NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 20 (Parte IV)
Capítulo 20 –
Doble titulación.
Aprobé todos los
exámenes con muy buenas notas. Mejor de las esperadas. El único en el que saqué
menos nota fue en el de psicología, dado que era tipo test y muchas de las
preguntas eran bastante capciosas. Pero por lo general obtuve la nota que
deseaba y pude entrar en la carrera que yo había escogido. Cuando se lo
comuniqué a mis profesores la mitad de ellos se aterrorizaron ante la idea de
que alguien accediese a esa carrera, por lo complicado que parecía, y la otra
mitad se lo tomaron a broma, pensando que les estaba mintiendo. Cuando
descubrieron la verdad, y fueron conocedores de que la universidad de derecho
me había aceptado, todos se quedaron patidifusos.
La doble titulación de
derecho y criminología no era algo para tomárselo a broma. Todos me lo
advirtieron pero más que advertirme parecía que querían aterrorizarme. La
facultad quedaba a unos cuantos kilómetros de mi casa por lo que cada mañana me
tocaba coger un bus para la ida y otro para la vuelta. Acabé cogiéndole gusto a
quedarme adormilado de camino a la facultad y despertarme la parada antes de
llegar a mi destino. Acabó siendo casi mágico. El primer día que llegué a la
facultad me encontré con un remolino de personas que iban de un lado a otro,
otros tanto estaban parados, mirando a ninguna parte, otros escrutaban por el
interior de los tablones de anuncios, buscando su lugar dentro de ese gran sistema.
Yo apenas acababa de entrar y ya sentía que nada sería diferente al instituto.
La jerarquía seguiría los mismos patrones, los profesores serían igual de
mediocres y los alumnos igual de idiotas.
Se suponía que la
presentación del nuevo año sería a las diez de la mañana, con lo que yo había
llegado media hora antes. Aun así ya estaba todo abarrotado de alumnos por
doquier. Algunos parecían conocerse y se habían formado grupos en los que se
distinguía cierta confidencialidad. Otros acababan de presentarse, se les
notaba cierta incomodidad. Y mientras tanto yo me hallaba allí en medio de todo
el jaleo deseando que Jacinto estuviese a mi lado para quedarme bajo el brazo
protector de un conocido. Nadie de mi instituto había escogido la carrera de
derecho, por lo que me encontraba más en soledad que nunca en mi vida, a pesar
de estar rodeado de personas.
Como vi que muchas de
las personas asistían curiosas a mirar por encima los tablones de anuncios yo
también llegué allí. Me atreví a curiosear por encima de los hombros de los
chicos que había delante de mí pero hasta que no se apartó un gran grupo de
personas no pude acercarme lo suficiente como para distinguir nada. Allí había
cientos y cientos de papeles colgados, llenos de listas de alumnos de cientos de
clases. En aquella facultad no solo se impartía la carrera de derecho, sino la
de derecho y criminología, ciencias políticas, sociología y unas cuantas más.
Apenas hube perdido el ánimo de seguir buscando nada encontré una pequeña lista
de apenas ocho alumnos. “Lista de alumnos de primer curso del doble grado de
Derecho y criminología”. Me encontré en tercer lugar, ordenados por orden de
lista, y con mi nota de corte de acceso, la cuarta más alta. Me aterrorizó
aquello. Pero al mismo tiempo me sentí tentado de conocer a los que habían
superado mi diez con cinco de media. Había dos o tres que no tenían nota de
corte, por lo que dedujo que no solo no tendrían mi edad, sino que no acababan
de salir del instituto, procedían de otra carrera o tendrían el título superior
como para ingresar directamente sin hacer un examen de acceso.
–¿Buscas tu clase? –Me
preguntó alguien a mi espalda. Una chica morena, con la cabeza rapada y unas
perlas rosas como pendientes. Era muy morena y estaba llena de pecas. Me sentí
repentinamente intimidado por ella. Era casi tan alta como yo y señalaba con un
dedo la lista de alumnos de primero de derecho–. Yo también soy nueva.
