NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 4 (Parte II)

 

Capítulo 4 – Los monstruos de debajo de la cama solo salen por la noche.

 

Desperté por un toque en mi mano. Lo hice algo sobresaltado y algo angustiado. En mi cuerpo aun saboreaba la amarga sensación que me había producido la discusión de los padres de Jacinto. Las palabras de su padre rebotaron incesantemente durante toda la noche en mi mente. No pude sacármelas de la cabeza en días, pero aquella noche en concreto no me dejaron conciliar bien el sueño. Me sentí de ciento cincuenta maneras diferentes. Desde preocupado por Jacinto, hasta herido en mi orgullo y mi ternura. Deseaba salir corriendo de aquella casa pero a la par deseaba enfrentarle, proteger a Jacinto, plantarle cara a ese neandertal que se atrevía a insultarme a mí y a mis padres. Una parte de mí deseaba subir a casa y contarle a mi padre lo sucedido, deseaba explicarle lo que había ocurrido y decirle que no quería volver a saber nada de aquél hombre. Pero temía, en lo más profundo de mi alma, que me mirase con algo de inquietud pero su respuesta fuese encogerse de hombros y soltar un conciso "¿y qué esperas que haga yo?" Me hubiera destrozado pensar que eso pudiera suceder por lo que lo más fácil y lógico fue hacer como si nada. Eso haría, no decir nada. ¿Para qué? ¡Nadie me escucharía!

Desperté sobresaltado y lo primero ve vi fue un borrón negro ocultándome de toda realidad. Fueron mis pestañas y la claridad que atravesaba la ventana lo que me impidió ver nada por el momento. Suspiré largamente pero el aliento volvió a mí, chocando en algo delante de mi rostro. Una espalda gris. Su espalda. Era grande, angulosa y había reposado allí mi rostro a saber cuántas horas seguidas. Mi brazo rodeaba su cintura, aprisionándolo contra mí y mis piernas se entrelazaban con las suyas. Él parecía dormido. Respiraba con tranquilidad y no se movía un ápice. Escondí de nuevo mi rostro en su nuca y aspiré con fuerza, estuve a punto de bostezar, de estirarme y tensar todos mis músculos y articulaciones para desperezarme, pero me contuve y conseguí hallar una postura cómoda en su espalda. Mi mano se había internado deliberadamente pero sin mi consentimiento debajo de su camisa. Mi palma estaba sobre su pecho, sentí sus latidos en mis dedos. Su mano estaba sobre la mía. Eso había sido lo que me había despertado.

Intenté aguzar el oído. Al fondo se escuchaba una melodía pop que procedía de alguna parte. Me imaginaba que de la cocina, donde estaría su madre. Se respiraba tranquilidad y sosiego. Como la calma que sigue a una inhóspita tormenta. Su padre no estaba en casa, seguro. Si hubiera estado, su madre no habría puesto la música. No olía a nada, por lo que o bien pasaban varias horas del desayuno o aún no había llegado. La luz que entraba a través de la ventana me hacía pensar que realmente era tarde, tal vez cerca del medio día. Me sentía descansado pero no del todo tranquilo. Sentía como si hubiese dormido una inquieta noche en plena selva.

¿Debería despertarle? Tal vez ya se había despertado antes que yo y se hubiese preguntado lo mismo. ¿Debería besarle? Seguro que se sobresaltaba al ser despertado. Me daba ternura pensar que estaba en mis brazos, acurrucado como yo en la cama. Su espalda, más ancha, sus brazos, más fuertes. Pero aquí estaba, acurrucado. ¿Debería llamarle? ¡NO! Debería levantarme con cuidado, salir de la cama sin ser notado y largarme a mi casa como él hizo. "Debería desaparecer para que luego él se preocupase por mí y le carcomiese la culpabilidad." Me lo planteé muy seriamente, pero no pude. No pude soltarle, no pude moverme. Estaba tan sumamente en paz, tan a gusto con él a mi lado que fui incapaz de perturbar esa tranquilidad que me invadía. Estaba en mi lugar, en el mejor instante del mundo. Aquí era donde todo empezaba, donde todo terminaba, con él en mis brazos.

