NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 18 (Parte IV)
Capítulo 18 –
Para mí ha sido hermoso
Llegó el día. Él se
marchaba. Era inútil darle más vueltas. Me mareaba solo de pensarlo y según
pasaban las horas un dolor de cabeza ascendía poco desde el nacimiento de mi
columna hasta cada pequeña parte de mi cráneo. Era como una pesadilla que no
terminaba, como un doloroso golpe que seguía doliendo con el paso de las horas,
una herida que se me estaba infectando y yo no paraba de rascarme la postilla.
No me gustaba nada el círculo vicioso en el que me habían sumergido aquellas
horas. Pasaba de estar en la más terrible desesperación a desmoronarme en la
más profunda depresión. Me estiraba de los pelos, lloraba durante horas. Había
dejado de comer apenas y mi madre no entendió el motivo hasta que no supo, por
palabras de mi padre, que su hermano y su familia se marchaban de vuelta a
Francia. Mi madre comprendió en cierto modo mi duelo, pero de vez en cuando se
asomaba a mi cuarto para comprobar que no me había desmayado o si necesitaba
algo de comer.
Mi padre se lo tomó algo
mejor, menos preocupado por la situación. Su hermano había sido una carga para
él desde que habían venido al país y saber que se marchaban era todo un alivio,
pues se llevaba con él todos los problemas causados y las riñas del pasado que
pululaban entre ellos. Mi madre se desgañitó la primera hora, al enterarse de
que se marchaban, preocupada como era lógico por mi tía y por Jacinto, dado que
lejos de nosotros no podían evitar una desgracia que pudiesen sufrir bajo el
yugo de mi tío. Pero con el tiempo se le pasó, resignada como estaba a su
marcha. Para ella también habían sido un gran problema, y más por el descalabro
sufrido en las cuentas de la organización que bien le podían haber costado su
trabajo y la reputación de la empresa. Así que en cierto modo también se
alivió. Las tensiones que había entre ambas familias habían acabado por sitiar
lo poco que nos relacionábamos entre nosotros, y su marcha era un alivio
general. Algo que sin duda yo no compartía y que más bien me lastimaba
pensar.
Jamás había sentido un
dolor tan grande como aquél. Recuerdo aquellas horas sumido en la oscuridad de
mi habitación, alumbrado sutilmente por los pequeños rayos de luz que se
atrevían a caer sobre mi cama. Recuerdo la quemazón general por todo mi cuerpo,
como una impotencia contenida que poco a poco me abandonaba hasta dejarme en la
más lastimosa pobreza. Después aparecía la helada desesperación que me consumía
tanto como la falta de hambre. Obtuve un mal hábito de recordar todos y cada
uno de los recuerdos que tenía a su lado. Eran múltiples, pero yo mismo me
retaba a recordar uno más, siempre había uno más que aparecía repentinamente
para darme una nueva puñalada en el costado que me hiciese doblarme sobre el
colchón y romper a llorar desconsolado. Se me agolpaban los sentimientos cuando
revivía todas las experiencias aprendidas a su lado, pero algo más doloroso que
los recuerdos eran las ideas que ya no se formarían.
Nos había imaginado
paseando juntos por los campus de la universidad de derecho, yendo de un lado a
otro, con unos refrescos en la mano, o unos helados. Me había hecho a la idea
de vivir con él con las pagas que adquiriese para pagar el alquiler de un
pequeño apartamento donde podría estar con él, al menos unas cuantas horas al
día. Una habitación. Aunque fuese, para nosotros. Dormir juntos a menudo,
viajar juntos, ir a buscarle a su trabajo, el que encontrase, que él me
recogiese en la universidad.
Comenzaba poco a poco a
ser consciente de todas las cosas que había perdido de un solo plumazo. No solo
le había perdido a él, como ser, como materia, también había perdido la
posibilidad de experiencias, de conversaciones, de sus miradas, de sus besos.
Cuantas serían las mañanas desertándome a su lado que se habían desvanecido,
igual que desfallecer de cansancio en su abrazo. Se habían evaporado las largas
conversaciones refugiados por el humo de algún cigarrillo, los besos, los miles
de besos que nos habíamos prometido, ya no estaban. Se habían largado, con él.
