NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 21 (Parte II)


Capítulo 21 – Estaba perdiendo todo atisbo de escapatoria.

 

Pasó una semana en completa calma. Pasó el día de mi cumpleaños que mis padres y yo celebramos en soledad en nuestro hogar con unos pastelitos de chocolate y mi padre me llevó al cine a ver una película bien entrada la tarde. El nuevo curso estaba a la vuelta de la esquina. Ya los profesores me advirtieron de que sería un año difícil pero yo no conseguía saber hasta qué punto algo podría ser complicado para mí. Mientras que otros alumnos se desgañitaban cuando hablan de la dificultad de los exámenes, yo, aunque los suspendiese, no lograba verlos como algo realmente complicado. Supuse que había cosas mucho más complicadas. Mucho más difíciles de lograr. Con metas tan inalcanzables como Jacinto, aprobar un mero examen era algo muy nimio en comparación.

Las hojas empezaron a caerse de los árboles. Septiembre había empezado ya y todo el mundo comenzaba a ponerse abrigos y chaquetas para salir a la calle. El verano se había esfumado casi de un plumazo y todo el mundo volvía poco a poco a sus rutinas, a sus trabajos, a sus vidas olvidadas por algún tiempo, guardadas en el fondo de algún cajón. Cada año se me hacía más tedioso empezar un nuevo curso escolar, pero después recordaba que la escuela no era más que una preparación para la vida real y se me quitaban las ganas incluso de seguir viviendo.

Una semana antes de empezar las clases me encontraba yo tirado sobre la cama después de la hora de la comida, mientras oía a mi padre roncando en el sofá del salón seguramente con un libro sobre el vientre y a mi madre trabajando en el despacho. A veces la oía llamar por teléfono, a veces la escuchaba salir al baño o a la cocina y volver a encerrarse en el despacho con decisión y resignación. Yo me recosté en la cama y comencé a leer algún libro que encontré por alguna parte. No recuerdo qué era ni por qué lo escogí. Solo quería matar el tiempo de alguna manera hasta que llegase el final del día, dónde pudiera acostarme y pensar en él, poder imaginármelo a mi lado, oliendo las mantas en mi cama anhelando que fuese su cuello, o su espalda.

Alguien llamó a la puerta cuando estaba en la cocina preparándome un té. Tuve que dejarlo todo por ir a atender el llamado porque mi padre no se había despertado y mi madre estaba tan absorta en sus tareas que era incapaz de imaginarme que salía de su nube solo para atender la puerta. Cuando llegué y la abrí, me encontré a Jacinto parado delante de mí con una camisa bajo un jersey beige y unos vaqueros negros rotos, mirándome como si supiera que era yo quien le fuese a abrir la puerta. Apenas abrí la puerta y le divisé, me volví a la cocina, hablando desde allí.

–Pasa. –Le dije cuando me escabullía–. Estoy preparando té. ¿Quieres?

–Si, por favor. –Dijo. Su amabilidad y su tacto al hablar me resultaron sumamente agradables, pero me hicieron sospechar que realmente este no era el Jacinto que tanto se había reído de mí o me había hecho rabiar. Estaba suave y mullido como una gominola. Cuando apareció por la cocina se cruzó de brazos y se apoyó en el umbral de la puerta con una expresión soñadora, mirando cada uno de mis movimientos. La tetera ya burbujeaba. Vertí agua en dos tazas y solté una bolsita de té negro en cada una de ellas–. Dos cucharadas. –Dijo mientras me veía servirme azúcar. Removí ambos con la misma cuchara metálica y después le entregué a él uno y yo me quedé con otro. Se quedó con la taza humeante de la mano y yo frente a él. Esperaba que me dijese el motivo de su visita pero no parecía haber ninguno por lo que opté por no molestar a mis padres con su presencia.

–Vamos a mi cuarto. –Suspire–. Mi padre está dormido en el sofá y mi madre trabajando en el despacho.

Me siguió sin objetar. Llegamos a mi cuarto y cerré la puerta detrás de mí. Me disculpé por no haber ordenado mi cuarto pero él dijo que el suyo estaba mucho peor. Aparté un par de zapatillas del suelo, quité el libro de la cama y antes de darme cuenta él ya se había sentado en la silla del escritorio, dejando a su lado la taza de té. Yo probé de la mía y la dejé al lado de la suya. Me senté en la mesa del escritorio apartando un par de cuadernos y puse mis pies descalzos sobre sus rodillas. Jugó con mis pies en sus manos. Estaban calientes por haber sujetado la trazada durante largo rato.

–Se me hace extraño. –Dije, pero él no entendía a qué me estaba refiriendo–. Nunca subes a vernos. Siempre bajo yo o nos encontramos fuera…

–Ah. –Musitó–. No me gusta molestar. Y después de lo que pasó con tu padre… –Suspiró–. Me da pavor.

