NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 19 (Parte IV)
Capítulo 19 –
Te quiero por tu fortaleza.
La vida es tremendamente
injusta, a veces devastadora, pero nunca finita. Todo sigue rodando queramos o
no, con nosotros o a pesar nuestro. Las noches pueden ser eternas e
interminables, pero siempre acaba saliendo el sol, y de alguna u otra manera,
nosotros siempre acabamos conciliando el sueño. Supongo que es así como se
puede definir mejor el paso del dolor a la serenidad. La verdad es que cuando
medito sobre ello, sobre mi propio dolor, nunca soy capaz de poner orden en mis
ideas. Parte de mí sigue bramando de dolor como el primer día, y se me agolpan
los recuerdos y las sensaciones hasta el punto en que creo que el paso del
tiempo no ha curado nada en absoluto y solo han pasado los años para hacerme
creer en la mentira de que en realidad estoy mejor. Afortunadamente otra parte
de mí es más benévola y me recuerda todos los avances logrados en estos años,
tanto académicos como sociales y me retracto, dándome cuenta de que ese
profundo dolor siempre permanecerá a mi lado pero la vida sigue adelante, y
debo permitir que al menos el resto de mí disfrute de ello.
Pero comencemos desde el
punto en que nos habíamos quedado. Ya han pasado muchos años desde aquél
momento en que, arrodillado frente a mi padre, imploraba el perdón que de
seguro no me concederían por mis actos. Fue duro para ellos asumir todo lo que
había sucedido. Cuando conseguí calmarme y poder explicarles mejor la situación
acabé divagando hasta detalles que carecían de importancia, recuerdos que ni siquiera
he reflejado en este escrito. He de reconocer que omití los detalles de
nuestras relaciones íntimas y algunos comentarios morbosos que no les servirían
de nada. Sin embargo, no me ahorré ninguna de mis humillaciones, ninguna de mis
súplicas, ni tampoco la cantidad de besos que nos dimos. Intenté reflejarles
con la mayor crudeza posible todos aquellos años que para mí habían sido una
vida entera pero que si lo pensaba tan solo habían sido siete años. Intensos,
dolorosos y productivos sin duda, pero ya eran una gran cantidad de años en
comparación con los que yo había vivido.
Al principio mis padres
entraron en un estado de shock del que no querían salir. Lucharon contra él y
mi padre fue el primero en lamentar lo sucedido, en preocuparse por si las relaciones
habían sido consentidas, dado que yo seguía siendo menor de edad, y si alguna
vez me había sentido obligado a hacer algo que no quisiera. Le aseguré que todo
lo que había ocurrido había sucedido porque yo lo había deseado así y Jacinto
me correspondía. Mi madre se alteró algo más al principio enfadada por no
haberles contado nada, después preocupada ante la idea de que hubiésemos
cometido incesto y acabó resignándose dado que ya no había más que hacer, pues
Jacinto se había marchado y yo me había convencido de que este era el final. En
el fondo de su mirada pude ver que se alegraba, muy en el fondo le gustaba, que
ante la nueva información que había recibido, Jacinto se hubiese marchado.
Estoy seguro de que no hubiese podido manejar bien la idea de que Jacinto y yo
hubiésemos seguido justos si él se hubiese quedado aquí. Mi padre por el
contrario estaba devastado, tal vez inducido por mi propio dolor, pero desde
luego estaba abatido y hubiese preferido mi felicidad aunque hubiese tenido que
manejar una situación como la que le estaba contando. Mi madre, no estoy tan
seguro.
Los días siguientes
fueron mucho más que incómodos y en ciertos momentos me arrepentí de haberles
contado nada. Me miraban con una extraña falta de inocencia y sus sonrisas
estaban cargadas de más pena de la que merecía. Era consciente de que ellos no
dirían nada a nadie de lo que les había confesado, pero al mismo tiempo estaba
aterrorizado de que aquello quedase como un secreto más que nos emponzoñase a
los tres, y poco a poco y por la costumbre se fuese llenando ese recipiente en
donde íbamos depositando poco a poco secretos hasta hacerlo desbordar.
