NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 3 (Parte III)

 
Capítulo 3 – Para un amigo, para un compañero.

 

 

A dos semanas de los exámenes finales el agobio comenzaba a hacer mella en mi carácter y en mi pensamiento. Las tediosas tardes de estudio y la completa desaparición de los fines de semana como distracción estaban comenzando a agriar mi carácter. Me notaba reacio a salir de mi habitación para las malditas convencionalidades de siempre, como recibir invitados, atender las peticiones de mi madre de ayudarla a hacer la comida, satisfacer a mi padre con mi presencia en sus momentos de aburrimiento después de comer, para que le contase cosas de clase o simplemente escucharle en sus anécdotas diarias.

Había cogido el mal hábito de mirar el calendario colgado de la pared delante de mi escritorio como si vigilase a una fiera entre los árboles, que poco a poco se iba aproximando a mí, sedienta de devorarme. Así visualizaba la semana de exámenes marcada en rojo sobre el calendario. Esos días que habían empezado a tener un tinte ponzoñoso me estaba devorando. Cuando pensaba en la cantidad de trabajos que tenía que entregar en menos de dos semanas se me formaba un nudo en el estómago que me impedía comer con naturalidad, a veces la ansiedad me golpeaba con una famélica sensación en la boca del estómago y me lanzaba sobre alguna bolsa de patatas o algunas sobras del día anterior con la terrible necesidad de meter algo al estómago que fuese más que café o té.

Unos días antes, estuvieron a punto de expulsarme de clase de literatura por mi lengua sin pelos. El profesor soltó una perla que oraba así: “No tenéis que agobiaros, si estudias dos horas diarias a partir de hoy para mi examen, sacaréis un diez seguro. Podréis incluso darme clase a mí.” Yo comencé a apretar la mandíbula mientras mis compañeros meditaban las palabras del profesor pero no pude por más que levantar la mano educadamente para pedir la palabra, como mínimo, y cuando me miró expectante a que hablase, solté:

–Eso es muy bonito, pero es una idea bastante utópica, teniendo en cuenta que tenemos otras nueve asignaturas y todas se merecen, más o menos, la misma dedicación. Con esto, quiero decir que si estudiamos dos horas diarias, ya no digo para todas las asignaturas, pero sí para las que requieren estudio para un examen a desarrollar, como son lengua, literatura, historia, inglés, filosofía, valores éticos, latín y griego,  obviando educación física e informática, suponen un total de ocho asignaturas, a dos horas cada una de estudio, son dieciséis horas. Más las seis horas que nos pasamos de media en clase ya son veintidós. En resumidas cuentas, que solo me quedan dos horas para comer, desplazarme y dormir. –El profesor había dejado ya de prestarme atención–. ¿Ve por donde voy?

–Era una forma de hablar… –Dijo él.

–¡Y solo tiempo dedicado a estudio de exámenes! Porque olvídese entonces de los trabajos y redacciones a entregar.

–No seas quisquilloso. –Me dijo y parecía dispuesto a seguir con la clase pero mis compañeros empezaron a armar escándalo, alentados por mis palabras, para exigirle que se retractase, que al menos admitiese que los estudios que estábamos cursando eran suficientemente apabullantes como para que un profesor se las diese de listo y nos propusiese un método de estudio que ni en broma nos salvaría de suspender los exámenes. El profesor me miró con desprecio por haber arruinado su clase y yo me dejé caer sobre mi asiento, satisfecho con el sonido ambiente de mis compañeros exigiendo una alternativa a este sistema educativo.

Luego nos encontramos con las bipolaridades de la profesora de latín que planifica sus exámenes dependiendo de su estado de ánimo, y solía rezar para que no los corrigiese bajo el mismo criterio. Hacía unas semanas, cuando ya se empezaba a hablar de los exámenes finales como un ave rapaz que planea sobre nuestras cabezas, como una neblina que ya ha sobrepasado la ribera y se adentra por el pueblo, nos animó diciendo que el examen final sería sencillo y sin mayor complicación. “Igual que los controles que hacemos semanalmente. Traducción y análisis sintáctico de un par de frases de Cesar”. Sin embargo la semana pasada llegó algo hastiada y soltó un comentario tal que nos dejó a todos patidifusos. “Ya podéis estudiar para este examen, muchachos, traduciréis un párrafo entero de la conquista de las Galias”. Yo sentí que se me salía el corazón por la boca y ya se generó de nuevo ese tumulto entre alumnos y profesor intentando calmar la situación.

Hace dos días regresó con ese optimismo que tanto valoramos de ella y nos animó consultándonos cómo queríamos el examen, si estamos muy preocupados y recomendándonos que leyésemos tal y cual parte de la conquista de las Galias, como pista para el examen. Pero esa misma mañana en la que nos encontramos en este tramo de la historia volvió a llegar del mismo mal humor que siempre, mandándonos una redacción del Anfitrión, para el día siguiente. “Tenemos otros trabajos que hacer” replicamos pero a ella no le pareció suficiente excusa. “Os dije hace un mes que teníais que leeros el libro. ¿Lo habéis hecho? ¿No? No me importa. Mañana traeís un resumen. Si lo sacáis de internet os ahorráis leerlo, pero como vea que dos o más redacciones coinciden os suspendo. Ya podéis no coincidir en las páginas de internet de donde lo saquéis”.