Ahora era plenamente consciente de que el futuro prometido se había ido, ya no
estaba, como si al descorrer la cortina que me resguardaba de él, no hubiese
más que una habitación vacía, a oscuras, medio iluminada por la luz del
mediodía de un día cualquiera en el tiempo del que sin embargo me acordaría
para siempre. Me perdería el sonido de su risa. Ese recuerdo se perdería por
algún lugar en mi mente y antes de darme cuenta me preguntaría cómo sonaba su
risa, y decaería en la depresión por mi mala memoria. Olvidaría el sabor de sus
besos, el de su piel. El tacto de su cabello. El sonido de su voz, el dolor que
me provocaba su mirada, el que me producían sus palabras. Todo había quedado ya
atrás, y solo me esperaba el tiempo, vació, distante y oscuro para que
continuase adelante sin tener un sentido que me guiase.
En el piso de abajo se
oían desde hacía horas el sonido de los muebles arrastrados, el sonido de
maletas y cajas por el suelo. Algunas voces, algunas risas. Yo no podía creer
que aquello estuviese realmente sucediendo, al margen de mí, y de mi voluntad. No
era capaz de asimilar que igual que aparecieron aquí, y tan egoístamente
trastocaron mi vida, se marchaban, dejándome destrozado, y sin apenas dejarme
maniobrar para impedirlo. No sabía quién de los dos era más cobarde, Jacinto o
yo, él por no hacer nada por evitar marcharse o yo por no intentar retenerlo.
Le había suplicado y ni aun así se había dignado a complacerme, nada lo haría.
A cada sonido que se emitía desde el piso inferior, más iba cobrando vida la
idea de que él realmente no me amaba, él realmente no sentía nada por mí y todo
esto había sido un juego para él. Yo había sido un juguete para divertirse,
para no aburrirse. Comencé a cuestionarme si yo sería su único juguete, si
alguna vez hubo alguien más del que yo no supiese, o si tal vez alguna vez yo
había sido algo más que un mero entretenimiento para él. ¿Él pensaría lo mismo
de mí? Claro que no. Me había visto durante años suplicar por su atención,
desvanecerme en sus brazos, rezar por su presencia, por su tacto, y cuando al
fin lo había obtenido, me había observado confiado y dispuesto a todo. Yo lo
había dado todo, y él no había sido capaz de quedarse aquí, de desembarazarse
de su familia, por mí. Yo lo habría hecho por él, pero al parecer, si alguna
vez me amó, queda demostrado que se puede amar de muchas maneras
diferentes.
Pasada la hora de comer
volví a desfallecer sobre la cama, con el estómago dándome vueltas y el cerebro
presionándome el cráneo. Sentía nauseas y mareos. Estaba convencido de que en
menos de una hora abandonaría el piso, y eso suponía que realmente todo habría
acabado. No podía soportar oír el ajetreo debajo de mis pies, y menos saber que
estaba a unos metros de encontrarle, de verle y despedirme por última vez, y no
tenía ni el valor ni la confianza para hacerlo. Delante de mí mis padres no
hablaron de ello porque eran conscientes del daño que esto me estaba haciendo y
cuanto menos hurgasen en la herida, mejor me encontraría. Pero en realidad creo
que más bien lo hacían porque yo era impredecible y bien podría estar exhausto
y cansado que si mencionasen el tema podría saltar como un tigre sobre ellos,
para devorarles con gritos y aspavientos. Yo en el fondo les agradecí que se
limitasen a una conversación banal mientras yo estuviese delante y por mi parte
me obligué a comer algo más de lo que realmente me entraba en el estómago para
contentarles.
Pasadas las tres alguien
llamó al timbre de la puerta. Yo di un respingo en la cama y salté de ella más
aterrorizado que ilusionado. Mi padre desde la cocina le pidió a mi madre, que
estaba en el salón viendo la televisión, que se ocupase ella, que él estaba
ocupado. Oí a mi madre atravesar el pasillo para abrir la puerta y al sentir
que ella lo hacía, yo abrí la puerta de mi habitación para encontrarme con el
rostro de Jacinto que aguardaba al otro lado, con una mochila a la espalda y
una bolsa de viaje en el suelo, al lado de sus pies. Unas llaves en la mano
fueron extendidas a mi madre. Esta las recogió con una sonrisa triste.
–Mis padres me han dicho
que os dé las llaves. Que vosotros contactaréis con el dueño…
–Sí, nosotros se las
daremos cuando venga. –Mi madre cerró el puño alrededor de las llaves y las
dejó a los segundos en una cómoda que teníamos en el recibidor, resguardadas
pero a la vista. Jacinto volvió el rostro a mí, consciente de que yo estaba
allí pero como si no esperase verme. Yo le miré exactamente de la misma manera.
