NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 1 (Parte III)

 

Capítulo 1 – No era insufrible. Era perturbador.

 

La primavera siempre la había considerado de las estaciones más tristes del año. Siempre lloviendo, siempre gris y en perpetua espera del verano. De vez en cuando, uno de cada siete días, el sol asomaba por entre alguna nube, de forma momentánea, para desaparecer rápidamente como helado por una ráfaga de frío invernal que no deseaba desaparecer del todo. Este año era algo más cálida. Ya en mayo nos podíamos permitir ir en manga corta, al menos, yo, y con una chaqueta de la mano que a media tarde acababa sobrando.

Mi curso estaba por terminar, apenas me quedaba mes y medio para acabar las clases hasta el próximo año. Mi primer curso de preparatoria había sido fácil a la par que muy placentero. Se notaba una completa mejoría en la actitud de los profesores a la par que en la de los alumnos. Escogí hacer la preparatoria de humanidades puras por el simple placer de conocer más acerca de la cultura clásica. Con los años aprendí a verme a mí mismo con retrospectiva y saber a través de mis gustos y aficiones dónde me hallaría más cómodo y satisfactorio. Mis padres no tenían preferencia por ningún campo en particular para mí, y eso en cierto modo era una presión liberada, pero me hubiera gustado que al menos hubiesen dado su opinión, aunque fuese un simple comentario. Un “Escoge lo que más te guste” era liberador pero no servía como ayuda. Tras mucho cavilar accedí a la preparatoria en la rama de humanidades acompañado de muchos menos compañeros de los que me esperé. Éramos la clase más reducida. Mientras que los de ciencias puras, ciencias de la salud y económicas ascendía al menos a la cifra de treinta alumnos, nosotros apenas llegábamos a veinte, incluso con dos o tres alumnos nuevos que se habían incorporado ese año.

Mis profesores no se extrañaron de mi decisión y me sorprendió verles tan confiados de que esta sería mi elección, cuando ni siquiera yo mismo lo había tenido claro hasta el último momento. La rama de económicas no se me hacía demasiado atractiva simplemente porque las matemáticas nunca se me dieron demasiado bien, sin embargo la rama de las ciencias de la salud me encantaba y estaba seguro de que de estar allí tal vez no destacase, pero aprendería mucho más de lo que lo haría en la de humanidades y me haría satisfacer más plenamente mi curiosidad. Pasé los trimestres con buenas notas excepto en la asignatura de informática y filosofía. En la primera por mi torpeza, y en la segunda por mi lengua sin pelos.

En septiembre del año anterior cumplí los maravillosos dieciséis años. Una edad demasiado lejana si era capaz de verme con perspectiva. Me recordaba a mi mismo con diez años, divisando los dieciséis como una cifra inalcanzable, mucho más lejana que el sol y otras galaxias. Era incapaz de imaginarme a mí mismo sin colocarme en el estereotipo de joven americano, con bandolera y un café para llevar en la mano. Era incapaz de verme a mí mismo de otra forma que no fuese una banal idea del adolescente aplicado, estudioso y enfocado en la universidad que el capitalismo suele infundirnos. Jacinto a mi edad no era más que un chiquillo desorganizado, con aspecto de pordiosero y con expresión de mal agüero. En este momento yo tenía tan solo un año más de los que Jacinto tenía cuando nos conocimos, y pensarlo me provocaba una sensación de vértigo terrible que me dejaba levemente ausente durante unos segundos. Yo ya era tan alto como él. Y él ya no crecería mucho más.

Jacinto. Mi Jacinto. También pasó el tiempo para él. Aunque fueron solo tres años, era demasiado tiempo para alguien de nuestras edades. Unas épocas tan convulsas y cambiantes que necesitábamos biodramina como si estuviésemos en un eterno viaje con curvas. Antes de que terminase el año en el que nos habíamos quedado él y su novia cortaron. Él no pareció tan afectado como se esperaría de una ruptura, pero alegó que el desgaste de la relación lo había vuelto todo más sencillo. Yo fui el primero que me alegré de ello, y el último que se dio cuenta de que su novia no suponía en realidad ningún muro a sortear. Otros muros más altos tendría que saltar si quería llegar hasta él.

