NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 18 (Parte II)
Capítulo 18 – Eres un maldito salvaje.
El sol caía precipitándose hacia la línea del horizonte que se desdibujaba sobre las copas de los árboles. Eran ya las siete de la tarde y el sol que antes había sido intenso y cálido ahora se volvía temeroso y tembloroso. En una hora empezaría a anochecer, me decía, no quiero volver a casa, me repetía como un mantra que no me permitía aprovechar al cien por ciento su compañía.
Se levantó de golpe y se estiró como si haber estado al menos dos horas tumbado sobre el césped le hubiese dejado molido y con las articulaciones del revés. Torció la espalda, tronó los hombros y se volvió a mí para mirarme como queriendo decir “¿Piensas quedarte ahí hasta mañana?” Pero la verdad es que no deseaba marcharme por nada del mundo aunque a él le pareciese lo mejor. Estiró el brazo y me ofreció su mano para levantarme pero cuando acepté y le di la mano él me soltó dejándome caer de espaldas al suelo. Le fulminé con la mirada pero él se desternilló de risa. Acabó ofreciéndome la mano de nuevo pero yo se la golpeé y me levanté por mí mismo. Observó por largo tiempo el estanque como queriendo despedirse de él hasta la próxima vez que volviese. Estaba seguro de que no era la primera vez que venía, y seguro que aquí habría tenido alguna cita con su novia o algo parecido, pero a mí no me molestaba. Si tanto le gustaba, aquí se quedaría.
Me monté en la bicicleta y pedaleé hasta que llegué al camino de grava y me detuve para verle allí despistado, mirando a su alrededor buscándome, después sorprendido porque su bicicleta tampoco estaba y por último miró en todas direcciones encontrándome en la graba con su bici bajo mi cuerpo y con ninguna intención de dejarle acompañarme. Recuerdo perfectamente que su mirada pasó por varias fases. Primero de asombro y confusión. Después por una de recelo y completa indiferencia, tal vez pensando que solo le estaba probando. Pero tras que le sonriese, tuvo miedo. Vino hasta mí y cuando estuvo a punto de alcanzarme pedaleé lejos de él.
–¡No pienso correr detrás de ti! –Dijo completamente seguro de que me detendría, pero no lo hice. Él me seguía a paso normal por el camino de piedras pero yo me alejaba cada vez más hasta que yo mismo tuve miedo y sentí pena por él. Di media vuelta y me acerqué poco a poco. Le rodeé, él no intentó cogerme, y volví a alejarme de él. Me encantaba verle sufrir, y me encantaba sentirme que podía domar sus emociones de aquella manera, igual que él fustigaba y torturaba las mías. Volví a su lado y le dije que se montase. Él no accedió.
–Bájate, es mi bicicleta.
–Si me bajo, y te la doy, te marcharás. No me fío.
–¡Yo sí que no debería fiarme de ti, nunca más!
Me detuve a su lado dando un estridente frenazo y le señalé con la mirada el asiento de detrás.
–Sé un niño bueno, monta, y te llevaré a una heladería muy rica que conozco. –Suspiré con toda la maldad que pude y él apreció incluso ofendido. Me agarró del brazo, me zarandeó esperando que bajase de la bicicleta, y yo me mantuve encima con todo el equilibrio que pude, con ella entre mis piernas, zarandeándose. Intentaba quitarme las manos del manillar y yo intentaba montar en la bici para alejarme. Él no me dejó poner los pies en los pedales si quiera.
–Baja de ahí, o te tiraré al suelo.
–¿Vas a empujar y golpear a tu querido y maravilloso primito? –Le hice un puchero fingido mientras sostenía mis brazos y él me devolvió una mirada fulminante. Me soltó casi con repulsión.
–¡Está bien! Eres increíble. –Resopló y se montó en el asiento trasero mientras comenzaba a pedalear. Me encantó dirigir a mí la bicicleta, notando su peso detrás de mí. Sé que no quería sentirse tan sumamente a mi merced, pero a mí me encantaba volver el rostro y descubrirle mirando a ninguna parte, con las manos a cada lado del asiento y el cabello ondeándole por el viento. Costaba tirar de la bicicleta, pero hice el esfuerzo que hiciese falta por él.
