiese a mí para socorrerme con un abrazado. Pero no sucedió. No ocurrió nada similar. Alcancé la puerta, salí afuera. Y nada más. Él no vino a por mí a pesar de que le estuve esperando al otro lado de la puerta. Él no me llamó, él no se preocupó por mí. Me quedé allí plantado frente a su puerta arrepintiéndome de haberme marchado, cuando habría podido quedarme dentro, haberme inclinado ante él y rogarle su misericordia. Me pudo el orgullo, y lo que más me dolía es que acababa teniendo razón, pues ni siquiera pude aceptar su crítica, que era sobre todo, constructiva.

 


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