NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 17 (Parte IV)

Capítulo 17 – Un futuro donde podamos estar juntos.

Hasta casi mediados de febrero no volví a saber nada de Jacinto. Apenas un par de mensajes que me mandaba con objeto de tranquilizarme, de darse tiempo para estar sin mí, para no avivar el fuego que fue la discusión con su padre. Saber que estaba bien era suficiente para mí como para dejarlo pasar. En sus mensajes no parecía demasiado incómodo o triste. Ni siquiera enfadado. Simplemente distante, lo suficiente como para mantenerme a mí alejado.

A veces me preocupaba demasiado, tirándome de los cabellos, sollozando ocultado en mis sábanas, desgañitándome hasta que la locura me arrastraba hasta los brazos de Morfeo. Pero solía amanecer entusiasmado, animado por comenzar un nuevo día. Tal vez fuera más el hecho de tener que enfrentarme a seis horas de clase y después tener que enfrascarme en los deberes que dejaban que realmente eran un verdadero olvido, o una real alegría. Cuando llegaba la noche, cenaba y me tiraba en la cama a leer o simplemente a meditar, mirando a ninguna parte, es cuando me llegaba el súbito arrepentimiento por no haber caído en bajar a ver a Jacinto, lo cual estaba completamente descartado, por no haberle llamado, lo cual me aterraba o simplemente mandarle un mensaje que tal vez no me contestase.

Ya no podía ir a buscarle a su tienda de tatuajes, porque ya no trabajaba allí, y bajar a su casa era impensable. Y así se sucedían mis días, entre la desesperada necesidad de verle y la atareada rutina diurna que me alejaba de toda realidad de mi existencia. Con el paso de los días, desde mediados del mes anterior en que había sucedido toda la trifulca, había aprendido a vivir sin verle, a vivir sabiendo que no estaba tan lejos de mí y que si él me decía que estaba bien , yo era confiado y le creía a pies juntillas. Pero un día todo eso se desvaneció, y me demostró que no había sido más que un egoísta que había estado viviendo en una mentira que me convenía.

A mitad de la tarde, cerca de las seis o casi seis y media recibí un mensaje en mi móvil que le hizo temblar sobre la mesilla de noche. Me volví a ella suspicaz, porque no solía recibir mensajes con frecuencia, y menos a esas horas de la tarde. No le di demasiada importancia hasta que no terminé de copiar el párrafo que estaba escribiendo en el cuaderno de clase de latín y me levanté más preocupado de haber puntuado bien las palabras que realmente de leer el mensaje. Saber que era de Jacinto me desasosegó unos segundos, pero más lo hicieron sus palabras escritas allí. Concisas, frías y tajantes.

–Baja. No están mis padres. Tardarán en volver. Tenemos que hablar.

Era lo más sentenciador que había dicho nunca, tan exhortador que me puso la piel de gallina. Estaba repentinamente excitado ante la idea de que algo malo estuviese sucediendo, pero una parte de mí, mucho más temerosa, era consciente de que si realmente estuviese sucediendo algo malo, él no me lo diría. Tal vez, meditaba mientras me ponía algo de ropa por no bajar a su piso en pijama, hayan estado ocurriendo cosas horribles desde la última vez que nos vimos y eso es lo que hubiese estado haciendo esos días, ocultándomelo. Y ahora no tenía más remedio que confesármelo todo. Estaba decidido a bajar, fuese cual fuese la sorpresa que me esperaba, y sin avisar a mis padres si quiera. Ya estaba descendiendo las escaleras para llamar al timbre. Apenas hube presionado el botón ya estaba abriéndome desde dentro. Apenas me miró. Abrió la puerta y se volvió para caminar pasillo adentro y sumergirse en las tinieblas que eran su habitación. Apenas le había visto y ya sabía que algo terrible estaba a punto de ocurrir.

–¿Jacinto? –Le pregunté, le llamé, mientras yo cerraba la puerta y me encaminaba a su habitación, en donde él estaba levantando un poco las persianas y descorriendo las cortinas para que se difuminase un poco la poca luz que entraba desde el exterior. Había estado durmiendo, o simplemente tendido sobre la cama, porque el ambiente en su habitación estaba cargado como si no hubiese salido de ella por días, y la cama revuelta en exceso, como si se hubiese acostado en ella varios días sin rehacerla–. Jacinto…–Musité pero me dio la sensación de que llamarle no haría sino dificultarle la situación.

