NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 2 (Parte III)
Capítulo 2 – La primera siempre sabe desagradable.
–¿Qué tal te encuentras? –Me preguntó cuando al fin nos sentamos en la mesa de un bar del centro. Acogedor, ya habíamos estado allí antes. Era un lugar que nos habíamos acostumbrado a frecuentar cuando teníamos tiempo para estar juntos y un lugar recogido con refrescos y comida era mucho más tentador que quedarnos en casa fingiendo pereza solo por no salir a la calle–. ¿Te duele mucho?
–No. Solo noto quemazón. –Miré en dirección a la camarera a la que le habíamos pedido nuestra comanda que iba de un lado a otro. El lugar estaba más o menos lleno con algunas mesas aún vacías, las más grandes, pero con ese murmullo de conversaciones tan joviales y amenas como la nuestra, reverberando a lo largo y ancho del local mientras en cada mesa se reproducía una historia diferente de gente desconocida con problemas tana anodinos como los nuestros.
–Hay gente que después de un tatuaje tiene síntomas de fiebre, mareos, cansancio o incluso se les llega a infectar.
–Vaya… –Dije, comenzando a preocuparme pero él me sonrió tranquilo.
–Pero no suele ser lo normal. Tú tranquilo.
–Vale. –Suspiré y él me estrechó la mano por encima de la mesa. Me encantaba que hubiese ganado en confianza en los últimos tiempos, hasta el punto de poder tocarme de una forma tan cómoda e íntima aunque a mí me pareciese un gesto del todo perverso y cruel.
Apareció un camarero con nuestra comanda. Un botellín de cerveza Heineken para Jacinto y un refresco de cola para mí. Nos dejó un platito con la cuenta a un lado y se marchó con la misma imparcialidad con la que había llegado. Yo dejé un billete de cinco euros encima del platito y lo aparté sin darle importancia. Él me devolvió una mirada pícara que no supe interpretar.
–¿Qué?
–Nada. –Rodó los ojos.
–¿Qué? –Repetí con más impaciencia.
–Se me hace extraño que me invites. –Suspiró y se mordió el labio inferior–. Me hace sentir violento.
–¿Por qué?
–Porque eres menor que yo, porque eres menor de edad, porque yo estoy bebiendo algo más caro, porque hoy te he hecho daño y eres tú el que paga…
–No le des tantas vueltas y disfruta de la maldita cerveza. –Le dije a lo que él sonrió algo conformista y pegó un gran trago a morro desde el botellín a pesar de que le habían dejado un vaso de tubo al lado para servirse ahí la cerveza. Me encantaba verlo beber de esa forma tan vasta y despreocupada. Solo el poder apreciarle rodeando con sus labios la boca del botellín merecía la pena arruinarme para pagarle todas las cervezas que quisiese beberse. Él no entendía que para mí, pagarle una cerveza era un placer, no un esfuerzo o sacrificio. Me encantaba hacerlo, me encantaba sentirme mejor por pagársela, más educado, más acaudalado, más adulto y así lograr llegar un poco más cerca de su nivel. Hacerle sentir violento era la única manera de rebajarle al mío.
–¿Qué tal vas en clase? –Preguntó como solía hacer cuando no teníamos tema de conversación sobre el que parlamentar.
–Bien. –Suspiré–. De aquí a un mes tengo los exámenes finales ya… –Medité–. Y tengo dos trabajos por entregar la semana que viene. Uno de historia sobre los pactos establecidos en Europa después de la Segunda Guerra Mundial y otro de latín, un resumen de La Guerra de España de Julio César.
–Suena complicado. –Dijo él jugando con el botellín, haciendo círculos con la base–. Ojalá pudiera ayudarte.
–No es necesario. –Negué. Sabía que solo se ofrecía por convencionalidad–. Lo llevo bien.
–Pues claro que sí. –Me sonrió–. ¿Cuándo terminas las clases?
–Mediados de Junio. Para el veinte ya estaré libre de exámenes y entregas de trabajos. ¿Por qué?