–¿Cómo sabes que soy
nuevo? –Pregunté mientras ella se sonreía divertida.
–Porque estas mirando la
lista de los de primeros cursos. –Señaló el otro extremo del tablón, casi dos
metros más lejos–. Allí están las de últimos cursos y aquí las de los
principiantes. ¿Derecho?
–Doble titulación.
Derecho y criminología. –Le dije y ella me miró al principio algo atónita, pero
después soltó una estridente carcajada.
–¡Eres uno de los
elegidos! –Exageró, poniendo una voz de película que me hizo reír. Ella rió
detrás de mí y me buscó en la lista de los de primero a pesar de que yo ya me
había encontrado. Me gustó ver cómo me buscaba, como se interesaba por mí y
cuando al fin me encontró me señaló apoyando su dedo sobre el cristal de la
vitrina. Yo miré mi nombre cómo si no lo hubiese distinguido antes y después la
miré a ella asintiendo–. Ahí estoy yo. –Señalé más detenidamente mi nombre–.
Ícaro.
–Ícaro. –Dijo ella
mientras miraba más detenidamente la lista–. Compartiremos asignaturas. Yo
estoy en la carrera de derecho. Yo soy Martha. Pero me llaman Max.
Cuando hubo llegado la
hora nos condujeron a todos a la sala de actos y allí nos seleccionaron por
nuestros estudios. Los que eran de derecho se fueron con un profesor, los que
eran de criminología con otro, etc. Pero antes nos dieron el mismo discurso que
daban en otras partes, en la escuela y en la universidad, en el trabajo y la
noche antes de una guerra. Sed buenos, esto no es una guardería, aquí estáis
pagando unas asignaturas, sed consecuentes…
En resumidas cuentas,
para no alargarme demasiado con pequeños detalles sin importancia. El curso
comenzó con normalidad. Las clases eran más aburridas de lo que me había
imaginado, pero el trabajo que mandaban para casa no era tan mecánico como el
que solían mandar en el instituto. Valoraban mucho más la investigación y la
propia voluntad para abarcar tanto como nosotros quisiésemos, cumpliendo unos
mínimos. Aunque éramos solo ocho, nunca estábamos nosotros solos, siempre
compartíamos cases con los de derecho, criminología, y alguna que otra carrera
más. Comencé a notar que en cierto modo éramos los apestados. Los extraños y superiores
que a veces hacíamos acto de presencia en determinadas asignaturas. La mayor
parte de los alumnos nos miraban con recelo y desvergüenza, como si nosotros
fuésemos superiores o privilegiados, cuando éramos todo lo contrario. Teníamos
casi el doble de tareas y los profesores esperaban mucho más de nosotros que de
cualquier otro alumno. Al final, como estábamos yendo de un lado a otro y
compartíamos clase con todo el mundo, entre nosotros no se fortalecieron lazos,
sino que cada uno buscó amigos a su manera. Yo mismo pasaba el poco tiempo
libre que tenía con Max, algunos de sus amigos, y a veces con otro pequeño
grupo de criminología. Éramos los alumnos de todos y los compañeros de
nadie.
El primer día conocimos
a nuestro tutor, el cual se limitó a hacernos una sola pregunta. El porqué
habíamos escogido cursar aquellos estudios. Todos dieron respuestas
completamente razonables. Una de mis compañeras dijo que venía de estudiar
historia y que deseaba estudiar más la rama del derecho que seguir por la parte
histórica o investigadora. Otro de mis compañeros dijo que su padre era juez, y
por lo tanto, era lógico que el hijo siguiese los pasos de su padre. Cuando me
tocó el turno me creí preparado para contestar pero me di cuenta de que no
tenía una respuesta clara que dar y todo el mundo se me quedó mirando
impaciente. Cuando vieron que no estaba por la labor de decir nada coherente
comenzaron a dudar de si yo de verdad debería estar cursando aquellos estudios
o si tenía algún problema en el habla.
–¿Y bien? ¿Tu padre es
abogado o juez? ¿Qué te llamó la atención de esta carrera?
