NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 19 (Parte III)

 

Capítulo 19 – Si no estás, es imposible continuar.


VIERNES – SÁBADO

Los días consecutivos pasaron entre roces de nuestra piel, suspiros y gemidos. Risas y alaridos. Fue la mejor época de mi vida, la mejor experiencia y un atisbo de lo que el futuro nos prometía. Él y yo, solos en una cama para el resto de nuestra existencia. No albergaba la posibilidad de cansarme de ello, de aburrirme o de repudiarle. Lo era todo, lo había sido todo siempre, la infinidad, lo inalcanzable. Era el alfa y el omega de mi universo, un dios y un demonio. Y tenerle para mí, tenerle siendo mío, mi posesión, y yo la suya, era inaudito. Completamente fantasioso. Después de dejarle hurgar en cada pequeño rincón de mi cuerpo, después de adentrarse en mí y yo en él, entre escalofríos y besos, ya no concebía el orgullo hacia él, el miedo o la incertidumbre. Ya nunca más sería osado contra él, ya nunca más sería infantil o celoso. No podía ser cruel con él ahora que yo le había tenido tan sumamente débil en mis manos, ahora que yo había caído desmayado en los suyos, confiado en que me cuidaría.

El amanecer se desdibujaba mucho más hermoso. Pude apreciar con suma claridad, anestesiado con una suculenta droga, como los pequeños átomos de luz se dejaban caer por ese haz de luz que entraba como un disparo a través de la ventana. El polvo bailando alrededor como una infinita galaxia repleta de planetas, de mundos y de estrellas. Esa calidez de la onda, esa sensación de regocijo e incertidumbre. La máxima expresión de placer en ese maravilloso, humilde y tan nimio haz de luz. La comida nunca había sido tan deliciosa, porque él estaba a mi lado. Las noches fueron largas y los amaneceres, dulces y bañados en rocío. El agua cayendo desde lo alto de la alcachofa con esa armoniosa recibida. La pureza del agua bautizándonos en nuestros nuevos seres, en nuestras nuevas pieles.

Desde aquél día no volvimos a salir de la casa en todo lo que nos quedaba de semana. No lo necesitábamos, pues tan sedientos habíamos estado el uno el otro durante tanto tiempo que ya no era necesario el aire fresco o el oxígeno renovado. Necesitaba su piel, su olor, su sabor. Con eso me era suficiente por el momento. Y de habérnoslo permitido, habríamos permanecido en aquella casa mucho tiempo más. Aprovechamos cada minuto, cada instante de nuestras vidas con un pavor tremendo a separarnos, ante la idea de que desapareciésemos como espuma en el mar, como humo al despertar de un sueño. Éramos fugaces, y temíamos que no se nos volviese a presentar tal oportunidad de explotarnos.

No necesitábamos una excusa, no necesitábamos buscarnos, estábamos allí y nos encontrábamos. Nos encontramos en la ducha, acechándonos, riéndonos entre cosquillas y abrazos. Entre besos y caricias. Éramos evidentes, estábamos necesitados. En la ducha fue brusco, yo lo quería así. Ahogué mis gemidos con el sonido del agua golpeando la cerámica del suelo y sus manos se marcaron en mi pecho, en mi cintura, en mi cadera. La forma de sus dedos quedó impresa en mi piel como lo había hecho su saliva y su semen. Volvimos a repetirnos en el salón, sentado sobre él en el sofá. Esta vez él se dejó hacer tan sumamente cautivado que no pude evitar exagerar para enrojecerle. Era tan fácil de convencer, y tan difícil de olvidar.

La más divertida fue sorprenderle en la cocina cuando en ropa interior se disponía a servir el desayuno en la mesa y sobarle lo suficiente como para que se dejase seducir. Le encantaba hacerse derogar al principio pero rápido caía. Pretendía sentarme en la mesa y colarse entre mis piernas, pero esta vez fui yo quien dominó sobre su cuerpo, haciéndole apoyarse sobre la mesa. 

