NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 21 (Parte I)
Capítulo 21 – Pásame el bañador.
Llegó al fin el verano. Pleno, caluroso y satisfactorio. El mismo sol que había acompañado a Jacinto a principios de curso regresaba con dulces recuerdos de nuestro encuentro. Era el agosto más caluroso que recordaba desde hacía mucho tiempo y mientras mis padres planeaban alguna que otra salida, yo pasaba las tardes leyendo, meditando tirado en ropa interior en el sofá o tomando el sol en la piscina municipal. A mi madre no le gustaba que me expusiese tanto al sol porque mi piel era demasiado lechosa y en vez de broncearme, siempre me quemaba, pero me gustaba la sensación del sol plasmando su huella en mi piel. Tal vez mi genética mediterránea agradecía esa calidez solar, pero mi genética inglesa aborrecía el efecto ultravioleta en mi piel.
Uno de aquellos calurosos días acudimos mis padres y yo, acompañados de mis tíos y Jacinto a la piscina. Ellos no solían ir porque para ellos esta estación seguía siendo demasiado fría, pero acabaron accediendo un día en que superábamos los treinta grados a la sombra. Jacinto estaba emocionado porque le encantaba nadar, pero yo no disfrutaba tanto de nadar como del propio ambiente de ocio. De camino a la piscina mi padre y su hermano cargaron con las dos bolsas más pesadas de toallas y almuerzo. Mi madre y su cuñada se alternaron para llevar la nevera con los refrescos. Yo portaba una mochila pequeña con la crema solar, unas gafas de sol, la ropa de cambio y un libro. Jacinto estaba mucho mas despreocupado, con su manos libres y hablando con su padre de cualquier cosa. Yo me quedé a la vera de mi madre mientras escuchaba una amena tertulia sobre dónde comprar buenos bañadores en Ámsterdam o qué clase de crema solar solíamos usar.
Cuando llegamos tuvimos que esperar un poco de cola a la entrada, entre aquellos que se estaban sacando el bono, los que estaban teniendo problemas con el pago y los que simplemente estaban preguntando por curiosidad. Resoplé varias veces hasta que al fin logramos llegar al mostrador, pagar el precio correspondiente y acceder a las instalaciones. Tuve que separarme de mi madre porque ella entró con su cuñada en el vestuario de mujeres y yo me adentré en el de hombres. Jamás entendí esa diferenciación, si al final, poco distaban nuestras anatomías. Más lo hacía nuestra moral.
Cuando me quedé en el interior del vestuario me llevé las manos al elástico de los pantalones, como solía hacer para cambiarme de ropa y ponerme el bañador. Me sentí tan relajado y tranquilo, inducido por el olor a cloro que pululaba por el vestuario, que no me di cuenta de que esta vez no estaba entre desconocidos. Esta vez estaba Jacinto conmigo. Aquí, a mi lado, desprendiéndose de su sudadera con toda naturalidad. Me temblaron las manos hasta que mi padre me llamó la atención, apremiando a desnudarme para acudir rápido a la piscina. Yo tragué en seco mientras analizaba todas las opciones para no desvestirme delante de él. Podía esconderme en uno de los cubículos, pero nadie lo había echo y ni si quiera yo tenía esa costumbre. Cerré los ojos y me bajé los pantalones, intentando aparentar toda la normalidad que pude. Jacinto a mi lado se deshizo de los suyos y quedó en ropa interior. Unos calzoncillos grises. Bóxers. Se me secó la garganta.
–Pásame el bañador. –Le dijo a su padre, el cual estuvo largo rato hurgando en la bolsa que traía colgada. Yo aproveché la distracción que aquello le proporcionó para lavarme la ropa interior con calma pero ágil, y meterme dentro de mi bañador. Cuando al fin estuve oculto de él, tras asegurarme de que ni por un segundo me había dirigido una sola mirada de soslayo, guardé mi ropa dentro de mi mochila, saqué de esta el libro, la crema y las gafas de buceo y la cerré. Antes de hacerlo ya le habían pasado el bañador. Se bajó los calzoncillos y entonces sí que estuve perdido. Le miré. Le miré la entrepierna más que con curiosidad, tan solo como un acto natural de reconocimiento. Necesitaba ver cómo era, de qué tamaño, que forma. Quería verle por completo, al cien por ciento de su anatomía. Me creí por un momento poseedor de ese derecho, pero una vez lo hube mirado, me sentí cohibido y aparté rápido la mirada. Estaría enrojecido, seguro, pero no me cubrí las orejas con el cabello. Qué importaba, de todas formas yo era el que le había inspeccionado tan minuciosamente con la mirada. Ya no necesitaba mi imaginación para desnudarle, solo el recuerdo.
