NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 5 (Parte I)

 

Capítulo 5 – No somos más que un experimento social

 

Nuestros padres subieron en poco tiempo, cuando él y yo ya habíamos aclarado el vínculo que nos unía y a mí me estaba devorando la vergüenza por haberle confundido con un mero vagabundo. Nos presentaron a todos con mera convencionalidad y también nos presentaron entre nosotros como si él no hubiera estado oliendo mi miedo a cinco centímetros de mi rostro. Delante de sus padres mantuvo la misma expresión de suficiencia y superioridad mientras miraba algo aturdido alrededor, cada detalle de mi casa, cada pequeña decoración de mi salón. Sentí que nos juzgaba a mí y a mi familia con una mera mirada y eso me enfurecía. Me hizo sentir tal impotencia que apreté mis manos en puños mientras mis padres y los suyos discutían animadamente sobre el ambiente, el clima, la contaminación de la ciudad y los malditos charcos de agua que empapaban el suelo holandés de forma permanente.

No dije una sola palabra, y mis padres pudieron tomarlo como un evidente rechazo, pero estaba aturdido y acalorado y solo deseaba irme a mi cuarto a dar una buena y larga bocanada de aire. Pero aquel impulso fue un error porque nada más ponerme en pie, mi padre exclamó. 

–Sí, eso es Ícaro, lleva a tu primo a tu cuarto y enséñale tus juguetes. Dejad hablar a los mayores. –Esa expresión de mi padre jamás se la había conocido antes. Siempre me había tratado como un adulto, como un igual, incluyéndome en sus conversaciones y animándome a participar en cualquier debate o trifulca. Mi opinión siempre había valido el mismo peso que la suya o que la de cualquiera. Pero esa forma de descalificarme como alguien pequeño e inferior me hizo fruncir el ceño. Si eso era algo puntual por la emoción, lo dejaría pasar por alto, pero si este era el resultado de la influencia que su hermano ejercía sobre él, no me gustarían los años siguientes. 

Cuando salí del salón y me dirigí a mi cuarto sentí detrás de mí unos pasos cansados, algo remolones que me seguían y me invadió ese terror de pesadillas cuando oyes al monstruo perseguirte y tú solo deseas salir corriendo, huir todo lo rápido que puedas, pero eres incapaz porque es un sueño, y en un sueño tu cuerpo no suele obedecerte todo lo bien que podría hacerlo en la vida real. Pues tal como en un sueño mantuve el ritmo de mis pasos a pesar de sentir arder mis mejillas y sudar mis axilas, y cuando entré en mi cuarto me quedé sujetando la puerta hasta que pasase dentro. Apenas me miró cuando entró, apenas me dirigió una sola mirada. Y como si fuese el monstruo de un sueño, cerré nada más cruzo para quedarnos a solas. Ese gesto no le pareció raro aunque sí que me miró por encima del hombro, para cerciorase de que el sonido de la puerta correspondía a que yo había cerrado detrás de él. Le separé de su familia, le separé de mis padres, y le dejé a solas conmigo. No sabía si eso me gustaba o si estaba a punto de ser devorado por caer en mi propia trampa. 

Lo primero que se me ocurrió hacer fue sentarme en la cama. Tampoco estaba dispuesto a enseñarle cada pequeño rincón de mi cuarto y mucho menos intentar entretenerle o divertirle con mis juguetes después de que él se colase en mi casa así sin más a pesar de que mis padres le dijeron que podía subir a nuestro piso. Después de esa mirada fría y penetrante.

–Esta es mi habitación. –Dije, y al instante me sentí como un completo estúpido, pues era evidente que lo era. 

Sin decir una sola palabra hizo un puchero con sus labios y miró alrededor con la curiosidad de un inculto visitante de museos, con ojos entrecerrados y una expresión cansada y tediosa. Con un gesto de su mano alcanzó algunos bolis en la mesa, alguna libreta, la tiró por ahí, después movió un poco algunos papeles que había esparcidos y emitió un gemido moribundo que falleció en su garganta como diciendo “aquí no hay nada interesante”.