–Yo… le prometí a mi
primo que haría esta carrera... –Dije y todo el mundo se rió, pensando que era
una broma. Yo reí también no queriendo romperles la ilusión y el profesor
desistió de seguir preguntándome.
Una de mis asignaturas
favoritas fue historia del derecho y derecho romano. Saqué la mejor nota de
todos, a pesar de que era de las más densas del primer curso. Era bastante
aburrida pero conseguí encontrar el sentido a todo los datos acumulados y
conseguí sacarle un beneficio emocional a la asignatura. Por lo demás, el
primer año fue bastante aburrido y monotemático. Psicología criminal y
psicológica criminal del primer y segundo año, consecutivamente, fueron las más
entretenidas. Era emocionante ver al profesor en cuestión exaltarse con los
pequeños detalles de los casos que nos mostraba como ejemplos y era capaz de
imaginarme a mí mismo como perfilador en un caso policial, aunque yo saliendo a
la acción. Después me recordaba, tijeras en mano, agrediendo a mi tío, y la
ilusión crecía por momentos.
El tercer año fue el más
aburrido de todos y el que más rápido se me pasó. Al ver que pasaban los cursos
y las asignaturas y no me caía por el camino, como muchos habían predicho,
comencé a desentenderme un poco más de la responsabilidad de las clases. Me
saltaba algunas asignaturas de las que no me era necesario asistir a clase para
ir a la cafetería de la facultad donde comencé a cosechar unas fuertes y
sólidas amistades. Al principio iba solo a tomarme un café y a leer algún
libro, pero después algunos chicos me abordaron y me preguntaron si sabía jugar
al póquer. A lo que contesté que sabía, pero que no era un experto. Acabé
convirtiéndome en uno, con mis mejores caras de porque y mis más fingidos
susurros. Más de una vez invité a mis compañeros de mesa a cervezas con el
dinero ganado y a ellos no parecía molestarles aquella muestra de afecto.
Recuerdo aquella mesa,
al fondo del local, cerca del futbolín, como el más dichoso de los lugares del
planeta. Por aquella mesa pasaron cientos de personajes diferentes, desde neo–bohemios
con cigarrillos electrónicos hasta los más pobres canallas que se jugaban el
último euro del bocata por ganar dos más. Pero los más fieles al juego éramos
yo y otros tres jugadores. El primero de ellos era un chico del segundo curso,
bastante despreocupado, siempre repanchingado en el asiento y con la misma
expresión de desinterés cuando ganaba veinte euros o perdía cincuenta. Era
capaz de enfadarse porque alguien le hubiese movido la silla al pasar y
tropezar con ella pero no cuando perdía durante toda la tarde. Moreno, de pelo
muy largo, se le ondulaba en las puntas que caían sobre sus hombros. Siempre
con un sombrero y una corbata ajada y vieja. La segunda era una chica de mi
propio curso que solía ver a veces en la asignatura de derecho penal, pero que
más nos vimos sobre la mesa de la cafetería. Era de tez muy morena y el pelo
igual. Era americana, decía, pero a veces solía murmurar algún que otro insulto
en italiano. Siempre llevaba unas converse negras en los pies, jamás la vi con
otro tipo de zapatos, y los brazos plagados de pulseras. El sonidito de estas
me alteraba cuando yo perdía las partidas, pero cuando comenzaba a ganarlas le
pedía que las hiciese sonar para que me trasmitiesen suerte. El último jugador
era un chico de último curso que al parecer hacía las veces de padre
defendiéndonos de impacientes que querían sentarse a la mesa con nosotros y era
el primero que se levantaba enfadado cuando alguien tropezaba con mi silla por
accidente. Era rubio, más incluso que yo, casi alvino. Con los ojos azules y la
cara limpia y lisa. El pelo lo tenía rapado por los lados, y desde la parte
central le caían varios mechones rizados. Era robusto, y más alto que yo.