Pasados unos minutos él se despertó. No se sobresaltó ni se movió. Pero lo supe. Estaba despierto porque cambió el ritmo de su respiración. Dio una larga bocanada y a los segundos un fuerte bostezo. Sabía que yo estaba detrás, sabía que podía estar dormido. Pero no le importó hacer ruido. Cuando se volvió a mí me encontró despierto, mirándole con ojos aún entrecerrados y una media sonrisa de complicidad. Aún algo aturdido se volvió, se puso boca arriba y pasó uno de sus brazos por debajo de mi cuello, me abrazó y se quedó así, conmigo sobre su pecho unos segundos. Puse mi mejilla donde antes había estado mi palma y escuché tranquilamente los latidos.

–Buenos días. –Dijo. En ese instante supe que esa era la forma en que quería despertarme cada día, el resto de mi vida.

–Buenos días. ¿Has dormido bien?

–Muy bien. –Dijo. Que mal mentía. Era imposible que hubiese dormido bien. Yo no lo hice, y él lo sabía–. ¿Y tú?

Así que esas teníamos. Íbamos a hacer como que no había pasado nada. Borrón y cuenta nueva. Los monstruos de debajo de la cama solo salen por la noche. A la mañana siguiente hacemos como que no son reales.

–Bien, también. –Suspiré y él se estiró todo lo largo que él era sobre la cama y bajo mi peso. Yo me reí al sentir todo su cuerpo rígido y tenso unos segundos y después se relajó con un suspiro, pero ya no estaba tan cómodo como antes sobre él, ya no estaba tan blando y mullido. Su cuerpo se había preparado para empezar el día y yo aun deseaba alargar un poco más los preliminares–. ¿Tienes idea de qué hora es?

Él se volvió a mirar hacia su mesilla.

–Las diez y media. –Suspiró–. Tus padres pensarán que te ha tragado ese horrendo colchón de plástico. –Ambos reímos y yo me incorporé para tumbarme sobre él. Apoyé mis manos sobre su pecho y mi barbilla sobre el dorso de estas, entre los nudillos. Él se me quedó mirando con las manos sobre la nuca.

–Mis padres no me echarán en falta... –Suspiré. Él no dijo nada y ambos nos miramos por unos segundos en silencio. Nos dijimos todo. Nos dijimos que no hablaríamos de ello. Que haríamos como si nada, y que esa era su forma de actuar. Hacer como si nada, porque al día siguiente la marea había arrastrado los restos del huracán y ya no pasaba nada. Yo no puse objeciones. Tampoco quería hablar de ello. Me aterraba pronunciar una sola palabra al respecto–. Te ves muy feo al despertar. –Susurré. Él se me quedó mirando sorprendido y se ofendió.

–Siento no ser un querubín adorable como tú. –Hizo un puchero y yo me planteé seriamente qué hacer con ello. Cada segundo que estaba allí, sus labios hinchados, húmedos, rosados, me pedían ser besados pero yo no podía oírle otra vez más decirme "No tan alto..." así que le cubrí los labios con mi mano y besé mi mano sobre ellos. Fue un beso tan rápido, tan fugaz, tan infantil que yo mismo me reí de aquello y él se asombró más por mi risa que por el propio gesto. Quise decirle que me había masturbado pensando en esos labios besándome, mordiéndome, chupándome. No dije nada.

El no se tomó aquél beso como algo importante o incluso peligroso. Se lo tomó como un desafío y se puso rabioso. Aprovechando que estaba encima de él me agarró con fuerza, me tumbó en la cama y se sentó sobre mí con una mirada desafiante. Yo estaba completamente a su merced y no osé revolverme en su agarre. Tenía tanta fuerza que me volcó con solo un brazo. Con el otro me inmovilizó las manos y aprovechó mi vulnerabilidad para hacerme cosquillas. Entonces sí que me zarandeé debajo de él. Pesaba, y sobre mi cadera, me inmovilizaba, pero no me impidió patalear o intentar liberarme de sus manos. En el fondo me encantaba, muy en el fondo estaba exuberante de felicidad por tenerle tan cerca, tan mío. Solo para mí. Pero las cosquillas las odiaba y más si era él quien me las provocaba.