Después con sus dedos comenzó a acariciar cada línea de la mesa, cada intersección en la madera, llegó a la estantería colindante y revolvió entre algunas figuras de acción que tenía colocadas de pie ahí. Después ojeó sin reparo algunos libros, algunos cómics, rozando y sobando sus lomos como si realmente buscase algo concreto entre ellos. Se detuvo en un libro de mitología nórdica y grecolatina para niños y una versión reducida e ilustrada de la Odisea. Los sostuvo ambos sobre la palma de una de sus manos y con la otra mano pasaba rápido las páginas, sin detenerse en nada, sin leer nada en absoluto. Cuando los dejó en su lugar sostuvo una figurita de acción de Super–Man y la observó desde todos los ángulos posibles, para volverla a dejar en su sitio exacto. 

–Esos son mis juguetes. –Dije, pero al sonar tan rudo y egoísta, decidí darle a mis intenciones una pincelada de amabilidad–. Pero si quieres, puedes jugar con ellos. 

Él me miro por encima del hombro como si no necesitase mi permiso en absoluto para jugar, toquetear o quedarse con lo que le viniese en gana de todo lo que suponía mi cuarto, pero a juzgar por su descarado comportamiento, creo que habría reaccionado de la misma manera con cualquier otra área de la casa. Se quedaría el retrete mismo si con eso lograba hacerle sentir con el control. Yo remoloneé con mis pies igual que había hecho esta mañana y volví a atusarme el pelo, a colocármelo detrás de las orejas, a peinarme algún mechón ondulado, a revolverme los rizos. 

–¿Cuántos años tienes? –Le pregunté, deseoso de saberlo. Tendría al menos 18. 

–14. –Dijo y yo asentí, emocionado por oírle hablar aunque fuese de su edad. Eso me daba pie a seguir una conversación. 

–Yo tengo casi 10. –Suspiré pero él no pareció haberme oído, o le importó bien poco porque la conversación se detuvo ahí y él siguió jugueteando con mis pertenencias. 

Me planteé la posibilidad de que tal vez solo buscaba molestarme al tocar mis pertenecías, pero a mí no me resultaba incómodo, sino más bien intimidado, puede que incluso honrado de que se dignase a rebajarse para tocar mis cosas, pues en cierta parte también me tocaba a mí. Estaba dejando su olor por todo mi cuarto, estaba marcando con sus yemas cada una de lo que ahora serían sus pertenencias ¿Cuándo me tocaría a mí? 

Y de repente, suspiró. Fue un suspiro que más bien parecía un gemido que no había terminado de nacer de su garganta, tal vez un resoplido. No supe interpretar aquello y mi primera opción fue que tal vez se aburría y solo intentaba romper el silencio con un mero suspiro deseando que este trajese algo más. La segunda alternativa que pensé fue que algo le sucedía. Algo le dolía para haber emitido aquella sentimental emoción en forma de aire tan sutilmente expulsado. Algo fuera de mí, algo fuera de mi control le había ocurrido pues por un segundo me había sonado tal como un animalillo herido. ¿Se habría dañad el tobillo como un cervatillo dolorido? ¿O tal vez fuese un depredador malherido tras una pelea? Por un momento me excité al pensarle tal frágil y débil, tan sumamente sumido y en mi poder, pero a la vez me aterrorizaba la idea de que no fuese un infantil gemido, sino un grito de guerra, una bocanada de aire antes de lanzarse a la pelea. 

Volvió a la estantería como si allí hubiese olido el rastro de otro animal y volvió a coger alguna figurita en sus manos. La observó, se la quedó mirando largo rato y juraría que solo le faltaba acercársela al rostro y olfatearla para aprenderse mi aroma y recordarlo la próxima vez, pero no lo hizo. Me violentó que tan descaradamente tirase el muñeco sobre la mesa y estuve a punto de pedirle que parase. Ya me lo imaginaba, si continuaba así, metiendo la cabeza dentro del cajón de mi ropa interior y aspirar profundamente. ¿Debería haberle pedido que parase? Ya era demasiado tarde pues le había dado total libertad de hacer con mis pertenencias todo lo que quisiera, y conmigo también. 

