NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 20 (Parte I)


Capítulo 20 – Eso era mi salvavidas, y mi condena.

Los meses siguieron pasando con parsimonia. No hubo demasiados cambios. Él seguía llevando amigos a comer o a cenar y yo seguía llorando en silencio cada vez que aquello acontecía. Empezamos a vernos menos de lo que antes nos veíamos. De camino o de regreso a clase no coincidíamos, cuando por las tardes yo estudiaba, él salía y cuando yo estaba libre, él tenía que estudiar. Los sábados estaba durmiendo o fuera de casa y los domingos iba a misa con sus padres y eso era lo peor de todo. Porque estaba allí por obligación, yo lo sabía, pero de poder librarse, tampoco estaría conmigo. Eso era hiriente pero saber que al menos no estaba con sus amigos me calmaba un poco. 

Pasé la estación fría entre castañas asadas, pollo al horno y duras noches en vela. Ya duraba más el sol durante el día y se podía oler el maravilloso perfume del césped floreciendo a primera hora de la mañana. Estábamos a un mes de terminar el curso. El maravilloso, aterrador y eterno curso en el que había tenido tantas emociones nuevas que estaba seguro que jamás volvería a sentir nada más. Me daba miedo terminar el curso, cerrar esta etapa de mi vida, lo cual significaría que yo ya no sería algo nuevo, algo bonito y aun limpio con lo que jugar. No sería más que su primo, el crío que vive arriba y que está cansado de ver merodear por su casa. 

La relación entre nuestros padres no se afianzó más de lo que estaba en un principio, pero tampoco volvieron a haber roces como aquella vez en navidad. Yo lo agradecía, pero en cierto sentido me hubiera gustado que hiciéramos más cosas juntos, al menos como una excusa para poder estar con él. Mala excusa, y no me importaba que discutieran si eso nos dejaba a solas. No me importaba si se mataban, si tuviera que irme a vivir con él a un orfanato. Le deseaba, le necesitaba, y no poder tenerle tanto como yo quería, no poder verme tal como él se veía para mí, eso era descorazonador. Me aliviaban mi imaginación y mi paciencia. Me aliviaban leer y ver su cuadro de un maravilloso chico cayendo al mar. Así estaba yo, y él lo sabía. Precipitándome desesperadamente al mar por él. 

Un domingo a principios de verano, cuando ya habíamos terminado el curso, aguardé pacientemente en la ventana de mi habitación esperando ver llegar a mis tíos con Jacinto después de asistir a misa. Apenas eran la una del mediodía cuando ya se aproximaban por la calle con una bolsa de comida que habían cogido en alguna parte. De seguro que llevaban algo de arroz, una ensalada y unas patatas al horno. Siempre tenían la misma rutina y eso a mí me hubiera matado, pero ellos parecían subordinados a ella. Alienados por ella. Cuando los vi entrar en el portal mi madre me llamó a comer y asistí al salón con paso firme. Me senté a comer y ellos comenzar a servirme. Mi madre había hecho unas maravillosas sardinas a la plancha, una ensalada de tomate y pepino y una guarnición de patatas fritas con todo tipo de salas. 

–Cómete todas las sardinas. –Me dijo mi madre poniéndome tres en el plato. Estaban deliciosas, pero me angustiaba tener que retirar todas las espinas para obtener el alimento–. Estás creciendo y son muy buenas. 

–Ya he crecido cinco centímetros este curso. –Dije orgullo–. Papá me midió ayer. 

–Eso está genial. –Dijo ella con una sonrisa orgullosa–. Mucho más crecerás. 

–¿Cuánto más?

–Mucho más. No lo sé. –Me señaló la comida–. Come y lo veremos. 