No tardó en llegar su madre para detener el escándalo que estábamos montando, entre mis risas y sus voces y quejidos. Se asomó a la puerta divertida por el sonido que salía del cuarto y acabó por romper la intimidad del momento, haciendo que Jacinto se levantase de mí y saltase de la cama con el orgullo henchido por la victoria.

–¿Qué le haces a mi pobrecito? –Preguntó ella refiriéndose a mí. Yo me desplomé sobre la cama con la mano sobre el pecho controlando mi respiración. Exhausto, derrotado.

–Se lo ha ganado. –Dijo él, deshaciéndose de toda culpabilidad, pero yo no podía dejar de mirarlo con una sonrisa provocadora. Acabó perdiendo el interés en mí en cuanto su madre nos propuso desayunar a pesar de las horas y ambos acudimos como corderos a la cocina, donde nos esperaban varios vasos de zumo, leche, chocolate, fruta y algunos cereales. Yo era incapaz de comer tanto pero no pude negarme a tan generoso despertar.

Cuando nos sentamos a la mesa devoramos todo lo que pudimos. Jacinto se hizo con varias tostadas y vertió cereales de chocolate sobre la leche. Yo me zambullí en el zumo y alcancé una manzana de un cesto de mimbre. Me encantaba verle comer, y sobre todo con hambre. Ahora entendía la felicidad que debían sentir mis padres al verme comer abundantemente y con ganas, con emoción y disfrutando de los sabores. Él era la más maravillosa imagen de la gula, la lujuria y otros muchos más pecados en un mero cuerpo mortal que yo había idealizado hasta el punto de lograrlo poner en un pedestal inalcanzable. Se había sentado justo delante de mí en la pequeña mesa de cocina que tenían sus padres allí, en modo de isla improvisada. Cuando bebía leche le pisé el pie y él dio un respingo que casi le hace derramarse la leche encima. Me miró por encima del borde de la taza con maldad y picardía, queriendo decir "¿Ah sí? Ahora verás..." y él me devolvió el pisotón. Estuvimos largo rato jugando entre risas disimuladas con nuestros pies hasta que él logró pisarme de forma que yo ya no pudiese levantar mis pies del suelo. Me aplastó y de nuevo estaba sobre mí con todo el control en su mano.

–Dejad de jugar mientras estáis desayunando... –Murmuró su madre mientras ordenaba algo en la nevera y Jacinto resopló sin querer contrariarla.

–Sí, mamá... –Dijo con resignación, pero ella no era mi madre, y cuando él al final me liberó del peso de sus pies volví a rozar mis dedos con su empeine. Él no pareció dispuesto a seguirme el juego, y eso me gustaba aun más porque si él no respondía entonces yo podía hacer lo que me diese la gana. Le acaricié con mis pies, le conté cada uno de sus dedos, llegué hasta los tobillos y descendí de nuevo. Atrapé sus pues debajo de los míos. Me gustaba sentir el calor de estos en mis palmas, y cómo se movían un poco incómodos por mi peso. Me hubiera gustado hacer más para llamar su atención, algo más que mis pies por debajo del la mesa, pero él parecía impasible.

Cuando me devolvió la mirada supe que no pensaba en mis pies sobre los suyos, habían pasado a formar algo tan natural en él como su ropa o su cabello. Él pensaba en la escena de anoche. Me miró meditabundo y con algo de vergüenza por lo sucedido pero yo era incapaz de reprocharle nada y menos delante de su madre. Me imaginaba que de aquí a unos meses, en una conversación banal, saldría el tema y él se disculparía conmigo. Me diría algo como "No debí invitarte aquella noche a dormir. Sabía que mi padre estaba en el bar y volvería mal..." yo le quitaría importancia pero la verdad es que aunque intentase estar alegre y juguetón, aquellas palabras dichas de la voz de su padre no paraban de danzar dentro de mi cabeza. Aunque cerrase los ojos, aunque tararease, aunque intentase no pensar en ello, las palabras sonaban de fondo como el tráfico a primera hora de la mañana en pleno centro. Sonaban como una canción que no conseguía sacarme, y a veces yo mismo me sorprendía repitiéndolas en mi cabeza, con mi voz, con mi entonación, como si no pudiese evitar querer hacerlas mías, pues hablaban de mí.