Cuando Jacinto llegó a
su ciudad natal me llamó nada más que se quedó a solas. Me relató lo aburrido
del vuelo, la diferencia de temperatura que había notado de un país a otro, a
pesar de que no estábamos tan lejos y que extrañaba el dulce olor del
mediterráneo. Le recordé que es salado como todos los mares, pero él me afirmó
que era dulce como la miel. El segundo día también me llamó. Estaba preocupado
por cómo comenzar una vida nueva, le asustaba volver a reencontrarse con sus
antiguas amistades, a las que tan mal había despedido hacía años y de quienes
en cierto modo estaba atemorizado. Yo le consolé diciéndole que era inevitable que
en una ciudad como la suya no se los encontrase, al menos, alguna vez. Pero que
pensase en cómo él había cambiado y en que sus antiguos amigos podían haber
seguido el mismo camino. Él dudó pero yo le aseguré de que era un buen chico, y
que volvería a hacer amigos como había hecho aquí en Holanda. Me confesó que
extrañaba escuchar a los paisanos hablando su idioma natal y los carteles de
las tiendas en francés, y los programas de televisión en su idioma.
–Yo siempre te he
hablado en francés. –Le dije mientras él reía al otro lado.
–Sí, pero no es lo
mismo. No es tan natural como estar aquí. –Aquello me hirió, pero su risa al
otro lado le perdonó la grosería.
Me llamó al día
siguiente. Y al siguiente. Y así por muchos días. Pero muchos días no llegan al
mes. A mediados de mayo ya comenzamos a apretar en las clases y los exámenes se
adelantaron un poco porque debían prepararnos para los exámenes de la
selectividad para la entrada a la universidad. Para entonces yo estaba tan
sumamente destrozado, tan devastado que no importaba en absoluto no entrar en
la universidad, escoger cualquier carrera, suspender el curso o dejar los
estudios. Cualquier camino me parecía despreciable si no estaba Jacinto para
vivirlo conmigo y acabé resignándome a vivir el día a día mientras podía al
menos sentir las pequeñas dichas.
A finales de mayo la
presión era terrible. Los profesores estaban absolutamente enloquecidos y
parecían sargentos preparando a sus tropas para un combate. Ya podía verme
cabalgando al estilo de Ivanhoe en dirección a algún combate en defensa de los
sajones. En algunas asignaturas como lengua, griego y latín a pesar de haber
finalizado los exámenes seguían mandándonos trabajos de refuerzo para que no
perdiésemos la práctica en el análisis de textos y sintáctico de oraciones. A
parte de traducción y similares. Aquello, sumado a la depresión que yo mismo
estaba acumulando con el paso de las semanas acabó por derrotarme una tarde en
que sufrí un ataque de ansiedad. Caí al suelo, sujetándome de las sábanas de la
cama y me apoyé la mano en el pecho. Me faltaba el aire, me sentía tembloroso y
con mucha energía, como si desease arremeter contra los muros de la casa para
tirarlos abajo, pero la propia razón que me impedía hacer eso me estaba
provocando la ansiedad por la impotencia que sentía. Y aquello fue un remolino
de sentimientos, la ira, el nerviosismo, la impotencia y el dolor que me
hicieron caer al suelo con los ojos llorosos y con dificultades en la
respiración. Lagrimeé allí durante al menos una hora, hasta que me recompuse,
las lágrimas se habían llevado parte de esa ansiedad y retomé la tarea como si
no hubiese pasado nada. Cuando la terminé por aquel día llamé a Jacinto.
Tumbado en la cama, con las luces apagadas y después de haber cenado, oír su
voz fue lo más tranquilizador que había sentido en mucho tiempo. Suspiré en vez
de saludarle, y aquello me hizo romper a llorar de nuevo.
