NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 18 (Parte I)
Capítulo 18 – Eres tú. Todo tú. Y eso es perfecto
Los días fueron transcurriendo. Y las
semanas. Y los meses. Él se adaptó rápido a las clases. Como bien había
predicho, era algo normal y corriente a lo que acabaría haciéndose. Poco a poco
nos atosigaron con trabajos, exámenes, y tareas. La vida diaria, me gustaba
pensar, apenas teníamos tiempo el uno para el otro, pero cuando estábamos
juntos, siempre era algo especial. Pasó todo septiembre. Le siguió octubre. La
noche de Halloween comimos brownies y caramelos en su casa y vimos juntos
alguna película de terror permitida por mis padres. Sus padres estaban
abrazados, mi padre riendo a todas horas. Y yo solo podía esperar a que Jacinto
se asustase para poder abrazarle y protegerle de todos sus demonios. Pero eso
no sucedió.
Noviembre también pasó como una hoja de
otoño arrastrada por la ventisca. Apenas me enteré cuando ya estábamos en las
evaluaciones de diciembre. Jacinto no salió de su habitación en las dos
primeras semanas de diciembre. Cuando preguntaba por él su madre le excusaba
diciéndome que estaba estudiando para sacar el curso adelante y que cuando
terminase estaría libre todo el día. Eso me animaba a regresar a casa y esperar
por él un día más, una semana más. Un poco más. Incluso el veinte de diciembre,
el día de su cumpleaños, no pude estar con él porque al día siguiente tendría
su último examen, en el que más empeño pondría. Eso me hirió. Cuando todo
acabó, llegó la navidad. Mi padre solía renegar de ella porque le parecía una
fecha sin importancia, pero a mí me gustaba tener un motivo para festejar, me
gustaban los regalos y las maravillosas comidas que mis padres preparaban. Este
sería el primer año que celebraríamos la navidad con la familia aumentada en
número. Eso era doble excitación.
Nos reunimos en nuestra casa, que tenía la
mejor cocina de las dos, y desde las cinco de la tarde estuvimos allí Jacinto y
yo, calentándonos al fuego de la chimenea mientras nuestros padres preparaban
la cena para todos. Era Nochebuena, la víspera al día de Navidad. Mi madre me había
comprado un jersey bastante hortera que quedaría enmarcado para la posteridad
en las fotos de aquél día. El típico jersey navideño, a franjas rojas y blancas
con árboles de navidad en verde. Demasiado cutre, incluso para mí. Jacinto se
vistió de lo más normal. Una camisa negra y un grueso jersey marrón claro. Me
encantaba como esa combinación de colores resaltaba el color de su piel, y me
sentí avergonzado de mostrarme ante él con un estúpido jersey navideño. Deseé
deshacerme de él, pero mi madre me habría matado.
Mientras oíamos el jaleo en la cocina él
veía la televisión y yo leía un pequeño cómic de los Picapiedra.
–Yo no hubiera dejado entrar a mi padre en
la cocina. –Dijo él sin apartar la mirada de la televisión, más como si hablase
para él mismo en voz alta que para alguien más.
–¿Y eso?
–Porque es idiota. –Susurró–. No sabe
freír un huevo. No ha tocado la cocina en su vida. Seguro que solo ha sacado
una botella de vino, se ha servido un vaso y está criticando cómo los demás
trabajan…
–Parece que lo conoces bien.
–Muy bien. –Dijo y volví a mi comic pero
él no quiso dejarlo ahí–. Ve a verlo si no me crees.
Con algo de pereza me levanté de la
butaca, me conduje con el mayor sigilo a la cocina y allí me quedé escudriñando
a través del umbral con temor a que mi madre me preguntase el motivo de mi
intromisión. Mi padre estaba revolviendo un puré de patatas para quitarle los
grumos. Mi madre precalentaba el horno y mi tía cortaba hojas de lechuga lavada
que posteriormente dejaba en un bol de cristal. Y mi tío, tal como Jacinto
había predicho, estaba apoyado en la mesa con una copa de vino al lado de su
mano, medio vacía ya, y hablando sobre cómo los hombres no estaban hechos para
cocinar.