Tras que consiguiera trabajo en el bar donde le recomendé, estuvo trabajando allí casi dos años. Los seis meses que se suponían estaría el hermano del dueño incapacitado, se alargaron a nueve meses, más unas fiestas, más unas comidas familiares, Jacinto acabó quedándose casi dos años por su buen trabajo, su maravilloso trato con los clientes y su incansable búsqueda de la autonomía económica que tanto deseaba y que sus padres tanto le exigieron. Cuando al fin acabó esos dos años pudo hacerse sin problemas con un kit completo de tatuador, con unas cuantas docenas de láminas de piel sintética para practicar e hizo un pequeño cursillo de un mes de tatuajes a color.

A principios de mayo me conducía sin dilación, nada más terminar de comer y hacer la tarea de clase, a mi cita en una tienda de tatuajes, donde me esperaban pacientes. Llegué allí y antes de entrar pude distinguir la bicicleta de Jacinto aparcada en un poste cercano. Otras veces que había ido a verles también estaba allí. Era como una confirmación de que él se encontraba dentro trabajando. Era la forma que tenía yo de saber si al pasar por allí de forma accidental podía o no entrar a saludarle y no quedar como un estúpido. “He visto tu bicicleta fuera, he pensado entrar a saludar” siempre tan natural. ¿Él dejaba allí su bicicleta para mí? me lo imaginaba mirando a través de los ventanales pintados con el logotipo de la tienda para divisarme, para esperarme. Era una idea demasiado fantasiosa pero su sonrisa de satisfacción cada vez que me veía entrar me hacía pensar que estaba esperándome. Que aguardaba por mí cada día, y yo cada día pensaba en ir a verle, aunque me resultase imposible.

Desde que estaba trabajando en aquella tienda, aunque sin contrato fijo, ya llevaba al menos ocho meses, iba a verle al menos una vez por semana. Siempre encontraba la excusa perfecta. Si no pasaba por allí de camino a la biblioteca era para acompañarle a primera hora o para ir a recogerle e ir juntos a tomar un chocolate caliente antes de regresar a casa. Su horario variaba dependiendo del día pero yo me lo había aprendido mejor que mi horario escolar y vivía desde ese momento a partir de la configuración de su horario laboral. Era mi padre nuestro, mis tres comidas diarias. Lo era todo y si osaba pasarlo por alto yo mismo me reprendía.

Entré aquél día con una sonrisa formándose ya en mis labios mientras lo divisiva al fondo de la sala, entre las luces blancas y el sonido de las máquinas tatuadoras. Él alzó la mirada como si hubiese podido oír mi emoción desde la distancia. Me miró, me sonrió con la más asombrosa y radiante expresión y se contuvo para venir a saludarme porque estaba en plena faena. Hizo un movimiento con la cabeza indicándome que me sentase y que aguardase hasta que estuviese libre, y yo mismo asentí con la cabeza. Antes de llegar al sofá que tenían como lugar de espera para los clientes, lugar que yo ya había hecho mío, uno de sus compañeros vino hasta mí y me saludó con un par de golpecitos en el omoplato izquierdo. Era un chico mucho más mayor que mi primo, al menos de treinta años, con la cabeza rapada y tatuajes por todo el cuerpo, incluso un par por la cara. Con una gorra vuelta y una camiseta de manga corta de Metálica me acompañó hasta el sofá y se acercó su silla de trabajo para entablar conversación conmigo.

El otro compañero de mi primo era un chico también joven, de veintitrés años, pero ya con tres años de experiencia trabajando en este local. Miré por encima del hombro del compañero más mayor a Jacinto. Estaba tremendamente concentrado tatuándole algo en el brazo a una chica. Era morena, de piel blanquecina y con todo el otro brazo descubierto tatuado. Ambos hablaban animadamente y yo no podía evitar pensar que deseaba estar en la misma situación que ella. Lo estaría muy pronto.

–¿Qué tal todo? ¿Qué tal la escuela?

–Muy bien. –Dije, mientras me dejaba caer en el sofá y me cruzaba de piernas–. Agotador pero bien. ¿Vosotros qué tal aquí? ¿Un día ajetreado?

–No tanto como otros. Los viernes siempre suele haber más ajetreo pero hoy que empieza a hacer mejor tiempo la gente aprovecha y se va a pasear y tal… –Suspiró mirando a sus compañeros trabajar. En realidad, sus empleados. Él era el dueño–. Mañana estamos a tope. Tenemos de ocho de la mañana a seis de la tarde todo ocupado.