Estaba decidido a ser adulto, a ser maduro, lo suficiente como para no complicar las cosas, lo que tuviera que decirme, lo que estaba a punto de soltar, sabía que nos dañaría a los dos, pero estaba dispuesto a aguantar el golpe. Pero lo que más me aterrorizaba era la incertidumbre, el no saber qué estaba pasando por su mente mientras paseaba de un lado a otro en su cuarto, siempre evitando mirarme a los ojos.

–¿A dónde han ido tus padres? –Pregunté mientras miraba alrededor de su cuarto, buscando indicios que me condujesen a la resolución de todo este drama–. ¿Lejos?

–Han ido a la agencia de viajes. Han tenido que ir en bus, ya sabes… –Ordenó un poco el escritorio. No estaba más que perdiendo el tiempo para enfrentarlo–. Tardarán una hora o más. Así que…

–¿Para qué me has hecho venir? –Atajé–. Si tienes que contarme algo, hazlo rápido. No quiero otra escena como la de la última vez… –Me detuve ante mis propias palabras. Poco a poco despegaba, me elevaba en el aire excitado, movido por una idea que comenzó a surcar mi mente.

–Siéntate. –Me pidió señalando la cama deshecha.

–¿Para qué han ido a una agencia de viajes? –Le pregunté, sintiendo como si estuviese al borde de un acantilado y un pie se me escapase hacia el vacío, y mi cuerpo le siguiese, de forma inexorable. Sentía esa adrenalina de la caída recorrerme poco a poco hasta nublarme el juicio.

Él se sentó delante de mí, meditabundo, restregándose las palmas de las manos sobre sus pantalones. Eran grises, se los había visto usar otras veces para dormir. No era capaz de mirarme igual que yo era incapaz de apartarle la mirada. Había estado llorando, tal vez por horas. Tal vez desde primera hora de la mañana. No me extrañaría, por las ojeras que tenía y el cerco enrojecido que cubría sus cuencas. Sus facciones eran pálidas, debilitadas. Estaba realmente abatido como nunca le había visto, pero estaba más aterrorizado que conmovido. Lo que en otra ocasión habría sido motivo para acogerle en mis brazos ahora me estaba dando escalofríos.

Apreté mis propias manos sobre mis plantones, apretando con fuerza la tela. Estaba nervioso, confuso y atemorizado. Él miró mis manos y comprobó el efecto que estaba causando en mí. No lo pensó demasiado hasta que se inclinó hacia mí y me sostuvo el rostro con ambas manos. Me besó. Fue más torpe que dulce, porque él estaba temblando y yo estaba tenso. Intentó intensificar el beso, hacerlo algo más pasional, tal vez conduciéndonos a algo más que un beso, pero yo lo detuve, sintiéndome coaccionado a relajarme y temiendo que quisiese ocultarme por más tiempo lo que estaba sucediendo.

–Basta. –Susurré mientras aun sostenía mi rostro en sus manos, apoyando su frente contra la mía–. ¿Vas a contarme qué está sucediendo o vas a arriesgarte a que tus padres vengan y nos pillen en una situación comprometida?

–No quiero hacerte daño. –Susurró con toda la naturalidad de la que disponía, con toda la bondad y el honor que poseía. Era totalmente franco.

–No lo harás. –Dije, pero no tan seguro como lo había estado él–. Pero no puedes alargar esto por más tiempo. ¿Ha hecho algo tu padre? ¿A dónde se van? –Levantó la mirada mientras yo confabulaba ideas absurdas que él iba descartando con una mueca. En su mirada pude verlo, detrás de sus mentiras, de sus excusas. Ahí estaba oculto, como el santo grial. Pude haberlo descubierto en un extraño brillo que se reveló a través de su iris, o en alguna de las arrugas que adornaron su frente momentáneamente. Pero si en algún lugar debía estar era en su lengua, de la que no salió ni un ápice–. Vas a dejarme. –Dije. Sentencié. Y él me condenó con una bajada de su rostro, hacia sus manos que repentinamente sujetaban las mías entre ambos. Me besó las manos y en otra ocasión se las habría retirado de sus labios, pero aquella vez no tuve el valor de hacerle eso. 

–Te quiero. –Musitó. Besó de nuevo mis manos y las depositó cerca de que sus mejillas, oliéndolas, sintiendo su tacto. Lloraba mientras se acariciaba con mis manos. Deseaba por todos los medios encontrar el valor para retirarlas de él pero era incapaz negarle ese pequeño gesto, que yo no era capaz de valorar. Aun no asimilaba lo que estaba sucediendo, mientras él era plenamente consciente de que esto había terminado hacía ya tiempo y solo buscaba la forma de comunicármelo–. Te quiero mucho, mi amor. Mi pequeño corazón. No quiero hacerte daño, pero no hay otra manera.