–Supongo. –Apretó uno de mis pies en su mano. Bebió un poco de té, frunció el ceño y dejó la taza a un lado. Yo sonreí–. ¿No te gusta el té negro? –Negó con el rostro y estuve a punto de bajarme de la mesa para prepararle otra cosa pero me detuvo con su mano en mi muslo.

–Está bien así, no te preocupes. –Siguió jugando con mis pies.

–¿Y a qué viene esta repentina visita? ¿No creerás que me conformaré con un “solo pasaba por aquí…”?

–La verdad es que esta semana ha sido genial. –Dijo, con una sonrisa satisfactoria y tranquila. No era una amplia sonrisa animada y feliz, era más bien un sonoro suspiro de paz y sosiego. Como si le hubiesen arrancado una espina clavada. Yo le miré interrogante.

–¿Qué ha sucedido esta semana para que te veas así?

–Adeline ha regresado hace unos días y quedamos para hablar de nosotros.

–¿Lo solucionasteis?

–Sí. –Dijo, calmado y con una sonrisa mientras me cubría un pie con sus dos manos. Yo fruncí los labios.

–¿Así de simple?

–No es simple. Hablamos durante horas, dijimos todo lo que nos molestaba del otro e incluso discutimos. Pero al final lo solucionamos y nos arreglamos. Nos queremos mucho para que una tontería nos separase. –Yo fingí una sonrisa.

–Me alegro mucho por vosotros. Ella es muy buena chica.

–¿Y yo no soy un buen chico? –Me pregunto fingiendo estar ofendido. Negué, y él abrió los ojos de par en par. Acabó poniendo los ojos en blanco y cuánto me gustó aquella expresión. Con los ojos desorbitados y el cuerpo tan relajado. Bebí un poco de té y él se me quedó mirando hasta que terminase. Dejé la taza a mi lado y le miré inquisidor.

–¿Qué más te ha sucedido?

–El otro día encontré el valor de contestar el correo que me mandaron mis amigos de Francia. Creo que me pasé bebiendo o tal vez la cena no me sentó bien, pero les escribí todo un testamento. Al final me sentí sumamente relajado.

–¿Qué les dijiste? –Pregunté muy curioso.

–De todo. Les culpé de la mayoría de problemas que tuve cuando era adolescente y vivía allí en Francia, les recordé todas las veces que me había metido en peleas y reyertas para defenderles, cuando yo en realidad no tenía nada que ver en ellas, y todas las veces que les había encubierto frente a sus padres. Les dije que estaba cansado de su actitud infantil y de que ni si quería se hubiesen tomado un momento para pensar que para mí no había sido fácil marcharme de mi país, y que era muy fácil odiarme desde allí, con toda la comodidad que suponía seguir con su vida normal, como cada día.

–Hiciste muy bien. –Golpeé su hombro–. Eso tenías que haber hecho desde el primer momento. Aquí tienes buenos amigos y me tienes a mí. No te sientas solo, por mucho que ellos quieran que te sientas así.

–Lo sé. –Apretó mi pie.

–¿Algo más? –Le pregunté.

–¿Te parece poco? –Yo me sorprendí ante su pregunta.

–No… –Aparté la mirada pero él me movió el pié.

–He dejado lo mejor para el final, no te creas. –Sonrió, esta vez sí que muy ampliamente, como si se hubiera estado guardando la sonrisa para mí, para este momento. Como si hubiese intentado retenerla desde el primer momento que entró por casa. Yo bebí de mi te y le miré directo a los ojos. Podía verlos brillar con ilusión y paz. Era Ulises, que acababa de desembarcar en Ítaca–. ¡He conseguido un empleo!

–¡¿De veras?! –Me erguí en la mesa. Él hizo lo mismo en la silla. Me abrazó las piernas.

–¡Sí! –Me mordí el labio inferior. Me han contratado en un bar de aquí, del centro, a unas manzanas.

–¡No puedo creerlo! –De verdad que no podía.

–¡Sí! –Me abrazó con más fuerza–. Me contratan por siete meses, de momento, para trabajar de jueves a domingo en jornada completa. ¡¿Te lo puedes creer?!

–No, no me lo creo. –Dije, excitado por su entusiasmo.

–¡Ah fin! Tengo trabajo. Me llamaron ayer para preguntarme y apenas les contesté a un par de cosas me pidieron que me pasara por allí para conocerme. ¡Me contrataron casi al instante! ¿No es maravilloso?

–¡Maravilloso! –Posó su barbilla en mis rodillas. Yo le acaricié el pelo. Era tan sumamente encantador–. ¿Te han dicho de cuanto es tu sueldo?