Recuerdo fijarme en él
nada más que le vi la primera vez por los pasillos. Llamaba la atención, desde
luego, y era singular su forma de menospreciar a los demás con una simple
mirada, con una mueca, o un gesto de su mano. Era altivo, y muy caprichoso, pero
sin duda era protector y muy buen jugador al póquer. Había veces en las que me
desplumaba de todos mis bienes que se enternecía de mí y acababa invitándome a
comer por una semana entera hasta haber saldado su deuda conmigo. Tenía la
malsana costumbre de caminar a mi lado apoyando su mano sobre mi nuca, y a
veces era protector y confiado pero otras me sentía temeroso de que me
estrangulase, y parecía que me estaba sujetando como un cachorro. Como un
perro. Eso me excitaba a veces y con el tiempo comenzábamos a tener esa tensión
sexual. Lo acabamos haciendo una vez que nos encontrábamos a finales de la
tarde, cuando el sol ya había caído lo suficiente, en plena biblioteca. Ocultos
en un pequeño rincón entre la sección de filosofía de la ilustración y la de
derecho penal. Fue rudo, más de lo que yo le hubiera pedido pero no le hubiera
pedido que parase por nada del mundo. Confluimos allí un par de veces más pero
cuando él terminó el curso acabó la carrera y estaba implícito en lo que éramos
que no volveríamos a vernos.
–Heredarás mi trono en
la mesa de póquer. –Me dijo una de las últimas veces que nos vimos. Estábamos
en un pub del campus de noche, compartiendo una cesta de alitas picantes y un
par de cervezas–. Eres mejor mentiroso que jugador.
–Nadie podrá ocupar tu
lugar en la cafetería. –Le dije, entre honrado y avergonzado–. Ni siquiera creo
que vuelva a jugar al póquer. No tiene sentido si no estás tú.
–Si alguna vez vas a
Groninga, llámame, mi casa será la tuya. –Me dijo mientras buscaba con la mirada
la siguiente alita que llevarse a la boca. Groninga era su ciudad natal, al
norte del país, de donde era él. Pero había alquilado algo en el campus para
estudiar aquí la carrera.
–¿Dónde harás las
prácticas?
–Allí, en mi ciudad.
–Dijo, devorando una alita–. Bastante gasto les he hecho a mí padres para que
me pagasen la carrera, no puedo pedirles también un Erasmus ni nada parecido.
Me matarían. Además, hay un buen bufete allí en el que quiero probar suerte.
–Me miró con una sonrisa extraña–. Así que si no sabes dónde hacer tus
prácticas, puedes ir allá y quedarte conmigo los meses que sean.
Terminé el curso con la
media más baja que había tenido en toda mi carrera, aunque no era nada
escandaloso. Yo era plenamente consciente de que me había pasado parte del
curso en la cafetería y había aprendido más allí dentro que en ninguna de las
clases. Mejoré mi alemán a fuerza de hacerme amigo de un estudiante de cuarto
curso que era austriaco. Fue mi pareja muchas veces en el póquer y entre
nosotros hablábamos alemán para despistar a nuestros rivales, con lo que
aquellos días hubo grandes ganancias. Leí decenas de muy buenos libros,
recomendados por un par de chicas apasionadas a la lectura del siglo XIX.
Largas charlas hasta las tantas de la noche en pubs de la zona, las mejores
canciones, las más excéntricas compañías. Me sentía realmente un universitario.
El cuarto curso fue un
estrés constante, porque ya nos estaban preparando con vistas al último curso,
al trabajo final y a las prácticas. Sin embargo estuve algún tiempo saliendo
con una chica a la que había conocido en uno de los pubs del campus. Ni
siquiera estudiaba en aquella universidad pero se había pasado por allí porque
tenía amigos que sí. Era una chica rubia, de pelo lacio y muy largo. Pecosa y
de piel lechosa. Al primer vistazo no me lo pareció, pero con el tiempo se me
asemejaba a Adeline, y eso la hizo parecer mucho más morbosa, por no decir
fantástica. Como un difuso recuerdo del pasado que regresaba para atormentarme.
No sé en qué momento o de qué manera acabamos besándonos una noche de cielo
despejado bajo una farola en pleno campus. Ella me llevó a su apartamento, el
cual compartía con dos estudiantes de derecho y allí lo hicimos aquella noche.