–Debes madurar un poco. –Le dijo mi padre
con sorna mientras mi tío se encogía de hombros–. Yo cocino desde siempre.
¿Quién crees que te preparaba los potitos de pequeño?
–Que poco sentido del humor. –Le espetó su
hermano mientras rodaba los ojos y mi padre suspiró.
–En el convento no teníamos mujeres.
¿Quién te crees que cocina? –Mi tío refunfuño y masculló algo que no oí bien.
Mi madre se giró abruptamente y me pilló curioseando con una expresión de
susto.
–¡Tenemos un intruso en la cocina!
–Exclamó mi madre con una sonrisa y me extendió un cucharón–. Si no vienes a
ayudar, mejor vuélvete al salón. –Salí huyendo de allí. Si tenía que escuchar
alguna sola palabra más de aquél retrógrado ser podría haberme muerto entre
sartenes y cacerolas. Cuando regresé al salón Jacinto apenas me prestó
atención. Estaban echando un maldito programa de especial navidad de alguna
serie aburrida y monótona.
–Eres mejor que los oráculos de Atenas.
–Él se rió de mis palabras a lo que me crucé de brazos frente a él con una expresión
de reclamación. Él se volvió a mí con una sonrisa curiosa y cuánto había
deseado tener muérdago en este momento. Sería una excusa maravillosa–. ¿Cómo lo
supiste?
–Porque conozco a mi padre. ¿Acaso tú no
conoces al tuyo?
–Claro que sí. Cuando estoy a punto de
salir de clase, antes de llegar al patio, siento algo así en el estómago. –Me
señalé a boca del estómago–. Que me avisa de antemano si va a venir o no.
–¿De veras? –Me miró sorprendido.
–¡De veras! –Dije.
–¿Dónde dices que sientes ese…? ¿Qué es?
¿Un cosquilleo?
–¡Exacto! Un cosquilleo… –Se acercó
demasiado, con una expresión excesivamente curiosa, tensando su cuerpo en
posición de ataque. Sonreí, porque leí en sus ojos sus intenciones.
–¿Dónde? ¿Aquí? –Preguntó lanzándose para
hacerme cosquillas en el vientre. Yo me retorcí todo y él antes de caer al
suelo me abrazo y me inmovilizó con un solo brazo para hacerme cosquillas con
el otro. Yo reí de forma tan estridente que oí un “Shhh” desde la cocina, pero
a mí no me importó lo más mínimo.
–¡Para! ¡Para o me haré pis! –Grité
completamente en serio pero él tardó unos segundos más en parar. Huí de él en
cuanto pude y me lancé de nuevo a la butaca, para refugiarme en ella. A mí me
dejó sin aliento y él se quedó con una fascinante sonrisa triunfante en su
rostro.
–Te he soltado porque no quería tener que
cambiarte los pañales… –Me dijo, y como una flecha envenenada me hirió en mi
punto débil.
–Yo no tengo pañales. –Le contesté,
estupefacto y a él le preocupaba bien poco que fuera o no cierto. Había conseguido
su objetivo, que era molestarme. ¿Ah sí? Pensé, travieso. Yo podía ser más
hiriente aún.
…
Cuando la cena estuvo lista ya se
respiraba ese ambiente navideño. El calor de la estufa, la televisión con algún
programa nacional celebrando la navidad con famosos del país en trajes
elegantes y con copas de champán. Fuera ya estaba oscuro como boca del lobo y
la comida ya humeaba sobre la mesa. Nos sentamos todos, los regalos debajo de
un pequeño árbol de plástico al lado de la ventana, los dulces guardados fuera
de mi alcance y todos con esa expresión de felicidad fingida que algún día
comprendería como convencionalidad navideña. Yo me senté justo enfrente de
Jacinto, con mis padres a cada lado. Él se sentó con los suyos igual. Parecía
hecho adrede, pero no. Los hermanos se sentaron el uno frente al otro y las
cuñadas igual. Pollo asado, recién hecho. Con verduras al horno, puré de
patata, algo de marisco, unas albóndigas en salsa y una ensañada para que no
todo fuese carne. Mi madre trinchó el pollo y mi padre nos empezó a servir a
todos un poco del puré de patatas. La conversación vino sola, igual que el vino
se rellenaba en las copas menos en las de Jacinto y la mía.