–Vaya… –Suspiré–. Menos mal que pedí cita la semana pasada.

–Sí, menos mal. –Dijo y me miró con confidencialidad–. ¿Has traído el permiso?

–Claro. –Dije y saqué de mi bolsillo trasero del vaquero el permiso requerido por ser aun menor de edad. La firma de mi madre lucía hermosa en una tinta azul ultra mar frente a la fotocopia en blanco y negro. Él dueño de la tienda lo inspeccionó rigurosamente y después me dio unas palmaditas en el brazo igual que había hecho con mi hombro.

–Muy bien, cuando tu primo termine, se lo decimos. Estará ya terminando. –Se irguió y volvió para mirar hacia Jacinto al fondo de la sala. Este miró por encima de la chica a la que estaba tatuando en nuestra dirección al sentir las miradas. Estaba hermoso así, tan concentrado, tan despeinado. Algo atontado.

–¡Qué estaréis tramando! –Se lamentó al habernos oído hablar en cuchicheos y yo me encogí en mí mismo, intentando aparentar toda la inocencia que podía. Su jefe se rió con una escandalosa risa y eso me hizo sonreír a mí también. Pasada una media hora la chica se levantó de la camilla donde estaba y Jacinto le limpió el brazo con papel húmedo, retirando la tinta sobrante. Rápido y caballeroso la acompañó al espejo que tenían y se quedó a un lado observando como la chica se miraba el tatuaje recién hecho del brazo. Se sonreía, hacía poses y se remangaba la camisa para verse mejor–. Ven, Ícaro. –Me llamó desde su asiento–. Ven a ver este.

“Este”. ¡Cuántos me había mostrado ya!

Me acerqué tímidamente como siempre, consciente de que iba a inspeccionar el tatuaje que acaban de hacerle a una desconocida, pero ella se volvió a mí radiante y me mostró el antebrazo, el cual estaba decorado con una maravillosa cabeza de medusa, vuelta a un lado y recién degollada. Era hermoso, clásico, puro y sencillo pero mostraba en las pocas líneas que componían los rasgos la fiereza y el terror del rostro de una mujer recién asesinada. Las serpientes de su pelo danzaban en una perfecta corona áurea y se entrelazaban entre ellas con precisión. Era perfecto y sonreí con estupefacción.

–Precioso. –Dije y ella sonrió. Después de mostrármelo y verse un par de veces más en el espejo Jacinto le cubrió el tatuaje para protegerlo los primeros días y obvió las recomendaciones pertinentes para su cuidado lo que me hizo pensar que no era la primera vez que la tatuaba.

Cuando se marchó Jacinto se levantó de la silla, se acercó a mí y me estrechó en sus brazos como había acostumbrado a hacer estos últimos tiempos. Añoraba en cierto modo esa fría distancia que él marcaba y que yo me retaba a sobrepasar, pero tener sus brazos y su olor en mí, rodeándome siempre que quisiera, era algo que había soñado muchas veces y que veía cumplido con estupor.

–Vienes algo pronto. –Dijo con desdén volviendo a sentarse en la silla y preparando el instrumental, tirando la aguja usada y los botes de tinta abiertos. Solo uno, de color negro casi vacío.

–¿Sí? –Pregunté, fingiendo estar desanimado.

–Lo siento, tengo aún otro cliente. –Miró por encima de mis hombros–. Que por cierto aun no llega. Me han dicho que venía alguien a última hora. –Dudó en si preguntar a su jefe, esperar, darme conversación o levantarse y hacer alguna otra cosa. Mientras colocaba una aguja nueva sobre la máquina yo me descalcé, me quité el calcetín de mi pie derecho y me subí encima de la camilla, boca abajo, mientras él me miraba estupefacto.

–¿Qué miras? –Pregunté. Al fondo del local su jefe se reía. Nos miró a ambos alternativamente.

–¿Qué haces?

–Yo soy tu siguiente cliente. –Después de decirlo en alto fruncí el ceño–. Eso ha sonado muy mal. –Murmuré pero él no se rió. Miró a su jefe que se acercaba con un pequeño pedazo de papel en donde traía un dibujo como plantilla para un tatuaje. Se lo extendió a Jacinto y lo sujetó con dos dedos enguantados en látex negro. Lo miró turbado y yo me tumbé de lado en la camilla, aguardando a que se pasase su sorpresa.

