NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 18 (Parte III)

 

Capítulo 18 – Encantado de sumergirme contigo


JUEVES

 

Nuestro olor. Había dejado de ser su olor, o el mío. Era el nuestro. El olor de nuestra libertad. Estaba impregnado por todas partes, por el almohadón, por las sábanas, por mi piel, en el aire y en mis fosas nasales. La suavidad de la funda del almohadón me despertó con dulzura y cariño. Boca abajo en las sábanas me sentí exhausto, como si una gran ola me hubiese arrastrado mar adentro hasta un profundo éxtasis soñador. Todo mi cuerpo estaba dolorido pero con una dulce sensación melosa recorriéndome desde el interior, transformándome, modelándome hacia algo mejor. Las sábanas estaban arrugadas sobre mi cuerpo, calientes, húmedas. Mi cabello revuelto, mi mente embotada pero terriblemente descansada, como si hubiese dormido durante milenios. Me sentía renacido.

Todo regresó a mi mente en una sola milésima de segundo, con una sola palabra resumida, un fragmento que recomponía todo inmediatamente. Jacinto. Su nombre evocó todo lo sucedido, toda la noche, toda la vida vivida a su lado, y por vivir. Ahora el dolor en mi cuerpo tenía un nombre, y también el placer y el descanso. No quise voltearme para mirarle, no quise siquiera moverme, porque podría despertarle y eso significaba enfrentarme a él y a una realidad a la que tal vez no estábamos acostumbrados. La noche nos había cambiado y había cambiado demasiadas cosas a nuestro alrededor. Habíamos cambiado las circunstancias y el contexto, habíamos cambiado los lazos que nos unían y todo nuestro sistema de socialización que habíamos inventado para nosotros dos. Tenía miedo de despertarme y que eso supusiese caer directo a las arenas movedizas de nuestros demonios.

No hizo falta despertarle, él ya estaba despierto esperando por mí igual que yo esperaba por él. Se revolvió en la cama unos segundos y al rato se levantó cauto para no despertarme. Salió de la habitación y se condujo al baño. Orinó. Oí cada paso que dio, cada gemido adormilado que emitió y cada una de sus respiración más fuertes que la anterior. Yo me volví hacia la pared y medité sobre qué hacer cuando regresase, qué decirle, cómo mirarle, cómo encarar lo sucedido y qué esperar de él si se negaba a admitir lo ocurrido. Aquella idea me perturbó intensamente unos segundos. La posibilidad de que jamás se repitiese lo que aquella maravillosa noche sembramos, lo que tantos años había deseado en secreto y acababa de suceder. No hubiera soportado la idea de que él me rechazase con la naturalidad con la que solía hacerlo.

Cuando regresó entró entornando la puerta. Entraba luz desde fuera, la suficiente como para iluminar toda la estancia. Era un maravilloso día de sol que nos había regalado Dios. Quise volverme hacia él, pero no pude. Quise fingir que me desperezaba, pero no me atreví. Él se adelantó a mí volviendo a meterse en la cama, para mi sorpresa, y se acurrucó a mi espalda, rodeándome el pecho con uno de sus brazos. No pensaba dormir de nuevo, más bien deseaba despertarme. Me besó el cuello, la columna, me besó la cabeza y la oreja a su alcance. Esta la mordió haciéndome dar un respingo. Me volví a él aun con el rostro adormilado y una sonrisa socarrona frente a su mirada risueña.

–¿Qué haces? –Le pregunté completamente aturdido.

–Nada… –Murmuró mientras se escondía en la línea de mi cuello y me apretaba contra él. Enredó sus piernas con las mías. Sentí su aliento en mi nuca, en mi hombro. No jugaría más, solo deseaba disfrutar de mi cuerpo, en quietud y reposo, tanto como me gustaba hacerlo a mí.

–¿Qué hora es?

–Pasadas las doce.

–Sí que hemos dormido.

–No tanto. –Dijo riéndose contra mi piel–. Cuando al fin nos dormimos eran cerca de las cuatro.

–Vaya… –Suspiré y sonreí para mis adentros. Aun no podía creerme lo que habíamos hecho pero las señas de mi cuerpo eran suficiente prueba de ello.

–¿Qué tal estás? –Me preguntó. Que formalidad tan impropia de él. Me volví a él y le acaricié el rostro con una inevitable sonrisa en mis labios.

–¿Tú qué crees?

–¿Dolorido? –Preguntó levantando las cejas. Eso me hizo sonreírle pero con vergüenza–. Porque yo sí lo estoy. –Dijo mientras fruncía el ceño y hacía un mohín con los labios.