Varias veces. Ella buscaba algo más y yo estaba interesado en llevarlo hasta el
final.
Así que establecimos una
relación que duró tanto como ella me aguantó. A los cinco meses decidió que lo
mejor era cortar la relación y yo mismo estuve de acuerdo en que una relación
no era nada que desease tener en aquellos momentos. Conocer a sus padres, llevarla
a mi casa, no era algo que me hiciese demasiada ilusión. Por un momento me
gustó llamarla mía pero no era plenamente consciente de que no era a ella a la
que llamaba mi pertenencia, sino al recuerdo de alguien más de mi pasado.
Cuando ella observó que yo accedía pacíficamente a la ruptura comenzó a
arrepentirse de haberlo sugerido, temiendo que yo no le montase una escena y
acabamos discutiendo. Después de aquello fue incomodo cuando me la encontraba
en algún pub, cuando ella me saluda y me buscaba para llevarme a su
apartamento. Por eso en el último curso dejé de pasearme por los pubs y decidí
centrarme en lo que se me avecinaba.
El trabajo final y las
prácticas. Fue por aquella época en que me volvió a suceder algo que hacía años
que no sentía. Al mirarme al espejo había vuelto a cambiar mi fisionomía. Hacía
mucho tiempo que no miraba tan detalladamente a un espejo. Me había
acostumbrado a no mirarme tanto al espejo, pues me había cortado el pelo y no
tenía la necesidad de recolocarme tanto los rizos. Mi rostro se había afilado
como el de mi madre, y mis cabellos se habían oscurecido un poco hasta un color
dorado cobrizo. Se me notaban los pómulos y había dado un estirón. Mi madre se
preocupaba de que no me estuviese alimentando bien y que no comiese bien por el
campus, pero yo le reprochaba que si me habían desaparecido las mejillas era
porque me había estirado, y no encogido.
Volviendo a la
universidad, en mi quinto y último curso, basé mi trabajo final en un estudio
pormenorizado de la actuación general de los abogados y los juicios a menores
de edad culpables de delitos menores. Sin entrar en demasiados detalles obtuve
una buena nota pero no la mejor, y lo primero que hice al presentar mi trabajo
y obtener la aprobación de mis profesores fue dirigirme al primer pub y beberme
una gran jarra de cerveza, que me calmase los nervios de la presentación. Las
prácticas las realicé en un pequeño bufete en el centro de Ámsterdam, donde
muchos otros alumnos antes que yo habían trabajado y estaban muy a gusto con el
trato y la actuación de sus responsables. Allí tuve un supervisor llamado
Heinrich Heine que me acompañó de principio a fin en los meses que estuve
haciendo las prácticas.
–¿Heinrich Heine? –Le
pregunté cuando le conocí y él levantó una ceja, temiendo que en lo sucesivo
tuviese que repetirme todo al menos un par de veces–. ¿Cómo el escritor alemán?
–Igual. –Dijo divertido
al comprender mi incertidumbre y ambos nos reímos de aquello. Era un abogado
nacido en Munich que se había mudado a Ámsterdam al terminar la carrera de
derecho y que desde entonces había hecho vida aquí y, hablando el neerlandés
había hecho de sus casos todo victorias. Por lo general mi trabajo con él
consistía en la parte administrativa. Era un hombre bastante mayor, rondando casi
los sesenta años, y como tenía más bien poca experiencia con la tecnología, me
tenía todo el día sentado a su ordenador transcribiéndole los informes a
ordenador y también me encargué de llevarle la agenda de los casos, porque como
empecé a notar al mes de estar con él, la memoria comenzaba a fallarle, pero
solo para cosas banales como desayunar, tomarse las pastillas del colesterol
atarse los cordones o recoger sus trajes del tinte. Sin embargo se conocía el
código civil del país de memoria.
–Ojalá yo llegue a ser
como usted. –Le dije un día mientras se ataba los cordones por recomendación
mía.