Al verle allí, no quiero reconocer, que pensé que realmente se estaba
arrepintiendo del viaje y venía a quedarse con nosotros, pero las ilusiones se
desvanecieron rápidamente. Sus palabras eran condenatorias.
–Mis padres me han dicho
que no me entretuviese pero no puedo dejar escapar la oportunidad de
despedirme. –Suspiró, con una mirada apenada, como un cachorro abandonado, para
enternecer a mi madre. Ella le abrazó y mi padre salió al poco de la cocina,
secándose las manos con un trapo y también le despidió con un abrazo y un
apretón de manos. Era todo tan extraño, viéndolo como yo estaba, en un segundo
plano, que por un segundo me desentendí de todo sentimiento que se me quisiese
adjudicar por estar presente en aquello. Mi padre y mi madre me miraron tanto o
más apenados que Jacinto les había mirado y comprendieron que nuestra despedida
debía ser privada, así que ambos se marcharon al comedor. Yo me quedé allí
parado, delante de la puerta de mi habitación, mientras él se colocaba mejor la
mochila sobre su hombro y se disponía a coger la bolsa de viaje que había a sus
pies, pero se detuvo en el último momento–. ¿Y tú? ¿Vas a despedirte de mí?
–Adiós. –Dije, entre
avergonzado por la imagen que debía estar dándole y atemorizado porque se
marchase. Él se había sorprendido de mi frialdad y de mi rotundidad, pero lo
asumió con coraje.
–Pues… adiós. –Se
subordinó. Agarró la bolsa de viaje a sus pies, y se dio media vuelta volviese
hacia el descansillo, pero se volvía a mí casi como impulsado por un resorte.
Ya no se oía ruido en el piso inferior. Sus padres debían estar ya en la calle.
Yo me quedé en el umbral de la puerta de entrada–. Te llamaré a menudo. Y te
enviaré correos.
–Lo sé. –Dije, sujetando
con una mano la puerta. Asintió y se volvió hacia las escaleras, pero
retrocedió para mirarme.
–Te quiero, ¿lo sabes?
–Lo sé. –Él asintió,
satisfecho. No podía creer que me estuviese haciendo esto a mí. Estaba
alargándolo, estaba dándome la oportunidad de volver a suplicarle, de volver a
caer ante él, humillándome, diciéndole que le amaba, que le deseaba, que no
quería que se marchase. Deseaba que me abrazase a él, que le besase. Eso no
ocurriría. Porque no cambiaría nada en absoluto. Tenía un pie ya en Francia, y
yo no me conformaría con suplicarle a la mitad de él.
–¿De verdad no vas a
decir nada? –Preguntó casi asustado de mi fingida indiferencia. Se volvió a mí,
soltó la bolsa de viaje y caminó tranquilo hasta encontrarse a un palmo de mí.
Le volví el rostro, para evitar sus labios si tenía intención de besarme, pero
no lo hizo. Cogió mis manos entre las suyas, se arrodilló y me las besó tan
cálidamente y con tanto cuidado que hubiera jurado que estaba temeroso de que
con una de ellas le golpease en el rostro–. Dejarte es lo más difícil que he
hecho nunca. Perdóname por todo, por esto, por lo que he hecho, y por lo que
podré hacer en un futuro. No te merezco, pero por favor, no me vuelvas el
rostro. No me regales como último recuerdo tu indiferencia.
Yo le hice ponerse en
pie y le obligué a mirarme, sujetándole el cuello de la camisa a la altura de
su hombro.
–Te lo he dado todo.
Absolutamente. Si decides quedarte con mi indiferencia es cosa tuya.
–No merezco nada de lo
que me has dado. Me siento afortunado de haberte tenido, de haberte conocido de
y saber que puedo tenerte en el futuro.
–Vete. –Suspiré–. Deben
estar esperándote ya. No lo hagas más complicado. Ninguno de ellos se merece
que lo alargues más.
–Volveremos a vernos. Te
lo prometo.
–No prometas nada que no
puedas cumplir. –Le advertí–. Porque si no lo cumples, no podré perdonarte
nunca.
–Cuando tenga dinero,
cuando tenga libertad, vendré a buscarte. Iré a buscarte a donde estés. Como si
estás en la otra punta del mundo.
