NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 4 (Parte I)

 

Capítulo 4 – Eres como un querubín. No creo que podamos ser familia. 

 

Aquella mañana me desperté antes de que mi madre fuese a mi habitación a buscarme, como cada mañana. Solía hacerlo para que no remolonease en la cama y para mantenerme un horario, a pesar de que estuviésemos en vacaciones. Yo en un futuro se lo agradecería, pero por entonces odiaba que me hiciese levantar en un día sin colegio. Cuando mi madre vino a buscarme aquella mañana yo ya me disponía a abrir la ventana y ventilar la habitación. Me miró preocupada pero a la par, orgullosa por aceptar mi responsabilidad. Sus palabras me sonaron más a condena que a aviso. 

–Tus tíos vienen después de la hora de comer. El vuelo se retrasa un poco. –Dijo y yo asentí algo desanimado–. Tu padre irá a recogerles al aeropuerto. Yo tengo que escribir un artículo para mañana y me llevará tiempo. 

Sus palabras me sirvieron como excusa, pero no tanto como a ella. Yo suspiré largamente cuando ella me dejó a solas de nuevo y miré hacia el exterior. Entró una luz maravillosa que me acarició las mejillas con un tenue suspiro. La rutina de aquella mañana fue una larga y profunda dosis de fustigación. Hice la cama pensando en que mi primo podía pensar que yo era un desordenado por dejarla sin hacer y estiré cada arruga con la idea de que él se sentase en mi cama, que se tumbase sobre ella y sobase mis sábanas. Ordené el escritorio y la estantería con la idea de verle a él sentado en ella, mirándola o simplemente escrutándola con un deje de incomodidad por creerme un desorganizado. Limpié el polvo, ayudé a mi madre a barrer el suelo y le pedí que lavase mis zapatillas de deporte, sucias por el barro del parque. Ella me dijo que hoy no me las pondría, y yo le insistí en que al menos las lavase. Se limitó a dejarlas al lado de la lavadora. 

Cuando llegó la hora de comer mi padre salió para el aeropuerto y yo me senté a la mesa con mi madre. No me entraba un mísero guisante y ella, preocupada, se limito a ponerme un poco más de carne en el plato. Lo que ella no sabía es que con ello no solo fomentaba mi nerviosismo, sino que la idea del plato rebosando de carne me angustiaba en sobremanera. Cada pedacito de carne asada sobre el plato lo sentía tupiendo mi garganta. Aparté el plato y ella con un suspiro lo retiró de la mesa.

–Ve a vestirte. Vendrán en una hora. 

Asentí y salí corriendo a mi cuarto pero tras enfrentarme al armario, no supe qué debería ponerme. Los trajes elegantes estaban reservados para las noches a las que íbamos a algún evento, las camisas a estrenar eran demasiado feas, y las que me gustaban estaban demasiado desgastadas. Por mí me hubiera quedado con el pijama, pero mi padre me reprendería si llegaba a casa y me veía tan sumamente desanimado. Mi madre prefería que me pusiese algo con lo que me encontrase cómodo, pero en aquél momento no me hallaba cómodo ni en mi propia piel, mucho menos con una capa más sobre el cuerpo. 

–¿Cómo es él? –Le pregunté mientras ella sacaba del armario una camisa de manga corta, de color blanco, y la tiraba sobre la cama a mi lado. Yo, en mera ropa interior, jugueteaba con mis pies sobre el parqué. 

–No lo sé. –Dijo ella, pero de seguro que lo sabía mejor que yo–. Seguro que es un chico encantador. 

–¿De verdad lo crees?

–Supongo. –Suspiró y se quedó mirando unos vaqueros algo desgastados y los devolvió al armario. Yo me miré en el espejo delante de mí, y viéndome de cuerpo entero, me sentí terriblemente angustiado al pensar que tal vez yo no era más que una mota en medio de todo el círculo concéntrico de personas que rodearían al chico que estaba por llegar y daba igual lo mucho que me arreglase o acicalase, él no se percataría de mi presencia más que la mera convencionalidad con la que me saludaba todo el mundo. “Oh, qué guapo es” “¿Es tu hijo?” “Seguro que es un buen chico” y después de esas banalidades se dirigirían exclusivamente a mis padres para degradar la conversación a un tema mucho más serio. “Cosas de adultos” me decían, como si yo no supiese más que hacer castillos de arena en el parque. 

