NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 21 (Parte IV) [FINAL]
Capítulo 21 [FINAL] – No me hagas esto.
Era un miércoles lluvioso. Caía esa ligera lluvia engorrosa que por mucho que te cubrieses, acababas empapado hasta los huesos sin darte cuenta. Por suerte David y yo compartíamos taxi después de haber terminado la jornada del día. Las gotas golpeaban incesantemente el cristal, y su presencia era mucho más llamativa cuando esperábamos en los semáforos. De vez en cuando salía el sol por detrás de las densas nubes, pero rápido volvía a esconderse asustadizo. En pleno marzo era ya mucho pedir que de vez en cuando un par de haces de luz apareciesen de la nada para alumbrarnos aunque fuesen por unos segundos. David a mi lado trasteaba con su teléfono móvil actualizando su agenda y mandándole un mensaje a su mujer, de que estaba llegando a casa. Siempre era el mismo ritual. Un mensaje al salir del juicio y otro de camino en el taxi. Yo me divertía contemplando las gotas que surcaban el cristal a toda velocidad, la cual aumentaba cuando el coche se ponía en marcha. Con mis manos sujetaba mi maletín, y en mi muñeca me enredaba la correa, pensativo. Entre mis piernas, el paraguas.
–Dicen que mañana lloverá menos. –Me dijo con la poca seguridad que le otorgaba haber vivido muchos años ya en Londres. Se notaba casi el sarcasmo en su suspiro resignado al finalizar la frase.
–Dios no es tan misericordioso. Seguro que lloverá cuando me dé por tender algo de ropa fuera. –Suspiré y él rió volviendo su rostro a mí, divertido.
–Hoy ha sido un buen día. Un juicio ganado, una madre que se va feliz con su hijo delincuente a casa y nosotros a nuestros respectivos nidos.
–Hoy llevaba mi corbata de la suerte. –Le dije mientras me pasaba la mano por el nudo de la corbata, lo poco que se dejaba ver por encima del jersey.
–¿Le dieron a ella el título universitario o a ti? –Me preguntó divertido pero yo rodé los ojos, sonriendo.
El taxi dobló una esquina y se detuvo a causa del tráfico. Las seis de la tarde era hora punta para regresar a casa y todo el mundo había cogido un taxi o su propio coche, porque con la lluvia era imposible recorrer grandes distancias sin llegara a casa empapado. El recorrido era siempre el mismo. Salir de los juzgados o del bufete y cruzar el Támesis por el puente del palacio de Wensminter, incorporarnos a la A4204 rodeando Hyde Park y después callejear hasta que me dejase a la puerta de mi edificio, en el número 20 de Lord’s Cricket Ground. Después el taxi continuaba con David dentro hasta que doblaba la siguiente esquina y desaparecía por la A501 en dirección este.
Comenzó a sucederme como en el camino a la universidad, me adormilaba en el taxi cuando cogía uno y una calle antes de que el taxi se detuviese despertaba milagrosamente con el tiempo justo de sacar el monedero, pagarle al taxista sus bien merecidas libras y sacar el paraguas para cubrirme los cinco pasos desde el taxi hasta el portal. Cuando David me acompañaba intentaba no entrar en ese sopor que suponía el camino a casa en taxi, pero él hacía siempre el camino ameno y divertido y me entusiasmaba pagar a medias el taxi, y a veces su ayuda para lidiar con algunos de los maleducados taxistas que poblaban Londres. Eso fue una de las primeras cosas que me advirtieron al poner los pies en la isla. Eso y que la comida no era nada agradable para alguien que venía del continente. Yo musité que era neerlandés y entonces supusieron que no hallaría mucha diferencia.
–¿Cómo está tu hija? –Le pregunté buscando algo de conversación antes de llegar a casa. Ya me veía medio adormilado en el sofá, con la cena a medio comer en la mesita de café y el té enfriándose en su taza. Con un libro en las manos y entrando en un estado de nostalgia y depresión que me acabarían por abocar a beberme una cerveza.
–Bien. –Me dijo dejando a un lado su teléfono móvil–. Ya te dije que vino mi suegra de visita unos días. Están muy entusiasmadas una con la otra, pero mi mujer está cansada de atenderlas a ambas. La niña apenas tiene dos años, y mi suegra ya pasa de los setenta y cinco y tiene sus limitaciones ya…
–¿De dónde es ella?
–Bromley. Tiene una casa de campo allí donde vivían ella y su marido. Murió hace unos años. Es muy bonita. Es al estilo mediterráneo, pero como comprenderás está algo abandonada desde que mi suegro murió. –Se encogió de hombros mirando afuera como si un recuerdo le viniese a la mente y quisiera quedase en él, a solas con él, unos segundos–. En vacaciones vamos allí, pasamos unos días, ya sabes, para hacerla compañía.
El taxi torció hacia mi calle. Con el tráfico que había estábamos a cinco minutos de mi piso. Yo ya me estaba preparando mentalmente para no dejar nada dentro del taxi y asegurarme de que tenía el dinero en la mano para dárselo al taxista.
–Tómate la tarde libre. –Me dijo mientras miraba afuera. Por un momento no sabía si me estaba hablando a mí, al taxista o a alguien que estuviera pasando por la acera en ese momento.