La idea de su rostro entre mis calzoncillos me hizo enrojecer hasta el punto en que me sentí las orejas en llamas. Me las oculté por el pelo y me aplasté los bucles a cada lado de mi cabeza controlando la respiración. Odiaba esta horrible reacción biológica de ruborizarme, pero mucho más me costaba no pensar en excentricidades que me hiciesen enrojecer. Para disimular mi precipitada reacción comencé a juguetear con mi pelo, enredando mis falanges en algún mechón, acariciándome las mejillas con los extremos de algunos mechones y me surgieron dudas que no hacían sino acalorarme aún más. ¿Cómo olería su pelo? ¿Sería tan suave como el mío? Siendo tan negro, ¿Podría tener un tacto tan diferente como su color distaba del mío? ¿Qué champú usaba? ¿Cómo olería húmedo de sudor?

Me permití imaginarme que le acariciaba el extremo de su flequillo vuelto hacia arriba, mis yemas recorriendo su nuca, sus sienes en aquel cabello más corto. Después hacia sus mejillas fundiendo su cabello en su piel. Y por último, internando mis dedos en su cuero cabelludo y tirando de él para redirigir su rostro a mi antojo. 

–¿Sabes que mi nombre, Ícaro, proviene de un mito griego? –Dije siendo pedante y alardeando de mis conocimientos solo para detener de una vez el silencio que se había establecido entre ambos. Como si mi propuesta de conversación le fuese satisfactoria pero no plenamente, se volvió a mí, apoyó la espalda en la estantería y se cruzó de brazos descansando una de sus piernas cruzándola. 

–¿Ah sí? –Preguntó con una ceja en alto, como si poco le importarse.

–Sí. Un chico y su padre estaban… –Comencé, pero él me cortó. 

–Prisioneros en Creta… ya ya… –Dijo con suficiencia–. Y el chico, por idiota y desobediente se cayó al mar y murió ahogado. –Dijo con toda la dureza y frialdad que pudo, dejándome helado. Sentí que con sus palabras yo había recibido esa triste y lamentable muerte de sus manos. 

–¿Conoces el mito?

–Sí. –Suspiró y estaba a punto de volverse pero estiré un poco más de la conversación para no perderle tan precipitadamente. Y menos después de sentir que me había clavado un puñal en el costado. 

–¿Por qué tu madre te ha llamado “J”? –Pregunté y el rodó los ojos–. ¿Cómo te llamas?

–Jacinto. –Dijo y yo debí sonreír más de la cuenta pues él pareció turbado–. Como la planta. –Aclaró él pero yo negué con el rostro. 

–No, como el amante de Apolo. –Él dio un respingo, turbó aún más su expresión, y se volvió a la estantería nuevamente. Me arrepentí al momento de aquél comentario porque volvió a instalar el silencio entre ambos. Me quedé mirando su nuca. Era la nuca más hermosa que había visto nunca. Su cabello negro se fundía en algún punto sobre su piel morena y las pecas por toda su nuca hacían esa transición mucho más amena. 

–Jacinto era un hermoso príncipe espartano que enamoró a Apolo, del cual fue su amante. Céfilo, dios del viento, también estaba enamorado de Jacinto, y celoso de Apolo, mató a Jacinto cuando este estaba aprendiendo a lanzar el disco. Antes de que muriese, Apolo reclamó su alma frente a Hades, el dios del infierno, y de la sangre derramada por Jacinto hizo crecer una flor, el Jacinto. 

Dándome la espalda no pareció escucharme una sola palabra, pero yo tampoco me sentí mejor al contarle aquello, porque puede que ya lo supiera o puede que no le importase en absoluto. Él volvió a mirar los objetos en la estantería. 

–Mis padres me pusieron el nombre por la flor. 

–Ya, pero el nombre de la flor viene por el mito… –Dije yo, a lo que él se encogió de hombros. 

–Ellos no conocen el mito. 

–Pero tú sí. –Dije y él se volvió a mí con una prepotencia que desapareció en cuanto me descubrió con el ceño fruncido y cara de pocos amigos. Yo bajé la mirada a mis pies pero me hubiera gustado tener la fuerza de mantenérsela lo suficiente como para que no me considerase un cobarde. Él produjo un ruidito con la lengua, un chasquido hastiado mientras se cruzaba de nuevo de brazos. Me hubiera gustado verle de alguna otra forma que no fuese tan enfadado. 

