NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 20 (Parte II)
Capítulo 20 – La voz de un chico de trece años.
El último día de agosto era tradición que mis padres celebrasen una cena con sus amigos. El final del verano, el comienzo de un nuevo año laboral. Todo estaba casi predestinado para que por esas fechas todos estuviesen libres para una cena. Mi padre era de los que más ataviados estaban con los exámenes de recuperación de septiembre, pero tenerme a mí era la excusa perfecta para irse pronto a casa y poder madrugar al día siguiente. Mi madre siempre se quedaba un poco más, pero nunca hasta demasiado tarde. Cuando era mucho más pequeño, solían contratar a una niñera por horas o dejarme en casa de algún amigo o conocido, pero a partir de los cinco años comenzaron a llevarme a ese tipo de cenas igual que algunos de los amigos de mis padres llevaban a otros familiares o parejas.
No me gusta el término usado. “Amigos de mis padres”. También eran amigos míos. Me habían visto crecer desde que nací y aunque con ellos no hacía castillos de arena en el patio ni mantenía largas conversaciones profundas, eran como mis tíos, como unos segundos padres.
En este extraño grupo estaban Mike y Dana. Una pareja unos cuantos años más jóvenes que mis padres. Ambos holandeses. Ella trabajaba en un supermercado de la zona, como reponedora, y era integrante de la asociación de mi madre. Él era su pareja desde hacía al menos diez años. Yo lo conocí cuando aún era muy pequeño, pero para mí eran una pareja inseparable. Aunque llevaban tanto tiempo juntos seguían en la maravillosa fase del tonteo y el coqueteo. Siempre era incómodo ver como ambos se toqueteaban por debajo de la mesa o se lanzaban indirectas que a mi madre la hacían reír pero a mí siempre me sonrojaban. Con el tiempo llegué a envidiarles porque quería lo que tenían, deseaba estar en el lugar de alguno de los dos y vivir también esa experiencia infantil. Ella era una chica muy agraciada, pelirroja, con el cabello rapado y cientos de pendientes en las orejas. Tenía épocas en las que estaba más bronceada, pero su piel solía ser más bien rosada. Él era muy moreno de piel, de ascendencia india según él, pero sus padres también habían nacido en Holanda. Trabajaba de investigador de historia del arte en la universidad. Era especialista en Bernini y si le sacabas el tema, era imparable. Ellos para mí fueron como mis tíos. Siempre dispuestos a cuidar de mí siempre viendo en mi un futuro hijo. Siempre ansioso porque formase parte de sus vidas tanto como ellos de la mía.
La otra pareja eran Martha y Alicia. Ellas eran lo más parecido a unas abuelas que había tenido. Eran poco más mayores que mis padres, pero eran tan cariñosas y tiernas que las convertí en el símbolo intocable que supone una abuela. Alicia era la más joven de las dos, con unos cincuenta años. Tenía el pelo un poco cano pero lo tenía rizado y se le formaban preciosos bucles alrededor de las sienes que siempre la hacían ver más joven de lo que era. Estaba siempre muy delgada, y todo lo que se ponía parecía estar hecho para alguien con más masa muscular, pero a ella todo le sentaba bien de forma inexplicable. Era una melómana empedernida. No se perdía un solo concierto que se diese en la ciudad, y siempre que podía asistía al teatro de la ciudad a escuchar piezas de música clásica. Igual que a mi padre, le encantaba Pagliacci. Pero su pieza favorita era Cessate omai cessate de Vivaldi.
Martha era todo lo contrario a su pareja. Era menuda y con ciertas curvas que siempre me hacían pensar que con mi edad ya debía tener esa preciosa figura. Media melena y siempre con zapatitos de tacón. En mi cumpleaños o en navidad me regalaba bufandas, jerséis o calcetines hechos a mano. Siempre que íbamos a su casa me atiborraba a chocolate y té caliente, me arropaba con una gruesa manta de punto que había hecho y se aseguraba de que yo estuviese como si hubiese ascendido al cielo y me acunasen ángeles. Era la mayor de las dos, pero era la más jovial, la más alegre y la más cariñosa. Me hubiera gustado que hubiese sido mi abuela, mi madre, o mi esposa. Tenerla en mi vida era todo un regalo.
En el grupo también teníamos a Dany. Era un compañero de trabajo de mi padre de sus primeros años ejerciendo de profesor. Ellos siempre tienen cientos de anécdotas que contarnos, que rememorar y que recordarse el uno al otro. Un hombre de la edad de mi padre, siempre con el pelo engominado y camisas de cuellos almidonado. Mi padre solía decir que con los años se había vuelto muy presumido, pero que cuando le conoció no se peinaba nunca y siempre traía el pelo revuelto. Era un hombre muy familiar, siempre que podía traía a sus hermanos o hermanas, siempre nos hablaba de su matrimonio fracasado y de lo mucho que le hubiera gustado tener hijos.
