NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 19 (Parte I)
Capítulo 19 –
Ni lo sabía, ni quería saberlo.
Recuerdo un acontecimiento que ocurrió a
mediados de febrero del año siguiente.
Se acabaron las vacaciones de navidad a
principios de enero y todos volvimos a nuestra rutina habitual. Empezamos las
clases, mi padre nos llevaba cada mañana, a medio día volvíamos, comíamos
contando anécdotas de clase y mis tardes se dividían entre hacer la tarea,
salir con mis padres o estar con Jacinto. Fueron buenos tiempos aunque no le vi
todo lo que hubiese querido, pero yo tampoco era fácil de saciar, por lo que no
le di demasiada importancia. Disfruté de cada momento que estuvimos juntos y
eso fue suficiente.
A mediados de febrero, mientras me
alistaba para ir a clase y mis padres hablaban animadamente en la cocina, me
deleité escuchando los pasos y los ruidos que venían del piso inferior. Pensaba
“ya debe estar vistiéndose para venir a clase”. Esa sensación de que cada
mañana aguardaba por mí me hacía sentir algo de egocentrismo en mi estómago. Me
miré detenidamente en el espejo rezando porque mi cara de sueño desapareciese
pronto y me cubrí con una gruesa bufanda que antes de salir de casa mi madre se
encargó de ajustar bien para que no me rozase una sola mota de frío en la
garganta.
Nada más salimos de casa y estuve fuera
del alcance de su visión me la aflojé un poco para poder al menos respirar.
Mientras bajábamos las escaleras mi padre me comentó:
–Hoy no recogeremos a Jacinto. –Sentenció
y a mí eso me hizo sentir extrañado. Fruncí los labios y le miré curioso
mientras bajaba las escaleras y pasábamos de largo por su piso.
–¿Está malo? –Pregunté y él sonrío.
–No.
–¿Entonces? ¿Hoy no tiene clase?
–Sí que tiene. Pero me dijo ayer que iría
con unos compañeros de clase que viven cerca de aquí. Supongo que ya no es
necesario que el acompañemos siempre. Ahora tiene amigos.
Amigos.
Que palabra tan condenatoria. Y qué iluso
había sido al no querer pensar en aquella posibilidad tan evidente y probable.
Era lo más natural, me dije, aunque me estaba doliendo como si alguien me
hubiese apuñalado en un pulmón, era lo correcto. Era lo normal. El contacto con
sus compañeros de clase le haría integrarse al final y sería mucho más cómodo y
habitual si se acompañaba de sus compañeros de clase que de nosotros. Me quedé
algo turbado toda la mañana. Mi padre apenas lo notó. Me contó cosas sobre los
nuevos temas del trimestre y una trifulca que había tenido con un profesor,
pero yo no podía pensar en nada que no fuese el hecho de que me habían
arrebatado a Jacinto y él me había dejado solo, prefiriendo irse con compañeros
de clase a acompañarme a mí a mi colegio. Más me dolía haberme enterado a
través de mi padre y no a través de él. Eso me hizo sentir dolido hasta lo más
profundo. Me tiró al suelo y me rebozó de fango y basura. ¿Acaso no me
consideraba adulto como para tratar este tema cara a cara? ¿Acaso él no le daba
la misma importancia que le daba yo a esta situación? Para mí estar con él era
la fuerza que me levantaba cada mañana con una sonrisa, él era el motivo de mi
felicidad, era el ser que controlaba mi ánimo y mi pensamiento. Y ahora me
abandonaba por unos estúpidos compañeros de clase. Podían irse a la mierda si
así lo deseaban.
Cuando llegué a casa del colegio tiré la
mochila a los pies de la cama y sin apenas haber comido nada me puse a hacer la
tarea. Quise hacerla de forma meticulosa y minuciosa para no tener que pensar
en él, para poder tener algo más en lo que centrarme, porque sabía que no
merecía la pensar en ello, y que de hacerlo, acabaría con jaqueca. Estuve al
menos hasta la hora de la cena encerrado en mi cuarto, gastando el tiempo,
agotándolo hasta que fuese la hora de dormir y no tuviera que pensar más en
ello. Limpié el cuarto, ordené las barajas de cartas, coloqué ropa ya planchada
en el armario y fui varias veces al baño, aunque no tuviera ganas de orinar,
por el mero entreteniendo de respirar aire fuera de mi habitación.
La cena fue tranquila. Mi padre tenía que
corregir algunos trabajos en su despacho y no se presentó puntualmente a cenar,
por lo que mi madre y yo cenamos en silencio viendo las noticias. Me comentaba
de vez en cuando que al día siguiente tendría que ir a imprimir unos folletos y
que estaba muy emocionada de que estaban trabajando con una asociación
feminista que estos días promulgaba el aborto libre. Yo no sabía lo que era el
aborto entonces, pero asentí a todo lo que me dijo como si estuviese
interesado. No lo estaba en absoluto.
