NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 3 (Parte II)

 

Capítulo 3 – ¿No prefieres dormir conmigo?

 

Su madre nos hizo unas pechugas al horno salteadas con patatas fritas y pimientos. Estaba delicioso y el ambiente se destensó un poco al llegar a casa. Supe actuar como en mi vida, aunque estaba seguro de que cuando llegase a mi casa y me encerase en mi cuarto me pasaría horas en vela repitiéndome hasta la saciedad cada una de sus palabras, cada una de las mías, para saber en qué momento todo se había torcido, qué podría haber hecho para evitarlo, qué hizo él para querer arreglarlo. Estaba todo muy claro. No vueles tan alto Ícaro. Me estaba destrozando por dentro. Era como un corrosivo que cada vez llegaba más hondo por cada vez que lo pronunciaba. Me estaba matando. 

Sentados a la mesa su madre, Jacinto y yo comimos y hablamos con el sonido de la televisión de fondo. Su madre fue la voz que encauzó la conversación a temas en los que todos pudiésemos opinar, aunque no me quité de encima esa constante sensación de condescendencia por su parte. Me sentí que volvía a tener cinco años y que todo lo que saliese de mi boca sería bien recibido con un alago y una palmadita en la espalda. 

–¿Y tú qué quieres ser de mayor? –Me preguntó cuando en realidad lo que debería haberme preguntado hubiera sido: ¿Qué quieres estudiar para aspirar a un trabajo que no conseguiría, dado que deberás conformarte con un empleo a medio sueldo de nada que tenga que ver con mis aspiraciones?

–No lo sé. –Dije y ella pensó largo tiempo algo que contestar a eso. 

–Ya lo averiguarás. ¿Sabes más o menos qué quieres estudiar?

–Historia, tal vez. Pero no quiero ser profesor como mi padre. –Dije y bebí agua–. No me gustan los críos. 

Ella se rió a carcajadas. 

–¡Pero sí tu eres un crío! –Rió aun más fuerte pero yo me quedé estupefacto ante su risotada. No le veía la gracia a lo que acababa de decir y Jacinto se quedó tan callado como yo mientras bebía en silencio y apartaba la mirada de ambos. Yo le miré reprochándole el comportamiento de su madre pero él no quiso intervenir. Supuso que yo solo era capaz de defenderme pero por deferencia a él, lo dejé correr con un suspiro. 

–No quiero trabajar en un instituto. –Aclaré–. Si estudio algo relacionado con historia tal vez sea para investigar o algo así…

–Me alegro de que tengas las ideas claras. –La miré sin comprender si era una broma o de verdad no había oído que no tenía claro qué hacer con mi vida. Terminé por obviar la conversación ya que supuse que no sacaría nada en claro. Jacinto intervino. 

–Tiene buen carácter. Como profesor tendría a todos los alumnos a raya. –Me miró pícaro y yo le devolví una mirada indescifrable. No supe si agradecerle su ánimo o golpearle porque sabía que me estaba haciendo una referencia que deseaba olvidar. 

–Estoy segura de que sí. Y a todas las alumnas las volvería locas. –Yo entonces si que me encontré perdido dentro de la conversación. No sabía si realmente me estaban gastando una broma o solo deseaba hacerme rabiar entre los dos aquél día. ¿Acaso no podría gustarles también a mis alumnos? ¿Acaso me servía de algo enamorar a alguna alumna si tener algo con ellas era ilegal? ¿Acaso en su cerrado pensamiento cristiano no entraba la idea de que yo pudiese estar enamorado de su hijo? Estaba sentado a mi lado y le deseaba con todo mi cuerpo. ¿Ella no lo veía?

Yo no contesté a sus palabras porque no lo vi necesario. ¿Qué clase de comentario podría haber hecho a aquello, si ella ya me había catalogado y etiquetado dentro de la categoría de “Hombre heterosexual sediento de jovencitas estudiantes”? Jacinto no dijo nada en absoluto y aquello ya me demostró que no iría en contra de sus padres por mí. Apenas lo hacía por él, qué haría por mí si yo era una tontería…

Cuando terminamos de cenar, justo antes de que recogiésemos los platos, mi tía me miró con una sonrisa amable y maternal. 

–¿Quieres quedarte a dormir? –Miró afuera, como si el hecho de que fuesen las diez o las tres de la mañana me impidiese subir un piso. 

–¿Esta noche? –Le pregunté algo aturdido, pues no me esperaba su propuesta. Mi primera reacción ante su asentimiento fue mirar hacia Jacinto esperando que él estuviese tan de acuerdo como su madre. Antes de mirarle me prometí que si vea el más pequeño destello de incomodidad, rechazaría la propuesta, pero al devolverme la mirada lo hizo con una sonrisa traviesa. 