Poco a poco los adultos empezaron a hablar
entre ellos de cosas de adultos. Jacinto a veces metía baza con algún
comentario chistoso y otras eran a mí a quien preguntaban por algo concreto,
siempre sobre mí.
–¿Qué tal las notas, Ícaro? –Preguntó mi
tía, entusiasmada y yo henchí mi pecho de orgullo.
–Muy buenas. –Dije sonriendo y mi madre
asintió, corroborando mis palabras.
–Tiene dos dieces, uno en inglés y otro en
historia. El resto casi tan buenas. –Dijo ella y en su tono noté cierto
retintín de negativismo. Su perfeccionismo era superior a mi felicidad.
–¿Y tú? –Preguntó mi padre a Jacinto, a
pesar de que de seguro conocía sus resultados ya.
–Buenas también. He aprobado todas. –Dijo
con orgullo. Uno mucho más sincero y humilde que el mío–. He obtenido un 8 en
mi examen de historia, aunque tengo que reforzar el inglés, que lo he aprobado
por los pelos. –Dijo desanimado pero mi padre le sonrió con una expresión de
ánimo y orgullo.
–¿Ves? Te lo dije. –Golpeé a mi padre con
el codo, a lo que él me miró y asintió a mis palabras. Jacinto por el contrario
se mostró curioso y receloso.
–¿Qué le dijiste?
–Me dijo que eras muy inteligente y que
confiaba en ti para que sacases buenas notas. –Dijo mi padre tomando la palabra
y yo asentí, corroborando el hecho. Jacinto me miró sorprendido y sonrojado
hasta las orejas y sonrió hacia su plato, avergonzado.
La conversación se degradó hasta niveles
infrahumanos. Pasamos al lado del hades mientras mi tío bebía y bebía vino y mi
madre poco a poco comenzaba a soltar su lengua de revolucionaria.
–¿Cómo que no eres creyente? –Le preguntó
mi tío a mi madre mientras fingía estar escandalizado.
–No. No me bautizaron y no he sido educada
en la fe. –Dijo mi madre, muy orgullosa.
–¿En Inglaterra no bautizan a los niños?
–Preguntó mi tío y ella se encogió de hombros.
–No sé lo que harán las familias inglesas,
pero en la mía no bautizaron a mi hermana, y tampoco me bautizaron a mí. No
somos creyentes y no voy a serlo nunca. Menos de una religión que aboga por el
machismo, la sumisión de un pueblo a sus líderes de forma inconsciente y que
tanto daño ha hecho durante toda la historia de la humanidad.
–Yo bauticé a mi hijo cuando nació. –Dijo
mi tío como si no hubiese querido escuchar aquello–. Eso no le ha hecho daño a
nadie. –Yo miré a Jacinto y él me devolvió la mirada, algo apenado.
–No digo que creer le haga daño a nadie.
Solo digo que yo no creo y no voy a criar a mi hijo en la fe de nada que él no
quiera. –La mirada de mi tío se dirigió a mí y yo se la aparté, ruborizado por
haber sido objeto arrojadizo en una discusión.
–¿No está bautizado? –Preguntó mi tío casi
horrorizado mientras esta vez acudía a mi padre en busca de apoyo–. ¿Cómo no lo
has bautizado? Tú, que viviste años en un convento…
–Pero yo tampoco soy creyente. –Dijo mi
padre, como si fuese obvio.
–¿Qué? –Preguntó esa vez mi tía. Jacinto
bajó la mirada, avergonzado.
–No, no lo soy. No ingresé en el convento
por voluntad, y si alguna vez tuve cierta creencia, se esfumó al estudiar la
carrera de historia de las religiones. Te demuestra que…
–No quiero escuchar más barbaridades.