Cuando cené y me lavé los dientes me metí
de nuevo en mi cuarto. Mi madre insistió en querer echar una partida al ajedrez
conmigo o hablar sobre algo, pero le dije que aún tenía que repasar historia y
ella no insistió más, pues mis deberes primaban sobre el entreteniendo
familiar. Se hizo un té y se sentó en el sofá a leer. Yo me encerré de nuevo en
aquellas cuatro paredes que habían absorbido y retenido la ansiedad que me
devoraba aquel día. Me habrían visto como un neurótico si tuvieran ojos, o
incluso como un enfermo, pero no podían hablar, y cuánto se lo agradecía.
Cuando pasaron de las nueve, se oyó a lo
lejos el sonido de la puerta del piso inferior. Fue un golpe característico al
que ya estaba acostumbrado y me puse en pie de inmediato. Me quedé estático
para evitar hacer ningún ruido y escuché atentamente como alguien, varias
personas a juzgar por el alboroto, habían llegado al piso. En primera instancia
supuse que habrían sido mis tíos, pero no. Era aquel un alboroto juvenil y
jovial. Fruncí el ceño y oí algo parecido a un “Hola, mamá”. Seguidamente de
aquello los pasos se situaron justo debajo de mí y al instante encendieron la
luz, que pude ver desde mi ventana. Me asomé sin titubear. Se vislumbraban
varias sombras yendo de un lado a otro, y con la ventana abierta, pude
distinguir mucho mejor las voces. En vez de distinguirlas, simplemente las
ubiqué, porque no conocía más que la voz de Jacinto diciendo “Sí, este es mi
cuarto. Sí, esa guitarra es mía… blah blah”.
Incluso con diez años supe perfectamente
lo que estaba sucediendo. Se había ido a estudiar con algunos compañeros de
clase y ahora los amparaba en su casa con toda la humildad del mundo. Por lo
pronto, eran dos chicos con los que estaba allí en su cuarto. Aquello me hizo
sentir todo tipo de emociones encontradas. Desde la felicidad por saber que
había logrado hacer buenos amigos en la escuela hasta la más venenosa envidia
por no ser ya su centro de atención, mientras que él seguía siendo el pilar
fundamental de mi existencia. Me dolió como si me hubiese atravesado un
pedernal ardiendo y me sentí infinitamente ofendido por ello. Los oía reír, los
oía gritar. Eran felices y se lo estaban pasando muy bien. Lo que más me dolía
no era que se lo estuviesen pasando bien a mi costa, sino que de estar yo ahí,
no encajaría igual que intentar encajar una pieza de un puzle infantil en un
maravilloso puzzle de 5000 piezas con la imagen del puente de San Francisco.
Ellos estarían incómodos, aburridos y molestos de tener que cuidar de mí. Eso
era lo que más me molestaba, que no estaba al nivel de aquellos para poder
hacerles la competencia.
Me imaginaba que alguno de aquellos
cazurros se fijaría en el bote de grullas que le regalé a Jacinto y se reiría
de él. Y Jacinto le seguiría el juego. Me imaginé que Jacinto no les hablaría
de mí, ni me mencionaría. ¿Quién te ha regalado esto? Preguntaría uno de ellos
con una expresión de repulsión mientras Jacinto se lo quitaba de las manos, lo
lanzaba al fondo de algún cajón y resoplaba: nadie importante. Eso me heriría
en lo más profundo, y solo la idea ya me ardía.
Pero todo empeoró cuando pasados unos
minutos de estar asomado a la ventana, se oyeron varios acordes de guitarra
para afinarla, después unos cuantos de prueba, y acto seguido se puso a tocar
la maravillosa melodía Serenade de Schubert*. Cada nota, cada acorde se
me clavaba como un puñal en el costado. Me senté en la cama, al lado de la
ventana abierta, escuchando con lágrimas en los ojos la preciosa balada. Me
deshice en llanto de ira, en llanto de amor. Estaba muriendo mientras otros
eran los espectadores y yo no era más que un infiltrado. Me dolía pensar que no
era para mí, y me dolía imaginar que sí lo era. ¿Qué tenían ellos? ¿Quiénes
eran para ser tan dignos de que Jacinto, mi Jacinto, les dedicase una
maravillosa melodía?
Ni lo sabía, ni quería saberlo.
–––.–––
*Franz Peter Schubert (Viena, 31 de enero de 1797 – 19 de noviembre de 1828) fue un compositor austriaco de los principios del romanticismo musical pero, a la vez, también continuador de la sonata clásica siguiendo el modelo de Ludwig van Beethoven. Fue un gran compositor de lieder (breves composiciones para voz y piano, antecesor de la canción moderna), así como de música para piano, de cámara y orquestal.
⇜ Capítulo 18 (Parte
I) Capítulo 20 (Parte I) ⇝
Comentarios
Publicar un comentario