–Sé que toda esta
situación debe ser muy complicada ahora para ti. –Dijo, cuando le expliqué lo
que me había sucedido unas horas antes–. Pero debes intentar pensar con
perspectiva. Tú eres muy bueno haciendo esto. Nunca antes te había pasado nada
parecido. Tienes que volver a tomar el control Ícaro. No me hagas sentir más
culpable de lo que ya me siento por no estar ahí contigo. –Musité algunas
palabras inconexas–. Me prometiste que serías el mejor abogado del mundo. ¿Lo
recuerdas? Y me dijiste que apostarías por estudiar la doble licenciatura. Pero
para eso debes ser el mejor. No. No basta solo con serlo. Ya lo eres. Debes
demostrarlo. Mi amor… –Lagrimeó él también al otro lado del teléfono–. Tienes
que conseguirlo por ti. Por tu futuro. Porque sé que conseguirás todo lo que te
propongas, pero solo si tienes verdaderas ilusiones por ello. Ahora parece muy
sencillo echarlo todo por la borda. Sé que lo has pensado, te conozco lo
suficiente, pero no puedes hacerme esto. No puedes hacerte esto a ti mismo. Te
quiero por tu fortaleza, no por tu cobardía. Aunque estaré ahí, si decides
abandonar.
…
El curso terminó. Me
presenté a los exámenes tras haber estado estudiando durante días, mañana y
noche, intentando alejar de mi mente cualquier sentimiento o recuerdo que me
hiciese flaquear. Convenciéndome de que si lograba entrar en la facultad,
habría logrado el gran paso que se me atragantaba, y después, todo vendría
rodando. Era algo mucho más simbólico que real, pues si lograba aprobar los
exámenes con buena nota, habría podido sortear un obstáculo en las nefastas
condiciones en que me encontraba, y aquello significaría que estaba listo para
superar muchos más. No me daba cuenta de lo que realmente estaba haciendo era
ocupar mi mente con estudios, con libros, con textos y frases para alejar los
verdaderos sentimientos y esto no era superar la situación, solo saltarla por
encima y caer de bruces al otro lado.
Llegaron los temidos
exámenes de acceso. Estaba tan angustiado como confiado, y mi cerebro saltaba
de un sentimiento al otro en menos de un santiamén. De repente mi mano
comenzaba a temblar sobre el papel y al pronto me sonreía explayándome en
alguna pregunta un poco codiciosa. El examen de latín me tomó más tiempo de lo
esperado, pues el texto a traducir era una enrevesada divagación de Cicerón con
la que me costó lidiar, pero agradecí que fuese algo mecánico y no más creativo
como las respuestas de un examen de historia. El examen de inglés fue la cosa
más sencilla del mundo, y el de literatura me pareció incluso insultante. Yo
mismo me atreví a mejorar sutilmente alguna de las preguntas añadiendo en las
respuesta una delicada mota de ácida ironía sobre la calidad de la pregunta en
cuestión. Cuando salí de este examen nuestro profesor estaba allí en el
pasillo, casi tan ansioso como la mayoría de los alumnos. Me miró varias veces
y salió a mi encuentro. Había cogido un café de la máquina. Un café con
avellana y nata. Olía delicioso e incluso a mí me apetecía uno que no estaba
acostumbrado a tomar café de aquella asquerosa máquina extractora.
–¿Qué tal te ha ido?
Seguro que genial, vaya preguntas te hago…
–La verdad es que había
alguna pregunta que estaba más por compromiso que porque realmente tuviese
algún interés en potenciar la creatividad o la iniciativa del alumno. Han
preguntado la básica de en qué época surge la literatura neerlandesa, y cómo se
define. Después un resumen de la epopeya neerlandesa de Carlomagno y
Elegast, en qué siglos se encuentra el siglo de oro neerlandés y su relación
con el humanismo, lo cual en cierto modo ya te da la respuesta, quien era
Erasmo de Róterdam… Breves comentarios de algunos autores románticos, un
pequeño fragmento del diario de Ana Frank para contextualizar… –Medité un poco
más–. Eso ha sido, groso modo, el examen. Ha estado fácil pero me esperaba
alguna especie de opinión personal.