–Dijo mi tío, intentando relajar el ambiente con una negativa fragante, a lo
que mi madre se rió entre dientes.
–Ahí está la filosofía de tu religión. La
negación al conocimiento, y por tanto, a la inteligencia y la posibilidad de
formar una personalidad que te permita tomar decisiones. Y no seguir a los
líderes como corderos descabezados.
–Esa no es mi religión, señora. –Volvió a
intentar calmarse con su propio tono de voz–. Mi religión defiende a los
pobres, nos enseña a amar a todo el mundo y a seguir un estilo de vida más o
menos decente.
–¿Qué entiendes por decente? –Preguntó mi
madre.
–No robar, no matar, perdonar y…
–No juzgar. –Dijo mi madre y mi tío
asintió. Cayó en su propia trampa–. Acabáis de juzgarnos por no ser creyentes…
–No he dicho eso. Solo me he sorprendido,
porque pensé…
–Pensaste mal. –Sentenció mi madre y mi
padre la miró con una mueca seria, intentando decirle que no le siguiese el
juego. Yo miré a mi padre mientras él fue repentinamente consciente de nuestra
presencia allí y soltó un largo suspiro.
–Jacinto, Ícaro, podéis ir a la
habitación. Los mayores tenemos que hablar… –Me faltó tiempo para saltar de la
silla y salir del salón. Jacinto me siguió al mismo ritmo y cuando llegamos a
mi cuarto cerré detrás de mí. A lo lejos se podía oír que mi padre intentaba
mediar entre ambos, sin lograrlo del todo. Me preocupaba que por sus estúpidas
discusiones de adultos corriese el riesgo de perder cercanía con Jacinto, con
lo que me había costado que él tomase la iniciativa de mantener contacto sin
tener que obligarle.
Cuando estuvimos a solas al fin, él se
dejó caer en mi cama y yo le miré algo disgustado. No se me ocurrió nada más
que decir que:
–Me disculpo por el espectáculo.
–No tienes nada de lo que disculparte. –Me
dijo, casi ofendido–. Soy yo el que se disculpa. Ha sido mi padre… es un…
–Intransigente. –Suspiré–. Lo sé. Mi madre
es igual. A su manera.
Me devolvió una mirada apenada y yo
suspiré largamente mientras me alejaba de la puerta y paseaba por la habitación
debatiéndome en si aguzar el oído para escuchar la conversación en el salón o
si prefería romper el silencio con algún comentario banal. Me decidí por lo
sentido.
–Entonces… ¿Estas bautizado?
–Sí. –Asintió y se explicó–. Somos de un
pueblo pequeño, al sur de Francia. Allí está normalizado…
–Lo entiendo. –Dije y él me miró de la
misma manera curiosa.
–¿Tú no lo estás?
–No. –Pensé–. ¿Eso me hace peor persona?
–Pregunté y el chasqueo la lengua y me abrió los brazos. ¡Como conocía ese
gesto! ¡Cuánto lo he añorado! Me conduje hasta él y él, sentado al borde de la
cama me recibió abrazándome por la cadera. Yo puse mis manos en sus hombros y
él me miró tiernamente.
–No eres mejor ni peor por no creer. Eres
tú. Todo tú. Y eso es perfecto.
–Gracias. –Suspiré y besé su frente–. Yo
te quiero igual, estés o no bautizado.
–¿De veras?
–Claro.
A los segundos de decirlo me di cuenta de
que era la primera vez que me confesaba a él, de esa forma tan implícita, pero
ahí estaba. Le quería. Le había dicho que le quería, y a él no le había
sorprendido ni extrañado. Tampoco me devolvió el gesto pero no lo esperaba. No
era necesario en la forma en que lo había dicho.
–¿Es verdad lo que dijo tu padre en la
cena?
–¿Él qué?
–Que confiabas en mí.
–Siempre. –Asentí y él suspiró
encantado.
–Soy de la opinión de tu madre en que
estas fiestas son aburridas, consumistas y van en contra de todo en lo que
creo. –Fruncí el ceño–. Pero con esas, te he hecho un regalo.
–¿A mí?