Comimos los primeros cinco minutos en silencio pero al tiempo, entre las noticias en la televisión y que mi padre al terminar el curso se sentía aburrido, comenzaron a debatir sobre algún tema de política que poco me interesaba. Aquel debate comenzó a calentarse y no pude evitar recordar la comida de navidad. Lo había visto otras veces, como personas con ideas diferentes en respecto a una misma situación, habían discutido hasta perderse el respeto y el contacto. Algunos amigos de mi madre, cuando se reunían con nosotros en noches especiales solían acabar así. A veces se reconciliaban, otras no. Mi madre solía decir que la política era un tema delicado sobre el que se debe hablar con cuidado porque puedes ofender a otras personas. Pero al parecer también podía suceder lo mismo con la religión. Ella no tuvo cuidado, y creo que tampoco quiso tenerlo. Porque le traía sin cuidado si perdía la poca amistad que tenía con su cuñado. A mí también, pero si repercutía en mi amistad con Jacinto, ya no me gustaba tanto. 

Mi madre era la persona más liberal que he conocido nunca. O al menos eso es lo que ella me ha querido inculcar. Porque un chico puede llevar falda porque está en todo su derecho de hacerlo, pero si una mujer lo hace eso es machismo y lo hace oprimida por una sociedad machista y patriarcal. Porque una mujer puede piropear a un chico, dada la maravillosa libertad de expresión por la que tanto han luchado, pero si un hombre piropea a una mujer, eso es acoso. Una mujer puede ser directora de un centro, de una institución, pero sí lo es un hombre, se le mira con recelo y se sospecha que de seguro hay una mujer más capacitada que él para ese puesto pero él no lo va a abandonar. Así es la moral de mi madre. Un extremo está bien, porque está ella en él, pero el otro, está muy muy mal. 

Cuando la comida se terminó, también se terminó la discusión. Me fui corriendo a la ducha, me aseé antes de que me diese un corte de digestión y me puse unos pantalones cortos y un polo blanco. Mi madre, al verme tan aseado y bien vestido se me quedó mirando con picardía y yo la miré con curiosidad. Le dije que bajaba a ver a Jacinto y ella se sonrió. 

–¿Te has duchado para ir a ver a Jacinto?

–Sí. No quería oler a sardina. –Le espete y ella rodó los ojos ofendida. 

–Ni que fuese un gato que pudiese devorarte. –Soltó y yo no había pensado en esa posibilidad. Pero ya no importaba y bajé al piso inferior para toparme de frente con mis tíos saliendo del piso. Se me quedaron mirando con sobrepasa, la misma con la que yo les observaba. 

–¿Vienes a ver a Jacinto? –Asentí aun a mitad de las escaleras. Ellos volvieron a abrir la puerta y me dejaron pasar. 

–¿Os vais?

–Sí. –Dijo mi tía mientras sujetaba la puerta–. Hace una tarde preciosa para no dar un paseo. ¿Quién sabe cuánto durará el sol fuera de su escondite?

–Cierto. –Dije y sujeté la puerta por ella–. Disfrutad de la tarde. Ya se pueden comprar helados, pero tal vez aún no haga tanto calor…

–Lo tendré en cuenta. –Dijo ella y cerré cuando al fin se marcharon. Me sentí poderoso al poder cerrar la puerta a mi antojo, con mi fuerza, a mi voluntad. Dentro de la casa no se oía nada pero desde luego Jacinto debía andar por alguna parte, sino sus padres no me habrían dejado entrar. Primero pasé por su habitación, pero allí no había nadie. Olía a cerrado y a sudor. Me gustó aquel olor a refugio y bunker. Tampoco estaba en la cocina, y el baño estaba abierto, mostrando que nada había dentro. Así que debía estar en el salón. Lo hallé allí, recostado en el sofá con el dorso de la mano sobre los ojos, tumbado a lo largo y con la tele encendida en un volumen bajo. El sol que entraba por la ventana incidía justamente sobre su pecho, y se había quedado dormido igual que un minino con el calor del sol a las cuatro de la tarde. No pude sentir más ternura por él que en ese momento y todo lo malo que había pensado de él o que en algún momento le había deseado, se evaporó por la imagen de tan dedicada escena. ¿Tanto extrañaba el sol? ¿Tan a gusto se encontraba allí en su elemento? 