–Ese es en el de lengua.
–Dijo meditabundo mientras soltaba un suspiro tranquilizador al verme tan
resuelto.
–¿Los demás ya se han
marchado? –Pregunté mirando alrededor, buscando a mis compañeros que habían
salido antes que yo. El profesor asintió.
–Hasta mañana ya no
tienes más exámenes. ¿Cierto?
–Mañana me quedan el de
lengua, griego e historia del arte.
–Seguro que los bordas.
–Musito y alzó el café que tenía en su mano–. Si no tienes prisa te invito a un
café de la máquina. Me gustaría hablar contigo sobre el curso. Creo que te debo
una explicación por mi nota.
Aquél profesor de lengua
y literatura era apenas un aprendiz de profesor. Tenía los treinta recién
cumplidos y según me había confesado éramos su primer curso como profesor.
Aquello me lo había confesado una vez a finales de curso en completa
confidencia. Me enterneció que repentinamente se volviese tan vulnerable,
cuando solía tomar las clases con puño y hierro. Era rudo, era agresivo y a
veces incluso autoritario. Pero era extremadamente inteligente y ser capaz de
retener párrafos enteros de los autores más cruelmente endemoniados. Fue actor,
confesó una vez en clase, y le encantaba ese mundo. No ganaba apenas para
invitar a los amigos a tomar unas copas, pero era en lo que le gustaba invertir
el tiempo durante su carrera. La fierecilla domada, Hamlet, El
enfermo imaginario, El misántropo y algunas más había interpretado.
En clase brilló haciéndonos una maravillosa interpretación de El misántropo,
cuyo personaje pegaba a la perfección con su carácter arrogante.
Caminamos en silencio
hasta la máquina y allí me compró un café como el suyo. Le pedí uno de avellana
porque el olor del suyo me había provocado a probarlo. Cuando me lo hubo dado
nos sentamos en el banco en que él había estado hasta que yo salí del aula y me
miró con una sonrisa algo incómoda.
–No tienes que darme
ninguna explicación acerca de la nota que me has puesto.
–No es como si te
hubiese suspendido, un ocho no está nada mal, pero me han dicho que buscas
nota. –“Buscar nota” era una jerga muy propia de los estudiantes de aquél
curso. Había dos clases de estudiantes los que buscan nota, y los que no. Los
que no buscan nota son aquellos que con aprobar el curso se ven satisfechos o
bien porque no necesitan una nota demasiado alta para entrar en la carrera que desean
o porque van a hacer otros cursos que nada tienen que ver con una nota de
corte. El resto de alumnos sin embargo, los que buscaban nota, eran los que
bebían de cada décima como si estuviesen sedientos.
–Así es. Pero es
comprensible. Aquél examen de los autores románticos fue desastroso. –Pocos
días después de que Jacinto se marchase tuve un examen de literatura que bien
sabía yo que contaba para nota, pero que fui incapaz de estudiar en serio, no
lo suspendí, pero saqué un cinco y medio que me bajó terriblemente la media–.
Créame que me doy con un canto en los dientes por no haberlo suspendido.
–Te encantan los autores
románticos. –Me dijo, completamente sorprendido, y consciente de que así era
porque se lo había comentado en clase–. Y pensé que serías la mejor nota. Me
sorprendiste, para mal. –Su voz regañándome era aterradora pero tenía un punto
de excitación.
–Lo sé. Lo siento mucho.
–Removí mi café en aquel vaso de papel con una cucharita de plástico
transparente.
–Pero por lo que he
comentado con otros profesores no fue algo puntual de mi asignatura. En
psicología también bajaste en la entrega de algunos trabajos, y en latín y
griego estuviste algún tiempo sin llevar la tarea al día.
–Pasé por una mala racha
hace un mes. –Musité, sin querer darle demasiada importancia pero él pareció
entenderlo a la primera, bebiendo un gran sorbo de su café y tirando el vaso a
la papelera más cercana.