–Tengo que hacer los informes del caso de hoy, y tengo que archivar…
–Ha sido una mañana dura, lo sabes. Tómate la tarde libre, yo haré los informes esta vez.
–De verdad que no es una molestia. –Dije pero él volvió el rostro hacia mí y me sonrió con una mueca sentenciadora. No había rebates posibles. Yo asentí mientras me dejaba caer en el asiento con una sensación de liberación hermosa. Él se sonrió al verme repentinamente relajado.
–¿Quieres saber lo que pensé de ti la primera vez que te vi? –Me dijo, con amabilidad y fraternidad. Estaba seguro de que después de aquella pregunta vendría una respuesta que intentaría ofenderme pero que escondía un trasfondo mucho más hermoso de lo que intentaba aparentar. Yo asentí, deseoso de saberlo–. Me dijeron de ti que eras joven, pero ambicioso y muy inteligente. Me imaginé algo completamente diferente a lo que me encontré. Tienes un rostro dulce, siempre vestido con colores claros y suaves. –Me miré de arriba abajo. No mentía, siempre portaba una gabardina de color beige y mis ropas también eran marrones y grises claros.
–Siempre he vestido así.
–No lo dudo. Pero me dio la sensación de que me habían estafado. Yo había comprado un lobo y me habían vendido un corderito. –Rió hasta el taxista–. Pero cuando te pones la toga y la peluca, y sales a hablar frente a todos con esa fuerza, con esa seguridad y esa arrogancia, eres el mejor. No creo que seas un lobo, pero tampoco eres un corderito perdido.
–Mi profesor de derecho romano de me solía llamar Hortensio, como la oradora Hortensia, la hija del cónsul y abogado romano Quinto Hortensio Hortalus, que consiguió derogar un impuesto que afectaba solo a las mujeres romanas adineradas.
–¿Qué hiciste para ganarte ese apelativo? –Me preguntó curioso.
–No lo tomaría como un mero apelativo, dado que él lo utilizaba como insulto o incluso para llamarme la atención cuando estaba distraído. –Él se rió–. Quería mandarnos un trabajo para la clase de historia del derecho, que consistía en una exposición sobre algún personaje histórico que hubiese sido abogado o similar. La condición es que los hombres de la clase debían elegir ejemplos femeninos y las mujeres ejemplos masculinos. Claramente había una grandísima desventaja dado que históricamente se han dedicado a la abogacía, o al menos se conoce así, más hombres que mujeres, y en nuestra clase éramos un 80% hombres y el resto mujeres. Así que entre ellas no repetirían personajes, mientras que los varones tendríamos que vérnoslas con nuestros compañeros. Por no hablar de lo que para muchos de mis compañeros significaba tener que lidiar con la idea del género que el profesor presuponía en ellos y con lo que no se sentían identificados. Así que yo le pedí, casi le convencí para que no nos pusiese ese trabajo, por todos los motivos que te acabo de explicar y a él le brillaron los ojos, nos contó la historia de la oradora Hortensia, y desde aquél momento me llamó así como forma de menospreciarme.
–¿Al final conseguiste que no os mandase ese trabajo?
–Lo conseguí, pero a cambio nos hizo un examen. –Me encogí de hombros–. Muchos de mis compañeros me llamaron Hortensio el resto del curso también.
–Si quieres un consejo. –Me dijo, en tono paternofiliar pero con un deje de maldad–. Por tu bienestar, no cuentes esa anécdota en el bufete o no te quitarás ese apodo en mucho mucho tiempo. –Me guiño un ojo y yo le sonríe divertido–. Estamos llegando. –Me dijo señalando la puerta de mi edificio que se veía ya desde donde estábamos y el taxi paró según las indicaciones de David que me pasaba la peluca que no había metido en el maletín sino que había puesto en el asiento entre ambos y me palmeó el hombro como despedida.
Salí del taxi cubriéndome rápido con el paraguas para no empaparme. Me despedí de David a través del cristal y el taxi salió despedido para no volver a sumergirse en el tráfico. Yo maniobré, colgándome el maletín del hombro, sujetando la peluca con la mano libre que no sujetaba el paraguas y colocándome el paraguas debajo de la axial para buscar en el bolsillo de mi abrigo las llaves de la puerta. Cuando llegué a la puerta y metí las llaves en la cerradura fui por primera vez consciente de un hombre, encapuchado, encogido en sí mismo, que estaba ahí parado entre la puerta y la acera. En ese pequeño espacio, apoyando la espalda en la verja que delimitaba el pequeño caminito hacia el portal de los establecimientos de al lado. Creí reconocer al novio de mi vecina de arriba. Una chica de treinta y pocos que tiene las ventanas llenas de geranios y siempre encuentro pétalos rojos en mi ventana al despertar. Alguna vez me he cruzado con el chico y cuando ya se hizo costumbre cruzarnos en las escaleras acabamos por saludarnos con un escueto y avergonzado “hola” porque tras ser testigo ciego de sus relaciones sexuales al otro lado del suelo acabas por encontrar cierta confidencialidad con esas personas. Pero esta vez ni siquiera le había visto el rostro y como estaba fuera supuse que su novia no estaría en casa y la estaría esperando a que regresase de trabajar, o de estudiar. No estaba muy seguro de a qué se dedicaba ella. Él trabajaba de repartidor de un restaurante porque alguna vez le vi salir del piso con el traje de la pizzería. Sentí una tremenda pena por verle allí apoyado, con las manos metidas en el cortavientos y la cabeza cubierta con el gorro. Con una mano sobre el pomo de la puerta del portal y la otra sujetando el paraguas y la peluca para no mojarme, me volví hacia él y le pregunté:
–Sophía no sé si está en casa, pero no te quedes ahí, pasa. Tiene pinta de que no va a dejar de llover. –Cuando me dirigí a él por un momento él no pareció esperar que le hablase y no se volvió a mí, pero tras ver que yo no me movía del sitio y ser consciente de que era a él a quien me estaba dirigiendo, alzó el rostro para mirarme a pesar de la lluvia y vislumbré unas facciones que no reconocí al primer momento. Me sentí en primera instancia avergonzado por haberle confundido y rápido me sonrojé–. Ups, lo siento, le he confundido. Perdone. –Dije mientras bajaba el paraguas para cerrarlo con intención de cerrarlo, pero una vez cerrado en mi mano, ese rostro no se había apartado de mí y me miraba con una expresión extraña, con una sonrisa familiar, con unos ojos vivos y oscuros. Aquellas pecas. Si las hubiese contado más a menudo, las habría reconocido al instante.