–Necesito una esposa que
me recuerde que tengo que afeitarme, dónde pongo mis aspirinas y que me vaya a
recoger los trajes al tinte. –Dijo más divertido que serio y yo me reí con
él.
–Mientras siga soltero,
yo me ocuparé de eso. –Le sonreí.
A finales de mis
prácticas, cuando apenas quedaban dos semanas para abandonar el bufete, A Heine
le encargaron un difícil caso de violencia de género, su especialidad. Al principio
aceptó el caso tremendamente entusiasmado y mientras yo pasaba todo a ordenador
él ya preparaba su discurso pero se dio cuenta de que el caso era mucho más
complejo de lo que había imaginado. Al parecer la mujer alegaba haber sufrido
abusos durante muchos años por su pareja, y también a los hijos. Pero jamás
había puesto una sola denuncia de maltrato ni nunca había acudido la policía al
domicilio ni nada similar. Ella quería divorciarse y deseaba tener la custodia
completa de los niños, por temor de que les hiciese algo, dado que ella alegaba
que él era un maltratador muy violento e inestable. Los exámenes psicológicos
no denotaban en el hombre ningún problema mental que le prohibiese tener a los
niños y el juez estaba claro que sentenciaría una custodia compartida, algo a
lo que ella no quería acceder.
Cuando llegó el día del
juicio Heine me llevó con él dejándome sentado en la parte del público como
espectador y estudiante de derecho. Estaba claro que el hombre si realmente era
violento e inestable no lo parecía en absoluto, llevando el juico con calma y
serenidad. Más bien era ella, la madre, la que estaba enloquecida ante la idea
de que el juez le dejase los niños a él también. El juicio se detuvo a las
doce, tras que la jueza concedió a la acusada media hora para que se serenase y
nos permitiese a nosotros darle una vuelta más a nuestra defensa. Heine estaba
claro que estaba absolutamente resignado a la custodia compartida y mientras él
y la madre discutían al fondo del pasillo yo revisaba de arriba abajo todos los
papeles, que casi me conocía como la palma de la mano, tras haberlos tenido que
transcribir al ordenador. De repente tuve una idea y me levanté
precipitadamente, como iluminado por un rayo de divina providencia. Heine me
miró desde lo lejos y acudió a mí.
–Si piensas que te voy a
dejar llevar el juicio estás muy confundido. –Me dijo, antes de que yo le
dijese nada–. Sé que te queda una semana conmigo, pero no estás preparado.
Siempre me lo piden. “Deje que yo lleve este caso, he estudiado mucho para
esto….”
–No, no es nada de eso.
–Dije mientras veía que estaba confuso ante mi repentina ilusión–. Creo que he
encontrado un punto de presión.
–¿Un… qué? –Preguntó
Heine mientras miraba los papeles que yo tan desesperadamente agarraba en mis manos–.
Ella ha declarado, aquí, en este documento, que lo único que solía funcionar
para hacer que se calmase es cuando amenazaba con marcharse de casa y llevarse
a los niños. Entonces él se refrenaba y conseguía aparentar lástima y…
–¿A dónde quieres llegar?
Nos quedan cinco minutos de descanso.
–Hágale perder los
papeles.
–Yo no puedo hacer eso.
–Dijo, casi sentenció, quitándome los papeles de las manos–. El juez no
admitirá preguntas capciosas.
–No son preguntas
capciosas. Es un manipulador, es impulsivo e irascible. Pero sabe cuándo
calmarse y cuándo perder el control. Solo tiene que presionar. Para que el juez
vea ese desequilibrio de la que la…
–¿Cómo hago eso?
–Preguntó, serio.
–Elógiele.
–¿Cómo? ¿Elogiarle?
–Hágalo. Está dispuesto
a defenderse de sus ataques, pero no de sus halagos.
–No entiendo nada.
–Haláguelo, y después,
dele una puñalada donde más le duela. “Es cierto que mi clienta le ha descrito
como un monstruo, pero aquí se comporta como un padre modelo, como un buen
hombre y como un buen padre de familia.” ¿No está ya resignado a la custodia
compartida? Póngalo por las nubes. “Los niños necesitan a su padre, necesitan a
una figura paterna como usted… “
–¿Y después?