Cuando estuvimos listos le di a mi padre mi mochila y él la guardó en una de las taquillas del vestuario junto con la bolsa de mi tío tras sacar de ella lo que necesitásemos. Cuando terminamos allí mi madre y su cuñada ya nos esperaban fuera de los vestuarios, en la antesala al jardín donde se hallaban las piscinas. Salimos al exterior. Nos tumbamos bajo un par de sombrillas dispuestas de forma aleatoria en todo el césped y yo extendí mi toalla de Marvel. Jacinto y su familia tenían toallas con marcas de refrescos que seguro les había tocado en alguna promoción, o juntando puntos del supermercado. Mi padre y mi madre tenían las suyas propias a juego, algo desgastadas, que compraron para su viaje de luna de miel. A mi madre no le gustaban porque siempre arrastraban mierda hasta casa, pero era demasiado perezosa y tenía demasiado poco tiempo como para preocuparse en gastarse dinero en otras cuando en realidad apenas las usábamos un par de veces al año.
–En dos semanas iremos a Bruselas. –Anunció mi madre mientras se extendía crema por el brazo. Lo dijo al aire con la esperanza de comenzar una conversación, pero pocos parecieron interesados en ello. Mi tía estaba más preocupada de encontrar la crema entre las cosas de su bolso, mi padre en discutir con mi tío en si una de las sombrillas estaba derecha o no, y yo en aguardar por alguien que quisiese seguir la conversación.
–¿A qué tan lejos? –Preguntó Jacinto, exagerando. Yo me recosté boca arriba en mi toalla con los brazos apoyados detrás de mí.
–Mi asociación dará una conferencia allí y yo participo, así que pueden venir mi marido y mi hijo conmigo. –Jacinto asintió a sus palabras, más aburrido que interesado. Cuando mi madre se volvió a mí me miró desolada–. Date crema. –Me lazó el bote–. O te pondrás como un cangrejo.
Yo recibí el bote con desgana y Jacinto se rió del comentario de mi madre. Debería dármela, o la alternativa sería que ella lo hiciese por mí y me hiciese ver infantil e incapaz de darme crema. Lo hice a desgana mientras todos comenzaban a imitarme. Suspirando terminé y me limpié las manos con una de las esquinas de la toalla. Odiaba tener las manos grasientas y pringosas con un repugnante olor a coco y producto químico.
–¿Habéis ido antes a Bruselas?
–Sí, en un par de ocasiones. –Contesté yo a pesar de que estaba hablando con mi madre. Jacinto se extendió un poco de crema por las mejillas y los pómulos mientras me miraba. Quise desnudarle con la mirada, pero ya no hacía falta. Él se había desnudado delante de mí. Fruncí el ceño al rato de estar mirándole, él estaba de espaldas al sol.
–¿Es bonita?
–Supongo. Todo lo que hemos visto ha sido el auditorio de las conferencias. –Él se rió.
–De poco sirve decir que has viajado si solo has conocido salas de conferencias y auditorios.
–Supongo. Pero tampoco sirve de mucho decir que has viajado sin cultura ni entusiasmo por el país al que vas.
–Supongo. –Dijo y se encogió de hombros. Yo suspiré, temiendo el fin de la conversación y me miré alrededor buscando el libro que había traído conmigo. Lo hallé con la portada manchada de salpicaduras de crema solar. Mi tío, a mi lado, había sido el culpable. Pero no dije nada aunque por dentro me sentí ofendido. Limpié con la palma la portada, en donde quedarían un par de feas salpicaduras de grasa, y me puse boca abajo en la toalla para empezar a leer. Apenas había llegado a la página donde tenía mi separador cuando Jacinto volvió a hablar–. Anda que venir a la piscina para leer… –Suspiró, condescendiente–, no tienes remedio.
–Es lo más entretenido que puedo hacer aquí… –Suspire.
–Puedes nadar.
–No me hace mucha gracia. –Dije frunciendo el ceño y él se encogió de hombros.
–¿Ni siquiera si estoy yo? –Sus palabras sonaban tentadoras. Pero le conocía, por desgracia. Entraríamos en el agua ¿y qué? Jugaríamos a salpicarnos los cinco primeros minutos, después él se cansaría y nadaría por su cuenta. Cuando yo reclamase su atención me haría aguadillas e intentaría ahogarme de broma. Tal vez eso lo hiciese yo. ¿Y después? Me abrazaría, me sumergiría, ¿me besaría? Imposible. Nuestra familia se metería en el agua antes siquiera de que se aburriese de mí y romperían toda la fantasía. No servía de nada fingir ilusión por ir con él a la piscina y acabar jugando con mi reflejo en el agua solo porque él se ha ido a nadar por ahí sin mí.