Salimos de aquél parque y llegamos a una heladería que quedaba a media hora de casa. Estacioné justo delante y él se bajó murmurando por lo bajo. Yo dejé la bicicleta en uno de los aparcamientos para ellas mientras que él seguía hablando.
–¿Qué dices?
–Conduces como una abuela con reúma. –Rodé los ojos y suspiré.
–Te has portado bien. Te invitaré a un helado. –Dije y saqué el billete de cinco euros del bolsillo del pantalón mientras él se me quedaba mirando con una mezcla de emociones que no supe distinguir. No sabía si estaba tremendamente enfadado o si en realidad se asombraba de que le fuese a invitar a helado. ¿De dónde habría sacado el dinero? Seguro que se preguntaba. Pero no dijo nada en absoluto. Entramos en la heladería y estaba bastante llena por lo que descarté quedarnos allí a comer el helado. Lo pediríamos para llevar, pensé, y así iríamos de camino a casa y llegaríamos antes de que anocheciese. Mi padre no me había puesto hora, pero si era de noche y no había regresado, seguro que se preocupaba. Antes de nosotros había una mujer con tres niños, y dos chicas. Tardaron al menos cinco minutos en atenderlos a todos hasta que llegase nuestro turnos y en ese tiempo decidí qué pedir.
–Quiero un helado de chocolate con virutas. –Dijo él pensativo–. En barquillo.
–Hecho. –Cuando nos tocó el turno, dije muy convencido–: Un helado de chocolate con virutas, y otro de frutas del bosque con caramelo, ambos en cono de barquillo. –La chica, muy amable y con una radiante sonrisa, preparó ambos helados con tranquilidad y precisión. Calentó la cuchara en agua tibia, hizo tres bolas perfectas de cada helado y las sostuvo en los conos correspondientes. Cuando me dio el de chocolate se lo pasé a Jacinto y yo me quedé el de frutas del bosque.
–Serán cinco con veinticinco. –Suspiró, aun con esa sonrisa de muñeco de madera y cuando estaba a punto de darle el billete me quedé completamente petrificado. Me recorrió el cuerpo un escalofrío inesperado. Era más de lo que llevaba encima y no podría pagar los helados. Tampoco podía devolvérselos. Se me nubló la vista y estuve a punto de echarme a llorar cuando Jacinto le extendió un billete de diez euros y ella le devolvió el cambio con una sonrisa encantadora. Tan estereotipada como la primera. Jacinto, con un sutil gesto de su mano sobre mi hombro me hizo volverme y caminar en dirección a la puerta. Yo aun seguía petrificado arrugando el billete de cinco en la mano hecha un puño y con la otra sosteniendo el maldito helado del cual ya no quería ni probar. Observé en silencio y muerto de vergüenza como Jacinto se hacía con la bici y caminaba tirando de ella con una mano en el manillar mientras con la otra lamía el helado. Caminé a su lado completamente avergonzado y cuando se volvió a mí con una sonrisa yo le aparté la mirada. Estaba hundido en mi propia miseria.
–¿Qué? –Le dije, malhumorado cuando me volví a él y seguía mirándome. No dijo nada. Yo suspiré–. Gracias.
–No hay de qué, pequeño. –Se detuvo al lado de un banco en la acera, apoyó la bici y se sentó en él. Yo me senté a su lado y probé el helado. Era bueno, pero cada papila gustativa solo me transmitía dolor y vergüenza.
–No tenías que haberlo pagado… –Suspiré, deprimido–. Yo… no sabía que nos pasaríamos del precio…
–No tienes que disculparte. En realidad está muy bueno. –Dijo, relamiéndose.
–Ese no es el punto. –Murmuré–. Menos más que traías dinero, o habríamos tenido que devolver los helados.
–¿Devolverlos? –Preguntó casi sorprendido–. Habría tirado de ti fuera y habríamos salido corriendo.
–¿Robar helado? Puestos a robar… algo mejor que un helado. –Dije, mirando el insulso helado que comenzaba a fundirse en mi mano. La esfera era perfecta exceptuando el lametazo que tenía en un costado. Mea culpa.