–Esto no te va a gustar, pero sí que me quedaré a dormir aquí esta noche. –Dijo con determinación. Yo le miré intrigado y él señaló con el mentón hacia afuera–. Ellos aun no se lo han dicho a tus padres, pero no creo que esta noche podamos dormir en nuestra casa. Apenas sabemos dónde están las cosas dentro de las cajas de mudanzas como para hacer las camas y dormir ahí. 

Tras un breve lapso de tiempo, meditando en cómo acontecerían los sucesos, volvió a hablar. 

–Es solo cuestión de tiempo que mi padre diga algo como “Puf, no sabemos ni dónde tenemos las cosas de aseo” para que la convencionalidad de tus padres les obliguen a decir. “Hoy estáis demasiado cansados, el viaje ha sido muy largo. ¿Qué os parece si cenamos fuera y pasáis la noche aquí?”

–¿De verdad? –Le pregunté, más asombrado que preocupado. 

–Seguro. Aún eres muy joven para verte venir estas situaciones. –Volvió a mirar con un deje de recelo hacia la puerta cerrada y volvió su mirada a mí–. ¿Tenéis sofá–cama?

–Sí. El del salón. 

–Pues ya está decidido. Nos quedaremos a dormir. 

–¿Dormirás conmigo? –Pregunté, pero en vez de sonar como una mera pregunta informativa, pareció una petición desesperada. 

–Sí quieres… –Dijo, interpretando mal mi tono. Yo resoplé hacia un lado, disimuladamente y oí unos pasos caminar por el pasillo. Pasaban de largo, de seguro que se dirigían a la cocina–. Aquí encerrados no somos más que un experimento social. –Dijo y no le entendí en absoluto. Él tampoco hizo el menor esfuerzo por explicármelo. Supuso que yo no le había entendido pero al no pedir aclaraciones, tal vez no estaba perdido del todo. A los pocos segundos alguien llamó con suaves nudillos y el padre de Jacinto apareció asomando tímidamente la cabeza por entre la puerta, como si temiese encontrarse una escena privada o embarazosa. Seguro que de saber que aquí se estaba produciendo tal situación, habría entrado derribando la puerta. Tal vez solo quería aparecer como flotando, suavemente y sin que su presencia rompiese el ambiente. 

–¿Todo bien por aquí, chicos?

–Todo bien. –Contestó él y su padre me miró a mí buscando también mi aprobación. Yo sonreír y asentí energéticamente. Ese hombre ahí asomado, buscándonos con una mirada temerosa, era mi tío. No era capaz de acostumbrarme a tal apelativo y mucho menos a que él era tan parte de mí casi como mi propio padre, pero apenas se parecían a mí o a mi madre. Si es cierto que ciertos rasgos se asemejaban bastante a mi padre, ambos tenían el pelo castaño, algo rizado, ojos oscuros y esa maravillosa barba de dos días contra la que me encantaba restregarme. Una súbita necesidad de abrazar a aquél hombre me sorprendió hasta el punto en que no pude seguir mirándole hasta que no se marchó con un: “Iremos a cenar a una pizzería aquí cerca. Espero que os parezca bien” 

–Vosotros también sois un experimento social. –Le dijo Jacinto mientras me miraba a mí con una sonrisa cómplice. Su padre no lo entendió pero yo no pude evitar reír por lo bajo, y por primera vez, me sentí que ambos formábamos parte de la misma sintonía. Su padre desapareció aliviado de que no nos hubiéramos matado, lo cual me hacía pensar que no terminaba de fiarse del comportamiento de su hijo. ¿Qué habrá hecho para ese recelo? ¿Cuántas veces su padre le habrá estirado de las orejas? ¿Alguna vez le habrían golpeado?

 

 

–––.–––


En la mitología griega, Jacinto o Hiacnto fue un joven héroe amante del dios Apolo. De su nombre proviene el de la planta homónima. 




 Capítulo 4 (Parte I)     Capítulo 6 (Parte I) 

 Índice de Capítulos




Comentarios

Entradas populares