–Si aun sigo en la tienda, –de tatuajes, se había acostumbrado a llamarlo solo “tienda”–, tenemos todo julio y medio mes de agosto libres. El dueño ya tiene reservado una semana en Colonia y no para de hablarnos del viaje que hará con su pareja a no sé donde, a visitar no sé qué museo, a comer no sé qué restaurante…
–¿Qué piensas hacer tú ese mes y medio?
–¿Cómo qué pienso hacer? –Preguntó casi ofendido–. Pasarlo contigo… –Yo le miré con sorpresa–. ¿Qué creías?
–Ah. –Dije y jugué con una gota de agua que había en la mesa, extendiéndola con la yema de un dedo.
–¿No quieres? Pareces decepcionado…
–No. –Me apresuré a decir–. Es solo que me ha pillado por sorpresa. A veces creo que te apabullo bastante…
–No. –Negó, bebiendo de la cerveza. Yo lo imité con mi refresco–. Es solo que entre el trabajo, tus estudios, apenas nos vemos un par de veces por semana…
–Es en realidad un récord. –Dije y él frunció el ceño–. Nos vemos más a menudo de lo que solíamos hacerlo hace unos años.
–Ya, pero ahora es diferente.
–¿En qué?
–En todo. –Dijo y sin querer darme más explicaciones me apartó la mirada y comenzó a rascar las letras estampadas en el botellín. Yo me sequé la mano con el pantalón y suspiré.
–Me encantará pasar las vacaciones contigo. ¿Tienes planes en mente?
–Podemos ir a la piscina, visitar algún museo que te guste, dar vueltas por ahí. Cualquier cosa. No soy exigente. –Dijo sonriendo–. ¿Irás a algún lado con tus padres de viaje?
–Aún no lo sé. –Me mordí el carillo–. Mis padres son de esos que no planifican. Se levantan un día y me hacen las maletas y nos vamos.
–Hum. –Murmuró pensativo–. Mis padres sí se irán. La primera semana de Agosto creo, cuando les den las vacaciones en la organización. –Pensó mientras bebía–. Se irán a Francia. Una tía de no sé qué hermana ha estado muy enferma estos meses y puede que no llegue a finales de año. Ya sabes cómo son estas cosas, visitas de última hora para limpiar conciencias…
–¿Irás con ellos?
–No es mi intención.
–Hum. –Bebí del refresco y miré a lo lejos como pasaba una bandeja con algunos bocadillos.
–¿Tienes hambre?
–No. –Mentí. En realidad no tenía dinero para más–. He comido algo antes de salir de casa.
–Yo sí tengo hambre. ¿Te importa si me pido algo de comer?
–Siempre y cuando te lo pagues tú… –Le dije con una expresión de ofensa pero en realidad intentaba ocultar la vergüenza de no poder pagárselo. Él se levantó con una mueca de disculpa y se acercó a la barra para pedirle algo a la camarera. El asiento vacío delante de mí era una imagen mucho más imponente de lo que jamás me habría imaginado. Sus palabras aun estaban sobre la mesa sin él para jugar con ellas. ¿Qué había cambiado tanto? ¿Qué era lo que habíamos hecho para que la órbita de este desmesurado planeta hubiese invertido su sentido? ¿Éramos nosotros o algo fuera de nosotros había cambiado?
Cuando regresó lo hizo con dos sándwiches de queso calientes, uno para mí y otro para él.
–Te dije que no tenía hambre. –Le espeté pero ni se molestó en reprocharme nada. Cogió su sándwich y le pegó un bocado. Lo saboreó, cerró los ojos y disfrutó de cada crujido en su boca. Yo le imité. Estaba realmente bueno. Al poco me terminé el refresco.
–¿A tus padres no les parecerá mal que no vayas con ellos a Francia?
–Supongo. Pero no puedo depender toda la vida de lo que a mis padres les parezca mal o bien. Yo también tengo mi punto de vista y mi forma de vivir. Ni siquiera conozco a la tía, abuela, hermana de no sé quién…
–Hasta hace unos años ni siquiera sabías de mi existencia. –Le dije y él asintió usando mis palabras como argumentos.