–Te habría subido a horcajadas a la bicicleta y no habrían podido pillarnos… seguro…
–Si le hubiéramos explicado la situación seguro que ella lo habrá entendido, por veinticinco céntimos…
–No lo creo. –Dijo él. Negando con el rostro–. Seguro que nos habría quitado una de las bolas de helado como compensación.
–¿Una bola veinticinco céntimos? –Suspiré–. Qué ruina...
–Ya…
–Oye, toma. –Le extendí el billete arrugado en mi mano y él negó con el rostro, ni siquiera quiso mirarme la mano–. Tómalo. Te dije que yo te invitaba. Los veinticinco céntimos deberás perdonármelos…
–He dicho que no. –Dijo, en rotundo, cerrándome la mano y devolviéndomela–. Guárdate eso.
–Hablo enserio. –Sentencié–. O al menos, acepta la parte proporcional a mi helado.
Él se me quedó mirando con esa expresión de rendición que le proporcionaba la experiencia de nuestras discusiones. “Es un cabezota” debió pensar y rebuscó en el bolsillo de su pantalón entre las monedas que le había dado la tendera para darme el cambio. Me extendió unas cuantas monedas y tras contarlas le di el billete. Se lo guardó en el bolsillo resoplando.
–No quiero discutir también contigo. –Murmuró y siguió comiendo el helado a lo que yo le miré apenado.
–Sabes que yo me enfado por todo. –Reconocí–. Pero también perdono muy fácil.
–Mentiroso. –Suspiró–. Seguro que aun me tienes guardada aquella manzana que te robé el primer día…
–Sí. –Dije serio y él se desternilló de risa.
–¿Ves? –Negó con el rostro, obstinado, y lamió el barquillo por el que se deslizaba una gota de helado marrón.
–¿Sabes? Antes pensaba en que hay cosas de ti que no sé.
–Nunca podemos saberlo todo de alguien… –Dijo como si yo me refiriese a algo tremendamente profundo, pero me senté de cara a él y él volvió el rostro a la par que se relamía el labio inferior.
–Hablo de cosas tontas, que debería saber…
–¿Deberías?
–Por ejemplo, ¿Eres alérgico a algo? ¿Algún producto? ¿Algún alimento?
–¿Qué clase de pregunta es esa? –Dijo, riendo–. ¿Qué necesidad hay de saber eso?
–Hablo enserio… –Él resopló.
–Que yo sepa no. No soy alérgico a algo. ¿Y tú?
–No. –Negué–. Bueno, supongo… –Fruncí los labios–. ¿Cuál es tu animal favorito?
–¿Así que vas a hacerlo? ¿Esto es un interrogatorio?
–Piensa que solo es una ronda de preguntas recíprocas… –Pensó en mis palabras.
–No tengo animal favorito. Pero cuando viva solo en una casa para mí, quiero tener varios gatos y un husky. –Meditó–. Y un querubín como tú.
Yo fruncí el ceño, sintiéndome insultado.
–¿Y tú?
–Me gustan las hormigas.
–¿Qué? –Preguntó, aturdido–. ¿Las hormigas? ¿Cómo esas de las cajas con arena que tienen los empollones americanos?
–Más o menos…
–Hum. –Pensó y acabó encogiéndose de hombros–. Cada uno tiene sus gustos.
–¿Alguna vez te han operado de algo?
–¡Qué preguntas tan concretas!
–¿Eso es que no?
–Sí. –Suspiró y se levantó la camiseta para mostrarme una pequeña marca a un lado de su vientre–. Apendicitis a los diez años.
–Oh wow. –Me acerqué y él me dejó tocar la marca–. A mí nunca me han operado. Tampoco me han quitado ninguna muela ni diente, nunca me he roto ningún hueso ni siquiera me han tenido que coser nada…
–¡Vaya! –Suspiró–. A mí sí. Me dieron puntos en la cabeza una vez que me caí y me di con una maldita piedra en el suelo, también un par de puntos en un dedo, aquí. –No se le veía más que una pequeña marca–, y en la rodilla. –Se levantó el pantalón como si estuviera hablándome de heridas de guerra y señaló orgulloso una extraña cicatriz que tenía cerca de la rótula. Fue unos meses antes de venir aquí. Estaba con una bicicleta de un amigo allí en Francia cuando derrapé mal, caí, y había una maldita chapa metálica oxidada en el suelo. Me la llevé con la rodilla.