–No me apetece. –Le dije. Hizo un mohín con los labios y yo le miré impasible.
–Y yo que he venido por ti... –Suspiró desanimado, intentando hacerme sentir mal, pero yo no me sentí herido.
–La próxima vez que quieras estar conmigo no tienes que venir hasta aquí, solo tienes que subir unas escaleras. –Lo dije con el tono suficiente como para que solo él me oyese y fue suficiente hiriente como para que me apartase la mirada y fingiendo desinterés se condujo a la piscina en silencio. Me gustó observar cómo se marchaba tras haberse picado con el filo de mi dulce maldad. Se marchó y la soledad en la que me dejó fue mucho más satisfactoria que cualquier otra sensación. Comencé a leer hasta que apenas dos párrafos después una voz me detuvo.
–¿Qué lees? –Me preguntó mi tío con media sonrisa, mirándonos alternativamente a mí y a mi padre.
–La fierecilla domada. –Contesté mostrándole la portada–. De Shakespeare.
–¡Ah! –Exclamó si la más mínima emoción–. ¿Y de qué va?
Ante su pregunta fruncí el ceño. No sabía si me lo estaba preguntando para saber si realmente yo conocía el contenido o porque realmente él no tenía ni idea.
–¿No lo sabes? –Pregunté, intentando no sonar demasiado brusco.
–No. –Negó, en rotundo con naturalidad–. Yo soy de números no de letras. –Se excusó.
–Es cultura general. A mí no me gustan las matemáticas, pero no lo tomo de excusa para desentenderme cuando tengo que hacer cuentas sencillas. –Mi tío se me quedó mirando algo cohibido y mi padre me reprochó mis palabras con la mirada.
–Tienes razón. –Me dijo mi tío, perdonándome delante de mi padre–. Tienes toda la razón del mundo. ¿Me recomiendas ese libro, entonces?
–Desde luego. Pero no lo tomes como ejemplo, solo como referencia literaria. –Él no entendió mis palabras pero mi padre sí y se rió con ello. Cuando volví la mirada al libro mi padre me llamó. Contuve un resoplido.
–Ponte las gafas de sol, cielo. Tienes los ojos muy claros y no quiero que te los dañes. –Asentí pero de súbito recordé que las había dejado dentro de mi mochila. Al no desenvolverme para encontrarlas y mirarle apenado supo dónde estaban y soltó un largo resoplido cansado–. Un día te dejarás la cabeza en casa y tendremos un disgusto.
Me extendió la llave de la taquilla del baño y yo salí corriendo en busca de las gafas. Mientras me marchaba oía como mi padre me excusaba delante de mi madre y le explicaba la situación. Ya no pude oírles cuando mi madre contestó pero me imaginaba que fue algo así: “Siempre hace lo mismo. No sé qué va a ser de él. Ya puede encontrar a alguien que le vaya recordando dónde deja las cosas…”
Llegué a los vestuarios a prisa y me abalancé sobre la taquilla. Los vestuarios estaban vacíos y en el suelo se podían ver pisadas de agua, pequeños charcos y alguna toalla dejada por ahí sin cuidado. Aquí el olor a cloro era mucho más intenso. Pero era un olor a cloro mezclado con sudor, humedad y masculinidad. No sé muy bien cómo definir ese olor, ese olor a sudor de hombre que de seguro en el vestuario de mujeres se agradecía su ausencia. Recuerdo cuando aún era muy pequeño y mi madre me llevaba con ella al vestuario femenino. Allí siempre olía a cloro, humedad y desodorante femenino. Recuerdo todas aquellas mujeres hablando, arrebujadas entre ellas, mirándose directamente al cuerpo, al rostro, y tocándose entre ellas sin pudor, como mero acto natural entre animales. “Tienes un pecho muy bonito” “¿Que crema corporal usas?” Mira, tengo un lunar en forma de estrella...” En los vestuarios masculinos siempre reinaba ese silencio incómodo y ese pudor generalizado.
Me asomé al interior de la taquilla y miré dentro de la bolsa para encontrar mi mochila. Me hice con ella y con las gafas de sol. Las sujeté con la boca mientras dejaba de nuevo la mochila en su lugar pero mis manos rozaron la ropa de Jacinto. Estaba ahí, a mi alcance. Y yo estaba solo. Miré a mi alrededor para cerciorarme de ello y saqué su camiseta. La olí. Deseaba olerla. El olor me recordó a la noche que dormimos juntos. Suspiré sobre la tela, y así de fácil dejó de oler enteramente a él. Me atreví a hurgar un poco más en la bolsa hasta dar con sus calzoncillos. Los saqué triunfante y los acaricié. El tacto era suave y aterciopelado. Eran de algodón, grises, con elástico en negro y algo sobados. No eran nuevos. Me asomé al interior de ellos. Estaban un poco mojados en la parte delantera. Sería orina, pensé. Tal vez sudor.