Pasaron apenas cinco segundos desde que él me sonrió reconociéndome hasta que yo mismo le reconocí, o más que reconocerle, asumir que estaba allí, delante de mí, en un país que no era el suyo, en una casa que no era la suya. Era como ver un espejismo dentro de una densa niebla. Ni yo mismo estaba seguro de que fuese real después de todos estos años, pero allí estaba, sonriéndome con esas arrugas que se le formaban en la comisura de sus labios, con esos ojos negros, escondidos tras sus pestañas al sonreír. Con ese aspecto siempre demacrado y esa pose tan desentendida. Repentinamente sentí un fuerte impulso de entrar dentro del portal y cerrar detrás de mí, hacer como si no hubiese visto nada y meterme en mi casa a divagar y enloquecer durante horas. Pero ya era demasiado tarde, él me había visto, y por mi expresión de pasmo sabía que yo le había reconocido.
–Ícaro. –Dijo, más bien soltó, como si mi nombre le hubiese pesado tanto como a mí su recuerdo–. ¿Eres tú? ¡Claro que eres tú! –Se convenció a sí mismo. Su voz. Era la misma voz que recordaba. Algo más rasgada seguramente por el tabaco pero era ese timbre, esa sinfonía. La que tantas veces había rememorado para mí, la que ya pensé que había olvidado y sin embargo algo en el fondo de mi mente se sobresaltó al reconocerla–. Mírate, que mayor estás. Pero, sigues igual. No has cambiado nada. ¡Sigues siendo todo un querubín! –De nuevo ese impulso por desaparece.
–¿Qué haces aquí? –Le pregunté, y seguramente soné mucho más frío y distante de lo que hubiese deseado. Esta no era la sensación que yo me había imaginado en un posible reencuentro. Algo me estaba reconcomiendo.
–¡Soy yo! –Dijo como si no hubiese quedado claro.– ¡Jacinto!
El sonido de su nombre reverberó por todo Londres. Reverberó por el interior de mi mente y quedó allí largo rato golpeando por las paredes de mi cráneo. Era incapaz de pronunciar su nombre. No después de tantos años en que lo había convertido en un peligroso y poderoso mantra. Como yo me mantuve en silencio y la lluvia seguía cayendo lo único que se me ocurrió fue adentrarme en el portal y hacerle pasar a él, con un gesto de mi brazo, invitándole al interior. No había maletas, no había mochila. Si había venido hasta aquí había pasado antes por algún hotel a dejar sus cosas. Eso me asustó mucho más porque entonces había demasiadas preguntas por responder. Cómo sabía dónde vivía, cómo sabía dónde estaba, y más aún, ¿Quién le había guiado hasta mi casa?
–¿No te alegras de verme? –Me preguntó, más serio de lo que deseaba mostrar mientras me deshacía del paraguas en el paragüero de la entrada. Se puso delante de mí, muy cerca, lo suficiente como para intimidarme y yo me tensé sin retroceder un solo paso.
–Subamos a mi piso. –Dije mientras me apartaba de él y ascendía las escaleras. Él me siguió, despacio y cauto, mirándome con una sonrisa cuando yo me volvía a él para cerciorarme de que me estuviese siguiendo. Cuando llegamos a mi piso abrí la puerta en silencio, pasé yo primero y cuando él hubo entrado, cerré. Supe, nada más que él puso un pie dentro, que estaba condenado y eso me hizo sentir un escalofrío cuando cerré detrás en él, impidiéndole toda escapatoria.
Él miraba a todas partes, libros por un lado, informes por otro. La cocina llena de tazas sucias de café y té de la noche de antes y el dormitorio con la cama sin hacer. Me hubiera gustado aclararle que no esperaba visitas, pero estaba claro que no las esperaba, y mucho menos a él.
–Perímeteme el abrigo. –Le dije extendiendo las manos hacia él, cuando yo ya me había deshecho de mi abrigo. Él se volvió a mí y me extendió su cortavientos, lo colgué al lado del mío y dejé el maletín junto con la peluca encima del sofá. Él se desternilló cuando la vio caer como si hubiese tirado un gato al sofá y la cogió con las manos. Se la puso en la cabeza.