–El amor. –Sonrió–. El
amor nos golpea a todos. Yo pasé por algo parecido hace algún tiempo. –No lo
creo, pensé para mi, aun si quiera similar–. Lo pasé francamente mal, y justo
fue cuando estaba buscando trabajo como profesor y tenía que presentarme a las
oposiciones. Rompimos la relación por aquel entonces y fui incapaz de aprobar
los exámenes. Me presenté y los suspendí casi todos. Entonces me dije: esto no
puede ser, está en juego mi trabajo y mi futuro–. Así que estuve otro año
preparándome para los exámenes, estudiando todos los días y esforzándome al
máximo. ¿Y sabes que ocurrió cuando al fin me presenté? –Negué con una mirada
divertida–. Volví a suspenderlos todos. –Negó en rotundo, decaído–. Pero al año
siguiente sí que los aprobé, y aquí estoy.
–No entiendo qué clase
de enseñanza puedo sacar de eso.
–Que debes esforzarte,
aunque tardes, aunque fracases una vez, y otra más, siempre tendrás más
oportunidades a las que poder agarrarte. –Chasqueó la lengua y retomó el inicio
de la conversación–. A lo que voy, es que mi nota es completamente justa,
y es más, apostaría a que he sido incluso benévolo. Pero en el resto tienes muy
buenos resultados, y en estos exámenes siempre se sube un poco la media para
animar a todos los alumnos. No tienes de qué preocuparte, pero si no entras en
la carrera que deseas, siempre puedes apostar por otra o presentarte el año que
viene…
–Deseo hacer la doble
licenciatura de derecho y criminología. –Él me miró tremendamente sorprendido,
pero al recaer en mi mirada acabó sonriendo con confianza y resignación.
–No sé porqué me sorprendo.
Aunque pensé que irías por la rama de arte.
–Y yo. Pero las cosas
han cambiado.
–¿En qué sentido?
–En el que el arte para
mí ya es un terreno explorado y no me veo en él. No le encuentro el misterio ni
la ilusión. Sin embargo el derecho y la criminología me dejarían lucirme mucho
mejor en mis habilidades. –Él reflexionó mis palabras–. Su nota es más que
justa, y estoy muy agradecido por su flexibilidad para conmigo…
–Eres un buen chico. Te
has portado muy bien en mis clases, en comparación con otros profesores como me
han comentado algunos compañeros. Tus trabajos tienen muy buenas notas y tus
conocimientos en algunas áreas superan los míos. Eso es de admirar en un
alumno. Solo quería estar seguro de que comprendías mi nota y que…
–Lo comprendo. –Le dije,
mirándole directamente a los ojos–. Le aseguro que no tengo mayor crítico que
yo mismo, pero su nota es comprensible.
–Está bien. –Dijo
mientras meditaba–. Christina, la de psicología, quería bajarte la nota. A
pesar de que tus trabajos y exámenes tenían una media de nueve con ocho. Quería
bajarte al nueve, en vez de ponerte un nueve con ocho. La profesora de latín y
yo la convencimos para que no lo hiciese. –Me comentó en intimidad–. Dijo que
eras el diablo encarnado y que si lograbas tener un futuro prometedor en la
profesión que fuese serías un jefe déspota y cruel.
–Tal vez tenga más razón
de la que le otorgáis. –Le dije y él se rió de mi sinceridad.
–No he dicho que no
tuviese razón, sino que no estaba en derecho de bajarte la nota. –Se rió y yo
sonreí por el sonido de su risa. Se levantó con intención de dar por finalizada
la conversación y yo le imité. Me palmeó varias veces el hombro y me sonrió–.
Mañana yo no estaré para custodiaros mientras hacéis el examen de lengua. La
profesora de latín y la de griego serán las que os guarden. –Yo asentí–. No sé
si volveremos a vernos, pero espero que seas un buen abogado, o lo que te
propongas hacer. Y espero que al menos un uno por ciento de tus logros sean en
cierto modo gracias a mí.
–Yo le otorgaría más del
cinco por ciento. –Le dije con una sonrisa malvada y él me devolvió la mirada
divertida.
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