Me miré de nuevo. Un bucle rubio caía descuidado por mi frente. Me lo peiné con la mano pero se mantuvo en sus trece y volvió a partir mí frente a la mitad. El resto de mi cabello estaba más o menos ordenado. Escondí un par de ricitos tras mis orejas, pero al pensarlo mejor, decidí dejármelo donde estaba, porque mis orejas no me gustaban nada. Demasiado sonrosadas siempre. Mis pequeñas manos temblaban, mis pies temblaban. Mi pecho dolía. ¿Sería igual que yo? ¿Tendría también ojos azules? ¿Tendría la piel del mismo color que la mía? ¿Tendría pecas? Yo no tenía una sola peca, ni un solo lunar. ¿Tendría todos sus dientes de adulto? ¿Cuánto mediría? ¿Cuántas cosas sabía? ¿Conocería la mitología griega tanto como yo? No, nadie sabía tanto como yo sobre Ícaro. 

–Le hablaré de Ícaro. –Le dije a mi madre a lo que ella hizo un ligero mohín con los labios. 

–Es un chico de pueblo, cariño. No sé si sabrá quién es Ícaro. –Dijo despreocupada y yo fruncí el ceño. ¿Cómo alguien no sabía quién era Ícaro? Yo era Ícaro. 

Cuando mi madre al fin me dio unos pantalones vaqueros negros me hizo vestir a toda prisa. Mi padre había llamado desde el aeropuerto y había comunicado que ya se dirigían a casa. Eso puso a mi madre algo más nerviosa y en cierto modo me alegraba verla así. Ella reflejaba todos los nervios que yo intentaba masticar sin conseguir tragar. La idea de encontrarme con desconocidos no me preocupada. La idea de que esos desconocidos fuesen mi familia, eso sí que me aterraba. Cuando al fin conseguí abotonarme la camisa ya comencé a oler algo del perfume de mi madre alrededor de la casa. Ese olor a jardín con rosas que tanto le gusta. Me senté en mi cama, me quedé muy quieto y me escruté en silencio todos y cada uno de los pasos de mi madre. Sus idas y venidas por el piso, los sonidos del exterior, los coches. Solo uno se detuvo cerca de casa y eso me puso los pelos de punta. Me quedé estático mientras mi madre iba de un lado a otro. Cuando apareció en mi habitación me hizo dar tal respingo que por poco me caigo de la cama. Sus palabras me tensaron aún más. 

–Están subiendo ya las cosas. Bajo a ayudarles a instalarse. Tú quédate aquí. No te muevas. –Dijo y desapareció sin siquiera preguntarme si deseaba bajar con ella. Al parecer las formalidades vendrían más tarde. Yo era la guinda del pastel que se ofrecería al final de la ceremonia como último buen sabor de boca. Sin más alternativa que quedarme a solas en casa me bajé de la cama y caminé por el cuarto hecho un manojo de nervios. Juro que fui capaz de oír el revuelo de las personas subiendo y bajando los pisos, las maletas rodando, las cajas amontonándose en el rellano inferior. Salí de la habitación para observar que mi madre había dejando la puerta abierta. Solía hacerlo cuando no iba muy lejos pero eso siempre me alteraba. 

Sin pensar en si mi madre había cogido las llaves o no me abalancé a cerrarla. Agarré el pomo, lo empujé y sonó un “Clak” de la cerradura. Suspiré y recriminé a mi madre esa mala costumbre, pero una voz detrás de mí me hizo dar un respingo que a poco no se me sale el corazón por la boca. 

–¿Por qué cierras? –Dijo alguien a mi espalda. 

Cuando me giré, vi a un chico apoyado en la puerta de la cocina que salía al pasillo, mirándome, cruzado de brazos y con el hombro apoyado en el umbral. ¿Cuánto tiempo me había estado mirando? Parecía que el suficiente como para haberse acomodado en aquella postura tan irreal. Yo me quedé tan sumamente paralizado que fui incapaz de decir nada más que no fuera un suspiro por el propio susto que abandonaba mi cuerpo poco a poco. 

Lo miré con el mayor recelo que pude. Se había colocado un maldito vagabundo en mi casa y era incapaz de mediar una sola palabra para al menos echarle. Pantalones desgastados, rotos, desaliñados. Manchados de barro en la parte baja y con unas zapatillas sumamente rotas. Una camiseta de manga corta negra y con agujeros en la parte que rozaba seguramente con el cinturón. En su expresión no vi más que desagrado, superioridad y seguramente algo de curiosidad por mí. Seguro que no tanta como yo por él. Pelo negro, negro como un tizón. ondulado, recortado por los lados y con algo más en la parte superior en un vago intento por hacer una cresta. La piel morena, bronceada, y el rostro pecoso. Lleno de tantas pecas como estrellas en la noche estrellada de van Gogh. A medida que le recorría con la mirada iba descubriendo que las pecas no se detenían en su cara, vagaban libremente por su cuello y sus brazos. Y podría haber apostado a que el resto de su cuerpo se veía igual de pecoso. Pero algo era mucho más llamativo que sus pecas, y era la violencia con la que sus negros ojos me recorrían cada pequeña fibra, cada microscópica célula de mi anatomía. Por un momento me desnudó con la mirada, me sentí frágil y a la vez denso. Frío y ardiendo. Podría haberme desmayado en ese momento si no le hubiera visto sacarse una manzana verde y darle un mordisco que me dejó incrédulo. 