–¿Así que abogado? –Me preguntó, como si no fuese obvio–. Estoy seguro de que estás aquí en Londres porque anisabas ponerte una de estas pelucas cursis y barrocas. –Le sentaba terriblemente mal, pues su cabello moreno y ondulado caía fuera de la peluca, destacando demasiado. Se había cortado algo el pelo desde la última vez que lo había visto. En realidad estaba muy cambiado. Su cuerpo estaba más fuerte, sus facciones algo más duras. Tenía sombra de barba aunque se había afeitado esa misma mañana y su cabello caía por su frente con un par de mechones oscuros. Pero por la nuca lo tenía corto. Treinta años. Tenía ya treinta años. Era increíble como había pasado el tiempo. Para ambos.
–No la estropees. –Le dije, quitándosela y llevándola al cuarto, junto con el maletín. Cuando regresé al salón seguía sentado en el sofá, observándolo todo curioso, más nervioso que fisgón–. ¿Cuánto llevabas ahí, bajo la lluvia? –Me acerqué a él para posar el dorso de la mano sobre su mejilla, sobresaltándole y haciendo que me mirase con esa emoción pecaminosa que le había visto muchas otras veces, hacía muchos años atrás–. Estás helado. Te prepararé un té bien caliente…
Antes de que me pudiese apartar de él me cogió de la mano, la misma que había apoyado sobre su mejilla, y acomodó su rostro en mi palma, cerrando los ojos con una expresión tranquila, de una paz inmensa. De un logro conseguido tras mucho esfuerzo.
–Deja las convencionalidades a un lado, por el amor de Dios. –Me dijo, poniéndose en pie pero aun sin soltarme la muñeca–. Déjame verte, por favor. Deja que te vea. –Me soltó la muñeca para acercarse a mí y colocar ambas manos en mi cuello, en mi mandíbula, moviendo mi rostro a él. Me quitó las gafas, me acarició las sienes, las mejillas, apoyó su frente contra la mía y mezclamos durante unos segundos nuestras respiraciones. Cuando se separó de mí, su mirada era tan calmada pero tan intensa que me hizo dudar en qué haría a continuación. No sabía si me besaría, si se reiría o si saldría corriendo. Lo que yo deseaba era buscar cualquier excusa para esconderme en la cocina y no salir.
–Estás aquí… –Musité, como si aun no hubiese sido capaz de asumirlo y él se desternilló de risa.
–¿No me ves? Estoy aquí, contigo…
–¿Seguro que no quieres un té? ¿Un café?
–Seguro. –Dijo mientras me sonreía, apretando sus palmas en mis mejillas.
–Pues yo si quiero uno. –Dije, soltándome de él y señalándole el sofá donde había estado sentado–. Estás en tu casa. Ponte cómodo. Seguro que estás cansado del viaje. ¿Has venido desde París?
–Desde Ámsterdam. –Dijo mientras se reía de sí mismo. No. Se reía de mí–. Te has vuelto muy formal. O muy esquivo. Antes eras más directo. –En contra de mi petición me acompañó hasta la cocina y se apoyó, con los brazos cruzados sobre el pecho, en la nevera mientras me veía maniobrar para lavar dos tazas y ponía agua en la tetera.
–¿De veras? –Le pregunté. No estaba equivocado.
–Antes habrías sido mucho más directo.
–Antes. –Dije, como si hablase de hacía más de treinta años pero en realidad siempre había tenido la posibilidad de llamarme y hacer del antes un ahora, un presente, una continuación–. Han pasado ya muchos años.
–Sí. –Dijo mientras asentía, meditabundo.
–Podrías haber tomado parte de mi convencionalidad y haber llamado antes de venir. –Le dije, con las manos bajo el agua del fregadero–. ¿No? Además, ¿Cómo sabes donde vivo…? Ah… –Solté, haciéndome una idea de dónde había sacado la información–. Has estado en Ámsterdam de nuevo, dices. ¿Mis padres? –Asintió divertido–. Hablé con mi madre ayer. –Murmuré para mí–. Y no me dijo nada, la muy mentirosa.
–Yo les pedí que no te dijesen nada. Quería que fuese una sorpresa. Pero ya veo que no estás de humo para reencuentros con el pasado… –Rodó los ojos. Yo preferí no decir nada y sequé las dos tazas con el paño de la cocina. Él cambió radicalmente de tema–. Tienes un piso precioso. Muy bonito en comparación con las pocilgas donde he vivido estos últimos años. –Asintió, para sí mismo–. He llegado esta mañana. Tras dejar las cosas en el hostal y todo eso vine directo aquí, pero como vi que no había nadie en casa me fui a hacer turismo. ¿Sabes que unas calles más arriba está la casa museo de Sherlock Holmes? –Asentí–. Es muy bonito. Y el Támesis. Está genial también.
–¿Dónde está tu hostal? ¿Cae muy lejos?
–¡Qué va! Está cerca de Park Skare. –Asentí a sus palabras dejando las tazas sobre la mesa y retirando el papeleo que había encima. Los llevé al salón y él me siguió con la mirada–. Tu madre me dijo que no cogiese un hostal, que tú tenías una habitación de invitados. Lo dijo con una risa extraña. Tu padre sin embargo le pareció de mala educación aparecer por sorpresa y además tener la intención de quedarme a dormir en tu piso.
