NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 3 (Parte I)

 

Capítulo 3 – Un Moisés de mimbre y una manta rosa. 

Mi madre solía decir que yo había sido el bebé más limpio y hermoso que había visto nunca de recién nacido. Nací el 5 de septiembre de 1994 por cesárea porque mi madre no dilató lo suficiente. Ella se sintió muy aliviada al saberlo y nací alrededor de las ocho de la tarde. En la propia habitación ya me esperaban un moisés de mimbre y una manta rosa con la que arroparme. ¿Qué más puedo decir de mi nacimiento? Yo estuve presente pero no es como si me acordase de algo. Mi padre estaba demasiado nervioso como para tener sus recuerdos como veraces y mi madre estaba prácticamente dormida. Me gustaría poder recordar algo de ese instante, pero a la par, ¿qué importancia tiene un mero día en el calendario que recordar? Al final todos nacemos, no tienen nada de particular. 

Mis recuerdos de infancia son escasos. La verdad es que tampoco estoy seguro si quiero recordar nimiedades tan absurdas como los juegos a los que jugaba cuando mi madre me llevaba al parque después de clase, o si deseo hablar acerca de las materias que cursaba o de los compañeros de clase que tuve en aquellos años. Antes de los cinco años, apenas tengo memorables historias que deban ser contadas, pero bien puedo haceros una pequeña introducción a mi hogar, al hogar en el que nací y que formó parte de mi más tierna infancia. 

Yo me crié en una pequeña casa holandesa tradicional. De esas que se ven en las postales de las tiendas. Un piso en un edificio de colores marrones con esos tejados en punta y pequeños vanos por los que entra la poca luz que nos permite el sol holandés. Como si el sol en otras partes del mundo no fuese la misma estrella incandescente. Delante de nuestra calle, discurría un canal que nos separaba de otra fila de bloques similar al nuestro. Un bloque de tres pisos, uno por cada casa, uno por cada familia. Un barrio apacible, un lugar residencial tan tremendamente ideal, que la sola idea de formar parte de ello me resulta tan artificial que no consigo sentirme cómodo con la idea. Una vida demasiado estereotipada para cualquiera que pueda vernos desde una tercera perspectiva. Pero la vida transcurre igual si vives en un pequeño piso en Holanda, o en una granja en el sur de Francia. Alguien estaba viviendo una vida, no como la mía, pero tan vida como la de cualquiera al otro lado del continente y yo ni si quiera sabía de su existencia. 

En mi edificio éramos tres familias. Los del primer piso eran un matrimonio mayor con un hijo de más de treinta años. El padre y el hijo trabajaban juntos en una zapatería unas calles más abajo. La más bonita del lugar pero no la más barata. A veces mi madre compraba allí zapatos tan solo por compromiso y que no pensasen que comprábamos zapatos en tiendas más baratas. A mi padre, eso le molestaba. No le hacía gracia la idea de tener que aparentar ser lo que no era. Pero mi madre resumía su argumento diciendo “Viven justo debajo, no debemos estar a malas con nuestros vecinos”. Yo entiendo la postura de mi padre, quien se fue de su hogar dejando atrás a su familia solo por no aparentar ser quien no es. Pero también la postura de mi madre, mucho más precavida. Nuestros vecinos son quienes nos prestan las herramientas cuando estamos haciendo chapuzas y quienes nos riegan las plantas cuando estamos de vacaciones. Al final, en esto se reduce la vida, en favores por compromiso, nunca por verdadera humanidad. 

En el piso del medio vivían una pareja muy joven, casi adolescentes, los cuales solían pasearse por ahí con un niño de dos años en brazos. La gente pensaba que era su hijo, y aunque a veces decían que sí solo por no dar explicaciones, nosotros sabíamos que tan solo era el hermano pequeño de ella, cuyos padres murieron casi después de que el bebé naciese en un accidente de coche. Ella se encargó de su hermano, y el chico de ambos a la par. Siempre hablaban de irse a vivir lejos. De una ciudad a las afueras, aunque fuera en medio de la nada. Siempre alegres y joviales se reflejaba en su rostro la verdadera tortura que suponía haber sido golpeados por una realidad que ellos no habían deseado. Odiaba que nos dijesen: “Hemos mirado una casa a las afueras, en el norte” “Mis padres nos pagarán este mes de alquiler y al siguiente ya nos mudamos” “El niño ya tiene ganas de que nos vayamos”. 