El último era Geroge. Geroge Van Hayden, hijo de un conocido pintor que sólo conocíamos nosotros y nuestros familiares. Su padre era un excelente copista de cuadros que malvivió toda su vida malvendiendo cuadros de importante valor sentimental. Nosotros en nuestra casa teníamos alguno de los cuadros de su padre, aún por entonces vivo, que ante la realidad de que nadie realmente quería sus cuadros, acababa regalándolos. Me enamoré del maravilloso retrato de Caravaggio que copió con una precisión milimétrica y que nuestro amigo Georgie tiene expuesto en su salón. Esa mirada perturbadora –le dije una vez– yo no podría dejar de mirarle.
Geroge era tranquilo, meditabundo, siempre con la palabra perfecta para el momento adecuado, siempre con el silencio indicando para la situación que lo requiere. Nunca decía nada de más, ni de menos. Siempre preciso, como un reloj y siempre con una muestra de cariño desinteresado. Era al que todos acudían para calmar sus emociones, para consuelo sentimental o incluso como medio de escape de una realidad imparable. Se dedicaba a la tasación. Tanto de cuadros como de muebles u otros objetos. “está en la sangre” –Solía decir, cuando el preguntaban por su oficio–. Pero tampoco parecía extremadamente ilusionado con su trabajo. Tampoco desanimado. Se tomaba su vida con calma y filosofía. Era el único del grupo que nunca había tenido una relación estable. Tampoco era un libertino. Le conocimos varias parejas, dos chicos, y una chica, pero no parecieron durar demasiado. Tal vez la calma excesiva acabó ahogando la relación.
Pues aquél final de agosto estábamos todos reunidos en un bar de confianza donde solíamos reunirnos siempre después de esa copiosas cenas que más bien parecían festines de emperadores romanos, donde celebrábamos nuestra amistad, nuestra fortuna en la vida y seguir por mucho tiempo en esta maravillosa mentira. En el postre, Mike y Dana nos comunicaron con una media expresión de temor y ansiedad que iban a ser padres. Ella se tocó el vientre, pero tras haberse zampado un plato de arroz y un solomillo de cerdo el volumen de su vientre podría ser el cochinillo y no un bebé. Todo el mundo pareció como golpeado por un mazo de histeria y felicidad. Yo la felicité con un abrazo y un beso en la mejilla. Ella me dejó tocar su vientre.
–Solo estoy de dos meses, pero la verdad es que ya estoy ansiosa de verlo.
El resto de la cena solo hablamos de aquel bebe, de las consecuencias buenas, de las malas, de los dolores del parto y de que todos estaríamos allí para cuidarlo y ayudarles en lo que hiciese falta.
Después de la cena nos encontrábamos en el bar. Dana no podía beber alcohol así que se pidió una botellita de agua en vez de un vaso de vino o una cerveza como se pidieron el resto. Yo la acompañé con un refresco y brindamos juntos a lo que ella se sonrió, y estuvo a punto de ponerse a llorar.
–¡Por el amor de Dios! –Gritó el camarero, amigo nuestro también, al enterarse de la maravillosa noticia del nuevo individuo que se gestaba en nuestro grupo–. ¡A esta ronda invito yo!
Primero hablamos de cómo me iban las cosas en clase, de mis notas y de mis inexistentes amigos de los que no di demasiados detalles. Después mi padre y Dany comenzaron con sus interminables anécdotas. Todo el mundo las escuchaba con entusiasmo a pesar de haberlas oído cientos de veces. Una, dos y tres rondas se siguieron. Yo me empaché a refresco y abandoné la carrera. Ellos siguieron bebiendo. Después de aquellas anécdotas saltamos a temas más privados. La conversación se bifurcó. Martha, Dana y mi madre hablaron sobre las cosas que no debería comprar cuando tuviese al niño porque aun mi madre guardaba cosas de cuando yo era pequeño y Martha tenía un sobrino que recién había cumplido un año. Mike, Alicia, y Dany hablaron largo y tendido sobre un problema burocrático que había tenido un compañero del trabajo de Alicia. Al parecer unos papeles no se entregaron a tiempo y aquello le había costado una gran multa. Algo de lo que no me enteré muy bien. Geroge y mi padre entablaron conversación como no, sobre arte. Mi padre le suplicó que hablase con su padre para que hiciese una exposición en algún lado, y dejase de malvender sus cuadros, pero George ya había abandonado la tarea de hacer de marchante de su padre.
Yo perdí el interés en seguir el hilo de las conversaciones, ni me interesaban ni conseguía centrarme en una sola. Habían pasado a ser temas de adulto y yo con mis trece años era incapaz de involucrarme en una lo suficiente como para interesarme por ellas. Por lo que, a las tres de la mañana, sentado a la barra del bar, me puse a leer, con intención de no molestar a mis padres. Leí por al menos unos veinte minutos hasta que el camarero me dejó una rebanada de pizza al lado. Levanté el mentón y me le quedé mirando con media sonrisa bobalicona.