–¿No dices siempre que apenas pasamos tiempo juntos? –Preguntó con maldad y yo le miré intentando desvelar qué se escondía detrás de aquellas intenciones. ¿De verdad no se daba cuenta de lo que me costaba estar a su lado siempre y no besarle, no acariciarle? ¿No era consciente de todas las veces que me había quedado mirando su cuerpo, su piel, sus manos y su rostro con ideas peligrosamente estrafalarias? ¿Acaso se regodeaba en el placer de frenarme en mis despegues? ¿Le gustaba torturarme con sus “No tan alto, Ícaro”? No estaba seguro hasta qué punto esto era una broma pesada, pero jugaría con todas mis cartas. 

–Si mis padres están de acuerdo, me parece bien. –Dije a lo que mi tía se levantó sonriendo y nos quitó los platos de por medio. Llevó todo a la cocina mientras yo me quedaba mirando con una expresión seria y desconfiada a Jacinto, que me devolvía una sonrisa juguetona y satisfecha. Quise preguntarle cuáles eran sus planes. Quise saber hasta qué punto estaba dispuesto a llegar. Si solo jugaría conmigo, si tal vez solo quería hacerme rabiar y llevarme al límite. ¿Me haría suplicar? Suplicaría si me lo pidiese. 

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Antes de las once mi padre bajó e hinchó el colchón de plástico que usamos aquella vez que nos conocimos. Lo dejó al lado de la cama de Jacinto igual que la vez anterior y cubrió esta con unas cuantas mantas gruesas y peludas, que bien podrían parecer un oso recién despellejado. Mis padres, mi tía y nosotros dos tomamos té caliente y hablamos hasta que a mi padre le empezó a entrar sueño y mi tía se metió en la cama nada más que se marcharon sus cuñados. 

Jacinto y yo nos metimos en el baño a asearnos antes de dormir. Mientras él se cepillaba los dientes yo oriné y cuando me dejó su cepillo para lavarme los dientes él orinó y se puso el pijama allí mismo. Esta vez verlo desnudarse no me produjo la misma incomodidad de la última vez. Tal vez porque estábamos los dos solos en un espacio tan privado, o porque yo mismo estaba cansado y con sueño, como para apreciar lo que se me estaba regalando. Más me ilusionaba tener su cepillo de dientes en mi boca. Me contuve a lamerlo y morderlo como hice con él mío, pero mientras me cepillaba los dientes le miraba queriendo gritarle “lo tengo en la boca, y mañana será todo tuyo”. 

Jacinto insistió en que no hacía falta que me bajasen un pijama, pues él tenía unos cuantos que bien podrían valerme. Craso error. Cuando llegamos a su cuarto y me pasó el supuesto pijama que me pondría para dormir resultó ser una ajada camiseta de manga corta con una marca de refrescos en la parte delantera. Era unas tres tallas más grande que yo y aunque bien podría servirme como pijama, me sentí estafado y le miré culpándole de haberme hecho ilusiones. Me desvestí delante de él sin apuro y me quedé mirando la camiseta con una expresión de horror a lo que él se rió y me pidió que no montase un numerito. Solo era una camiseta. Sin querer darle más vueltas me la puse y me metí hecho una bola de odio dentro del colchón hinchable. Era sumamente incómodo, frío, y cada vez que intentaba moverme sonaba un chirrido del plástico rozándose. Terrible. 

Jacinto, enfundado en un pijama de dos piezas gris apagó la luz, llegó hasta la cama, gateó sobre ella hasta encontrar la abertura entre las sábanas y se metió en ella gimiendo por el frío que hacía dentro de la cama. Estuvo al menos unos cinco minutos moviéndose, murmurando y susurrando incoherencias y al final, tras largo tiempo, susurró “Buenas noches”. Yo le contesté con un gemido. Me quedé mirando las luces que entraban a través de la persiana que se plasmaban en el techo de la habitación. Luces anaranjadas de las farolas cercanas, algunas amarillentas de los farolillos de los coches. El sonido de alguna bicicleta pasando a toda velocidad, el rumor de los canales. 

Un escalofrío. No me lo podía creer. 

Cuando alcé el cuello y me volví, ahí estaba mirándome, asomado al borde de la cama con la palma bajo su mejilla y esperando mi reacción con una sonrisa. ¿Me haría lo mismo a mí?

–¿Qué quieres? –Le pregunté, desganado de coquetear. 

–Solo te observó. Quiero asegurarme de que tienes un plácido sueño. 