En el tiempo que había entre cada una de nuestras sesiones de intenso éxtasis divagábamos entre ir a comer a la cocina o buscar sobras por alrededor, ducharnos, dormir y fantasear tirados en alguna parte, derribados por el cansancio, muertos por el tedio y agonizado en nuestra propia intimidad. Me encantaba tenerle recostado en mi pecho, con su cabello rozándome las mejillas, con el olor de nuestro sudor impregnándonos. Amaba la forma en que tan deliberadamente decidía acomodarse sobre mi cuerpo, a mi lado o conmigo sobre él. No le importaba mientras yo formase parte de esa comodidad. Me abrazaba y quedaba allí dormido sobre mi regazo como un tierno cachorro. A veces era yo quien se desmayaba exhausto sobre él y despertaba con Jacinto acariciándome el cabello con un suave vaivén que bien podría haberme inducido de nuevo al sueño. Vivimos unos días eternamente felices, dormitando en el sofá, en la bañera, en el suelo de su cuarto y en cualquier otro lugar que estuviera a bien recibirnos después del sexo.

–Supongo que he de confesar mis pecados. –Dije mientras jugaba con la esponja rosa en mis manos, aplastándola para que soltase toda el agua espumosa que contenía y la volvía a impregnar con el agua de la bañera. Él, sentado justo delante de mí, con un cigarrillo en las manos, soltaba la ceniza en un cenicero que había colocado en el suelo al pie de la bañera. Todo el baño estaba impregnado del olor del tabaco, junto con el coco del jabón. La luz de la tarde, anaranjada fundiéndose en los azulejos azules, impregnaba todo el baño. Fuera se escuchaba el ronroneo de la televisión en el salón y de vez en cuando caía una gota de agua desde el grifo de la bañera, rompiendo el silencio tan místico que se había creado.

–¿A qué te refieres? –Preguntó con una sonrisa.

–Tu ropa interior. –Contesté y él sonrió ladino mientras tiraba la ceniza en el cenicero y me pasaba el cigarrillo.

–Ya es hora, supongo.

–Tampoco hay mucho que explicar. –Dije mientras soltaba una calada de humo.

–Quiero que me lo cuentes con lujo de detalles.

–Casi no me acuerdo. –Le mentí. Él no me creyó. Parecía mucho más feliz de mi iniciativa por contárselo que por realmente escucharlo. Me quedé mirando la espuma que se formó al escurrir de nuevo la esponja mientras él me miraba intensamente esperando que me confesase. Su pelo estaba mojado, empapado y retirado hacia atrás como si se hubiera extendido gomina como un dandi. Un mechón, rizado y autárquico, caía sobre su frente.

–¿Y bien?

–Me da vergüenza hablar de ello. Dame unos momentos para buscar las palabras. –Le espeté, pero la verdad es que no había palabras que me justificasen–. Fue el día de la piscina cuando…

–Sé cuándo fue. –Dijo cortándome, impaciente–. Te escapaste a los vestuarios. ¿No? ¿Cuándo yo estaba distraído en el agua? ¿Fuiste allí ya con la idea en mente o fue algo que surgiese en el momento?

–Fui a buscar mis gafas de sol, creo. Hurgué en nuestras bolsas hasta encontrarlas y luego me topé con tu ropa interior. No sé cómo se me pasó por la cabeza tocarla, olerla, y ya cuando me di cuenta estaba en uno de los cubículos, bueno…

–¿Bien? –Preguntó. Deseaba oírmelo decir.

–Ya te imaginas… –Dije rodando los ojos.

–¿Qué debería imaginarme? ¿A ti escondido allí masturbándote con mis calzoncillos mientras la gente afuera se cambiaba y hablaba? –Dejó caer su cabeza soltando un gran gemido–. Es una imagen gloriosa. –Yo rodé los ojos–. ¿Por qué te corriste en ellos? Podrías haber usado papel higiénico.

–Ni yo mismo sabía qué estaba haciendo entonces. –Me mordí el interior del carrillo–. Era la primera vez…

–¿Qué? –Preguntó repentinamente sobresaltado, mirándome con expectación, inclinándose hacia mí con una socarrona sonrisa y los ojos bien abiertos. Yo le salpiqué con el agua para hacerlo retroceder y quitarle parte de la sorpresa.

–Solo tenía diez años. –Me justifiqué–. No sabía lo que estaba haciendo hasta que fue tarde y ya había manchado tu ropa…

–¡Qué pervertido! –Gritó–. No puedo creer que así fuese tu primera…

–¡Cállate! –Le dije volviendo a lanzarle agua.