–Si no lo haces… –Empecé,
con el ceño fruncido, pero acabé sonriéndole con esperanzas–. Seré yo quien
valla a tu encuentro. Y si tengo que ir al pueblo más recóndito de Francia,
allí iré.
–Bésame. –Suplicó. Yo no
pude negárselo. Nos dimos el beso más apasionado que jamás habíamos sentido. El
más triste de todos y el más corto, a pesar de que estuvimos allí juntos al
menos unos minutos. Besarle se había venido convirtiendo en un acto tan
efímero, tan sumamente etéreo que no era capaz de recordar si alguna vez sus
besos eran completos, llenos y contundentes. Ese fue el último. Antes de
terminar el beso ya era consciente de que lo recordaría siempre, el resto de mi
vida, con esa amarga sensación en el fondo de mi garganta, con ese dolor en el
estómago y ese mareo en mi cabeza. Me hubiera gustado desfallecer en sus brazos
si hubiera tenido fuerzas de suplicarle, de rogarle que no me abandonase. Pero
no tenía ya fuerzas para rogar por algo que no me daría. Se separó de mí, con
lágrimas cayendo de sus ojos y con sus manos limpiando sus mejillas casi con
enfado y frustración. Me miro mientras bajaba las escaleras. Y de repente
desapareció. Seguí el sonido de sus pasos hasta que llegó abajo y a lo mejor él
miraría en dirección a mi ventana una vez estuviese en la acera, tal vez alzase
la cabeza con intención de despedirme por última vez lanzándome un beso. Pero
eso no ocurriría, yo no le daría esa satisfacción de tenerme hasta el último
momento. Me metí dentro de casa y cerré la puerta detrás de mí. El sonido fue
condenatorio.
Llegué al salón,
deteniéndome en la puerta, viendo como mis padres miraban ambos
despreocupadamente hacia la televisión, mi madre sentada en la mesa con una
revista en las manos y mi padre en el sofá, con las manos entrelazadas sobre el
regazo. No supe que estaba llorando hasta que mi madre se volvió a mí con una
sonrisa más bien enternecida por la despedida pero su expresión se crispó al
verme llorar.
–Mi niño. –Musitó entre
comprensiva y triste. Yo me pasé las manos por la frente, retirándome el pelo,
sintiéndome sofocado, ahogado, completamente aterrorizado por las emociones que
comenzaban a agolparse en mi garganta, formando un nudo intragable que me
presionaba los pulmones. Apreté mis puños, preguntándome si debería haberme
vuelto a encerrar en mi cuarto, si debería haber salido fuera a tomar el aire,
o si ir a vomitar sería lo más correcto. Tenía ganas, y no me cabe la menor
duda de que si me arrimaba a la taza del retrete vomitaría todo lo poco que
había comido en los últimos días.
Creo que mi padre me
preguntó algo, seguramente si estaba triste por la despedida o si deseaba
acompañarle para ver la película que estuviese viendo. Mi madre también pareció
hablarme, pero no les oí bien. Me pitaban los oídos y todo me daba vueltas.
Estaba tan extremadamente aturdido y abatido que no encontraba sentido a seguir
fingiendo que no me importaba, que no pasaba nada o que solo era una despedida
causal, un familiar que se marchaba de nuevo a su tierra natal.
Me arrastré hasta mi
padre, sentado en el sofá, y me desplomé a sus pies, sujetando con mis manos
sus rodillas, donde apoyé mi rostro para llorar. Él se estremeció de pies a
cabeza y se incorporó para apoyarse en mi hombro. Me rozó con su mano la nuca,
la columna, pero no sabía cómo reconfortarme. Estaba tan asustado como mi madre
que se levantó al instante y se sentó al lado de mi padre. Ella me acunó con
una mano en el hombro moviéndome como si eso sirviera para consolarme. Yo
lloraba descorazonado.
–Ya se ha ido… –Decía yo
mientras mi padre soltaba una risa comprensiva, como si le restase importancia,
como si le enterneciese que yo llorase por una situación tan simple.
–Mi amor, no pasa nada… –Musitaba
mi madre–. Seguro que te llama a menudo...
–¿Verdad? –Le decía mi
padre a mi madre–. No es para tanto. Sé que habéis establecido una buena
relación, pero no es para ponerse así…
–No… no... no lo
entendéis. No quiero que se vaya. No puede irse… –Apreté las manos en las
rodillas de mi padre. Este seguía con esa risa perturbadora.
–Pero mi niño…
–Yo le quiero. Le quiero
mucho. No puede dejarme así.