–Eres idiota. –Le dije y volví el rostro al techo de la habitación. Solo ese gesto ya hacía gritar al colchón de plástico–. Y das mal rollo. 

–Que exagerado. –Suspiró y se rió después de aquello. Su risa siempre era tan dulce. Quise reírme yo también y tuve que contenerme–. ¿De verdad vas a dormir ahí? –Me preguntó mientras que yo soltaba un gran resoplido. 

–Sí. 

–¿No prefieres dormir conmigo?

–No, gracias. Estoy bien. 

–No te creo. –Canturreo y yo me volví a él para fulminarle con la mirada. 

–Es tarde. –Sentencié, borrando de su mente toda idea de que le iba a seguir el juego–. Deberías dormir. Yo, mañana no tengo clase pero seguro que tú sí que tienes que estudiar. –Me miró como si le hubiese golpeado con un mazo de realidad y acabó suspirando con resignación. Volví la vista al techo de nuevo y puse mis manos sobre mi pecho, entrelazadas, recordándome que debería dormir a pesar de que no tenía sueño, que deseaba dormir entre sus brazos, pero que en realidad mi orgullo me impediría acudir a él, y cuantos más minutos pasábamos en silencio más lejana se me hacia la posibilidad de arrepentirme y colarme entre sus sábanas. Llegó un punto en que lo descarté y lo olvidé. 

Deberían ser alrededor de las dos de la mañana cuando se escuchó un tintineo de llaves en la puerta de casa. Yo apenas había comenzado a adormecerme cuando me desvelé y contuve un respingo cuando alguien entró en la casa. Supuse que sería su padre que llegaba de trabajar, pero era tarde, muy tarde como para que acabase de salir del trabajo, y más considerando que trabajaba en la asociación de mi madre y esta ya estaba en casa. No le di importancia hasta que no me sobresaltó el portazo que se escuchó por su parte, sin cuidado ninguno a pesar de ser evidente de que todos estábamos ya en la cama. 

–¿Qué hacen las luces apagadas? –Exclamó cerca de nuestra puerta, pues habría de pasar por ella para ir a cualquier otra estancia de la casa. Lo oí pulular un poco con pasos torpes, descoordinados, casi como si un elefante desorientado intentase salir de un laberinto. Su voz sonaba enfadada, completamente incoherente el tono con la situación en la que se hallaba. No supe muy bien por qué, ni cómo explicarlo, pero aquel tono, aquella forma de estar, me hizo sentir miedo. Un miedo tan desconocido que me encogí en mí mismo un poco, intentando no hacer ningún ruido. 

–Shh… –Se oyó chistar con miedo a mi tía, que aparecía rápido en escena. Podía ver el marco de luz que entraba a través de la puerta, y unas sombras yendo de un lado a otro, poniéndome los pelos de punta–. Es tarde, todo el mundo está dormido ya. –Dijo ella para intentar apaciguarle, para intentar calmar su estado, pero eso no sirvió sino para alentar aún más a levantar la voz. 

–¿Y qué, que sea tarde? ¡¿Acaso yo no estoy en mi casa?! Puedo hacer lo que me venga en gana… –Su esposa seguía chistando, como si sirviese para algo–. ¡Puedo gritar todo lo que quiera! 

Estaba ebrio. Eso me hizo sentir una punzada de terror y culpabilidad. Estaba en medio de una escena que no me correspondía y tenía la sensación de que si entraba aquí y me veía, eso podría complicar mucho más las cosas. De repente se me vino a la mente la posibilidad de que no estuviese presenciando una escena inaudita o anómala. Sino que fuese algo más usual de lo que yo pensaba. Jacinto no hizo un solo ruido, deduje que estaba dormido y yo fingí estarlo también. O mejor muerto, para que ni mi corazón latiese. 

–Vámonos a la cama. –Intentó convencerlo mi tía–. Es tarde y mañana ya puedes descansar todo el día… 

–¡¿Cómo voy a descansar?! Sabiendo que tiro mi dinero, el que tanto me cuesta ganar, en este holgazán drogadicto… –Me sentí herido, y ni siquiera hablaba de mí–. ¡Lo echaré a la calle! ¡Que viva entre la basura, a ver si valora mejor las oportunidades que le ofreciésemos!

–¡Baja la voz! –Le suplicó mi tía. 

–¿Cómo no puedes verlo? ¡Es una maldita desgracia! ¡Dios mío! ¡Dios mío, qué cruz tan grande! ¿Por qué no lo encerré en un monasterio, como hicieron con mi hermano, cuando tuve la oportunidad?

–Deja de decir sandeces. 