–Eso quiero decir. Si tengo que preocuparme de todos los que me corresponde por consanguineidad…
–Ya…
–Solo tengo mes y medio de vacaciones, y quiero disfrutarlos…
–Te admiro por eso.
–¿Por disfrutar de mis vacaciones? –Preguntó riéndose.
–No, por eso no. Por tener decisión por encima de las convencionalidades sociales. Como no querer celebrar tu cumpleaños o mandar a la mierda a un familiar que agoniza en su lecho de muerte.
–Que exagerado eres. –Dijo frunciendo el ceño y arrugando la nariz–. Me has dejado como si fuese un insensible.
–No pretendía. –Dije y un acto reflejo me hizo coger el vaso con el refresco, pero al ver que solo quedaban dos hielos medio derretidos en el fondo lo dejé en su sitio y él me extendió el botellín con una naturalidad fingida. En realidad podía ver a través del brillo de sus ojos que deseaba saber cuál sería mi reacción ante tal acto de naturalidad.
–Aun soy menor… –Dije con tranquilidad.
–Lo sé. Pero no pasará nada si solo bebes un poco. –Miré a ambos lados divisando que los dos camareros estaban ocupados para coger el botellín, beber y cuestionarme si me vería igual que él al beber.
El amargor me hizo apartarme la botella de la boca y fruncí el ceño, tragando disgustado. El amargor se intensificó aún cuando ya había tragado el líquido. El regusto que me dejó fue extremadamente desagradable. Él cogió el botellín con una sonrisa malvada y bebió después de mí. Me sentí arder cuando me di cuenta de que me besaba a través de la botella.
–La primera siempre sabe desagradable. Pero cuando llevas varias entran mejor que el agua. –Dijo encogiéndose de hombros y yo le miré con desgana. Solo esperaba que nadie me hubiese visto beber de la botella.
Terminamos de comer y él se terminó su botellín. Pagamos y salimos fuera con el irremediable impulso de ponernos las chaquetas que hasta ese momento habían colgado de nuestros antebrazos. Él se puso la chaqueta de cuero con las solapas decoradas con pins y chapas y yo me puse el fino cortavientos azul. Metí las manos en el bolsillo y nos detuvimos unos pasos por delante de la puerta del bar. Le miré, por la fuerza de la costumbre y sabiendo de sus manías le pregunté:
–¿Vas a fumar? –Él asintió rebuscándose en los bolsillos de la chaqueta el paquete de cigarrillos. Era ya un hábito que cuando tomábamos algo en algún bar, en alguna cafetería, o incluso en algún sitio de comida rápida, al salir se fumaba un cigarrillo como una convencionalidad que alargar la despedida, el regreso a casa, el postre después de la copiosa cena. El chupito de hierbas.
Caminamos hasta rodear la manzana y colarnos en una callejuela entre dos manzanas. Sus padres aún no sabían que él solía fumar. No lo hacía con frecuencia pero había aumentado su consumo de un paquete mensual a uno semanal en los últimos años. Pero jamás fumaba en su casa cuando sus padres estaban en ella, y ambos éramos conscientes de que él era mayor de edad y suficiente responsable como para matarse a cigarrillos si lo deseaba, pero no le importaba esconderse a fumar si andábamos por los alrededores del barrio donde vivíamos si con ello evitaba una discusión con sus padres.
La primera vez que le vi fumar hacía dos años de aquello. Yo le acompañaba a hacer unos recados que acabaron en una estresante tarde, entre compras en tiendas abarrotadas de personas, comercios que no tenían lo que necesitábamos y nos obligaban a desplazarnos varios kilómetros en busca de otros lugares donde adquirir las compras. Aquella tarde llegamos a su casa con sus padres ausentes y no pudo aguantarse las ganas de sacar el paquetillo de cigarrillos, llevarse desesperado uno a los labios y encendérselo soltando una gran bocanada de humo. Nos encerramos en su habitación y me hizo prometer que no se lo diría nadie.
–Ya sabía que fumabas. –Le dije a lo que él me miró sorprendido y aterrorizado–. A veces cuando no han estado tus padres y bajaba a verte en tu habitación flotaba una neblina con olor a tabaco. A parte del hecho de que he visto varias veces asomarte el paquete de Lucky del bolsillo.