Me acerqué sigilosamente mientras intentaba no pisar fuerte sobre el suelo de madera. Su mano no se movía un solo ápice. Su pelo había crecido. Me recordaba al cabello del David de Miguel Ángel. Despeinado, algo ondulado y oscuro como un carboncillo. Quise rozar su mano, para despertarle, pero tampoco quería que despertara de aquel sueño que parecía tan apacible. Sus labios estaban abiertos, húmedos, seguro que sabían a patatas fritas y yogurt de fresa. O tal vez a zumo de melocotón. Me relamí mientras me acercaba un poco más y alcé la mano sin saber muy bien qué estaba haciendo o cuales eran mis intenciones. Él no podía verme, y eso me excitaba. 

Pasé mi mano a un centímetro por encima de su cintura. Estuve a punto de rozar su vientre con mi mano, pero no lo hice. Seguí hasta el pecho, no hubo cambios. Me llegaba su olor y podía ver su pulso en su cuello. Palpitaba suavemente como un pajarito temblando. Pasé mi mano por encima de su cuello y seguí hasta su barbilla. Seguro que aún eran tan suaves y dulces como recordaba. Llegué a sus labios y posé la yema de mi pulgar sobre su labio inferior. Apreté un poco y deslicé hacia abajo para abrir más sus labios. Era tan suave, tan carnoso. Deseé sustituir mis labios por mi dedo. Pero no pude. Puse el índice bajo la barbilla e introduje un poco el pulgar en sus labios hasta que mi uña rozó sus incisivos inferiores. Él no se movió ni un ápice. Eso no podía ser. Eso significaba que o bien tenía un sueño muy profundo o bien estaba despierto. De cualquier manera nada me pararía. Introduje un poco más el dedo hasta que rocé su lengua, húmeda y suave como el terciopelo. En sus labios esbozó una sonrisa, completamente voluntaria y sacó la lengua, haciéndome retirar el dedo, dejando mi mano sobre su barbilla. Que no me mirase me hacía sentir más calmado pero su sonrisa me intimidaba. 

–Un segundo más y te habría mordido el dedo. –Dijo mientras se descubría tras su mano y me miraba tranquilo y algo adormilado. De vedad se había dormido pero seguro que estaba despierto cuando yo ya le había tocado. 

–Un segundo más y te habría besado. –Dije con media sonrisa intentando que sonase a broma, y él por suerte lo entendió así. 

–¿Qué haces aquí? Preguntó sentándose e indicándome con la mirada que me sentase yo también en el hueco del sofá que había dejado al recogerse. Yo me senté y me crucé de piernas de cara a él, él se cruzó de brazos. 

–¿No puedo visitar a mi primo?

–Claro, pero hacía mucho que no te pasabas. 

–Tú no ha subido tampoco a verme. –Dije rencoroso y él resopló rodando los ojos. 

–Ya me dijo tu padre que habías terminado el curso con muy buenas notas. –Dijo para intentar cambiar de tema pero yo me limité a encogerme de hombros. En realidad deseaba que me hablase de sus amigos, de los nuevos que solían venir aquí a su casa, que cenaban con su familia y que entraban en su habitación para deleitarse con la música de su guitarra. No me contuve. 

–¿Has hecho amigos este año?

–Sí. Tres amigos muy buenos. –Dijo y eso me hizo arder por dentro–. Uno se llama… 

–Los he visto por aquí un par de veces. –Me importaban una mierda sus nombres, sus edades, sus gustos o aficiones. No quería saber nada de ellos ni tampoco verle feliz hablándome de esa indeseada gente. Pobres chicos que no tenían culpa ninguna. 

–¿Sí?