Me hubiera gustado
culpar a mis padres por no hacer algo más por ellos, por no tomarlo por un hijo
más y pedirle que se quedase con nosotros, por no haber impedido que se fuese.
Pero sobre todo culparles por no haberse dado cuenta de que para mí, Jacinto
era más que un primo, o un familiar. Lo había sido todo durante mucho tiempo y
ahora ese todo había desaparecido dejándome en la más solitaria y remota nada.
–Papá, no lo entiendes,
yo le amo. Le amo y me duele que se haya marchado. Sin haber hecho nada. No he
podido hacer nada en absoluto. –Alcé el rostro para mirarle pero él no sería
capaz de comprender nada lo que le dijese, pues halarle de amor en otro idioma
que no fuese francés, sería inútil–. Je l'aime. Je suis amoureux de lui,
papa. J'ai le cœur brisé. Je vous ai promis que je me battrais pour l'amour,
mais je vous ai manqué, je n'ai pas été courageux. Je ne pouvais rien faire
pour lui. Et maintenant il est parti. Je l'aime. Il était mon petit ami, mon
père. Il était mon amour. (Yo le amo. Yo estoy enamorado de él, papá. Estoy
desconsolado. Yo te prometí que lucharía por el amor, pero te he fallado, no he
sido valiente. No he podido hacer nada por él. Y ahora él se ha ido. Yo le amo.
Él era mi novio, padre. Él era mi amor.)
–¿Qué quieres decir? –Me
preguntó, levemente preocupado, limpiando con su pulgar mi mejilla.
–Digo que estoy
enamorado, y hemos estado juntos, padre. Juntos como Anitnoo y Adrianlo, y me
lanzaría al Nilo para demostrarlo, y realmente deseo hacerlo. Estoy tan loco de
amor como estaba Demetrio por la cortesana Krysis, hasta el punto en que habría
robado y matado por ese sentimiento. Sé que lo que hemos hecho ha sido tan
indecente como el mayor de los pecados, pero para mí ha sido hermoso,
completamente consentido y deseado. He sido su aprendiz como lo fueron tantos
de Caravaggio o Miguel Ángel, he sido su compañero e inspiración como lo fue
Rimbaud de Verlaine. Ha sido el emperador de mi mundo, como Marco Aulario de
Cleopatra y hemos vivido durante mucho tiempo como Romeo y Julieta, con
nuestras familias enfrentadas y encubriendo nuestras salidas y palabras. Si
nuestra historia la hubiese escrito alguien habría sido una novela realista,
con tintes románticos y un final similar al de Anna Karenina, conmigo
sucumbiendo en las vías de un tren. He sido imprudente, lo reconozco, y sé que
no lo ves con buenos ojos, pero no puedo ocultarlo por más tiempo. Estoy
llorando como Apolo, sujetando el cuerpo de su amado Jacinto entre mis brazos,
pero ya no está, y mis lágrimas no harán brotar jacintos alrededor. Solo brotan
más lágrimas.
Mi madre me miraba con
intensidad. Mis palabras iban mucho más allá de lo que se esperaba de mí y era
perfectamente consciente de que había sido razonable con su adulterio porque yo
estaba siendo también presa del mismo amor irracional e imprudente que a ella
le había domado tiempo atrás. Sé que por su mente pasaban cientos y cientos de
reprimendas bien argumentadas y con coherencia, pero no dejó salir una sola
palabra. Se mantuvo con esa expresión sombría y dolorida durante mucho tiempo
hasta que mi padre por fin habló, roto de dolor por oírme musitar tales
palabras de desesperación.
–No ha sido indecente.
–Suspiró, acunándome como hasta hacía poco había hecho mi madre–. No has
sentido nada que no haya sentido antes alguien. Ojalá tuviera palabras para
consolarte, pero sé que ahora no hay nada que pueda decirte que pueda ayudarte.
–Mi madre posó su mano sobre mi cabello, y me lo revolvió, con la barbilla
temblorosa y asintiéndome, como si con eso me hubiese concedido el perdón que
yo le estaba implorando. Mi padre me sonrió, cálido y acogedor. Pero tenía
razón, ninguna palabra me consolaba, y nada de lo que hiciesen o dijesen sería
suficiente. Si este dolor que sentía ya lo habían sentido todos antes entonces
comprendía que hubiesen escrito novelas como Ana Karenina, poemas como los de
Baudelaire, y canciones como la de Lili Marleen.
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