–¿Es enserio? –Le preguntó al jefe mientras este asentía y se encogía de hombros con resignación.

–Ha traído el permiso firmado yademás está muy ilusionado. Así que ya puedes hacerlo bien. –Me señaló y yo le sonreí apoyado en mi palma sobre la camilla.

–¿Tus padres te han dejado?

–Sí. –Asentí–. No te preocupes por eso, no te buscarás un problema con ellos si es lo que piensas. –Él no salía de su asombro–. Te prometí que cuando tuviese la edad y tú pudieses tatuar, me tatuarías.

–Es mucha responsabilidad… –Suspiró mientras comenzaba a sonreír cómplice de la sorpresa. Después me miró frunciendo el ceño con seriedad–. No se te ocurra pagarlo. ¿Me oíste? A este te invito yo por ser el primero.

–Por eso no tienes que preocuparte. –Dijo su jefe mientras Jacinto volvía a mirarnos alternativamente–. Soy yo quien invita. Es un regalo mío. Para él por su decimosexto cumpleaños y tuyo como regalo por tu buen trabajo estos meses que has estado aquí.

Jacinto miró pensativo el diseño en sus manos y parecía que no se había percatado de qué estaba sujetando en las manos hasta que no se detuvo sobre él. Al distinguirlo pensé que se pondría aún más nervioso y reacio a tatuarme, pero al contrario que eso, soltó un largo suspiro emocionado y me lanzó una mirada cómplice que me hizo sentir mucho más relajado.

–Es un Jacinto. –Dije mientras él se mordía el labio inferior deleitándose con las formas de la flor. Suspiró casi resignado y me dio un par de palmaditas sobre mi gemelo a su alcance. Su jefe nos dejó a solas mientras recogía su instrumental y yo me volví a Jacinto con la expresión pícara que deseaba mostrarle como indicativo de que estaba dispuesto a dejarme hacer por él lo que quisiera.

–¿Dónde lo quieres? –Preguntó–. ¿En tobillo?

–Aquí, al lado del tendón de Aquiles. –Suspiré y señalé la zona rodeándola con mi dedo. Él asintió, esterilizó la zona y colocó cuidadosamente la plantilla.

–¿Quién la ha hecho?

–Milles. –Su jefe.

–Hum. –Suspiró–. ¿No hubieras preferido que la hubiese hecho yo?

–Quería que fuese una sorpresa. –Suspiré–. El resto que me haga los dejaré que los diseñes tú.

–Hum. –Concentrado, retiró el papel que dejó sobre mi piel la marca del dibujo en tinta superficial–. ¿Aquí?

–Sí. –Suspiré y me dejé caer sobre la camilla–. A color, por favor.

–¿De qué color quieres los pétalos?

–¿Cuál es tu color favorito? –Me miró con picardía.

–Azul.

–Pues azules. –Dije y él se encogió de hombros como queriendo decir “Este chico no tiene remedio”. Se mantuvo en silencio preparando todo el material y cuando tuvo la máquina en la mano, con la aguja a medio centímetro de mi piel, me miró y después me sonrió con cordialidad.

–Te dolerá. –Dijo con toda la seguridad que le otorgaba la experiencia. Yo me relajé en la camilla tumbado sobre mi antebrazo debajo de mi cabeza. Me mordí el interior de mi mejilla.

–Lo sé. No me importa.

–Si quieres que paremos, que descansemos, dímelo. –Me imaginé que no hablaba del tatuaje.

–Está bien.

–Sé que eres un chico valiente, pero es tu primer tatuaje, y en el tobillo duele…

Mi amor, mi príncipe, si supieras cuanto me han dolido las palabras que me has dirigido, esas gélidas miradas, esa maldita costumbre de sobreponerte tan rápido a mis golpes mientras yo me deshago en lágrimas.

–Lo sé. Hazlo ya. –Asintió y acarició mi pie con ternura. Incluso con su mano enguantada en látex negro, el contacto fue dulce y agradable y me sentí reconfortado. Me dejé caer y cerré los ojos para disfrutar del primer pinchazo. La máquina comenzó a sonar con un estridente murmullo como un gato enfadado. Cuando cayó sobre mi piel más que dolor fue un ardor punzante que comenzaba a extenderse por toda mi pierna acompañado o bien impulsado por las vibraciones que reverberaban por toda mi piel, por el músculo y el hueso. No era dolor. No era insufrible. Era perturbador. A los minutos abrí los ojos para verle allí concentrado, sujetando mi tobillo para que no me moviese y extendiendo mi piel para acomodarse a su lienzo. Comenzó delineando los pétalos con negro, después el tallo y las hojas. Cuando terminó con el negro levantó la mirada para verme y comprobar mi estado. Le sonreí.

