NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 19 (Parte II)

 

Capítulo 19 – ¡En qué poca estima me tienes!

 

Tal como Jacinto prometió el día anterior, a primera hora de la mañana ya me esperaba listo para repartir los currículums. Antes de empezar con el reparto paseamos un poco hasta que la niebla de primera hora de la mañana se despejó y los comercios comenzaron con su ajetreo diario. Portaba una gruesa sudadera gris y una mochila a la espalda donde deduje que llevaba los currículums. Yo era muy pequeño para comprender la importancia del acto que estábamos realizando, y sumado al hecho de que a Jacinto no se le veía para nada entusiasmado, era simplemente como dar un paseo mientras conversábamos.

El primer lugar en donde entramos fue una chocolatería que estaba en hora punta, con extranjeros de vacaciones y trabajadores a punto de acudir a sus jornadas. Entramos y nos sentamos en una pequeña mesa redonda, metálica, muy al estilo de los años cincuenta. Sus rodillas chocaban con las mías entre los barrotes de la única pata central, fue agradable la confianza que tenía conmigo para no separarlas de mí y tampoco tensarse sintiéndose incómodo. Le apreció tan natural como apoyarse en una pared u otra silla. Sus manos juguetearon nerviosas con una servilleta mientras esperaba paciente a que algún camarero nos atendiese.

–¿Darás aquí tu currículum?

–Sí. –Dijo, comenzando a romper la servilleta en partes–. Pero después de desayunar.

–¿Haremos una consumición en todos los lugares a donde vayamos?

–No. –Dijo, asombrado mientras se reía de mi inocencia. Yo aparté la mirada al servilletero y cogí también una servilleta de papel, algo arrugada y ya doblada. Cuando nos atendieron pedimos dos chocolates calientes y varios churros. El joven que nos atendió dijo que tardaría un poco porque estaban haciendo una remesa nueva de churros. Nos pareció bien, pues no teníamos prisa por ir a ninguna parte. Cuando nos volvimos a quedar a solas Jacinto parecía meditabundo y algo mohíno. Mientras él cavilaba en algo de lo que a mí no me dejaba ser partícipe, comencé a doblar, cortar y plegar la servilleta en mis manos hasta hacer una pequeña grulla. Se la entregué y él me devolvió una sonrisa como regalo.

–¿Dónde aprendiste a hacerlas?

–Mi madre me enseñó. –Dije, con naturalidad–. Pero la verdad es que no sé hacer mucho más que una grulla y un barco… –Superé–. ¿Has hablado con tu novia?

–No. –Miró hacia fuera jugando con la grulla sobre la mesa, simplemente haciéndola chocar con el metal. Debió zanjar algo turbado en su mente porque cuando me devolvió la mirada soltó un largo suspiro y me sonrió, queriendo decir algo así como “Está bien, de ahora en adelante el resto del día mi atención es para ti, prometo no distraerme más”–. ¿Me invitarás tú al chocolate o tendré que pagar yo de nuevo?

Sus palabras me hicieron dar un respingo y por un momento me las tomé en serio, creyendo que me estaba pidiendo que pagase por el bochorno del que me libró el día anterior, pero tras una rápida sonrisa malvada yo le aparté el rostro, ofendido.

–Bien podría levantarme e irme. –Suspiré–. Para repartir currículums te bastas tú solo.

Él chasqueó la lengua, sonriendo para sí mismo.

–No aprendo la lección, ¿cierto? No puedo ganarte a ser más cruel.

–¿A mí? –Me quedé atónito–. ¿Yo? Puedo asegurarte que tú eres mil veces más cruel que yo. Tú eres capaz de causar mucho más dolor con una sola palabra que yo con todo mi arsenal de vocabulario pedante. –Él me miró sin comprender–. Si aquí hay alguna víctima soy yo.

–Que exagerado. –Suspiró.

–Ahí lo tienes. –Rodé los ojos y él se me quedó mirando con una mano apoyada en la mejilla. Llegó a incomodarme que me mirase tan directamente y a la par me regodeaba de ser el único objeto de su mirada. Pero se desvaneció rápido cuando interpusieron entre ambos las dos tazas de chocolate. A los pocos minutos vinieron los churros y comenzamos a comer en silencio. Me encantaba verle comer. Era tan sumamente extraño que un ser tan maravillosamente inhumano, tan divinizado por mi obsesión, comiese, bebiese y se manchase mientras lo hacía, fingiendo ser terrenal. Varias veces se limpió con una servilleta, otras con la yema del pulgar y cuando cruzábamos nuestras miradas, me sonreía y seguía comienzo en silencio.