–¿De dónde has cogido eso? –Le pregunté señalándole la manzana. Me sentí Dios, por un momento, preguntándole a Adán de dónde había sacado ese maldito fruto prohibido y porqué me resultaba tan sumamente violento saber que me lo había robado a mí. 

–¿Esto? –Preguntó alzando la manzana en el aire, interponiéndola entre su mirada y la mía, y formó un ligero mohín con la nariz–. De la cocina. –Dijo sin más como si fuera suficiente respuesta y volvió a morderla. De nuevo esa sensación de violencia. 

–Me la has robado. –Dije, más herido en mi orgullo que preocupado de que se hubiese colado un extraño en casa. Él levantó una ceja, juguetón y sonrió de lado con la mejilla repleta de manzana verde. Sus labios se habían humedecido por la manzana. 

–Sí. –Aseguró con rotundidad. 

–¿No tienes casa? –Pregunté–. ¿Vives en la calle? –Él me miró sorprendido y acabó riendo para sus adentros–. Puedo llamar a mis padres para que vengan y te den algo de comer… pero no nos robes comida. –Me miró ahora sí ofendido y frunció el ceño. Eso me hizo dar un vuelco en mi intento de negociación y retrocedí un paso, agarrando el pomo de la puerta como indicador de que si iba a perseguirme, yo le llevaba ventaja–. O también puedo llamar a mis padres, y hacer que te echen de aquí. –Volvió a tranquilizarse y miró de hito en hito mi hogar. Después me miró a mí de nuevo y observó con devoción que no había movido un solo músculo. Tragó en silencio la manzana y volvió a morderla, haciendo que el ruido de su carne al partirla con sus dientes apagase el silencio que se había establecido. 

–Soy un vagabundo. –Dijo, como si repitiese las palabras que yo había pronunciado de forma mecanizada, asimilando mi razonamiento–. ¿Me prestarás tu cama para dormir esta noche?

–No. –Dije, con rotundidad, pero mi rudeza con un sin techo me pareció excesiva. Intenté corregirme–. Pero puedes dormir en el suelo, a mi lado. –Frunció los labios. No pareció convencido. 

–No importa. Te robaré la cama. Porque también soy un ladrón. –Chasqueo la lengua resignado con su rol, el que yo le había proporcionado y sin que se lo esperase, me reí. 

–No puedes llevarte la cama, tonto. –Dije, en mi más humilde inocencia–. Pesa demasiado… 

A él no le gustó una pizca que me riese, incluso si fue algo sumamente inocente. Yo mismo me habría enternecido con mi propia risa pero él no. Volvió su oscura mirada a mí y agarró con decisión la manzana, hasta el punto en que pensé que me la lanzaría. Se separó del umbral en mi dirección y en ese momento me recorrió tal escalofrío que por un solo segundo sentí cómo se me escapaba la oportunidad de abandonar de inmediato la casa y sobrevivir, pero sin poder hacer nada, sus oscuros ojos me hechizaron y no pude mover un solo músculo. Me quedé de espaldas a la puerta, sintiendo como las decoraciones de esta se me clavaban en los omoplatos al retroceder. 

Avanzó muy lentamente, disfrutando, saboreando de mi temor. Intenté mantenerme estático y no mostrar una sola pizca de terror, pero a medida que avanzaba me iba desarmando más y más hasta el punto en que se quedó a un palmo de mí, mirándome desde la superioridad que le otorgaba su altura y sonrió satisfecho con el resultado de su intimidación sobre mí. Volvió a morder la manzana y me salpicó parte de su zumo en las mejillas. No le aparté la mirada, quería mostrarme inquebrantable, pero a él no le molestó mi desafío. 

–Así que tú eres el famoso Ícaro… –Dijo en un susurro que más bien parecía el principio de una amenaza de gánster americano. Ahora sacaría la pistola y me diría que si volvía a acercarme a su barrio me haría probar el sabor del plomo en la garganta. 

–Sí. –Dije, a punto de patearle en la espinilla pero él se mordió el labio pensativo. 

–Eres como un querubín, no creo que podamos ser familia…

 

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