–¿Esto es una broma? –Pregunté, solo como un paso más cerca de asimilar lo que estaba sucediendo.

–No, mi amor. Mi querubín. Te adoro, tanto, y me destroza tanto tener que hacer esto, de esta manera.

–No estoy entendiendo nada. –Dije, supliqué.

–Claro que lo entiendes. De sobra, Ícaro. Eres muy inteligente.

–Po–por favor. –Tartamudeé, y él realmente comprendió que yo estaba entrando en una especie de shock. Lo que yo sentía en ese momento era una densa y fría niebla que comenzaba a invadirme de pies a cabeza, asentándose en mi cerebro, no dejándome ir más allá de la superficie de una situación que a mi parecer era del todo absurda. Mi mente era como un denso laberinto, muy enrevesado, todo él cubierto de una neblina que me costaba atravesar, lo suficiente como para no ver un palmo delante de mí. Era confuso pensar, era confuso sacar conclusiones. Estaba comenzando a temblar y la idea de que mi vida se desmoronaba poco a poco no era más que un retazo en el lejano paisaje que se vislumbraba más allá del laberinto. Pero aún me quedaba llegar al otro lado.

–Mis padres han estado contactando con algunos de sus amigos de Francia, de Saint Tropez. Y le han conseguido a mi padre un trabajo en un pequeño comercio casi a ras de costa. En un pequeño negocio familiar, en donde necesitaban un contable. Y ahí lo tienes… –Dijo, pero yo apenas había escuchado nada. Me pitaban los oídos, como si estuviese a punto de desmayarme. Me sentía frágil y gelatinoso, como pasado de marihuana–. Es una especie de tienda que vende cuero, y arregla zapatos y cinturones. Una de esas tiendas clásicas que han heredado de generación en generación. Pero ahora la lleva un muchachito y su novia y necesitan un contable para que les lleve las facturas y esas cosas…

–¿Qué? –Pregunté, aturdido. Más atontado que intrigado.

–No se mudarán a la vieja casa donde estábamos, porque esa ya la vendieron, pero han encontrado un pequeño apartamento como este. Parecido. Más pequeño.

–No me importa una mierda el apartamento, ni el color de las paredes, ni si tiene cocina de gas o vitrocerámica. –Solté, nervioso–. Está genial que tus padres hayan encontrado trabajo, y que se larguen de este edificio, de este país y de mi vida. Pero no veo que tiene que ver esto con nosotros. –Él se mordió el labio inferior, comprendiendo que la situación se le complicaba.

–Tengo que irme…

–No. –Le corté–. Puedes quedarte a vivir con nosotros. Eres adulto, eres mayor de edad. –Enfatice–. Eres libre de hacer lo que te venga en gana. Yo te prestaré el dinero que necesites, lo que sea. Dormiremos juntos, en mi casa. Mis padres no pondrán objeciones.

–Ícaro… –Dijo, en un tono suave y meloso, que intentaba hacerme entrar en razón. Me intentaba sujetar las manos pero yo me zafaba de él.

–No, no lo entiendes. No pasa nada, de verdad. Mis padres te aceptarán como a un hijo, yo les convenceré. No pienses en la idea de ir con tus padres. No, de ninguna manera. Yo haré lo que haga falta. –Intenté ponerme en pie, impulsado por el nerviosismo, pero él me sujetó de los brazos para caer de nuevo sentado a la cama–. ¡Tenemos que pensar en una alternativa! La vida no es solo dejarse llevar, hay que luchar a contra corriente. ¡Tenemos que pensar!

–Ya no hay nada que pensar. –Sentenció–. Ya está decidido y me marcho. –Sus palabras fueron como una maza de realidad–. Han ido a comprar los pasajes de avión. En dos días marchamos a Francia. Yo me pondré a trabajar también, de lo que sea, ya encontraré algo…y así ahorrando podré…

–¿Pero no te das cuenta de que no vas a solucionar nada yendo con ellos? Tu padre, a la mínima oportunidad que pueda, volverá a coger dinero de la caja, tu madre le encubrirá y a ti no te dejará trabajar para que no obtengas la libertad. No te dejará sacar dinero de ningún lado. ¡Y ahora en Saint Tropez será mucho más difícil poder salir de eso! Aquí nos tienes a nosotros, pero allí no tienes a nadie que pueda protegerte como nosotros. Pero tú no quieres eso. –Le dije, con rencor–. Eres como tu madre, estás completamente atado a este círculo vicioso de violencia y pobreza. ¡Tienes que hacer algo para salir de esto!