–¿Están buenos? –Preguntó y yo levanté la mirada de la taza para mirarle a él. Asentí con una sonrisa y bebí el chocolate. Él se metió uno de los churros en la boca y tras asegurarme de estar bien escondido tras la taza me permití imaginarme que no era un churro.

–Normalmente mi madre no me trae a este sitio porque dice que entre el chocolate y los churros es demasiada grasa y azúcar, pero a veces mi padre y yo nos escapábamos para tomar algo de chocolate…

–Tu madre tiene razón. –Suspiró–. Pero está muy bueno.

–¿Puedo preguntarte algo? –Asintió–. ¿Por qué quieres dar tu currículum en una chocolatería?

–Es muy fácil. –Dijo, chasqueando la lengua–. Porque ya he repartido mi currículum a las cinco tiendas de tatuajes que hay en el centro de la ciudad y ninguna de ellas me ha llamado o ha querido contratarme porque dicen que ni tengo experiencia ni tengo instrumental para trabajar. –Se encogió de hombros, como si nada–. Así que me limito a repartir mi currículum a cualquier lugar que quiera contratarme para trabajar lo suficiente para pagarme una máquina y seguir formándome como tatuador.

–Entiendo. –Dije, pensativo–. Ojalá yo pudiera hacer algo…

–Ya lo haces. –Exclamó, casi ofendido–. Me acompañas en este tedioso día perdido.

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Cuando hubimos terminado el chocolate, ayudamos al camarero a recoger la mesa y cuando nos dio la cuenta, Jacinto la pagó con diligencia y educación. Cuando el joven recogió el dinero, Jacinto le abordó.

–¿Te importa si le dejo al encargado mi currículum? –Preguntó, mientras sacaba un papel de una carpeta que tenía en la mochila. Era un papel del que pude distinguir su foto de identificación, su nombre y apellidos en letra más grande y el resto en letra lo suficientemente pequeña como para no alcanzar a leer una frase completa. Él camarero aceptó el currículum con cortesía pero en su falsa sonrisa se desdibujaba la desesperanza.

–Se lo dejaré por aquí, pero ya te aviso de que no buscan empleados. Llenaron el cupo en Junio con las vacaciones y cuando termine el verano probablemente recorten en trabajadores. Tal vez para la temporada de navidad tengas suerte. –Dijo y a Jacinto no pareció desanimarle esa respuesta. Tal vez ya estaba preparado para ella.

–No importa. Solo déjalo por ahí, y cualquier cosa, aunque sea para descargar camiones u ordenar almacenes, estoy disponible.

Cuando salimos de la tienda, nos dirigimos hacia el centro de la ciudad. Después de aquella chocolatería entramos en dos tiendas de comestibles, una librería, dos cafeterías y un bar. En este último el camarero leyó despreocupado el currículum. No parecía tener intención ninguna de contratarle pero se molestó en ponerse las gafas para ojearlo buscando algo concreto. Cuando leyó que era de nacionalidad francesa arrugó el papel y lo tiró en algún lugar detrás de la barra, como si acabase de limpiarse con una servilleta mugrienta y la arrojase al cubo de la basura.

–No quiero malditos franceses en mi local. Lárgate. –Dijo el hombre con toda la calma y sobriedad que tenía. Jacinto estaba a punto de darse media vuelta pero yo estuve a punto de saltar la barra para agarrar a ese maldito idiota del pescuezo. Jacinto tuvo que sacarme a la fuerza mientras le recitaba toda una retahíla de improperios que bien nos podría haber costado una detención policial.

Después de aquello caminamos unos minutos sin entrar en ningún local de la zona. Aún nos duraba el susto y a mí el enfado.

–¿Qué curso empezarás este año? –Me preguntó, pateando una piedrecita al caminar. Metió las manos en el bolsillo central de la sudadera. Ya no había niebla, pero a él le seguía pareciendo que hacía frío. A mí comenzaba a sobrarme la chaqueta.

–Tercero. –Dije, y no me mostré demasiado animado por lo que él volvió el rostro a mí.

–¿No estás contento?

–No. La verdad es que no me gusta el instituto. Desde que no tengo amigos se hace muy aburrido.