La vida no son siempre castillos en el aire. Tal como la vida los juntó, ellos se separaron. El hombre acabó renunciando a la familia de la que había sido el cabeza tan prematuramente. La chica, no pudiendo hacerse cargo de su hermano, lo llevó a un hogar de acogida y ella se vio forzada a encontrar trabajo para mantenerse. La vida, supongo. 

Pero esta no es la historia de mis vecinos, ni tampoco la de mis padres, por mucho que guste hablar de ello. Es mi vida. Mi casa, el hogar que me ha visto crecer, reír, llorar y follar. Mi hogar, un humilde piso con suelo de madera, con un baño raquítico y la cocina más humilde y hermosa que haya visto jamás. A veces con humedades, con las ventanas chirriantes en invierno, con el mal olor del canal en verano. El hogar donde me enamoré, el hogar donde me despojé de mi piel para adentrarme en el alma de otra persona. Un hogar, tan sumamente agradecido que en aquellos días silenció mis llantos, guardó mis recuerdos y me ha refugiado en mis peores momentos. 

Uno de los recuerdos más importantes de mi vida antes de que él apareciese y truncase toda mi existencia, ha sido la explicación de mi padre sobre mi nombre. Ícaro. No recuerdo la primera vez que le pregunté al respecto, pero supongo que la primera vez que me lo contase sería por propia voluntad suya, dado que para mí el conjunto de fonemas que forman la palabra Ícaro no significaba otra cosa que mi ser como individuo. Yo no conocía a otro chico que se llamase como yo, ni tampoco a ningún famoso con el que compararme. Mi padre solía decirme que hubiera querido llamarme Miguel, como el arcángel, pero mi madre no quería. Yo le decía que tenía un compañero llamado Miguel, en mi clase. 

–Ícaro, hijo mío, –solía decirme–, es el nombre que tenía un joven griego. Hijo del arquitecto Dédalo, el constructor del laberinto de Creta. 

–¿Qué es Creta?

–Una isla, la más grande de Grecia. –Yo asentía y él continuaba con su relato–. Ambos estaban retenidos en la isla, por el rey de esta, Minos. El padre ideó, para salir de la isla, construir unas alas con las plumas de aves que el viento desplazaba hasta la isla. Las pegó con cera y después se las ataron a la espalda. Cuando ambos se dispusieron a volar para escapar, el padre le advirtió al hijo que no volase demasiado bajo, o el agua del mar haría que se le mojasen las plumas ni tampoco demasiado alto, o el sol derretiría la cera y caería. Pero una vez estaban volando, Ícaro ascendió demasiado y el sol derritió la cera, precipitándole hacia el mar, donde murió. 

Había oído mil veces esa misma historia, con las mismas palabras y la misma expresión de sus labios. Cada vez que se la pedía, él me la contaba, estuviésemos donde estuviésemos o con quien estuviésemos. Me encantaba la idea de que mi nombre fuese algo más que un vocablo cualquiera para designarme. Acto seguido, si lo tenía a mano, le pedía que me mostrase imágenes de Ícaro. Salía corriendo, le faltaba tiempo, para alcanzar un libro de historia del arte, grueso como un baúl, y abrirlo por las hojas siempre más sobadas y arrugadas. En una incluso dejamos caer un par de gotas de té. Me mostraba ciertas obras de arte inspiradas en aquel mito. Primero la de Jacob Peter. Siempre la de Jacob. Era la favorita de mi padre por lo que solía llamar “la maravillosa contorsión del cuerpo de Ícaro”. Con esas palabras llamó al cuadro. “El cuadro del Ícaro contorsionista”. A mí me gustaba mucho más la versión de Frederic Laighton Esa postura tan escultórica, de un joven moreno tan andrógino que mira al horizonte intentando escudriñar a través del mar su propia muerte. Mi madre, más fan de los grabados que de la propia pintura, sentía devoción por el grabado de Andrea Alciato que representaba a un Ícaro desplumado como un pollo, cayendo a plomo sobre el mar. A mí no me gustaba esa representación. En ella no aparecía su padre para ver la muerte a la que había condenado a su hijo, sí mostraba sin embargo al sol con rostro humano contemplando el desastre que habían causado sus rayos. 