–Qué exagerado eres. –Susurre acercándome a sus labios y le besé. La naturalidad del gesto, y la suya al responderme, fueron lo más maravilloso que había experimentado. Tan impulsivo y tan insignificante. Él se ofendió con mi respuesta, e incluso después del beso fingió enfadarse. Se volvió boca arriba y apretó la mandíbula. Yo reí con ese gesto y me incorporé apoyándome en mi codo sobre el almohadón–. Eres muy hermoso. –Le dije mientras le despejaba la frente de los mechones rebeldes. Él me miró con intensidad para después robarme esa mirada. Miró hacia el techo de la habitación y poco a poco cerró los ojos inducidos por el tacto de mi mano sobre su frente. Toda la tensión que había parecido fingir se desvanecía.

–Eres un encanto, pero eres un manipulador.

–Y tú un chantajista. –Le espeté y sonreímos–. ¿Puedo contarte las pecas? –Le pregunté, después de años de sugerírselo la primera vez.

–¿No lo hiciste anoche? Tuviste tiempo de hacerlo…

–Estaba concentrado en otras cosas. –Le dije frunciéndole el ceño y él resopló conforme.

–Bien, pero ya te aviso que son infinitas.

–Ya veremos. –Dije y comencé a presionar una a una cada peca que recorría como una cúpula celeste su rostro. Una, dos, tres, así hasta unas cincuenta que había solo en su mejilla derecha. Cuando sobrepasé las sesenta, allá por el puente de su nariz, me perdí y creí contar dos veces la misma. Olvidé el número por el que iba, él se reía a carcajadas–. Empezaré de nuevo desde el hombro. –Dije mientras él seguía riendo. Llegados a la peca treinta y seis me perdí de nuevo, en una pequeña aglomeración de pecas que no sabía cómo evaluar. Se juntaban y se alejaban entre ellas al rato de estar mirándolas y él no paraba de reírse y de mover sus hombros.

–Te dije que es una ardua tarea…

–Y más si no paras de moverte. –Suspiré frustrado–. Al fin que puedo contarlas no soy capaz… –Dejé caer mi frente sobre su hombro y él me recogió en un abrazo sonriéndome aun como recompensa por el intento.

–Mi obstinado querubín. –Murmuró acunándome. Yo me escondí en su cuello y me abracé a él. Sentir nuestros cuerpos tan pegados, de forma tan natural y con un contacto tan sincero, era increíble. Sin verlo venir, soltó la frase que tanto había estado pululando por mi mente las últimas horas–. Cuanto siento no haber hecho esto antes… todo esto.

–Yo igual. –Dije pero el negó con el rostro.

–No te sientas así. Tú lo intentaste, yo no te dejé ir a más.

–¿Entendías las indirectas? –Le pregunté sonriéndole. Él asintió sintiéndose culpable–. Menos mal, llegué a pensar que eras idiota. –Se rió amargamente.

–Solo fui un egoísta. –Se mordió el labio–. Lo cierto es que en el fondo no llegaba a creerme que sintieses nada por mí. Pero ya sabes, cuando intentabas ir más allá... siempre sentía… miedo.

–Miedo. –Dije masticando la palabra–. ¿Y crees que yo no estaba aterrado?

–¡No! –Dijo seguro de su negación–. El grandilocuente Ícaro nunca tiene miedo de nada. Eres el chico más valiente que conozco. No te asusta volar demasiado alto, no te asustan ni el sol ni precipitarte al mar.

–Claro que tengo miedo. –Le dije, frunciendo el ceño–. A muchas cosas.

–No a tantas como yo.

–Seguro que no. Pero tú eres el único que puede hacerme sentir miedo. –Sonó mucho mejor en mi cabeza que en alto. Al decirlo sentí que estaba reprochándole algo pero él no lo entendió así y me abrazó con más fuerza, consciente de que era una completa declaración de sumisión ante él. Solo tú puedes herirme, porque solo tú me importas. Soy tuyo, te ruego que no me dañes.

–Yo no te haré sentir mal…

–Lo sé. –Me acurruqué mejor–. Anoche no tenía ninguna pregunta al respecto. Pero ahora…

–¿Al respecto de qué?

–Respecto a tu repentina decisión de ir más allá conmigo. Tengo muchas preguntas. Tantas que soy incapaz de pensar con claridad.

–Tengo pavor a tus preguntas. –Me separé de él para incorporarme apoyándome de nuevo sobre mi codo en el colchón.

–¿A no saber responderlas o a asomarte fugazmente a mi macabra línea de pensamiento?

–A asomarme a tu línea de pensamiento cuando yo no sepa contestarte. Eso sí que debe ser macabro…

–Si no quieres contestar, está bien. Pero necesito saberlo.

–¿Saber qué, mi amor…? –Preguntó, y juraría que estaba a punto de acariciarme, pero no lo hizo. Realmente estaba temeroso. Suspiré, no me gustaba saber que estaba en ese estado por mi culpa. Sería conciso.

–¿Cuándo supiste que sentías algo por mí? –Acaricié su cabello, como muestra de cariño.