–Intenta hacer amigos. –Me dijo, como si fuese lo más fácil del mundo.

–No es tan sencillo. A estas alturas del curso todos ya tienen sus grupos de amigos e incorporarme en uno de ellos sería demasiado extraño. Así no funciona la convivencia. –Me adelanté un poco a sus pasos. Él se retrasó para patear de nuevo la piedra.

–¿Y por qué no te haces amigo de algunos chicos marginados como tú?

–Porque al final descubres que la convivencia no compensa el esfuerzo para llegar a ella. Tantas horas perdidas en convencionalidades, tantas anécdotas de sus familiares que no me importan en absoluto, simplemente para rellenar las horas de descanso. Es insoportable.

–¿Entonces? Mejor solo…

–Eso digo yo. Pero resulta tedioso. Al final, cuando llega el lunes, me pregunto, ¿por qué tengo que ir a un sitio donde no aprendo nada, donde lo que ya sé no sirve para nada y lo que me intentan enseñar no saben cómo hacer que entre en mi cabeza? ¿Por qué tengo que estar tantas horas perdidas, esforzándome por mantener la atención a un profesor que ni siquiera le importa una mierda si aprendemos o no? Me desanimo yo solo, lo sé. –Me volví a él que reconducía la piedra con su pie–. Cuando termine cuarto haré la preparatoria. Pero, ¿Qué haré después? ¿Qué asignaturas escogeré? Ni siquiera sé a qué quiero dedicarme. –Suspiré desanimado.

–Aun tienes mucho… –Le corté a mitad de la frase.

–…Mucho tiempo para pensar en ello. Lo sé. Metas cortas, poco a poco. La teoría está genial, pero ya este año que empieza tengo optativas. Todas las decisiones conducen a un camino u a otro.

–¿Sabes? Si te sirve de consuelo, yo creo que eres de esas personas que se adaptan a la mayoría de trabajos. Es decir, creo que tú puedes conseguir todo lo que te propongas. Puedo verte de político, de profesor, de investigador histórico, incluso de médico. No sé cómo, pero puedo verte en bata de laboratorio diciéndole con tranquilidad y talante a un paciente que tiene una enfermedad terminal.

Me detuve en seco mientras él avanzaba a mi lado con la piedra.

–Eso es perturbador.

Se limitó a encogerse de hombros.

–Pero puedo verte. –Pensó–. Igual que soy capaz de verte como piloto de aviones o policía. Tienes decisión, tienes carácter, y tienes algo fundamental. –Lo dejó en el aire.

–¿El qué?

–Valentía. –Miró hacia un anticuario que teníamos cerca–. Vamos, seguro que allí no nos echan por ser extranjeros.

–¡Tú eres el extranjero! –Le dije mientras me sonreía malvadamente–. Si me hubieses dejado partirle la cara a ese malnacido…

–No te digo que no se lo mereciese. –Suspiró, pasando su brazo por mis hombros y llevándome con él en su dirección–. Pero no es lo correcto y tampoco creo que salieses bien parado. Si vuelvo a llevarte con la cara destrozada a casa puede que tus padres me lleven hasta la frontera del país y me den una patada en el culo.

–Yo me sé defender solito. –Murmuré.

–Sí, claro. Ya lo veo en el periódico: “Un chiquillo de trece años se hace el valiente y se lleva una buena tunda del dueño de un bar en el centro de Ámsterdam”.

–¡En qué poca estima me tienes! –Exclamé exasperado y él rió hasta que entramos en el anticuario y me soltó de su abrazo. Yo entré y me dirigí directamente a una gran estantería con libros mohosos y mugrientos, alineados o más bien incrustados, en la madera vieja y carcomida. Alrededor había cuadros colocados unos contra otros en el suelo, algunos muebles a los que les hacía falta una buena restauración y crucifijos antiguos y rosarios colgando de las paredes. Algunos espejos sucios, una vitrina con fotos antiguas y sellos casi borrados. Al fondo, un mostrador con una puerta abierta tras el que daba a una especie de almacén. Jacinto se puso delante, tocó una campanita y una voz sonó desde dentro.

–Un segundo. –Canturreó la voz. Yo miré los libros de la estantería con deleite. Me cohibí de tocarlos uno a uno pero sí saqué con cuidado los que se podían sustraer de las pilas de libros y los que no parecían demasiado sucios o frágiles. Al pie de la estantería vi correr una pequeña cucaracha, escondiéndose debajo del mueble.