Yo medité sus palabras con tiento. No me hubiera importado que se quedase a dormir, todas las noches que quisiera, pero no estaba muy seguro de cómo acabaría esta conversación así que no quise arriesgarme invitándole a que se quedase y no gastase dinero en una habitación en un hostal. Sin embargo, eso era lo que él estaba insinuando. No le di esa satisfacción.
–Mi padre es un santo. –Le dije con una sonrisa–. Ya lo saben. Se lo conté cuando te fuiste. Les dije que estuvimos juntos.
–Algo me pareció sospechar cuando estuve en su casa… –Meditó para sí mismo–. Pero no parecían disgustados.
–No lo han estado nunca por ello. –Me encogí de hombros y él se sonrió para sí mismo. La tetera comenzó a sonar y ambos pusimos atención sobre ella.
–Si no te importa, voy a ir al baño. Antes de venir aquí me he tomado varias cervezas y ahora quieren salir.
Asentí señalándole la parte izquierda del piso. No era lo suficientemente grande como para que no viese el baño desde la cocina, pero me pareció necesario indicarle. Cuando se marchó solté un gran suspiro que estaba reprimido en mi garganta y vertí el agua sobre las tazas. El olor a té de menta inundó el piso en un instante. Cuando él volvió yo ya estaba sentado en la mesa de la cocina, con la mirada perdida en ninguna parte y la taza de té entre las manos. Se sentó a mi izquierda y sopló dentro de su taza.
–Supongo que he hecho bien cogiendo un hostal. –Dijo, con media sonrisa. Yo le miré extrañado–. ¿Estás con alguien?
–¿Por qué lo preguntas?
–He visto un pequeño neceser en el baño. Y una caja de tampones. El neceser sí que puede ser tuyo, aunque tiene un par de cuchillas de depilar rosas, pero los tampones no creo que sean tuyos. –Me sonrió pícaro.
–No es nada serio. –Dije, repentinamente necesitado de darle explicaciones–. Solo es una amiga. Que a veces, pues, se queda a dormir. Ya sabes lo que digo.
–¿Sophia?
–No. –Exclamé divertido–. Esa era la vecina de arriba. Te confundí con su novio. Es solo una chica que conocí en el bufete. Ya no trabaja en el mismo bufete que yo, pero seguimos viéndonos. Y ella creyó necesario que se quedasen aquí esas cosas, y a mí me parece bien. Yo compré los tampones. No está demás pensar en ellas también. –Él me miró más asombrado de lo que me esperaba y acabé dándome cuenta de que no me había pedido ninguna explicación. Me pasé las manos por la frente, bebí un poco del té y solté otro de esos demoledores suspiros.
–Si ibas a estar con ella hoy, y te he arruinado los planes…
–Pues sí, mi intención habría sido llamarla para ir con ella a cenar. –Contesté, algo violento–. Habríamos ido a cenar a un pub aquí al lado, nos habríamos emborrachado con dos jarras de cerveza tostada y después habríamos venido al piso a follar toda la noche. –Cuando alcé la mirada pude ver el efecto que habían producido mis palabras en su expresión. Se había asustado como un cachorro tras oír un estruendo. No pude sostenerle por mucho tiempo la mirada y volví a mirar hacia el té.
–Debería irme. –Dijo sin más, meditando profundamente todos sus actos. Se levantó con cuidado y puso la silla en su sitio. Estaba decidido a marcharse pero yo solté un impotente suspiro, cargado de rabia y frustración.
–Es que no entiendo a qué viene esto. ¿Así? ¿Tan sencillo es para ti? Vienes hasta aquí desde sabe Dios donde, para sabe Dios qué y con qué esperanzas. La forma en que me has hablado, las libertades que te has tomado en unos pocos segundos. ¿Te crees que sigo teniendo diez años? ¿Qué puedes meterte en mi casa, sonreírme con ese desparpajo y está todo solucionado?
–Pensé que te alegrarías de verme. –Soltó, más dolido que sorprendido.
–Y yo. –Le dije–. No eres el único que lo creía. Muchas veces te he visto por estas calles. Muchas veces te he imaginado en el rostro de cada transeúnte que pasaba a mi lado. Siempre he tenido la esperanza de que estuvieras por alguna parte, buscándome, pensando en mí, aguardándome. Siempre he tenido la esperanza de que vinieras a verme, que me esperases por alguna parte. Cuando me he sentado en un café a tomarme un té, un trozo de pastel, siempre me imaginaba que te sentabas conmigo, que repentinamente alguien ocupaba el asiento frente a mí y eras tú. He hablado mucho contigo estos últimos años, más que contigo, con el recuerdo de ti. No cambiaba nada. Era el mismo muchacho que vi la última vez, el último recuerdo de ti me ha acompañado todos estos años a donde quiera que fuese. Deseé que todas mis compañías fuesen tú, que sustituyeses a mis amigos, a mis parejas. –Cuando volví la mirada a él, estaba tan confuso que no sabía qué hacer. Estaba ahí de pie, delante de mí, mirando alternativamente mi rostro y mis manos gesticulando–. Y aquí estás, como si nada. No pensé que me fuese a doler y ofender tanto como está haciéndolo. Pero me duele. Y me molesta más de lo que me ilusiona o alegra.