Me encogí en mí mismo entre asqueado y horrorizado. Espeluznado ante la idea de una chapa de metal incrustada en su rodilla. Le imaginaba gritando y aullando de dolor en plena nada con la rodilla sangrando y los ojos llorando. Su rodilla tembló bajo el peso de mi mano sobre él. Delineé la marca con mis dedos.
–Eres un maldito salvaje. –Suspiré.
–Tal vez. –Chasqueó la lengua y se bajó la pernera del pantalón–. O tú que has vivido toda tu vida entre algodones… –Eso me sonó mucho más despectivo de lo que hubiese querido.
–Tal vez. –Suspiré.
–¿Alguna vez has tenido mascotas?
–No. –Negué–. ¿Tú?
–Cuando nací había un pastor alemán en casa. Pero era muy mayor. Antes de cumplir yo los tres años murió y casi no me acuerdo. Solo por las fotos. Desde entonces mis padres no quisieron más perros en casa… –Se encogió de hombros.
No quise preguntarle nada más porque él tenía razón, eran cosas innecesarias que no llevaban a ninguna parte. Hablar siempre podríamos hablar, pero tocarnos estaba tan limitado. Volvimos al silencio. Estábamos a punto de terminarnos los helados.
–Tendré que llevarte a casa antes de que sea demasiado tarde. –Dijo él, mirando su helado. O lo que quedaba de él.
–Supongo. –Murmuré moviendo los pies en el suelo–. Gracias por haberme llamado.
–Gracias a ti por aguantar mis problemas. –Negué en rotundo.
–¡No! A ti por contármelos. –Él no dijo nada pero yo sí quise continuar–. Me encanta salir por ahí contigo. Sea a donde sea. Cualquier lugar que no sea escondiéndonos en nuestros cuartos, en tu casa o en el portal. Lejos de casa, me siento mejor.
Él me miró. No dijo nada. No entendía lo que estaba intentando decirle.
–Fuera no importa nada. No somos primos, ni hombres. Solo, transeúntes como el resto que van a alguna parte. –Negué con el rostro, frustrado por no saber hacerme entender–. Dentro de casa tenemos un rol. Y estoy harto de ese rol que a veces no consigo sacarme de encima cuando salimos fuera. Estoy harto de vivir en un mundo de adultos donde nadie me entiende y cuando consigo hacerme entender, no soy comprendido. –Me levanté y tiré a una papelera cercana el último mordisco del helado y cuando volví al banco él no me había quitado la mirada de encima. Yo fruncí los labios. Me metí las manos en los bolsillos del pantalón mientras dejaba que su mirada me recorriese de arriba abajo. Cerré los ojos–. ¿Sabes? A veces te envidio, otras te odio. Muchas veces me intimidas y otras me das pena. Lo daría todo por ser como tú, o por tenerte. No lo sé. –Jugué con mis pies en el suelo haciendo rodar una piedrecita sobre el pavimento.
–¿Tienes algo que hacer mañana por la mañana, a primera hora?
–No. –Negué en rotundo antes siquiera de pensarlo. Para él estaba disponible siempre–. ¿Por qué?
–Tengo que ir a imprimir unos currículums y a repartirlos por el barrio. ¿Me acompañarías? No me apetece hacerlo solo.
Su propuesta me pilló por sorpresa. Deseaba que aquello fuese un deseo sincero y de corazón, y no una propuesta apenada por lo que acababa de decirle. Accedí sin rechistar. Me levantaría a la hora que me pidiese, no dormiría si él me lo pidiera. De todas maneras no lo haría, pues quedar con él al día siguiente me tendría toda la noche en vela.
–Vamos a casa. –Me dijo poniéndose en pie y limpiándose los labios con el dorso de la mano–. O tu padre me matará si llegamos tarde…
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