Ser pequeño también tiene sus inconvenientes, pues cuando asistíamos a alguna iglesia como invitados a una boda o incluso como meros turistas, yo le gritaba a mi padre frente al altar mayor, ¡Mira, padre, es Ícaro matando a un monstruo!” a lo que mis padres reían y la gente alrededor debía preguntarse si yo iba allí por peregrinación o para pedirle a Dios un cerebro, como en el Mago de Oz. Mi padre soltaba su comentario de frivolidad “Ícaro tiene más de demonio que de ángel” y mi madre le golpeaba en las costillas con el codo con un sonido de su lengua “Aquí no te pongas a desvariar.” 

–“¿Ícaro es un demonio?”

–No, hijo. –Contestaba mi madre con toda la dulzura del mundo–. Lo que intenta decir tu padre, es que es de una religión pagana, y por lo tanto, contraria a la iglesia católica. 

–¿Y quién es ese ángel?

–El Arcángel Miguel. –Contestaba mi padre, con una voz profunda y firme, experimentada en sus años como servidor de Dios–. El ángel que según el Apocalipsis derrotó a Satanás. 

–¿Y Heros? –Preguntaba yo–. ¿También derrotó al diablo? –Ahora sí que se tronchaban… 

Odio alargar las introducciones con convencionalismos familiares y anécdotas sin importancia. Odio que las contextualizaciones se vean tan densas y aburridas. Tan estereotipadas. Demasiadas palabras sin sentido. Demasiadas vicisitudes. ¿Dónde empieza el drama? ¿Dónde está la irremediable condena que a todos nos llega? ¿Dónde está el amor? ¿Qué importa ya si mis padres se desternillaban en medio de una iglesia o si mi padre me contaba historias sobre la etimología de mi nombre? 

Mi vida empezó un día cualquiera señalado sin más que por mera convencionalidad en el calendario. Empecé a vivir en un día soleado, de esos pocos días soleados que nos visitan en Ámsterdam. Creo que aquél día el sol salió para recibirle a él, para recibirnos a ambos, el uno al otro, para el contrario. Sin sol, creo que me habría dado absolutamente igual, pero que aquél día estuviese iluminado por la amarillenta luz del sol holandés, me hizo sentir más cómodo y aliviado. Aquél día no fue un sol holandés. Fue él, que trajo su sol mediterráneo consigo. Y lo dejó para siempre, con nosotros. 

En el verano de 2004, cuando yo estaba a punto de cumplir diez años, mis padres me reunieron en el comedor como solían hacer cuando planeaban una salida juntos, unas vacaciones, cuando mi padre nos informaba de que tenía que hacer un viaje de varios días fuera o cuando mi madre tenía que ir a visitar a sus padres a Inglaterra por una temporada. Aunque ella ya apenas tenía contacto con ellos, ciertas obligaciones administrativas la obligaban a veces a partir a Londres. Aquella vez ellos estaban algo excitados y nerviosos, pero vi un deje en su mirada que me dejó un tanto preocupado, como si esperasen que esa emoción me embargase a mí también, pero no estaban del todo seguros de que eso fuese a suceder realmente. 

Me senté en el sofá con las manos sobre mi regazo y con los pies flotando en el aire, comencé a inquietarme mientras mis padres se miraban con cierta complicidad. No estaba seguro de poder corresponder esa infantilidad pero me animé pensando que estarían planeado algo para mi cumpleaños. Ellos se dieron la mano y ese gestó truncó mi ánimo. Mi padre estaba a punto de decirme algo que sabría, no me gustaría. 

–Tenemos que hablar. –Dijo–. Tenemos una muy buena noticia–. Mintió. 

–¿Qué es? ¿Es por mi cumple? Aun queda casi un mes…

–No, hijo. No es por tu cumple. –Se miraron de nuevo con complicidad. 

–¿Vais a darme un hermano? –Pregunté, y sentir repulsión inmediata ante aquella palabra, pues no me hacía a la idea de compartir a mis padres, mis dos grandes pilares, con un niño más. 

–No. –Dijo mi madre, casi asustada de mi pregunta a lo que mi padre la miró con curiosidad y ella le miró a él horrorizada ante mi ocurrencia–. ¿De dónde has sacado eso?