–No es por esa chica con la que estás… –Dijo, casi intuyó–. ¿Qué es entonces? –Yo le aparté la mirada. Apenas estaba empezando a darme cuenta de lo que estaba sucediéndome. Él me miraba entre apenado y confuso. Volvió a la mesa pero no se sentó, se acuclilló a mi lado y buscaba mi mirada que se hallaba perdida por alguna parte–. Si quieres que me vaya, solo tienes que decirlo. Ícaro. –Mi nombre en sus labios era como una inyección de ira–. Lo último que quiero es hacerte daño. No quiero ser una molestia y menos la causa de que te enfades.
–¿Qué esperabas que sucediese? –Intentó decir algo pero yo le corté–. Creías que te recibiría con los brazos abiertos. Que te besaría, que te metería en mi cama y después de hacerlo rememoraríamos nuestros recuerdos juntos. ¿Hum? El sábado iríamos al Britsh Museum y de madrugada pasearíamos alrededor del Támesis. ¿Es eso? Tal vez me esperarías al salir del trabajo e iríamos a tomar unos sándwiches y unas cervezas. –Me pasé las manos por la frente–. Ni siquiera sé qué ha sido de ti. Podrías estar casado ya, y tener dos o tres hijos. Quién sabe. Incluso podrías estar divorciado.
–Estoy soltero. –Dijo, mientras una endeble sonrisa aparecía en su rostro–. Y sin hijos. Aun. Yo… –meditó– te prometí que volvería. Te prometí que lucharía para poder reencontrarnos. Para poder ganarme una vida, una vida libre de ataduras. Para poder estar juntos.
–Yo ya te ofrecí esa vida, pero no la quisiste.
–¡Solo tenías diecisiete años! –Suspiró–. No me estabas ofreciendo una vida, sino cediéndome tu lugar en una familia que no era la mía. No era así como yo quería empezar. –Al ver que yo no contestaba a eso decidió tomar un rumbo más amable en la conversación–. ¿No quieres saber mi historia? ¿No quieres saber qué he hecho estos años? ¿No vas a preguntarme cómo he llegado hasta aquí? ¿Dónde estoy trabajando?
–Eso sería muy convencional. Es impropio en mí. –Musité–. Pero puedo hacerme una idea. Seguro que encontraste un trabajo de camarero o algo parecido allí en Saint Tropez. Seguro que cuando tuviste un poco ahorrado le comentaste a tus padres de mudarte a tu propia casa y aunque al principio no les gustó la idea a tu padre le iba bien en el trabajo, ya sabes a lo que me refiero, y acabó aceptando la idea de que te marchases, porque no te ibas muy lejos sino a un vivienda en Sain Tropez. Poco a poco os habéis distanciado, ellos te seguían buscando, seguían yendo a por ti cuando han tenido problemas. Cuando tuviste dinero suficiente para salir de tu ciudad natal seguro que se sobrevivo un nuevo problema en el trabajo de tu padre y aprovechaste ese momento de despiste para irte a vivir a otro lado. ¿A dónde fuiste? ¿Lyon? ¿Burdeos? –Él no me contestó. Se irguió y se apoyó en la mesa a mi lado rodando los ojos–. Allí encontraste un trabajo de tatuador, seguro. Y poco a poco seguiste ahorrando. Seguro que fue por esa época en que te mudaste que perdimos todo contacto. ¿No es cierto?
–No me culpes solo a mí de no haber tenido contacto.
–No lo hago. –Dije, serio y firme–. Soy plenamente consciente de que yo también he dejado morir lo poco que nos quedaba, con ayuda del tiempo y la distancia.
–Pero yo te perdono. –Dijo, repentinamente dulcificado.
–Pero yo no me perdono. –Solté, casi sin darme cuenta. Él se volvió a mí mucho más meloso que antes y me puso una mano en el hombro, que poco a poco arrastraba hacia el cuello.
–No sé qué te sucede, Ícaro. No sé si has tenido un día difícil, si he arruinado tus planes para esta noche. Pero está claro que no me quieres aquí. Y yo tampoco deseo estar aquí de esta manera. He atravesado Francia de punta a punta durante estos años para verte, para volver a estar contigo. Aunque no me lo hayas preguntado estoy viviendo actualmente en Orleans. Tengo un trabajo estable, en una tienda de tatuajes. Hay muy pocas en la ciudad y tenemos mucho trabajo. La fachada es genial, muy bohemia, al estilo de los cincuenta. Te gustaría. –Esbozó una sonrisa triste y yo le aparté la mirada–. Tengo un piso alquilado, precioso también aunque no tan encantador como el tuyo. Tengo un gato. Pequeño, negro, con una mancha blanca bajo a nariz que parece casi un bigote. –Soltó un suspiro desanimado al ver que sus palabras no surtían efecto en mí–. Toda esta vida, si quieres, puedo compartirla contigo. No. Deseo hacerlo. Quiero que compartamos esa vida.