–No hay prisa. –Dijo Jacinto, en un tono amable. Yo me giré a él con un libro en las manos y él me miró con una sonrisa esperanzadora.

El libro en mis manos era una versión antigua de un manual de medicina de hogar. Todo lo que hay que saber para curar gripes, pequeños cortes, extraños sarpullidos e intoxicaciones. Un manual de los años sesenta dedicados a la mujer del hogar y forrado en una seda azul que más bien parecía gris por la cantidad de suciedad que traía acumulada de todos los años pasados. Diez euros, costaba, cuando en realidad era puro valor sentimental, pues muchas de las prácticas que se recomendaban en este libro estaban obsoletas con la medicina moderna. Al lado del hueco que había dejado mi libro había varias bibliografías antiguas de escritores españoles, una versión inglesa del Enfermero imaginario de Moliere, Cumbres Borrascosas en un librillo forrado en plástico, una recopilación de obras de Van Dyck, uno sobre la historia de China y otro sobre la tragedia de Pompeya y Herculano.

–¿En qué puedo ayudaros? –Dijo una mujer, bastante mayor, que apareció por la puertecilla del almacén con un par de libros en la mano y que posó sobre el mostrador. Nos miró a ambos y después en su expresión apareció una mueca de recelo. Tal vez no estaba acostumbrada a que entrasen jóvenes a su tienda, y menos a las diez de mañana.

–Quería saber si busca a alguien para trabajar aquí, como ayudante, de cara al público, o simplemente colocando en el almacén. Ya sabe. –Sacó un de los currículums y se lo extendió en el escritorio que funcionaba como mostrador. Ella casi al instante se lo devolvió, con una expresión negativa en el rostro. Negó, tajantemente.

–Lo siento mucho, jovencito. –Volvió a negar–. No busco nadie, y aunque lo necesitase, este negocio no me permite contratar a nadie. –Suspiró y miró alrededor. Yo dejé el libro en su sitio y me reuní con ellos–. Ya tengo el local vendido, en un mes me desharé de estos trastos y pondrán aquí otro negocio. Vuelve en un mes, tal vez tengas más suerte. –Suspiró y estuvo a punto de volverse hacia el almacén, pero se detuvo al mirarnos el rostro compungido–. Creo que pondrán una cadena americana de bocadillos. Seguro que buscan a gente joven para atender a los clientes.

–Muchas gracias. –Dijo Jacinto, guardándose de nuevo el currículum mientras la señora nos miró a los dos. Tenía el pelo largo y ondulado, ya estropeado por la edad y enteramente canoso. Me sonrió y yo le devolví la sonrisa.

–¿Hay algún libro que te guste? –Preguntó señalando con el mentó la estantería–. SI te gusta alguno, puedes llevártelo.

–No tengo dinero. –Dije, excusándome.

–No importa, de todas maneras acabarán en la basura… –Yo di un respingo y me quedé estático en mi sitio. Ella volvió a señalarme la estantería.

–Ve, coge los que te hayan gustado. No valen ya ni la mitad por la que los quiere vender mi hijo. –Entendí que la tienda sería de su hijo, y ella solo trabajaba aquí.

–Muchas gracias. –Dije, pero cuando quise conducirme a la estantería, Jacinto me agarró de la chaqueta.

–No podemos aceptarlo, muchas gracias. –Me excusó y tiró de mí pero yo me deshice de su agarre y llegué a la estantería en dos zancadas. Agarré el libro de historia de Pompeya y Herculano y volví a su lado con una sonrisa. Le regalé una amplia sonrisa a la dependienta y Jacinto otra, excusando mi comportamiento. Nos despedimos y una vez estuvimos en la calle Jacinto suspiró–. ¿No podrías simplemente pasar de la oferta?

–Pero dijo que podía cogerlo…

–Seguro que hubiera encontrado vendedor para los libros. –Resopló–. Ya da igual. Tal vez tenga razón, y en un mes aquí haya algo donde puedan contratarme. Porque como sigamos así, al final no encontraré trabajo nunca.

–No seas tan pesimista.

–De todos los lugares donde hemos ido, solo el veinte por ciento se quedan con el currículum. Y de ese veinte por ciento no creo que ni la mitad vaya a guardarlo en serio. Seguro que lo tiran a la papelera en cuanto salgo por la puerta.