–Wow, estoy en shock. –Dijo pasándose la mano por el pelo hacia atrás–. Pero estoy terriblemente alagado.

–¿Alagado?

–Claro. –Dijo, asintiendo con seguridad–. ¿Cómo fue? ¿En qué pensaste?

–No lo sé. –Negué–. Solo… en ti. Conmigo allí en el cubículo.

–¿Masturbándote?

–No tanto como eso, solo, allí, mirando. Solo, intimidándome…

–Qué raro eres. –Dijo negando con el rostro. Apagó el cigarrillo y yo me mordí el labio inferior, frunciendo el ceño.

–¿Y tú? –Pregunté y él quedó algo paralizado.

–¿Yo qué?

–¿Cómo fue la primera vez que te masturbaste?

–Si te soy sincero no me acuerdo. –Dijo algo turbado–. Sé que las primeras veces estaba acostumbrado a hacerlo cuando mis padres ya se habían ido a dormir y yo me sobaba para dormir. Sin más.

–Que aburrido. –Dije y él se ofendió.

–¡Perdone, señor fetichista, por no revolver entre su ropa para encontrar unos calzoncillos de Super–man que me exciten!

–Creo que habría dado igual si hubieran sido unos bóxer, unos calcetines o una camiseta. –Dije, pensando en ello–. Aunque claro, en los bóxers hay un claro tinte sexual latente.

–En tu cumple te regalaré unos calcetines usados míos. ¿Te parece bien? –Me preguntó alzando una ceja con sorna y yo chasqueé la lengua.

–Sabes a lo que me refiero. –Estrujé la esponja–. Dejémoslo, es vergonzoso.

–Claro que lo es, pero me gusta saberlo. –Dijo él, y por lo que parecía no iba  a dejarlo pasar tan fácilmente ahora que yo me había abierto–. Nunca está de más que le digan a uno que se han masturbado pensando en él.

–Ya. –Suspiré–. Yo no tengo esa satisfacción por tu parte. –Dije mientras él me fulminaba con la mirada.

–¿Cómo que no?

–Lo que hemos hecho estos días no cuenta. –Le dije pero él no parecía estar pensando en ello–. ¿Te has masturbado pensando en mí antes?

–Claro. –Dijo repentinamente, con intensidad y decisión. Me dejó estupefacto.

–Yo pensé… –Medité–. Cuando jugamos al “yo nunca...”

–Mentí. –Sentenció–. Me habrías pedido demasiadas explicaciones.

–No. Al contrario. –Le miré con tristeza–. Yo en realidad me habría sentido más aliviado de saberlo.

–Ni aun así lo hubiera dicho. –Bajó la mirada hacia el agua.

–¿En mi? ¿De veras? Vaya, entiendo la gratificación de la que hablabas. –Me toqué el  pecho henchido de orgullo–. Me gusta esta sensación.

–Que idiota eres…

–Espera. –Le detuve, comenzando a hacerme demasiadas preguntas de las que no tenía respuesta–. Tengo muchas dudas.

–¿Y bien?

–Son demasiadas. –Me froté la frente, retirándome el pelo húmedo.

–No se me dan bien las confesiones. No tanto como a ti. –Se excusó–. Considero que hay cosas que en realidad no tienen importancia, y no hacen falta saberse.

–Eso es injusto por tu parte, si yo estoy dispuesto a contarte lo que sea.

–Pero la capacidad de confesión no tiene por qué ser recíproca. –Dijo y yo rodé los ojos.

–No debería ser voluntaria, pero si te pregunto, no tendría que importarte contestarme. –Le dije.

–¿Qué esperas que te cuente? Si aún no he asumido que nos hemos acostado… –Dijo frotándose la mente. Le entendía en su confusión.

–Lo hemos hecho suficientes veces como para empezar a hacernos a la idea.

–Lo sé. –Dijo y volvió a pasarse la mano por el pelo–. Supongo que esperas que te cuente lo que no necesitas conocer, pero que por tu maldita obsesión por saberlo todo, necesitas que te cuente. ¿Lo básico? ¿Cómo supe que me gustabas? ¿Cómo supe que yo te gustaba? ¿Cuándo y cuántas veces me he masturbado pensando en ti? ¿Si alguna vez pensé en besarte a pesar de saber que no estaba bien? ¿Cuántas veces he soñado con tenerte, con estar contigo, con besarte?