Después de aquello le otorgué la confianza de fumar delante de mí siempre que quisiera. Siempre se extrañaba y preguntaba si yo no me preocupaba por él. Si no le soltaría comentarios tipo “eso te matará” “el tabaco es muy dañino” pero yo me limitaba a encogerme de hombros, completamente convencido de que él era responsable para cuidar de sí mismo. “Algo te matará, si no es el tabaco, será una enfermedad o un coche”. Con el tiempo ambos empezamos a acostumbrarnos a la presencia del otro en esos momentos muertos en que se detenía a fumarse un cigarrillo, el sonido del clip del mechero, el suspiro acompañado de un gemido placentero en la primera bocanada. Su mirada absorta en la punta del cigarrillo encendido observando que estaba bien encendido y después su despreocupada expresión al tirar la colilla al suelo y aplastarla con el pie.
–Me siento culpable por hacerte pasar frío. –Me dijo una vez en pleno invierno, resguardados debajo de un saliente mientras él fumaba. Yo negué con el rostro. No me importaba el frío.
Volviendo al momento que nos atañe, aquél día ya era de noche. Pasaban de las nueve y media y la gente llenaba las calles. Las personas que habían estado de compras regresaban a casa tras cerrar los comercios, las personas que salían ahora iban directos a los pubs o bares de alrededor. Viernes por la tarde, en un día agradecido sin lluvia, era un sueño hecho realidad. Las farolas de las calles ya se encendían, toda la calle principal alumbrada y nosotros escondido en un hueco donde pasábamos inadvertidos de toda la ciudad.
Jugué con una piedra que había en el pavimento. La golpeé y chocó contra un contenedor. La perdí de vista entre las sombras y suspiré desanimado. Él me observaba en cada uno de mis movimientos y aunque eso me hacía sentir incómodo, en el fondo me encantaba ser objeto de su atención.
–¿Qué tal le va a tu padre en el instituto? –Me preguntó. Yo no entendía a qué venía esa pregunta. Solo para rellenar el silencio. Me encogí de hombros.
–Bien, como siempre.
–Me alegro… –Suspiró y le dio otra bocanada. Yo me acerqué a él, remoloneando alrededor y me apoyé al lado de él en la pared en que reposaba la espalda. Le miré y me encantaba que tuviésemos ya una altura muy similar. Él tenía más espalda que yo, estaba más fuerte, pero era esbelto, y me sentía envidioso de su cuerpo. Le miré de arriba abajo y él me miró de la misma manera, como reconociéndonos el uno al otro. Me volví a él y apoyé el hombro en la pared.
–Suéltalo.
–¿El qué? –Dijo, sorprendido.
–¿En qué estás pensando? ¿Qué quieres decirme? –Él suspiró, rodando los ojos.
–¿Soy transparente o algo así? Dímelo…
–Sí. –Hice un gesto apremiante con la cabeza.
–Pensaba en que me ha emocionado mucho que te hayas tatuado un Jacinto, por mí…
–¿Quién ha dicho que sea por ti? –Pregunté ofendido y él se tensó, serio–. En realidad es por un chico de mi clase que se llama así y que me cae muy bien. Qué egocéntrico eres pensando que era por ti… –Rodé los ojos y él me miró serio esperando que me riese y le dijese que era una broma, pero sabía que no lo haría y resopló, perdiendo toda esperanza.
Sacudió la ceniza del cigarrillo con un chasquido del pulgar sobre el filtro y yo interpuse mis dedos antes de que se lo llevase de nuevo a la boca. Se lo quité con decisión pero con delicadeza, ante su estupefacción. Rodeé el filtro con mis labios, aspiré y solté el humo pensativo. Imité su gesto para quitarle la ceniza que sobraba y volví a aspirar del filtro, esta vez mirándole a él directamente a los ojos. Su pasmo me puso cachondo. Solté el humo frente a él y cuando le devolví el cigarrillo se había quedado mudo. Como me hubiera gustado besarle en ese momento para unir el humo de nuestros pulmones, pero no sucedió. Él no dijo nada al respecto, y yo tampoco indagué más en ello.
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