–“…necesitan una figura
paterna como usted. Siempre y cuando los niños quieran estar con usted…” Le
desarmará.
Heine se me quedó
mirando como si no estuviese del todo convencido de lo que le acababa de
sugerir, pero cuando entramos de nuevo al juicio y expuso su alegato, ante mi
sorpresa, comenzó a recitar las palabras que yo le había proferido. Vi a aquél
repulsivo hombre sonreírse de sí mismo al ser llamado padre ejemplar y
viceversa, pero cuando Heine le clavó ese alfiler, de una forma mucho más sutil
y certera de lo que yo habría hecho, el rostro de aquél hombre se contorsionó
en una mueca de sorpresa y ofensa. Su abogado tampoco sabía muy bien qué estaba
sucediendo y antes de que este pudiese decir nada, el marido ya se había
levantado de su asiento y proferido unos cuantos insultos frente a Heine. El
juez estuvo a punto de echarlo de la sala por desacato y Heine se volvió a mí
con una mirada cómplice, más sorprendido que yo por el resultado obtenido.
Pudimos ver por un segundo al energúmeno que había allí entre nosotros, sin
embargo, el juez estaba decidido, sentenció custodia compartida.
Cuando el juicio terminó
y ambos volvimos al bufete, a pesar de no haber obtenido el resultado que
habríamos deseado, Heine me felicitó y me sonrió con una mueca
paternofiliar.
–Tal vez no seas el
abogado más sensato, pero sí el más atrevido. –Sacó una botellita de coñac del
armario de su despacho y me ofreció una copa. No soy muy fan del coñac, pero no
rezongué y me la bebí–. Es para momentos de triunfo, pero hoy he descubierto a
un buen abogado. Es por ti.
–Muchas gracias.
–No siempre se puede
ganar –Me dijo, mientras brindábamos–. Eso es algo que tienes que tener muy
claro en esta profesión, si al final decides dedicarte a la abogacía y no
eliges otra rama. No siempre se gana, pero las derrotas no son enteramente
culpa tuya, igual que las victorias. Pero aun así, siempre tienes que darlo
todo de ti. Hasta la última gota de sudor.
–Como dice el proverbio,
wer nicht wagt, der nicht gewinnt. (Nada se arriesga, nada se gana). –Él
estaba a punto de encenderse un purito cuando alzó la mirada por encima de la
llama encendida y me sonrió de lado, sorprendido porque supiese su idioma
natal.
–Exacto muchacho, eso
mismo. –Se encendió el puro, divertido–. ¿Ya sabes lo que harás cuando termines
aquí? ¿Harás un Erasmus?
–Es probable. –Dije,
aunque no estaba seguro–. Yendo a otro bufete como este.
–Ya veo. –Meditó un rato–.
¿Quieres especializarte en alguna materia en concreto?
–Criminología. Para eso
la he estudiado. –Asintió, entendido.
–¿Deseas trabajar en la
policía, en un bufete, por cuenta propia…?
–Aún no lo sé. –Dijo
mientras meditaba mis palabras y yo alcé una ceja con interés de lo que podía
estar pasando en su mente. Conocía esa expresión que quería decir “estoy atando
cabos para que la situación se resuelva a la manera en la que yo quiera”.
–¿A dónde te gustaría
ir?
–¿Cómo?
–Si vas a hacer un
Erasmus… ¿Berlín? ¿Sabes hablar bien alemán? ¿Tal vez Barcelona? ¿Qué opinas de
Viena? Es preciosa.
La verdad es que lo
había pensando por mucho tiempo y no podía evitar pensar en preguntarle si
conocía algún bufete de abogados en Saint Tropez, o por lo menos en alguna
ciudad cercana. Tal vez Marsella o Niza. Incluso París, me hubiera conformado
con París. Pero yo era plenamente consciente de que no podría pisar Francia por
mucho que me obligasen a ello. Solo pensar en la idea de que me viese abocado a
trabajar allí, o solo estudiar, o hacer unas prácticas, me daban ganas de
abandonar todo y dejar la carrera de inmediato. Hacía mucho tiempo que no oía a
alguien hablar en francés, y no quería volver a oírlo en mucho tiempo.