–Me ha sobrado. Ya nadie va a quererla y no quiero tirarla. –Dijo y yo miré alrededor del bar. Apenas quedaban dos clientes más a parte de nosotros. Acepté el pedazo de pizza y comí en silencio mientras el camarero, Johnathan, algo más joven que mi padre, limpiaba la barra con una bayeta húmeda que olía a desinfectante. Levantó un par de vasos para limpiar debajo y después lavó unos platos–. ¿Quieres un refresco o algo? –Negué–. Invito yo… –Suspiré y le miré con una sonrisa traviesa–. ¿Melocotón? –Asentí.
Cuando vertió el zumo en un vaso con hielos y lo puso a mi lado bebí un gran trago y me relamí. Cenar por segunda vez a las tres de la mañana era lo más maravilloso del mundo. Mi madre nos miró desde lejos, en su conversación, y volvió a ella asegurándose de que yo estaba bien.
–¿Ya te has aburrido de las charlas de tus padres?
–Sí. –Asentí, suspirando, apartado como estaba del grupo.
–Aun me acuerdo cuando eras pequeño y te ponías a ordenar las sillas y las mesas ya cuando no había nadie más en el bar y las organizabas para hacerte un fuerte o un escondite. –Dijo, cavilando con una expresión soñadora–. Y ya cuando era realmente tarde te acurrucabas a los pies de tu madre y dormitabas hasta que se iban a todos a casa.
–Me acuerdo. –Dije, ruborizado. De fondo sonaba algo de música pop que había puesto desde el ordenador, concertado a los altavoces. Estaba a un nivel tan bajo que solo se escuchaba la base electrónica del fondo–. Dentro de poco tendrás a otro niño que te revuelva las mesas y las sillas…
–Tú te portabas muy bien. No todos los críos que vienen aquí se entretienen solos. Tendrías que ver algunos niños que a la mínima que se aburren se ponen a llorar y patalear. Ya he aprendido que en la mesa que hay un niño de menos de tres años hay que retirar todos los platos una vez estén vacíos, porque correr el riesgo de que el niño de un manotazo y lo tiré al suelo. La semana pasada, sin ir más lejos, un niño de unos dos años bebió del vaso de cristal de su madre y lo mordió con tanta fuerza que se le partió en la boca. Con suerte solo fue un susto, pero yo ya me veía corriendo al hospital…
–Vaya situación…
–¿Para qué me gasto el dinero en botellas de plástico? –Suspiró apesadumbrado–. Y con mi hermano en el hospital, esto es todo un caos.
–Ya me enteré. Me dijeron que le tuvieron que operar por un accidente.
–Sí. De coche. Tiene para unos cuantos meses. Por culpa de un borracho se estampó contra un quitamiedos y se ha partido la pierna. Poco le ha pasado. –Dijo, volviendo a pasar la bayeta. Parecía más un TOC que una verdadera medida de higiene–. Su mujer me llamó toda compungida desde el hospital y me hizo pensar lo peor.
–¿Ya está mejor?
–Sí, ya está en casa, con sus hijos y su mujer. Pero el médico le ha dicho que al menos seis meses de reposo absoluto. –Negó con el rostro–. Hay cada loco por ahí… –Se alejó de mí en dirección a la cocina, seguramente para dejar la bayeta, cuando detrás de él pude ver colgando de una de las estanterías donde rebosaban las botellas de licor, un cartel colgando. “Se busca camarero. Mayor de edad. Completa disponibilidad.” Aquel cartel fue como la imagen de Cristo cayendo del cielo, rodeado de ángeles celestiales que el acunan camino a la cruz–. ¿Qué lees?–. Preguntó Jonhathan cuando regresó y señaló con el mentón el libro debajo de mis manos.
–Un libro de historia. De Pompeya y… –Miré el libro. Se me secó la garganta. Cuando volví la mirada al barman le sonreí con toda la amabilidad que pude y me mordí el labio–. ¿Por casualidad no buscarás un camarero?
–Pues sí. –Dijo, sonriendo entusiasmado. Se volvió y me señaló el cartel que acababa de ver yo–. Nadie quiere trabajar aquí. Todos los que vienen o bien quieren un trabajo permanente de al menos dos o tres años o bien son estudiantes que no pueden compaginar las horas de estudio con las del bar. Necesito a alguien que esté libre y que no le importe madrugar y trasnochar. A alguien que sepa de bebidas alcohólicas y que sepa tratar con la gente.
–¿Sabes? –Saqué el currículum del libro. Se lo extendí. No sabía cuánto peso tendrían mis palabras, la voz de un chico de trece años. Pero yo no perdía nada–. Creo que tengo al candidato perfecto.
⇜ Capítulo 19 (Parte II) Capítulo 21 (Parte II) ⇝
Comentarios
Publicar un comentario