–¿Es que acaso no ves que nos va a arruinar? He tenido que cuidar de mi madre hasta que se murió, y luego de mi padre, para poder tener comida con la que alimentarnos, y ahora este desgraciado se gasta mi dinero en perder el tiempo. ¿Qué no hará por ahí con sus amigos? Seguro que se pone ciego con mi dinero cada vez que sale… ¡Despiértale! ¡Despiértale y que nos cuente qué es lo que hace por ahí! –Yo me tensé debajo de las mantas.

–¿Cómo voy a despertarle? –Preguntó su esposa, temerosa, intentando persuadirle–. Está dormido. Mañana más calmadamente hablaremos de esto, ahora es tarde…

–¡Mañana! ¡Eso! Tú siempre lo dejas todo para mañana. Así está nuestro hijo. Todo es culpa tuya. 

–¡Baja la voz, por favor! Ícaro está en la habitación con él. –Oír mi nombre me produjo un sobresalto.

–¿Qué? –Preguntó. 

–Ha venido a pasar aquí la noche. Los despertarás… 

–¿Qué hace ese crío en mi casa? –Preguntó, y yo me sentí al borde del infarto–. ¿Quién te ha dado permiso para que se quede aquí a dormir?

–¿Acaso no puedo invitar a tu sobrino a dormir aquí, después de que sus padres, tu hermano y su esposa, te han dado trabajo y alojamiento?

–¡No les debo nada a esa panda de snobs con ínfulas de profetas de la moral correcta! ¡Pueden irse al cuerno, y su hijo el niño perfecto también! ¡No lo quiero en mi casa! 

–¿Qué demonios te ocurre? –Preguntó ella, expresando el dolor que a mí me estaba carcomiendo. Me temblaban las manos sobre el pecho. Los labios–. Solo es un niño…

–Ya, solo un niño. ¡Es don perfecto! Estoy hasta el cuerno de que mi hermano y su mujer nos restrieguen por la cara que es un prodigio, con modales y educación. Y nos miran como si fuésemos paletos garrulos. Y tu maldito hijo no hace nada por mejorar la situación. ¡Has parido a un inútil! ¡Mañana a primera hora sacas a ese crío del demonio de mi casa, y a tu hijo que no le vuelva a ver con ese muchacho…! –Alguien me tocó el hombro. Yo di tal respingo que casi vomité el corazón. 

Cuando me volví pude ver a Jacinto inclinado sobre la cama, con su mano agarrándome el brazo justo debajo de mi axila y tirando de mí para que saliese del colchón. Le seguí, hice lo que me pidió y acudí sumiso a su encuentro. Estaba aterrorizado, y él también. Tiró de mí hasta que salí del colchón y rápido se apartó para dejarme entrar a su lado en la cama. No supe muy bien si me acogió porque estaba apenado por mí o por él mismo. No me importó. Me acurruqué a su lado mientras él cubría con sus manos mis oídos y me besaba la frente, los ojos, las mejillas. Quise ser yo quien le hiciese eso a él, deseé poder consolarle tal como estaba haciendo conmigo pero yo solo pude abrazarme con fuerza, enredar mis piernas entre las suyas y prometerme que si a su padre se le ocurría cruzar aquella puerta, le mataría de la forma más cruel que conociese. 

–Shhh… –Murmuraba y conseguía oírle a través de sus manos–. No escuches, solo está borracho. No lo dice en serio. –Estaba hablándome a mí, pero se lo estaba diciendo a él. La voz de su padre sonaba al fondo, difuminada por la respiración de Jacinto, algo entrecortada. Su madre intentaba calmarlo y llevarlo a la cama. No sé hasta cuanto estuvieron así, pero Jacinto no paró de repetir como un mantra “Todo está bien, no te preocupes. Duerme. Solo está borracho.” ¿Cuántas veces se habría dicho eso a sí mismo? ¿Cuántas veces habría pasado por esto? ¿Por qué no me lo había contado? Por el mismo motivo por el que yo no se lo diría jamás a mis padres. Porque estaba aterrorizado. 

Jacinto pegó sus labios a mi frente y yo me agarré con fuerza a su espalda, presionándole contra mí. Sus manos eran útiles, pero sólo como un medio disuasorio para sentirme desprotegido, porque podía oír igual a su padre y a su madre discutir. Estuve largo rato mirando el rectángulo de luz que entraba a través de la puerta. Me quedé despierto hasta que todo se apagó y quedó en silencio. Sería alrededor de las tres de la mañana cuando al fin todo quedó en calma, pero aun así, en el ambiente se podía respirar la tensión, la brutalidad y el alcohol que había dejado su padre como un rastro inconfundible de algo que se manifestaba día a día como un tumor gangrenado.

 



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