–No lo sé. –Dije, la verdad es que ni yo mismo sabía a qué venía aquello. Los nervios me engatusaban con absurdas teorías. 

–Queríamos contarte una noticia. Mi hermano me llamó anoche. –Dijo mi padre mientras me miraba directo a los ojos. En muy pocas ocasiones me había hablado de su familia, de su vida antes de venir a Holanda. Ni él me había hablado de ella ni yo le había preguntado. Suponía que tenía un hermano por las pocas fotos que alguna vez me enseñó de su infancia rural, pero ni si quiera había pensado en que esa persona siguiera viva, pues igual que el recuerdo de aquél se había difuminado en la mente de mi padre, también lo habría hecho la persona. 

–¿Tu hermano?

–Sí. 

–¿El de Francia?

–Sí. –Dijo él, algo más aliviado por mi incesante curiosidad–. Llamó anoche informando de que vendrá a vivir a Holanda, con nosotros. 

Yo me quedé mudo, pensativo. Mi madre me miró con el recelo, conocedora de que la mente de su hijo nunca estaba satisfecha con meras palabras en forma de excusa. Miré a mi padre y después miré a mi madre. Su mirada me confirmó que algo más había detrás de toda esta iniciativa. 

–¿Tan de repente? –Pregunté. Mi madre me miró, anonadada. 

–No, –dijo mi padre–, llevo hablando con él varios meses. Nuestros padres murieron hace unos meses, él ya no tiene trabajo allí y no quiere vivir en el pueblo donde nacimos porque no hay trabajo ni calidad de vida… –Mi madre le detuvo, estaba dando demasiadas explicaciones para un niño de casi diez años. 

–La cuestión es que le hemos dicho que hay un piso, justo debajo del nuestro, que se alquila y yo puedo darles trabajo en la organización, como contables.

–¿Tíos?

–La mujer de tu tío. –Aclaró. Ellos nunca me hablaron de que estuviese casado. Mi tío para mí solo fue el hermano de mi padre del que se desprendió a los veintipocos años. 

–Vendrán a vivir aquí, con su hijo. –Sentenció mi padre. La palabra “hijo” me chocó como si un mazo me hubiera golpeado la nuca. Fruncí el ceño levemente y creo que debí poner la expresión más rara que ellos hayan podido ver jamás en mí, pues mi padre volvió a cogerle la mano a mi madre, preocupado por mi reacción tan inesperada. Fruncí los labios, pensé detenidamente en qué decir, y sin querer ofenderles me limité a encogerme de hombros. 

–¿Te parece bien? –Me preguntó mi madre como si mi decisión fuese algo definitivo y pudiese revocar el traslado de mis tíos. Asentí sin saber exactamente qué buscaban de mí más que mi mera aceptación. 

–¿Podré jugar con mi primo? –Pregunté en mi más cegada inocencia. 

–Supongo… –Dijo mi madre, levemente decepcionada. 

–Es mayor que tú. –Aclaró mi padre, como si eso fuese una condena. 

–No pasa nada. –Dije, encogiendome de hombros–. Hablo con niños mayores en la escuela. 

Ellos se miraron, más preocupados que aliviados y acabaron soltándose las manos con la certeza de que por mí no había problema ninguno. En ese momento no entendí a que tanto revuelo porque yo estuviese conforme con este cambio, pero hoy entiendo que durante diez años, yo había sido el centro de la vida de mis padres, su nexo de unión, y su motivo para levantarse cada mañana. No podría imaginar qué habría sido de ellos si yo hubiese hecho una pataleta y no hubiese querido conocer a mi familia, pues era la primera familia que conocía  aparte de a ellos dos, era el primer contacto con extraños que podía llamar de mi sangre, y al parecer, si mi padre se separó de ellos en su momento, fue por algún motivo demasiado íntimo y complicado como para que un niño de diez años lo entienda. Ahora entiendo que yo no era más que un espejo donde ellos pudieran reflejarse, más mi padre que mi madre, para poder decirse a sí mismo que estaba feliz de que su hermano apareciese en su vida de nuevo, pero a la par, estaba tremendamente asustado de que después de tantos años, después de tanto tiempo, su relación aún fuese tan gélida y distante como aquella llamada de madrugada, un 20 de diciembre.


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