–Pero yo ya tengo una vida aquí. ¿No lo ves? También tengo un piso, un trabajo estable con un buen sueldo. Tengo amigos aquí, tengo un jefe muy agradable…
–Entiendo lo que estás diciendo, pero en Orleans podemos encontrarte otro trabajo de abogado en otro bufete…
–¿No me estas escuchando? No es por dejar un trabajo o un piso. Es una rutina, y un estilo de vida que yo me he construido y que yo he creado solo para mí. Me gusta esta vida que he creado al margen de ti, que es mía, lejos de las calles de Ámsterdam. Lejos de mis padres, lejos de todo lo que me recordase a ti. –Él enmudeció. Yo solté un largo suspiro y le pedí que se sentase con un gesto de mi mano. Él me obedeció y yo le sujeté una mano entre dos mías. Tras unos segundos le solté y volví a sujetar la taza de té–. Han sido muchos años. ¿Sabes? ¿Siete? ¿Ocho? No estoy seguro. Desde el primer momento en que te fuiste en cierto modo deseé que no volvieses, porque sería imposible volver a retomar lo que teníamos. –Él me miraba sin comprender–. Por el amor de Dios, sé razonable. Yo solo tenía diez años cuando me enamoré de ti, eras mi primo, nuestras familias en una permanente guerra. Si te marchabas, más valía que fuera para siempre, porque si deseabas retomar lo que alguna vez tuvimos, iba a ser complicado recomponerlo todo de nuevo.
–No deseo continuar nada. –Negó repetidas veces con el rostro–. Deseo empezar de cero, si te parece mejor. O empezar desde este punto muerto en el que nos encontramos. Pero juntos. Los dos. –Lo dijo tan serio y sincero que no pude por menos que reír irónicamente y negar con el rostro.
–No sé qué puedes ofrecerme. –Le dije–. No sé qué clase de vida me prometes, pero nunca nada será igual al recuerdo idealizado que tengo de ti. He tenido que perderte para darme cuenta. Si has venido buscando al niño de diez años al que robaste una manzana aquí no lo vas a encontrar.
–He venido buscando al hombre, al abogado en que me prometiste que te convertirías. He venido a buscar al chico valiente que me profesó amor. Al único ser en el planeta que una vez creyó en mí cuando nadie más lo hizo. El que… –Se cortó a sí mismo, soltando un chasquido de su lengua, hastiado y fastidiado con la situación que se había encontrado.
Yo alcancé un paquete de cigarrillos que había sobre la mesa de la cocina. Saqué uno, medio doblado. Lo arreglé un poco y me lo puse sobre los labios. Lo encendí en silencio mientras él me observaba meditabundo.
–Me estás matando, Ícaro. –Suspiró con la tristeza más profunda que le había visto nunca. Su voz estaba rota y sus esperanzas también. Yo le volví una gélida mirada y él se tensó–. Dime qué deseas que haga. Haré lo que me pidas. Si quieres que me marche, lo haré. Si quieres que me quede, me quedaré. Pero no me tortures más. Me esas haciendo pasar el peor rato de toda mi vida.
Solté una intensa calada de humo por mis labios. La dejé flotando un rato entre nosotros y después la despejé con un gesto de mi mano.
–¿Sabes por qué estoy aquí en Londres? –Pregunté, más a la taza de té que a él–. Me ofrecieron también poder ir a París, o a Barcelona, pero yo elegí Londres. Pedí expresamente Londres.
–¿Por qué?
–Porque mi madre nació aquí. Al norte de la ciudad. Y cuando voy por las calles me siento reconciliado de alguna manera con esta parte de mi familia. Cuando la lluvia empapa las aceras, el sonido del río bajo los puentes, el idioma en cada rincón de la ciudad, los modales, el acento, los olores. Todo eso me acerca más a ella, y a esta parte de mí.
–Y te aleja de mí. –Terminó él.
–Sí. Me siento desintoxicado en cierto modo de lo que supone ser tú. Formar parte de ti y de tu familia. Cuando terminé la carrera llevaba años sin saber de ti. Sabía que terminarla no supondría una diferencia pero intentar ir tras de ti me habría supuesto mucho más dolor. Por eso decidí que si no sabía de ti, si no sabía dónde estabas o como encontrarte, lo mejor sería alejarme.
–Podrías haber contactado conmigo.
–No lo hice. Me he hecho demasiado daño por ti, por tu culpa o gracias a ti. Como mejor quieras interpretarlo. Y no podía seguir haciéndome esto. Desde que te conocí. Desde ese mismo instante, todo ha girado en torno tuyo, mis pensamientos, mis actos, mis vicios y mis costumbres. Todo ha sido para ti. Este último año ha sido sin embargo el mejor de mi vida. Desde el mismo instante en que me prometí no seguir siendo un esclavo de mis ilusiones.
–¿Estás diciéndome que todos estos años que he estado deslomándome en bares y fábricas trabajando, todos estos años de ahorrar, de luchar, de enfrentarme a mis padres, todo por ti, no ha servido para nada? ¿He tirado siete años de mi vida?
–Bienvenido a mi universo. –Suspiré y él palideció.
–¿Qué demonios te pasa? –Preguntó, más presa de la ansiedad que del enfado.
–Pasa que ya no te amo. Pero no puedo olvidarte. Porque me he acostumbrado durante tanto tiempo a quererte que ya no sé cómo sentir cualquier otra cosa. Eso pasa. Y cuando creía tener dominada la situación, con mis días buenos y mis días malos, apareces aquí, para echarlo todo por tierra. ¿Y sabes qué es lo que más me duele? Que si sigues insistiendo puede que acabe accediendo porque no soy dueño de mis acciones cuando estoy contigo. –Le miré de soslayo–. Que la única manera de mantenerme al margen es esta fría y distante personalidad que he creado para defenderme de ti, y de tu recuerdo. Si me lo pidieses, sería capaz de llamar a mi jefe y decirle que dejó el trabajo, abandonar esta casa, olvidarme de todos los que he conocido aquí y marcharme contigo a donde quiera que quieras llevarme. –Tragué en seco–. Por eso te suplico que no me lo pidas más. No insistas. Porque no quiero tirar todo esto por la borda. No por el recuerdo de un chico de quince años, insolente y malcriado.