–¿Ni un quejido? ¿Ni un murmullo? –Preguntó.

–Pareces decepcionado. –Cambió la aguja de delinear por otra más ancha, o bien eran un conjunto de agujas, para el color–. ¿Quieres verme llorar?

–No soy tan cruel. –Cuando untó las agujas en el color verde y levantó la mirada, esta vez sí se veía algo más preocupado–. Ahora dolerá un poco más.

–Hum. –Dije y él volvió a su postura sobre mi pie para seguir tatuando. Era cierto, la quemazón ya no era tan sutil, ahora era una abrasión algo más hiriente. Cerré los ojos e intenté concentrarme en el dolor, intenté abarcarlo, reducirlo y observándolo como si inspeccionase a un animal extinto. Entablé diálogo con él, me comuniqué e intenté expresarle mi sometimiento. Pero llegó un punto en que mi cuerpo me traicionó y comencé a hacer muecas de dolor que no pude contener. Apreté mis manos en puños, fruncí el ceño y suspiré un par de veces.

–¿Paramos?

–No. –Me tembló la mandíbula y me mordí el índice de una mano hasta dejarme una marca. Lo más doloroso no fue el propio tatuaje, sino que a mitad del proceso Jacinto suspiró con el mismo dolor que yo y juraría que pude ver cómo se arrepentía de estar siendo él quien me tatuase. Ese dolor que le transmití me produjo mucha más conmoción que cualquier otra cosa. Volví a esconder mi rostro en mi antebrazo y me concentré en respirar, en el sonido de la máquina y en evitar temblar para no molestarle a él.

El sonido de la máquina terminó a los diez minutos. Yo no me moví un ápice, no quería interrumpir su trabajo pero ya no me tocaba. Le oía trastear sobre la mesa, dejando la máquina, tirando algo a la basura, cortando papel y untándolo en algún producto que después pasó por mi piel. Estaba frío, tanto que me estremecí, pero él se limitó a pasarlo sobre el tatuaje, igual que solía hacer con todos al terminar. Ese frío me produjo cierto alivio sobre la quemazón que tenía en la piel. Estaba a punto de abrir los ojos cuando le oí arrastrarse en la silla hasta colocarse frente a mí en la camilla y abrazarme colando sus brazos por mi cintura, apoyando su cabeza en mi pecho. Sentir sus cabellos por mi cuello y barbilla me hizo sentir reconfortado. Le apreté contra mí. Él lo había pasado peor que yo.

–¿Ya está? –Pregunté mientras él asentía escondido en mi pecho–. ¿Ves? No ha sido para tanto… –Dije riéndome y él se apartó de mí, ofendido.

–Eso tendría que decírtelo yo… –Bufó y se apartó levantándose y ayudándome a mí a incorporarme y bajarme de la camilla. Me acompañó como siempre le vi hacer con los demás clientes hasta el espejo y se miró conmigo el tatuaje. Estaba en una zona incómoda para verme en un espejo de pie pero ver allí las pequeñas florecillas tan delicadas, tan bien delineadas, tan elegantes y discretas, tan azules, tan bonitas, me hizo sonreír y suspirar con alivio y emoción.

–Es muy bonito. –Suspiré, casi mudo–. A mi padre le encantará.

–¿Eso crees?

–Sí. –Asentí seguro de mí mismo.

–Vamos, vuelve a la camilla que tengo que cubrírtelo.

Regresé a sentarme en la camilla, él se sentó en la silla delante de mí y me cogió el pie para ponérselo sobre su rodilla y tener mejor acceso a cubrirme todo el tobillo con una venda.

–Te has portado genial. –Dijo y me sonrió con malicia–. Siento no tener una piruleta para darte.

–No necesito una piruleta, pero tengo un par de euros para invitarte a tomar algo ahora. –Dije, sin darle demasiada importancia.

–¿Ah sí? –Asentí–. ¿Pero es de verdad o será como con aquél helado que al final tuve que pagarlo yo…?

Yo le miré con chispas en los ojos y él se desternilló mientras terminaba el vendaje.

 


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