NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 20 (Parte III)

 

Capítulo 20 – Un día me dejaré la cabeza por ahí.

El domingo antes del medio día recogí mis cosas, que como bien predijo Jacinto, acabaron desperdigadas por toda la casa. Me aseguré de que tenía en mi mochila todas mis prendas de ropa a pesar de que no me ponía una sola de ellas desde hacía tres días, siempre vagando por la casa con un bóxer limpio de Jacinto o con una camiseta suya. Varias veces le pedí que revisase todo en busca de que no me hubiese dejado nada, y menos ropa interior o algo parecido que resultase extraño encontrar.

Le ayudé a recoger la habitación, a cambiar las sábanas y lavarlas, a tenderlas después. A limpiar la cocina y el cuarto de baño. A ordenar el salón y asegurarnos de que la casa no olía excesivamente a tabaco, pizzas chamuscadas o a sexo. Él comenzó a ventilar como si purificase con aire limpio nuestra guarida después de cientos de exorcismos. Limpiamos el suelo, bajamos la basura, tiramos todas las colillas y los condones usados que habíamos empezado a almacenar en su papelera. Cuando la casa estuvo impecable se respiraba un aire diferente, como si nos hubiésemos desecho de todas las pruebas que nos incriminasen en un crimen pero el cadáver aún permaneciese en el suelo, limpio, impoluto y bien vestido.

Me aseguré de tenerlo todo y me puse la mochila a la espalda y cogí el colchón con las manos. Al instante, mientras me acompañaba a la puerta, me daba cuenta de que estaba a punto de enfrentarme a lo más temido que podía haberme imagino y sin embargo, algo tan natural y necesario, que lo habíamos pasado por alto. Nos tendríamos que despedir. Él no abrió la puerta, se quedó a un lado de ella y yo frente a esta con una sonrisa bobalicona y la sensación de que esto sería más complicado de lo que nos habríamos imaginado. ¿Hablaríamos de ello? ¿Se limitaría a besarme y dejarme marchar?

–Tengo que irme ya, tus padres vendrán en unas horas. –Le apremié pero él se apoyó en la pared y se cruzó de brazos, sonriéndome, ladino pero triste.

–Cuando empezó la semana no imaginaba que esto terminaría, pero después de lo que ha pasado… –Meditó, mirando a todos lados–. No quiero despedirme.

–Yo tampoco. –Le dije y el miró el colchón en mis manos.

–Suéltalo. –Dijo y yo obedecí, confiado. Abrió los brazos y me acerqué a él para que me estrechase en ellos. Era el abrazo más cálido y triste que me había dado. Necesitado por la idea de que no sabíamos cuando volveríamos a tenernos el uno al otro.

–¿Es una tontería preguntar cuando volveremos a estar juntos?

–No sabría decirte. Pero haré lo posible porque sea pronto. –Dijo y le creí–. Siempre que esté la casa libre, o siempre que pueda tener un rato para ir al parque, o a tomar unos helados, o cualquier cosa…

–Cuando empieces a trabar volveré a pasarme por allí con donuts, o café…

–Eso espero, querubín. –Me besó en la frente e hizo el amago de separarse pero yo no le solté. Estaba mucho más receloso de mi ida que él y no estaba nada seguro de lo que podría suceder a continuación. Se me pasaba por la mente la idea de que esta semana quedase como una bonita escapada de la realidad que no volvería a repetirse, como aquella anécdota de la que hablaríamos, algo que fuese un símbolo de nuestra relación, pero tan inalcanzable nuevamente que quedaría como una experiencia idealizada. Le apreté más contra la pared y junté nuestros rostros.

–¿El último beso?

–No será el último. –Dijo y yo rodé los ojos.

–Por hoy sí, me temo. –Me beso suavemente, dulce y cariñoso. Fue tan gentil que no deseé que ese beso terminase nunca, pues pude apreciar como nunca antes el sabor de su lengua, la textura de sus labios, su aliento, entrando en mi boca. Cuando me separé de él abrí la puerta y cogí el colchón nuevamente para llevármelo conmigo. Él se apoyó en el umbral con los brazos cruzados y una sonrisa socarrona que intentaba enmascarar la tristeza de la despedida. Yo hice un puchero y quebré esa expresión de prepotencia suya. Alzó las cejas, sorprendido y preocupado–. Nos veremos pronto. –Le prometí. Él asintió y cerró la puerta antes de que yo comenzase a bajar los escalones. Me quedé turbado por el sonido seco de la puerta al cerrarse y de la forma tan fría con la que no había esperado a verme desaparecer por las escaleras. Incluso yo habría esperado. Me deshice de ese mezquino pensamiento sacudiendo la cabeza y al fin bajé al piso inferior llegando tras una semana a mi casa.

Estar allí de nuevo, frente a mi puerta, era como regresar a la realidad después de un eterno sueño fantasioso e increíble. Abrí con mis propias llaves y en el interior me recibieron con el olor de alguna comida al fuego.