–Sí. –Suspiró–. Lo hice en mi clase de
dibujo. –Me soltó y se levantó de la cama para salir de la habitación y dejarme
allí solo. Me sentí algo nervioso y excitado. Cuando regresó trajo consigo un
paquete plano pero algo pesado. Me lo quedé mirando con estupefacción y él me
lo extendió, para volverse a sentar en la cama delante de mí.
–¿Qué es?
–Ábrelo. –Me exhortó y yo me sentí
receloso. Poco a poco lo desenvolví para encontrarme con un pequeño lienzo de
treinta por treinta centímetros, con la imagen de un ángel cayendo, desplumándose,
en un intenso mar de oleaje bravo. Al fondo, una hermosa puesta de sol. No era
un cuadro de Alexandre Cabanel*, pero era hermoso y original. Solo suyo. Su
nombre aparecía en rojo en la esquina inferior derecha. Me debí quedar
demasiado tiempo observando la hermosa fusión entre el anaranjado del cielo y
las azules olas, las cuales tenían relieve por la pastosidad de la pintura.
Pasé mis yemas por el oleaje, por la forma del sol. Se parecía un poco al
estilo de van Gogh* pero tan solo el paisaje. El chico parecía mucho más
trabajado y detallado. Las plumas eran preciosas y el cuerpo muy bien
proporcionado. ¿Me vería así? ¿Sería yo? Era un chico rubio. Eso me bastaba–.
¿Y bien? –Me preguntó–. Di algo.
–¿Ícaro?
–Sí. Es Ícaro. Bueno, tú. Eres tú. –Suspiró
y me lo quitó de las manos para observarlo él–. La verdad es que no me quedó
muy bien la forma de la espalda del chico, pero tampoco pude hacerlo mejor con
las témperas. El sol quedó bien, pero… no sé… Mi madre me dijo que te regalase
unos calcetines, pero esto me pareció mejor.
–¿Es para mí?
–Claro que sí. Era un trabajo que nos
mandaron hacer en clase. Nos dieron a elegir el tema del cuadro, y yo te elegí
a ti. Bueno, al mito de Dédalo e Ícaro, claro. –Me lo devolvió y lo observé
unos segundos más antes de abrazarme al lienzo y fundirme con la pintura. Él se
rió de mi reacción.
–Es el mejor regalo que me han hecho
nunca. –Le dije–. Eres el mejor. No sabía que pintabas.
–Bueno, el profesor me ayudó un poco, pero
tampoco está tan bien hecho.
–Para mí es mejor que cualquier pintura de
da Vinci*. –Él se rió de mí pero no entendía que en realidad estaba hablando de
verdad. Ese cuadro no tenía precio para mí, y lo habría salvado antes que
cualquiera del Louvre*–. Yo también tengo un regalo para ti. No pensaba
dártelo, pero en realidad, no es un regalo de navidad, sino de uno de
cumpleaños, pero como no quisiste celebrarlo… –Comencé a desvariar–. Y luego
pensé que no quería dártelo, porque no quería, porque casi me haces mear por
las cosquillas. Pero… ahora tengo que dártelo.
–No tienes que darme nada si no quieres.
–Me dijo serio pero yo negué con él rostro. Dejé el cuadro sobre mi escritorio,
entre libros de historia y mitología. Me aseguré de que estaba seguro allí y
entonces me dirigí a mi armario. Abrí una de las puertas y hurgué al fondo
de una de las baldas. Casi me meto dentro de ella para poder alcanzar lo que
allí escondí. Cuando lo alcancé me volvía a él. Solo había un bulto entre mis
manos, y antes de dárselo, le expliqué:
–Mi madre te ha comprado una sudadera y un
par de camisetas. Dirá que las camisetas las ha comprado ella y yo escogí la
sudadera, pero eso no cuenta. No es lo mismo. –Él asintió y extendió las manos
pero antes de dárselo, me lo volví a pegar al pecho–. Tienes que prometerme que
no se lo dirás. No quiero tener que dar explicaciones. Es un secreto.
–Un secreto. –Repitió en el mismo
tono.