–Sí. –Sentencié y eso le hizo mirarme receloso. Pudo ver que estaba celoso y aunque eso me dejó descubierto, no me importó. 

–La próxima vez que les vea te los presentaré. 

–No. –Negué–. Son tus amigos, no los míos. No tiene importancia. –Suavicé. 

–¿Seguro? –Asentí–. Estoy más que seguro de que les caerás genial. –Eso me hacía más daño. 

–No importa. ¿Vendrán también en verano?

–No, uno de ellos se irá a… –Se me quedó mirando con la malicia más cruel que le he visto–. ¿Estás celoso, querubín?

–Sí. –Dije en rotundo y eso le sorprendió como un golpe sobre la nuca. 

–¿Por qué? –Se rió–. Son compañeros de clase. 

–Son más mayores que yo. –Sentencié. Era de lo único de lo que estaba celoso. No les había visto. No sabía si eran más guapos o inteligentes que yo. No sabía si eran más amables o más dulces. No sabía cómo besaban. Yo tampoco sabía cómo besaba yo. Pero eran mayores. Eso era más que suficiente. Jacinto, entonces, me miró tremendamente apenado, comprendiendo mis sentimientos y suspiró, no sabiendo qué decir al respecto. Se quedó mirando a la nada por largo rato, asimilando que no había venido solo porque apreciase su mera compañía, sino para sincerarme sin tapujos. Celoso. Lo había asumido al fin. Estaba celoso. 

–Son mayores que tú. –Dijo, sincero–. Uno de ellos es más mayor que yo. –Remarcó–. ¿Y?

–No entiendes nada. –Negué con el rostro, desanimado mientras me planteaba volver a casa. Él no lo entendería, y yo no estaba dispuesto a rebajarme a explicárselo. 

–Tú también crecerás, y serás mayor, y… –Me miró y se le acabaron las palabras. 

–Pero tú siempre serás mayor que yo. 

Ahí estaba. Sus amigos no eran el problema. Tampoco lo era la escuela o sus padres. No importaban yo o mis celos. Él era el problema. Ahí estaba el meollo. No importaba cuanto yo creciese, madurase o aprendiese. La edad que nos separaba era una brecha insalvable. No importaba nada más que eso. Y acababa de decírselo sin miramientos. Comencé a arrepentirme porque estaba seguro de que no se lo tomaría en serio y que dentro de una semana nos volveríamos a ver y él haría como si nada, y yo, por desgracia, le seguiría el juego. 

–¿Te apetece un zumo? –Preguntó, levantándose. ¿Por qué solía hacerme lo mismo?

–No. 

–A mí sí, voy a por uno. 

Cuando desapareció me quedé mirando el mismo vacío que él había estado observando durante tanto rato buscando en él alguna respuesta, la luz que le había hecho olvidar mis palabras, pero no la hallé. No encontré nada que me resultase satisfactorio. Al contrario. Poco a poco me iba poniendo más nervioso, más angustiado. Me sentí ansioso y febril. Quería largarme de allí. Le había dicho demasiado en demasiadas pocas palabras. Quería huir, y quería mirar allí. Deseaba besarle. Le besaría cuando regresase, me dije, pero rápido me retracté en mi propia ansiedad. Respiré profundo un par de veces, agarré con fuerza la tela del sofá, me dejé caer en su respaldo y cerré los ojos pensando que nada malo había dicho y que por experiencia, él no le daría la más mínima importancia. Me alegró pensar que soy un niño, y que como tal, no me tomaría enserio. Eso era mi salvavidas, y mi condena. 

Cuando regresó me trajo de todas maneras un vaso de zumo. Era de manzana. No me gustaba pero aun así bebí un par de tragos y lo dejé sobre la mesa. Él se bebió la mitad y lo dejó también allí. Estaba seguro de que si ninguno de los dos hablaba, él encontraría otra excusa con la que marcharse de nuevo, dejándome a solas con mis pensamientos como castigo, pero yo no encontré nada más que decir y él parecía distraído y meditabundo. Estaba a punto de sugerir marcharme cuando él se volvió a mí y me preguntó:

–¿Sabes jugar al ajedrez? Tengo un tablero y piezas por ahí. –Señaló a ninguna parte. Estaba seguro de que deseaba que dijese que no, pero asentí. 