–¡Ya estoy en casa! –Dije cerrando detrás de mí y reencontrándome tras una semana con mi casa, con las mismas líneas, con los mismos colores y olores. La misma atmósfera, me hizo sentir que al fin había despertado, y comenzaba un nuevo día después de una larga noche de alucinaciones.

–Estamos en la cocina. –Dijo mi madre allí escondida. Yo pasé primero por mi habitación para dejar mi mochila en el suelo y llegué hasta la cocina para dejar el colchón hinchable en la puerta de la cocina. Mi madre sentada, leyendo una revista y mi padre de pie controlando el puchero al fuego. Ambos me miraron con una sonrisa radiante y yo se la devolví terriblemente emocionado por volverles a ver después de días sin saber de ellos.

–¿Y bien? –Me preguntó mi padre–. ¿Qué tal te lo has pasado?

–Muy bien, hemos visto cientos de películas, fuimos al parque Rembrandt, hicimos palomitas…

–¿Has ayudado a limpiar la casa? –Me preguntó mi madre preocupada.

–Por supuesto. Está impecable. Como si no hubiese pasado un huracán. –Ella se rió y mi padre señaló el colchón en el suelo recogido con la cuchara de madera.

–¿Lo habéis usado? –Su pregunta fue tan sumamente directa y concreta que dudé por un segundo de sus intenciones. Claramente estaba escondiendo algo, o bien preparándome una trampa para que yo le mintiese. La verdad velada siempre era la mejor solución.

–No. –Me encogí de hombros–. La primera noche estábamos tan cansados que dormimos en su cama y así los siguientes días… –Miré el colchón, receloso–. ¿Por qué?

–¡Un día te dejarás la cabeza! –Me dijo mi madre sonriéndome–. Te olvidaste subir la bomba para hincharlo. –Dijo y yo miré de nuevo el colchón y me golpeé la frente completamente asustado de la trampa que mi padre me había preparado, inocente de todo punto, pero a mí me había dejado por un segundo en la cuerda floja sin red–. Nos dimos cuenta a los días, y dijimos, ¿cómo está durmiendo? Pero supusimos que te habías dado cuenta y que por no bajar e hincharlo Jacinto te dejó dormir en alguna de las camas de la casa.

–Sí. –Suspiré–. Un día me dejaré la cabeza por ahí.

Cuando al fin pude regresar a la tranquilidad de mi habitación me dejé caer sobre mi cama como si me reconciliase con una vieja amiga que había estado una semana esperando por mi regreso. Hundí mi cabeza en el almohadón, imaginándome que él estaba a mi lado, imaginándome que en esta cama arderíamos igual que en la suya, y me excitaba pensar que el lecho que me había recogido desde mi infancia me vería con nuevos ojos ante tal espectáculo.

Me confesé con la almohada, le conté todo lo sucedido, todo lo que nos había ocurrido, mis más oscuros pensamientos, los más ardientes deseos. Susurré cada detalle sucedido, cada pequeña muestra de cariño que me había regalado, cada beso recibido. Sonreí como un idiota al terminar, dándome cuenta de que perfectamente todo lo sucedido podría haber sido solo un sueño, un largo espejismo. Algo que no volvería a suceder y que jamás se volvería a mencionar. Un alto en el tiempo, una muesca en el filo del cuchillo.

Me levanté de la cama y saqué la ropa de mi mochila. Sucia, con olor a sudor y tabaco. Me acerqué una camiseta al rostro, a los labios, aspiré profundamente ese olor hasta impregnarme de él, corroborando que era real, que cada partícula de ese olor era una muestra inefable de que no estaba enloqueciendo, ni mi cerebro me había jugado una mala pasada, la realidad continuaba, lo sucedido perduraría y yo podía asegurar que el tiempo no lo borraría.

Deshaciéndome de la ropa sucia, con una mueca de culpabilidad, para llevarla a la lavadora, sonó mi teléfono móvil en algún bolsillo de la mochila. Lo saqué más confundido que preocupado y cuando vi el nombre de Jacinto en él mi confusión se tornó curiosidad. Un mensaje. Como un beso lanzado al aire, como una sonrisa a lo lejos tras la larga despedida.

Esta semana ha sido genial. No sé cuándo podremos repetirla. Pero al menos, por un tiempo, has sido todo mío. Nos veremos pronto.

Era un mensaje que no esperaba respuesta, lo sabía. No deseaba tampoco contestarle, no necesitaba hacerlo. Era el cálido roce en el hombro tras una charla, la mueca de tristeza tras el último beso. Me lo imaginé rodando por su cama, como yo había hecho en la mía, aspirando mi olor en sus sábanas, retozando con mi recuerdo en ellas, con nuestro sudor, con nuestros gemidos inscritos. Desesperado, buscando el móvil para darme un último beso a través de la distancia.



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