–No te sabría decir… fue, poco a poco, supongo…

–¿Por qué anoche? ¿Por qué no antes? ¿Por qué no mejor nunca?

–Anoche perdí el control. –Dijo–. Momentáneamente. Y me gustó perderlo. Y, supongo, que caíste al mar y yo, te prometí que si caías, iría detrás de ti.

–¿Por qué siempre tengo que sacarte las palabras como si estuviésemos en un interrogatorio?

–Porque para ti los actos no son suficientes como materialización de una emisión, de un pensamiento o de un sentimiento. Las palabras tampoco lo son, para ti, pero cuanta mejor confirmación, mejor. ¿No es así? –Yo fruncí los labios–. No importa si te quiero, si sabes que te quiero o si te demuestro que te quiero. Si no me obligas a decírtelo no es suficiente, y aun así, dudo que alguna vez lo sea. Cuando para mí, en realidad, me basta con mirarte para saber cómo estás, si eres feliz, si te encuentras a gusto o quieres marcharte. Sé lo que quieres decir y te callas, se lo que deseas hacer y no te atreves. No necesito más que mirarte para confirmar emociones, sentimientos y pensamientos.

Yo le aparté la mirada, mordiéndome el labio inferior.

–No es un reproche. –Se apresuró a decir–. Ni es algo que me parezca mal, feo o desconsiderado. No es algo que pido que cambies. Al contrario. Me gusta cómo eres y admiro tu necesidad de una confirmación escrita. Eso es que eres cauteloso, obstinado y serio.

–Eso es que soy inseguro, desconfiado y mal pensado. –Corregí pero él negó con el rostro sonriéndome.

–Entonces yo soy insensible, vago e introvertido por no volver en palabras mis sentimientos. –Pensó en ello–. Tal vez sí haya sido egoísta, porque sabiendo cómo eres, no te facilité las cosas. Perdóname.

–No tengo nada que perdonar. –Superé–. Soy yo quien te pide perdón, por haberte arrastrado conmigo.

–Encantado de sumergirme contigo, en agua, en lava o en arenas movedizas. –Me besó–. Te quiero. –Materializó.

–Te quiero. –Le dije–. Pero ya lo sabes.

–¿Puedo preguntarte yo algo? –Dijo con una sonrisa y esa sonrisa me heló la sangre. Me puso el vello de punta.

–Supongo.

–¿Recuerdas el día que fuimos a la piscina, hace ya muchos años? Tal vez la primera vez que fui a la piscina con vosotros… –Dijo, frunciendo el ceño, no muy seguro de la contextualización pero mirándome con una sonrisa malvada.

–Tal vez… ¿por qué?

–¿Podrías explicarme qué pasó con mi ropa interior? –Preguntó cruelmente, con tal expresión que me hizo creer que saltaría sobre mí para torturarme con cosquillas eternamente hasta matarme de la risa, como antes solía hacer, pero el timbre de la puerta sonó y ambos dimos un respingo. Nos incorporamos a la vez completamente sumidos en un subidón de adrenalina que nos paralizó momentáneamente. Dejamos que el sonido del timbre pululase por la casa unos segundos hasta que desapareció y como impulsados por un resorte nos levantamos, entre tropiezos y risas.

–¿Estáis en casa? –Sonó la voz de mi madre al otro lado de la puerta que daba al exterior y eso me hizo alcanzar mi ropa interior del suelo para ponérmela con rapidez–. Os traigo algo de pollo asado…

–Salvado por la campana. –Le dije a Jacinto que se metía dentro de unos vaqueros cualesquiera. Le saqué la lengua guiñándole un ojo y él me miró ofendido y sorprendido.

–¡Siempre sospeché que habías sido tú! –Me tiró una sudadera mientras yo me desternillaba–. ¡Asqueroso, pervertido! Ponte la maldita sudadera. –Me dijo en un susurro enfadado pero a la vez divertido–. Y procura que no te vea ninguna marca. –Me señaló el cuello y yo me cubrí con la sudadera.

–¡Ya voy! –Le grité a mi madre que aguardaba fuera–. ¿Crees que nos habrá escuchado anoche? –Pregunté mientras él se ponía una camiseta. Al meter esa idea en su mente dio un respingo asustado.

–¿Lo crees?

–Tal vez haga como tú con el bóxer. Se lo callará hasta dentro de ocho. –Volví a guiñarle el ojo y entonces sí que no pudo aguantarse las ganas de torturarme. Me persiguió hasta la entrada mientras huía de él para hacer que mi madre entrase en casa y ese gesto lo detuviese. Ni eso sirvió. Mi madre nos encontró peleando como críos, entre risas y alaridos rabiosos, entre cosquillas e insultos. Ella se desternillaba y le hacíamos gracia. Pobre ingenua.




Capítulo 17 (Parte III)    Capítulo 19 (Parte III)

 Índice de Capítulos


Comentarios

Entradas populares