Cuando terminamos de desayunar yo me vestí y él me acompañó hasta mi puerta. Me quedé sorprendido de que no se quedase en su umbral, como si acompañándome lograse esos dos o tres segundos a solas que necesitaba para lanzarme una mirada de perdón por lo acontecido. Yo no la necesitaba y hacía lo posible por no mirarle directamente a los ojos. Cuando llegamos a la puerta de mi casa se quedó al lado de las escaleras y yo a un paso de él. Suspiré, él suspiró conmigo. Al fin habló.

–¿Has dormido bien, de verdad? –Ese "de verdad" sabía lo que significaba. Estaba seguro de que se quería asegurar de que aquellas palabras dichas por su padre no me hubiesen conmocionado demasiado. Más preocupado estaba yo por él que por mí mismo.

–¿Y tú? –No contestarle fue una indirecta para que supiese que estaba más preocupado por él que por mí, pero él no lo entendió así, sino como una forma de eludir el tema para no afrontar que me había afectado. Craso error.

–Eso da igual. –Murmuró. Miro al suelo, se miró los pies en calcetines grises, gruesos. Feos.

–Eso no da igual. –Chasqueé la lengua y miré en dirección a mi puerta. Mis padres no solían espiar detrás de la mirilla pero me incomodaba pensar que al menos mi padre estaba al otro lado–. ¿Volveré a verte? –Pregunté, casi en un susurro inaudible. No quise preguntarlo en alto pero él me oyó y me miró como si acabase de decir lo más horrible que se pudiese pronunciar. No me contestó inmediatamente. Primero me miró de aquella forma, después se pasó la mano por la frente y suspiró, exhausto y frustrado.

–Tú ni caso... ya sabes... –No encontraba las palabras para disculparse, o simplemente para quitarle importancia.

–No quiero causarte problemas. –Le dije, sincero–. Si quieres, puedes venir a verme cuando quieras...

–Eso no tendría que afectarte a ti. –Dijo, y sentí que hablaba de algo más.

–¿A qué te refieres?

–Mi padre es solo mío. Solo yo tengo que... –Suspiró, miró a cualquier otra parte excepto a mí y cuando me devolvió la mirada lo hizo más tranquilo, sonriendo como si no pasase absolutamente nada. Le quitó importancia con una negación de rostro y suspiró otra vez más. Estaba dando por finalizada nuestra discusión–. Entra en casa. Seguro que tus padres pensarán que te hemos secuestrado.

Yo no me moví un solo centímetro y le miré con el ceño fruncido.

–Que sea tu padre, y tú su hijo no significa que tengas que aguantarlo todo de forma incondicional. –Tal vez fueran las palabras más sensatas que escuchaba en mucho tiempo porque se me quedó mirando en silencio, cavilando–. Tú ven siempre que quieras. –Insistí–. Y aquí en mi casa, de tu padre me encargo yo. –Aquello sonó amenazador, pero no era mi primera intención.

Otro en su lugar se habría desternillado de risa al imaginarse a un chico de trece años, escuálido y de rostro infantil enfrentarse a un hombre en la cuarentena ebrio y encolerizado. Pero él mostró una expresión de horror junto con una impotencia que le hizo paralizarse al pie de la escalera, temiendo que mis palabras no fuesen una mera broma. Yo no estaba bromeando, y no tenía problema ninguno en dar la cara por él, o la mano, o el cuerpo entero para protegerle, para defenderle o simplemente para vengar todo lo que había pasado.

Me metí en casa y antes de cerrar me volvía al descansillo para verle allí mirándome, entre apenado y algo trastocado intentando discernir entre la verdad y la broma en mis palabras. Entre el farol y el as debajo de la manga.

 

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