–Bélgica está muy bien.
¿Tal vez algo más lejos? Atenas, Roma… ¿Qué tal París? –Alcé la mirada atento y
eso le incentivó a continuar en esa dirección–. Un buen amigo mío tiene un
bufete allí en París, especializado en delitos menores.
–Inglaterra. –Dije,
instintivamente–. Tengo familia allí, por parte de madre soy inglés, así
que…
–Espera aquí un momento.
–Dijo mientras se acercaba a una gruesa agenda que tenía sobre su escritorio y
tras rebuscar largo rato me extendió una tarjeta de visita de un abogado de
Londres–. Es un compañero de carrera. Hace algunos años que no le veo, pero si
te decides a ir allí, solo tienes que llamarle y decirle que vas de mi parte. Y
que deseas hacer prácticas allí. Es algo huraño, a pesar de tener solo cuarenta
años, pero te caerá bien. –Dijo medio en broma–. Es escocés, pero hizo conmigo
la carrera en Múnich. –Le miré como si las cuentas no me cuadrase–. Yo ya entré
mayor a cursar la cerrera de derecho. Antes hice la carrera de sociología. –Se
encogió de hombros y yo me resigné–. Bonita corbata de lunares, por cierto.
–Comentó.
–Me la regaló mi madre, hace
años por un cumpleaños. –Musité mientras yo mismo me cogía la corbata y la
doblaba para mirarla–. Tal vez me haya dado suerte.
Y esto es en resumidas
cuentas los últimos años de mi vida. Ahora tengo veintiséis años. Desde que
llegué a Londres para trabajar con el abogado que me recomendaron, llamado
David, no me he marchado de aquí más que para visitar a mi familia al otro lado
del mar. Llegué con todo el terror del mundo por una nueva vida en un nuevo
país y me encontré con una maravillosa ciudad encantadora, muy similar a
Ámsterdam pero con todo lo bueno de las películas inglesas y todo lo malo de
los clichés románticos. David se convirtió al terminar las prácticas en mi
jefe, pues me contrató como abogado y este último año me ha dejado volar libre
con casos pequeños en los que pueda poco a poco ir asentando los pies en el
mundo laboral. Llevo más de un año viviendo aquí, en Londres, bajo los días
nublados y los lluviosos. Vivo en un pequeño apartamento muy parecido al que
describe Conan Doyle como hogar de Sherlock Holmes, con un casero desagradable
y unos vecinos ruidosos. Afortunadamente el piso es enteramente para mí porque
con mi suelo puedo permitírmelo pero no es nada del otro mundo. Pequeño, con
olor a tabaco y lleno de libros por todas partes. Es tal cual el hogar de
Sherlock Holmes.
¿Y qué ha pasado con
Jacinto? Desde que comencé la universidad las llamadas fueron poco a poco
siendo más escasas, apenas nos mandábamos un correo electrónico mensual y de
vez en cuando solía felicitarme las fiestas, los cumpleaños o la navidad. Pero
un buen día, todo se desvaneció. De repente me vi recordándole, pensando en él
como una mota que había desaparecido en el espacio, un resquemor me
atormentaba, una incertidumbre me entumecía los miembros cuando pensaba en él.
Era incapaz de ver qué había hecho que todo se disolviese como la sal en el
agua hasta desaparecer. Aunque ya no hablásemos, aunque llevase años sin saber
de él, pensar en él era una tortura diaria, un mantra que me repetía antes de
acostarme y nada más levantar. Siempre acompañado de esa culpabilidad por no
haberme vuelto a poner en contacto con él y siempre con esa sensación de que yo
podría haber hecho algo más que ver morir nuestra relación por culpa del tiempo
y la distancia.
No había vuelto a saber
nada de él, hasta hace unos días.
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