–Ya no se puede hacer nada. –Dijo, derrotado–. La decisión está tomada.

Ante sus palabras bajé los hombros, me desplomé en el sitio, le miré directo a los ojos y él hizo un esfuerzo por igualar mi gesto.

–Tú no me quieres. –Solté, dándome cuenta repentinamente de aquello. Él se escandalizó, tensándose al instante y cogiéndome de los brazos, seguro que para zarandearme o acercarme y besarme, pero yo me deshice de su agarre. Estaba comenzando a sentirme furioso–. Si me quisieras harías algo por mí, por estar a mi lado. Permanecerías conmigo. Moverías cielo y tierra. Yo estoy dispuesto a ello, pero tú no.

–Me pides demasiado. Eres joven para comprender…

–¿Comprender qué? ¿Que no quieres luchar por nosotros? ¿Que prefieres seguir bajo el yugo de tu padre, sabe Dios porqué motivos, en vez de buscar una vida para ti solo a mi lado? Si no quieres que seamos pareja, sino quieres tener relaciones conmigo, puedo llegara a comprenderlo, pero no alcanzo a comprender que rechaces mi ayuda. Te ofrezco mi casa, mi cama, mi cuerpo. Lo que desees, pero no te marches. No te vayas. Te lo suplico. –El enfado daba paso a la desesperación. Una humillante y melancólica desesperación–. Haré lo que me pidas, pero por el amor Dios, no te marches. No me dejes. Ere todo mi mundo. ¿No lo entiendes? No puedo dejarte marchar sin más. ¿Qué esperabas que sucediese al decirme esto? ¿Qué me resignaría y te dejaría partir? No voy a ir al aeropuerto a buscarte como en una película romántica. ¡Ni siquiera pienso despedirme! Tendrás que quedarte porque no pienso... –Me aferró el rostro de nuevo, como al principio de la charla y me besó con fuerza, haciéndome daño en los labios. Me besó repetidas veces, mientras yo intentaba alejarle de mí con mis manos sobre sus hombros.

–Te amo. No lo dudes nunca. –Sentenció. Yo comencé a llorar. En realidad ya había estado llorando por largo rato pero no fui consciente hasta ese instante. Él estaba igual de tembloroso que yo. Sus besos sabían salados. Los míos sabrían a sangre–. Créeme que nadie lamenta esto más que yo. Me arrepiento de tantas cosas, Ícaro. Si nunca hubiera empezado esto, si nunca hubiésemos empezado, ahora no tendría que terminarlo.

–Hubieras tenido que terminarlo igual. –Dije, entrando poco a poco en razón. Seguía con sus manos en mi rostro–. Porque aunque nunca hubiésemos sido pareja, habrías de abandonarme igual. Y eso es lo que realmente me duele. No es solo saber que no volveré a besarte, o acariciarte. Ya te lo dije una vez. Si nunca hubiésemos llegado a este nivel físico, en realidad, nunca me hubiera importado. Te amo por encima de la relación física. Te amo por quien eres, por cómo eres, y por cómo pensar en ti me hace sentir. Y eso es lo que me duele perder. El verte, el hablarte, el saber que estarás ahí para mí. El saber que no podré volver a tenerte para mí, como amigo, como compañero.

–¡No me perderás! –Dijo convencido, pero yo bajé el rostro, mucho más consciente que él–. Somos familia, al fin y al cabo.

–Eso nunca ha significado mucho para ninguno de los dos. –Reconocí–. Y claro que nos perderemos. Vivimos a unos metros de distancia y apenas te he visto dos veces en el último mes. –Me mordí el labio inferior–. La distancia es complicada, pero el tiempo hará el resto.

–No vuelvas a decir eso. –Me cogió el mentón con fuerza, casi dañándome y me hizo mirarle–. ¿Me oyes? No pienso dejar que desaparezcas como un recuerdo del pasado. No eres uno más. Eres Ícaro, el intrépido, el valiente, el malvado y cruel Ícaro. El que no teme del sol ni tampoco del mar. El que sobrevuela el firmamento mientras no sabe que se está precipitando a la perdición.