–Por poco que me den, en siete meses conseguiré lo suficiente para la máquina de tatuar y todo…

–¿Le has dicho para qué quieres el dinero?

–Sí. No han puesto objeciones.

–Eso es genial.

–La verdad es que el pobre hombre estaba bastante preocupado porque su hermano al parecer, con el que trabajaba, ha sufrido hace poco un accidente de coche y ha quedado impedido por un tiempo. Así que es genial… –Se retractó–. Bueno, lo siento mucho por ese hombre… ya sabes… pero para mí… –Le acaricié la mejilla.

–Te entiendo, no te preocupes…

–Eres el primero en saberlo. Quería que fueses el primero.

–¿No lo saben aún tus padres? –Negó con el rostro y se dejó acariciar por mi mano, cerrando los ojos–. Me hace muy feliz que pienses en mí para estas cosas…

–Ya… –Suspiró y se dejó hacer unos minutos. Después me miró y frunció los labios–. ¿Sabes? Es extraño, porque no recuerdo haber pasado por ese bar a dejar ningún currículum. –Se encogió de hombros, deshaciéndose de la incertidumbre–. Pero quien sabe, seguro que lo dejé por alguna tienda cercana y cuando se enteraron de que este hombre buscaba empleados le pasaron mi currículum.

–Seguro que fue eso. –Suspiré. ¿De verdad me guardaría el secreto? ¿De verdad sería tan egocéntrico para rebelarle que fui yo? No podía dejarle pensar que yo no había hecho nada, y menos después de venir a mí con sus buenas nuevas–. Tú no dejaste allí ningún currículum. Pero yo sí. –Solté. Me sinceré. Lo dije tan sumamente humilde como pude. Él levantó el rostro de mis rodillas y se me quedó mirando con toda la fiereza que tenía guardada. Apenas me escuchó. Ni siquiera me creería. Frunció el ceño.

–¿Qué?

–Yo le dejé tu currículum. El que me guardé. Se lo di al dueño. Le dije que eras familiar, y que eras un buen chico, capaz y responsable… –Me agarró con fuerza de los brazos y me hizo mirarle directo a los ojos.

–¡Te lo dije! –Escupió–. ¡Eres un amuleto de la suerte! –Y después de aquello, explotó en carcajadas, levantándome de la mesa y alzándome por el aire. Me abrazó, dio vueltas conmigo en brazos, rodamos hasta caer en la cama y me abrazó con todas sus fuerzas hasta temer que me rompiese una costilla. Me dejé hacer, tremendamente feliz de su reacción, angustiado porque nos interrumpiesen, dolido por no habérselo dicho antes. Estaba sumamente aterrado porque se separase de mí y porque continuase. Me cogió el rostro entre sus manos, enormes y fuertes y me hizo mirarle. Yo le devolví una mirada tan sorprendida y atemorizada que le hizo gracia–. ¿Cómo puedes ser tan jodidamente perfecto? Eres un ángel ¡eres mi ángel de la guarda! –Me besó la frente, las mejillas, la barbilla, las mandíbulas y las orejas. Finalizó con un beso en mi nariz.

Que cerca estaban sus labios de mí. Y que lejos se hallaba la posibilidad de poder besarlos. Si me hubiese dicho que estaba destrozado por la ruptura de su relación, me habría atrevido, si me hubiese dicho que ya no la amaba, le habría besado. Si me hubiese dicho que me amaba, que deseaba besarme, le habría besado. ¿A quién intento engañar? No me atrevería a besarlo nuevamente para que ese beso se quedase en un limbo inalcanzable, un Walhalla perdido de la mano de dios, alejado de mortales y de ángeles como yo. ¿Debería habérselo perdido? ¿Era tan fácil como eso? No, nunca sería fácil, ni siquiera lo sería sacar esas palabras de mí. Ya no hubo más besos aquel día. Bebimos té, comimos galletas, volvió a agradecerme mi acto y yo volví a desear que mi dijese un “Haré lo que me pidas” para soñar que le pedía un beso cuando en realidad rechazaba la oferta.

Mis padres siempre me repetían lo difícil que era la vida, lo difícil que era encontrar un trabajo decente, lo difícil que eran los trámites bancarios, lo difícil que era encontrar una casa, los exámenes universitarios, y cientos de cosas más que yo ni siquiera había olido aún. Pero para mí, no había nada más difícil, y nunca habría nada semejante, a desearle y no poder decírselo a nadie. Amarle, en completo secreto. Un secreto que me devoraba día a día, me consumía como un maldito cadáver en la morgue. Me sentía condenado, una eterna condena, peor que cualquier tortura de la inquisición, peor que cualquier experimento nazi. Estaba atrapado en mi propia trampa. En una idea inalcanzable. Estaba perdiendo todo atisbo de escapatoria. Y algo mucho peor. Las ganas de escapar.

 


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