–Seguro que te llaman en algún sitio. –Él no dijo nada. Ni tenía más argumentos para llevarme la contraria ni llegaba a creerse mi positivismo–. Vamos, entremos en esa tienda de todo a cien.

Le arrastré conmigo a una tienda más. Cuando entramos el dependiente estaba ocupado con unos clientes y su compañera ordenaba unos peluches en unas estanterías. Esperamos pacientemente a que despachase a los clientes y cuando la tienda quedó despejada nos acercamos al mostrador y el chico se nos quedó mirando interrogante.

–Buenos días. –Dijimos mi primo y yo a la vez.

–Venía a ver si podría dejar mi currículum aquí, por si necesitáis trabajadores o… –Jacinto se quedó con las palabras en el aire ante la extraña expresión que mostró el chico al leer el currículum. Frunció los labios y antes de que pudiese decir nada, la chica apareció por el otro lado del mostrador y cogió el currículum en las manos. Lo leyó igual.

–Lo siento, pero no necesitamos trabajadores. –Dijo el joven. La chica intervino.

–Lo dejaremos por aquí. –Suspiró, pero su compañero la corrigió, arrebatándole el papel de las manos.

–No. Toma, no lo necesitamos. –Nos lo extendió de nuevo y Jacinto y yo les mirábamos alternativamente.

–¿Qué pasa? No pasa nada por dejarlo aquí… –Dijo ella.

–Sí, claro, para que venga el jefe y lo vea. No, me niego.

–¿Qué hay de malo?

–Mira. –Le dijo, en un susurro, señalando algo sobre el papel–. Ya tiene más estudios que nosotros. –No se cortó en hablar delante de nosotros, que estábamos helados y atónitos, sin saber qué hacer o qué decir–. Nos echará a la calle y le contratará a él pagándole lo mismo, o menos… –La chica pareció reflexionas sobre las palabras de su compañero y después nos miró a nosotros alternativamente. Resopló y se encogió de hombros. Nos extendió el papel.

–Lo sentimos mucho–. Dijo ella, como excusa. ¿Se estaba excusando por no aceptarnos el currículum o por la conversación que debieron mantener en privado pero que decidieron escenificar con público en directo?

Nosotros no quisimos decir nada, pues entendíamos su situación pero su comportamiento no había sido el adecuado. Me arrepentía de haber indicado a Jacinto a entrar en aquella tienda y me sentía tanto o más frustrado que él. Cuando salimos de allí, yo aun sujetando el papel con una mano, él se sentó en un banco en la calle y se dejó caer exhausto. Yo me senté a su lado y columpie mis pies sobre el suelo. Miré más detenidamente su currículum antes de devolverlo.

–Quédatelo. –Dijo, desanimado pero con una sonrisa–. Tengo otros veinte en la mochila.

–Vale. –Dije sin más. Lo doblé en varias partes y lo guardé entre las hojas del libro que me acababa de agenciar. Cuando miré de nuevo a Jacinto este me devolvió una mirada algo cansada.

–Al menos tú has sacado algo de todo esto. –Miro hacia el libro en mis manos y se apoyó en el respaldo, con los brazos sobre este–. Será mejor que nos vayamos a casa, y lo intentemos otro día.

–Seguro que el próximo día tendrás más suerte.

–¿Me acompañarás el próximo día?

–Claro. –Dije, convencido–. Siento no ser de mucha ayuda, o incluso de entremetimiento. Me da la sensación de que solo causo problemas.

–No lo creo. –Dijo, convencido. Completamente seguro de sus palabras–. En realidad te traigo porque creo que eres un amuleto de buena suerte.

Me volví a mirarle esperando encontrarle con una sonrisa socarrona y burlesca, pero hablaba completamente en serio y aquello me dejó algo turbado. ¿Desde cuándo pensaba eso? ¿Por qué lo pensaba? ¿Qué habría hecho yo para ser su amuleto de buena suerte? Presioné el libro con mis manos, se notaba que había un papel dentro. Me gustaba saber que un poco de él se albergaba escondido en una de mis pertenencias.

–He leído dos grullas más. –Suspiró y yo me volvía a él, con un resoplido–. Te gustan mis ojos, y te gusta que conozco cosas sobre mitología.

–¿Me torturarás toda la vida con ello?

–Tal vez. –Suspiró–. Hasta que se me acaben las grullas.

 


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