–Prométemelo.
–Lo prometo. –Dijo, serio y entonces sí se
lo extendí con nerviosismo y algo de arrepentimiento. No estaba seguro de que
supiera valorarlo y menos aún, quererlo.
Fue abriéndolo poco a poco con cuidado
cuando observó que era algo de cristal, era un bote. Un bote de cristal de
menos de quince centímetros de alto. Cuando estuvo desenvuelto del todo se lo
quedó mirando. Dentro había grullas de papiroflexia de papel de colores. Al
verlo, quedó algo perplejo, y fingió una sonrisa encantadora pero yo sabía que
estaba disgustado.
–Qué bonito regalo. ¿Las has hecho tú?
–Claro que sí. –Dije–. Pero ese no es el
punto. –Suspiré–. La cosa es esta. Hay veinte grullas. Como el día en el que
naciste. ¿Sabes hacer grullas de papel?
–No. –Dijo, pensativo.
–Ahí está la gracia. En cada una escribí
una cosa que me gusta sobre ti. Como no sabes hacerlas, si deshaces alguna para
saber qué pone, no la podrás recomponer y si me entero de que has descubierto
alguno, me enfadaré…
Se me quedó mirando con una mezcla de
admiración y terror por mi genialidad. Miró el bote en sus manos, se asomó a
las grullas de papel y volvió a mirarme a mí. Quedó en silencio durante al
menos un minuto para después preguntarme:
–¿Veinte?
–Sí.
–¿Hay veinte cosas que te gustan de mí?
–Sí.
–¿Y en cada grulla… hay una?
–Sí.
–Y yo no debo saberlas. –Asentí.
Volvió a quedarse en silencio y después
abrió el bote con cuidado de no dejarlas caer. Cogió la primera que pudo, una
de color anaranjado. La miró con detenimiento y después me la enseño.
–¿Qué pone en esta?
–¡Yo que sé! –Dije, riéndome–. No recuerdo
que puse en cada una. Pero sí recuerdo las veinte cosas que puse. –Le arrebaté
el bote, metí la grulla de nuevo en el interior como si temiese que de alguna
forma cobrase vida y alzase el vuelo, y cerré con fuerza. Se lo devolví y le
señalé con un dedo acusador–. Escóndelo bien. No se lo digas a nadie o juro que
quemaré cada una de las grullas.
–¡Prometido! –Dijo y después miró de nuevo
el bote, pensativo. Volvió a mirarme esta vez con malicia–. Ya sé una.
–¿A sí?
–Mis pecas. –Dijo y yo fruncí el
ceño.
–Mierda. –Ambos reímos de aquello.
–––.–––
*Alexandre Cabanel (Montpellier 28 de septiembre de 1823 – París 23 de enero de 1889) fue un pintor francés.
*Vincent Willem van Gogh (Zundert, 30 de marzo de 1853–Auvers–sur–Oise, 29 de julio de 1890) fue un pintor neerlandés, uno de los principales exponentes del postimpresionismo.
*Leonardo da Vinci (Leonardo di ser Piero da Vinci) (Vinci, 15 de abril de 1452 –Amboise, 2 de mayo de 1519) fue un polímata florentino del Renacimiento italiano. Fue a la vez pintor, anatomista, arquitecto, paleontólogo, artista, botánico, científico, escritor, escultor, filósofo, ingeniero, inventor, músico, poeta y urbanista. Murió acompañado de Francesco Melzi, a quien legó sus proyectos, diseños y pinturas.Tras pasar su infancia en su ciudad natal, Leonardo estudió con el pintor florentino Andrea de Verrocchio. Sus primeros trabajos de importancia fueron creados en Milán al servicio del duque Ludovico Sforza. Trabajó a continuación en Roma, Bolonia y Venecia, y pasó sus últimos años en Francia, por invitación del rey Francisco I.
*El Museo del Louvre (Musée du Louvre, en francés) es el museo nacional de Francia consagrado al arte anterior al impresionismo, tanto bellas artes como arqueología y artes decorativas. Es uno de los más importantes del mundo.
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