–Sí, se jugar. 

–¿Cómo? –Preguntó asombrado. 

–Mis padres me enseñaron. En realidad mi padre enseñó a mi madre cuando se conocieron. Mi padre ganó varios concursos en la universidad. 

–¿De veras?

–Sí. –Asentí y él asintió conmigo. 

Se levantó, alcanzó un tablero y una caja de madera ambos y los trajo consigo al sofá. Puso el tablero en el espacio entre ambos y empezó a colocar las piezas mientras yo observaba todos sus movimientos. Todos y cada uno destinados a entretenerme. A hacerme olvidar. A cumplir con la parte que le tocaba en esta extraña relación. Me gustaba más cuando se hacia el dormido. Ni si quiera me preguntó qué color deseaba, me cedió las negras y así él empezaría la partida. Empezó. Jugamos durante diez tensos minutos en los que nadie dijo nada. Yo iba perdiendo pero por apenas un par de peones y una torre. Sus piezas estaban algo mal colocadas, dejando a la reina demasiado expuesta y al rey demasiado protegido, perdiendo la oportunidad de jugar con aquellas piezas que le guardaban con tanto celo. El movimiento de las piezas era lo único que se oía. Me devoraba el silencio. 

–Este duro silencio rompamos y nuestro pecho abramos. Mi destino mostradme: ¿Vivir debo o morir?

Dije, citando una de las frases del teatro de Moliere. Suspiré tras decirlo porque me sentí tremendamente idiota. Él levantó la mirada confuso, como si le hubiese arrastrado fuera del juego a presenciar algo sin sentido que rompía con la corriente de sus pensamientos y cuando le aparté la mirada, él se rio. Se mordió el labio inferior y movió un peón. 

–Ya me veis. –Dijo él, siguiendo el papel–. Ícaro, triste y melancólico ante los desposorios que tanto os acongojan. Abro al cielo los ojos, os miro, suspiro… ¿qué más puedo decir?

–¡Oh, bello Jacinto! ¿Sería tan dichoso, Ícaro enamorado que hueco hubiera hallado en vuestro corazón?

–A tal punto llegados, defenderme no puedo, Ícaro, os idolatro. 

–¡Oh frases de esperanza suma! ¿Las he oído bien? Repetidlas y cesen ya mis dudas. 

–Te adoro. 

–Otra vez, por favor. –Supliqué.

–Te adoro. 

–Repetidlo cien veces, no os canséis. 

–Te adoro, sí, te adoro, te adoro Ícaro, te adoro.  

–Dioses, y reyes que contempláis a vuestros pies la tierra, ¿podríais comparar con mi dicha la vuestra? Mas, ¡oh, Jacinto!, este éxtasis, la idea de un rival viene a turbar. 

–Más que a la muerte mi alma lo detesta y, lo mismo que a vos, su vista me atormenta. 

–Pero una promesa paternal os obliga. 

–Antes morir que consentir, antes morir. –Terminó. Nos miramos con una complicidad que no habíamos tenido antes. No quise preguntarle cómo es que se sabía citar El enfermo imaginario, pues supuse que al ser literatura nacional de su país en la escuela la habría interpretado. El momento era tan maravilloso, había interpretado con mi amado aquella escena, y sin embargo no me sentía para nada dichoso. Le sonreí, sonreímos juntos, pero me quemaba por dentro oírle decir que me idolatraba de forma tan vacía y superflua. No significaba nada. Nada más que palabras. Me arrepentí de no haberle besado cuando pude. Aquellas palabras estaban vacías pero el beso nadie me lo habría podido arrebatar.

 

 

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