–Todo. –Supliqué. Él suspiró resignado.

–No hay un momento, un instante exacto para cada cosa. Es decir, es complicado. –Yo me hundí un poco en el agua, desanimado.

–Está bien, lo entiendo si no quieres hablar de ello. No pasa nada.

–Siempre supe, en cierta manera, que yo te gustaba. Por cómo me mirabas, por como querías acercarte a mí, por cómo me buscabas. –Jugaba con el agua delante de él–. Si algunas veces te dije que te gustaba mi novia era sólo para provocarte. Para saber hasta dónde llegarías si seguía presionándote. ¿Nunca pensaste en confesarte, en vez de meterme la mano directamente en el pantalón?

–Lo hice muchas veces, pero supongo que no fui demasiado explícito.

–Supongo. Pero no eran necesario párrafos y discursos llenos de pedantería y verborrea. Era tan sencillo como pedirme que te besase.

–No podía pedirte eso. –Me mordí el labio–. Me habrías rechazado con la mayor crueldad del mundo y habrías soltado esas asquerosas palabras “no tan alto Ícaro”.

–Supongo que yo no fui fácil de acceder.

–No lo fuiste. –Me pasé la mano por los ojos–. Tanto años, Jacinto. Tantos años desde que nos conocimos, tantas palabras que podían haberse resumido si tú me hubieses dejado avanzar un paso más.

–Lo sé. –Dijo meditabundo–. No estoy seguro de saber el momento preciso en el yo pueda decir que me enamoré de ti, pero recuerdo vivamente el día que fui a buscarte a la escuela, el día siguiente al que te pegaron una paliza. Ese día, me marcaste.

–¿Qué sucedió?

–No estoy seguro. Recuerdo aquel momento en la hamburguesería con suma claridad, como un ente abstracto, como una imagen plasmada en una fotografía, es un momento de tonalidades anaranjadas y violetas que huele a grasa de freidora y quema como el infierno. Estabas tan magullado, el día era tan gris y tú estabas tan profundamente destrozado que me agujereaste. –Se tocó un punto en el pecho–. Aun siento ese dolor cuando lo recuerdo. Siempre evoco tus palabras cuando estoy bien para sabotear mi propia felicidad. “A veces pienso: A quién demonios le importa, y se me ocurren ideas… descabelladas…”

–No sé cómo puedes acordarte de eso. –Dije mientras sonreía, avergonzado, pero él no sonreía ni un ápice.

–A mi no me hace gracia. Me pasé la noche en vela dándole vueltas a esas palabras. “A quién demonios le importa, a quién demonios le importa…” no podía sacarte de mi cabeza. Poco a poco fue intensificándose, como si aquellas palabras me abriesen un camino desconocido, dentro de un laberinto. Una puerta secreta que lleva directa al mismo centro.

–¿Alguna vez habías estado, ya sabes, con un chico?

–Nunca. –Dijo–. Y una parte de mí aun es algo reacia ante la idea, pero en realidad me siento muy a gusto con la idea. Es tan natural como con cualquiera. No me gustas por ser chico, no me gustas por ser persona, ni por ser rubio o con el pelo rizado, ni por tus ojos, ni por tu voz, ni tu olor. Me gustas porque eres Ícaro, el maravilloso, fanático, narcisista, controlador y maniático Ícaro. –Yo fruncí el ceño pero él sonrió de oreja a oreja.

–¿Eso ha sido un piropo? Porque me ha sonado a insulto. –Me salpicó con agua.

–No te lo tomes así, es todo un halago. –Yo rodé los ojos y él sonrió aún más–. ¿Y yo?

–Tú, ¿qué?

–¿Por qué te gusto, Ícaro?

–¿Qué clase de pregunta es esa? Ya te di veinte motivos por los que me gustabas…

–De eso hace más de seis años. Ahora, en este instante, ¿por qué estás aquí conmigo?