Él asintió con rotundidad pero con la mirada perdida en algún punto de la mesa. Entendía lo que le estaba pidiendo, pero no era capaz de acceder tan fácilmente a marcharse.
–Vive tu vida. Seguro que tienes una hermosa vida en Burdeos. Te conozco. Seguro que tú también tienes a alguien esperándote allí, una chica pelirroja, llena de pecas como tú y con una sonrisa preciosa. Inteligente y que le gusta el rock como a ninguna. –Él me miró con una sonrisa apenada. Al parecer no había acertado, pero pilló el sentido de mis palabras–. Seguro que tú también tienes tus costumbres, tus hábitos allí. Tienes una vida por delante, igual que yo. No lo pierdas todo por el recuerdo que tengas de mí, por la persona que creías que era o por una falsa idea que te hayas formado de un futuro juntos.
–Estaba equivocado. –Musitó–. A ti te dolió que me marchase más que a mí.
–Eso no lo sé. –Dije–. Pero sí sé que estas palabras te están doliendo más a ti que a mí. –Tras unos segundos habló de nuevo.
–Nunca podré olvidar aquella vez que me pediste, casi me suplicaste, que nos marchásemos juntos. A donde quisieras. Me dijiste. A Francia, a Alemania… Y ahora que estamos aquí en Londres, lejos de nuestras familias, en un lugar donde nadie nos conoce, un lugar donde somos quienes queramos ser, me apena no poder vivir esta experiencia contigo.
–No me hagas esto… –Murmuré mientras me llevaba el cigarrillo a los labios–. Y tampoco te lo hagas a ti.
Como sobreestimulado por un sentimiento de felicidad y confianza se levantó de la silla para sentarse justo a mi lado y pasarme el brazo alrededor del hombro. Me sonrió con tanta dulzura que me estremecí.
–No quiero perderte. No pienses en nada sexual, ni en nada incómodo. Eres mi primo, eres mi familia. Y estamos en Londres. –Miró a través de la ventana del salón, en dirección a la calle–. No quiero irme sin antes haber compartido algunos momentos contigo aquí. Por favor, concédeme solo esto. –Me miró, y estábamos tan cerca que pude sentir su aliento. Su mano en mi hombro se deslizó por mi cuello, chocando con una cadenita de oro que extrajo y se la quedó mirando con una expresó de sorpresa y entusiasmo, era el collar que me había regalado–. Una cena en algún pub, un par de cervezas, un paseo por el Támesis, una larga charla, y te prometo que mañana cogeré el primer vuelo que salga a Burdeos. –Jugó con la cadena en mi cuello mientras me hablaba consciente, plenamente consciente, de que estaba con la soga al cuello. Con sus palabras tentadoras, con su cálido aliento, con su olor. Me quitó el cigarrillo de los labios y le dio él una larga calada–. Te debo un final mejor del que te proporcioné hace años. Esto es un punto y final. Si es lo que deseas. Pero concédemelo.
La lluvia había escampado por un rato. El sol parecía querer salir tímidamente a través de las nubes. El humo en la cocina nos había sumergido a ambos en una maravillosa e íntima niebla gris. El té estaba frío y todo en lo que podía pensar era en su cuerpo rozando el mío. No pude contenerme a apoyar mi mejilla sobre la suya. Después mis labios en su piel. Él no se movió un solo milímetro y sonrió, victorioso por mi derrota. Me apretó más contra él y me dejó allí acurrucado en su abrazo.
–Te quiero. –Susurré, mientras él apagaba el cigarrillo en un cenicero delante de ambos–. Y te he extrañado.
Yo mismo era consciente de que todo lo que me había prometido a mi mismo se estaba desmoronando a velocidades que ni habría sospechado. Mi orgullo por el suelo y mis esfuerzos en la basura. Todo por un beso. Ya podía escuchar su voz, idealizada en mi mente y recriminándome con su maldito mantra: “No vueles tan alto, Ícaro”.
Que increíble novela. Me hizo sentir todos los estados emocionales que existiesen. Ahora solo queda ahogarme con las palabras finales.
ResponderEliminarMuchas gracias¡ Me alegro mucho de que te haya gustado. Es un placer que lean mis historias. Un saludo.
EliminarAcabo de terminar de leer "No tan alto, Icaro" después de varios años otra vez y me he quedado con un vacío horrible con el final abierto, había olvidado que terminaba de esa forma. Gracias Cynthia por esta novela, amé todas las emociones que pude sentir con cada capítulo. Pienso leer nuevamente varias de tus obras y de nuevo muchas gracias por compartirlas y por este blog <3
ResponderEliminarMe alegro mucho de que te haya gustado e impresionado como la primera vez. Y también que puedas acceder a todas mis historias, después de todo lo que pasó en wattpad. Están aquí todas a tu entera disposición.
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