Y eso me encontraba haciendo en ese instante redactando un maldito resumen de un libro que me había leído cientos de veces y que veía innecesario para mi aprendizaje resumir. Di gracias que el máximo para la redacción eran dos folios, o de lo contrario habría superado el propio grosor de la obra de teatro. Cuando la terminé la metí dentro de una funda de plástico y la guardé en el interior del archivador de clase. Volví a mirar el calendario como recordándome que el tiempo seguía a pesar de que quisiere retrasarlo con la mente y después miré el reloj sobre la mesilla de noche. Las ocho y media. Mi madre vendría en media hora, a lo sumo, para ofrecerme algo de cenar que no me apetecería comer. Suspiré largamente y me dispuse a hacer los deberes de historia cuando súbitamente recordé que tenía varios ejercicios de griego sin terminar. Aprendí a odiar esa amarga adrenalina que me recorría cada ver que recordaba algo que había dejado sin hacer, algún trabajo que se me olvidaba entregar o algún examen que tenía señalado en el calendario pero que había olvidado y de repente aparecía ahí, enmarcado por colorines como si eso le restase importancia, remarcándome su presencia que segundos atrás no tenía para mí.

Saqué las hojas de cuadricula azul y miré los tres primeros ejercicios hechos que me había dado tiempo a hacer en la clase de griego. Eran preguntas fáciles, este primer año de griego no era del todo complejo y los exámenes que habíamos hecho hasta el momento no superaban la dificultad de latín, pero aun así era muy aburrido tener que hacer ejercicios, fuera de lo que fuese, monótonas preguntas que no llegaban a ninguna parte. “¿Cómo se llamaba tal ciudad donde tal guerrero murió en no sé qué batalla? Declíname tal palabra. ¿A qué conjunción pertenece este verbo? Tediosas preguntas. Amargas. Superficiales. Pero las peores de todas eran aquellas en las que pretendían estimular la creatividad o el ingenio del alumno con un “Dame tu opinión al respecto de…” como si en realidad esperasen que el alumno realmente diese su opinión, cuando el profesor solo quería preguntas estandarizadas y políticamente correctas. ¡Cuántas me habían recompensado con una falta en actitud o una visita al director!

En la última pregunta, una de esas malditas cuestiones más filosóficas que educativas me pedían una especie de investigación del mito de Dafne y Apolo, el ejemplo de una de las obras de arte conocidas que tratasen el tema, con una mención a alguna bibliografía, y mi opinión acerca del mito y de la obra elegida en cuestión.

–Mi opinión. –Dije como si me costase tragar esa expresión.

Con un largo suspiro me levanté del asiento y me conduje al salón donde estaba mi madre con un té, haciendo cuentas. Facturas, algunos cheques, algunos papeles impresos que superaban mi entendimiento.

–¿Quieres cenar ya? –Me preguntó mirando la hora.

–No. –Suspiré–. ¿Puedo entrar en el despacho? Necesito algún libro… –Dije y ella asintió, encogiéndose de hombros.

–¿Para clase? –Me preguntó cuando me estaba marchando.

–Sí. –Dije de camino a la habitación.

–¿Sobre arte?

–Sí. O mitología. Me da igual. –Dije alzando la voz desde la habitación–. Algo sobre Bernini* me vendría de perlas.

–¡Pues ya sabes! ¡Coge uno de los libros de Mike!

–¡Vale!

Cuando entré en la habitación me golpeó un olor a revista vieja y periódico ácido. Era la cantidad de libros oxidándose en las estanterías de madera que mis padres habían comprado para aquella habitación considerando que quedarían elegantes y bonitas, pero la madera era buena y eso significaba que acidificarían los libros más rápido que si fuesen estanterías de metal o metacrilato. Tardaría años en saber aquello pero por el momento apreciaba ese olor a biblioteca antigua o almacén de algún archivo.

Me dirigí sin ambages a uno de los libros que me había recomendado mi madre. Lomo negro con el nombre de Mike Gupta en el lomo junto al título del libro: Bernini y sus obras inmortales. Mike Gupta, el amigo de mis padres, historiador del arte, había escrito más de diez libros hablando de la escultura barroca, y en concreto tres de ellos se centraban en la vida de Bernini, uno de ellos, el que tenía en mis manos, más centrado en sus obras y los otros dos de manera más bibliográfica. En la portada había un detalle de las manos de Plutón sobre la cintura de Proserpina. Inconfundible. Bernini.

Lo llevé conmigo a la habitación y miré a mi madre desde el pasillo en el salón. Ella me devolvió la mirada y me encerré de nuevo en la habitación. Ella habló ya cuando estaba cerrado dentro.

–¡En media hora cenaremos!

–¡Vale!

Consciente de que en media hora no haría demasiado y necesitaba unos minutos para descansar me tumbé sobre la cama y comencé a ojear el libro que ya había mirado cientos de veces. Me dirigí directamente a la parte en la que se hablaba de la escultura de Dafne y Apolo. Me quedé absorto mirando los pequeños detalles, las pequeñas hojas naciendo de sus dedos. Tan delgados, tan hermosos. La mano de Apolo en la cintura de ella, tan sutil, y sin embargo simbolizando algo tan banal y mundano como el deseo por una posesión carnal. Ella con el rostro desfigurado por el terror, él por él amor. ¿Qué diferencia hay?

Dirigiéndome a la guarda delantera del libro pude leer una dedicatoria de Mike a mi padre, dado que el libro era un regalo suyo de los tantos que tenía tras que la editorial los imprimiese. Letra cursiva, en negro, con las oes tan bonitas y esas eles tan alargadas.

“Entre amantes del arte, con una larga historia detrás de nosotros, con un futuro juntos que espero que sea productivo y enriquecedor.

Para un amigo, para un compañero.

Mike Gupta.”

 

 

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Gian Lorenzo Bernini (Nápoles, 7 de diciembre de 1598–Roma, 28 de noviembre de 1680) fue un escultor, arquitecto y pintor italiano. Trabajó principalmente en Roma y es considerado el más destacado escultor de su generación, creador del estilo escultórico barroco.


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