–Porque te necesito. –Le dije sin pensar, y lo solté como si fuese lo más obvio–. Porque necesito aire para respirar, comida para no tener hambre, dormir para no morir de cansancio y tenerte conmigo para ser feliz. Es así. No hay más. Eres tan fundamental como el oxígeno o el agua en mi sistema. He construido mi vida a través de ti, contigo y para ti. Si no estás, es imposible continuar.

–¿Incluso si nunca nos hubiéramos besado, o tenido relaciones?

–Incluso así, lo eras todo. Incluso si nunca nos hubiéramos tocado. No necesito tocarte para saber que te quiero, porque aprecio más cosas de ti que el tacto de tu piel contra la mía. Claro que me gusta tenerte físicamente, y claro que no quiero perderlo, pero antes no lo tenía, y vivía feliz con otras partes de tu ser.

–Ese día en la hamburguesería, me confirmaste que te gustaba cuando me pediste que nos fugásemos juntos. –Yo asentí–. No te importó tu familia, ni la mía, ni mi novia ni nuestros estudios. Fugarnos a donde sea, Francia…

–Alemania…

–¿Si te hubiera dicho que sí, si hubiese accedido…?

–Sí. –Asentí–. Me habría ido contigo a donde fuese. Lejos, cerca, frío, calor, hambre, penurias. Contigo yo era feliz. Saberte a mi lado era suficiente consuelo.

–¿Por qué querías desaparecer?

–Supongo que no fue una buena época. Tú con novia, mis estudios, las peleas en clase. Todo era un poco caótico. Pero supongo que sigo pensándolo. Irme, lejos. Fuera de responsabilidades, fuera de conocidos. Solo contigo. –Él me miró sonriéndome–. A donde fuese. Pero supongo que ya estamos mayores para pensar de esa manera. –Él se encogió de hombros.

–Supongo. Unos días después te invité a cenar y a dormir en casa. ¿Recuerdas que vimos Batman?

–Lo recuerdo. –Dije, con entusiasmo–. Cenamos unas pizzas y luego dormimos juntos.

–Y me besaste. –Aclaró–. Esa fue la confirmación que necesitaba.

–¿Para que supieses que me gustabas?

–Y para saber que tú me gustabas a mí. Estuve despierto toda la noche, pensando en ese beso. Tú estabas ahí, dormido, tan sumiso y tranquilo a mi lado que no podía creer que al día siguiente recordases nada. Me besaste al borde del sueño, casi como un acto reflejo.

–Lo sé. Lo recuerdo. No estaba tan al borde como crees.

–Sea como sea no pude pegar ojo. –Dijo frustrado–. Me tuve que levantar a la hora de que te quedases dormido, ir al baño y refrescarme para intentar no pensar en ti, ya sabes, de esa manera.

–¡No creo! –Él se cubrió el rostro–. ¡Te masturbaste!

–Sí. –Dijo mientras se hundía un poco más en el agua–. Es muy vergonzoso hablar de esto.

–¡Eres muy adorable! –Le apreté las mejillas y besé sus labios. Él me sonrió tras el beso.

–A mí no me lo pareció. Me sentí sucio y avergonzado. ¡No podía creer que me hubiese masturbado pensando en ti, mi primo, un crío que estaba plácidamente dormido en la habitación de al lado! Yo tenía novia, le había sido siempre fiel, pero desde ese día fue como un mal hábito masturbarme pensando en ti. –Yo me movía excitado en la bañera, emocionado a medida que crecía su enrojecimiento.

–¿Alguna vez se te escapó mi nombre cuando estabas con ella?

–¡No seas así! –Me dijo frunciendo el ceño–. ¡Nunca dejé que pasase eso!

–¿Pensaste en mí mientras estabas con ella?

–No. –Dijo pero se retractó–. Alguna vez. –Me lanzó agua–. Suficientes confesiones.

–¡No puedo creerlo! –Dije chapoteando pero él se escabullía fuera de la bañera, atándose una toalla alrededor de la cintura mientras evitaba mirarme. Se condujo al espejo para peinarse pero yo aun seguía analizando todo lo que acababa de decirme–. ¡Te amo!

–Amas el morbo. Y verme avergonzado.

–Eso también. –Sonreí.

–¿Y yo? ¿En qué momento supiste que te gustaba?

–Eso es sencillo. –Chasqueé la lengua–. Desde que me salpicaste al morder aquella manzana verde que me robaste.

 


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