Enrojecí hasta las orejas por la sola idea que se me había pasado por la mente. Me contuve pero no lo suficiente. Los olí. Olían a él, multiplicado por cien. Su sudor, su gel de baño. Me imaginaba que la tela donde rozaba mi nariz la había rozado también su pene y deseaba que mi pene también rozase aquella tela. Me los aparté del rostro, avergonzado conmigo mismo y reprendiéndome mi actitud. Si le quería a él, lo tenía aguardándome en el agua. Pero no le quería a él, porque no me fiaba de él. Quería la idea que él representaba, y su olor era una buena forma de evocar esa idea. Alguien entró en el vestuario y yo di un respingo guardándome los calzoncillos en el interior del bañador. Lo hice como un acto reflejo, porque no quería soltarlos ni tampoco desprenderme de ellos. Entraron dos jóvenes treintañeros para cambiarse. Yo cerré de golpe la taquilla y me metí en uno de los cubículos. Apenas se habían percatado de mí. Hablaron con naturalidad mientras yo me senté en el retrete y saqué los calzoncillos de mi bañador. Los olí de nuevo. Me emborraché de ese olor y me dejé caer sobre la cisterna en mi espalda. Suspiré. Mordí la tela, la lamí. Era mía, mi secreto, mi vicio pecaminoso. Él nunca lo sabría y me encendía la idea de que se los pondría al irnos y se rozaría con la tela que habían saboreado mis dientes.
Comencé a sentirme febril, mareado y desorientado. Aquella fue la primera vez que tuve una dolorosa y púdica erección. Ni siquiera supe cómo había ocurrido ni qué hacer con ella. Pero tan pronto como me rocé con los calzoncillos el glande, eyaculé en ellos. Lo deseaba, no me importaba que después tuviera que lidiar con ellos. No pensé en cómo salir de aquel cubículo ni qué demonios se me pasaba por la cabeza para permitirme aquel desliz. Eyaculé allí mordiéndome la mano y sintiendo que aquello era la mejor idea que se me había ocurrido nunca. Me temblaron las piernas, las manos y los labios. Una parte de mí ansiaba encontrarle fuera esperándome. Quería mostrarle el desastre que él mismo había causado y hacerle limpiar sus propios bóxers. Decirle “Los he mordido, y me he corrido en ellos. Todo por tu culpa”
Pero cuando salí no había nadie. Limpié con un poco de papel el semen sobre la tela y los dejé de nuevo en la taquilla. Recé por que se secasen al regresar aquí y que no se notase la mancha. Tal vez pensaría que era una mancha suya. Nunca lo supe.
Regresé al césped y al salir me sentí desubicado. Me parecieron eternos los minutos que estuve allí dentro y tras salir y comprobar que todo seguía exactamente igual me sentí desorientado y confuso. Como si hubiese dormido una larga siesta que en realidad apenas había durado un par de minutos. El sol no se había movido, mis padres tampoco y Jacinto seguía estando fuera de mi vista. Ni quise buscarlo. No supe si podría enfrentar su mirada. Me puse las gafas para evitar que alguno de mis padres pudieran ver la corrupción de mi pobre alma a través de mis ojos y cuando llegué le extendí la llave a mi padre y me tumbé de nuevo en la toalla.
–¿Qué tal Aslan y la Reina de hielo? –Me preguntó mi madre con media sonrisa.
–¿Qué?
–Narnia. Si no estaba Narnia dentro de la taquilla no entiendo cómo has tardado casi diez minutos.
–Ah. –Dije, y rápido barajé todas las alternativas, todas las posibilidades–. Me encontré con un compañero de clase y sus padres que ya se iban a casa. –Suspiré sin darle importancia.
–¿Con quién? –Interrogó mi madre.
–Eyken. –Dije, ella no conocía a mis compañeros y decir un nombre de ellos al azar no era un problema. La dificultad estaba en decirlo serio y confiado, sin temblar.
–Vale. –Suspiró y relajó su expresión–. Ya estaba marcando el número de la policía.
–Que exagerada eres, mujer. –Me defendió mi padre y al fin yo pude ponerme a leer tranquilo. Pero fui incapaz de centrarme en la lectura. No después de lo que había sucedido.
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