Yo rodé los ojos.

–Si me voy es para encontrar un futuro, para mí y para ti. Par ambos. Un futuro donde podamos estar juntos. Aquí viviría como un parásito bajo la protección de tus padres, aparte de que ellos no quieren tener problemas con mis padres, y es lo único que causaría quedándome. Mis padres me necesitan. Mi madre me necesita. –Se retractó–. Y ya no puedo dar marcha atrás.

–No conseguirás nada de eso que te propones. –Le dije, y él pareció contrariado–. Nada, en absoluto.

–Lo sé. –Musitó–. Me faltarás tú, como amuleto de suerte. Pero lo que siento por ti será suficiente motivación para seguir adelante. –Me sujetó las manos como al principio, pero esta vez con más fuerza–. No te estoy dando un adiós definitivo, tampoco que me esperes. Pero te prometo que volveremos a vernos. Todos mis pasos irán encaminados hacia ti, para regresar aquí, contigo.

–¿Y yo tengo que dejarte marchar? –Le pregunté mientras afianzaba nuestro apretón–. ¿Así de simple?

–Prométeme que no me olvidarás. Sé que dolerá, yo mismo llevo días aquí, muerto en vida, preguntándome cómo hacer esto de la forma menos dolorosa. Pero ya no había tiempo, y no podía marcharme sin decir nada. Prométeme que pensarás en mí.

–Lo que prometo es que no podré olvidarte. Todo, lo recordaré todo. –Él sonrió y se limpió las lágrimas que caían por sus mejillas. Me soltó y se restregó las palmas por las mejillas. Yo no le igualé–. Así que, esto es un adiós.

–Es un hasta dentro de unos años. Cuando tú seas un gran abogado y yo haya podido marcharme de mi familia. Cuando seamos libros. Adultos. Me encantaría que conocieses Saint Tropez tiene unas playas preciosas y el ambiente es tan hogareño.

Cuando alcé la vista y le miré, fui plenamente consciente del cristal que había entre ambos, un vidrio casi transparente que nos separaba, inexorablemente, de forma perpetua, indefinidamente. Al verlo, al ser consciente de ello, me pregunté cuánto tiempo llevaría allí y si llevaba días o semanas formándose. O tal vez siempre estuvo allí y nunca había caído en ello. Me preocupó su presencia, y aun más su función. Cuando me hablaba, lo hacía a través del vidrio, cuando me tocaba, lo hacía a través del vidrio. Cuando me miraba su mirada se difuminaba por los destellos de luz que rebotaban en el cristal. Su tacto nunca había sido tan frío, y su contacto tan fugaz. Lo había perdido, para siempre.

Cuando le aparté la mirada descubrí sobre el escritorio el bote de cristal con una única grulla dentro. Era una preciosa grulla de papel rosa que aún permanecía en su forma. El resto había desparecido.

–¿Por qué no la has abierto aún?

–Porque sé lo que pone dentro. –Afirmó con seguridad–. Son mis pecas. Ninguna de las que he abierto hasta ahora las mencionaba, así que esa tiene que ser Sus pecas. ¿Verdad?

–Seguro. –Dije, mientras recorría su habitación con una lenta mirada. Sería la última vez que estaba en esa habitación, la última vez que le podría besar, tocar. Seguro que la última vez que nos veríamos. No quería siquiera atreverme a grabar sus facciones en mi memoria, pues ya estaba tan idealizado en mi mente que habría sido inuit banalizar su recuerdo con el último momento que teníamos a solas.

–Ojalá nos hubiéramos conocido en otras circunstancias. –Soltó, como si realmente eso hubiese hecho las cosas más fáciles–. Ojalá las cosas se hubiesen desarrollado de otra manera.

–Ojalá nunca me hubiese enamorado. –Susurré. Él alzó la mirada mientras yo le soltaba las manos y me las posaba sobre el regazo. Me escocían mis palabras, las suyas, toda mi piel estaba ardiendo. Estaba llorando de nuevo. Una de sus manos se deslizó hacia mi cuello, estirando del elástico del jersey para descubrir allí el collar que hacía tiempo me había regalado. Se inclinó para besarme allí, sobre el metal en mi piel. Desfalleció en mi regazo, llorando, temblando, abrazándome la cintura y apretándose contra mí.

Esa es la imagen de él que quedó perpetuamente grabada en mi retina el resto de mi vida. Vencido, derrotado, completamente humillado lagrimeando en mi regazo. Aun me siento delirante cuando evoco a mi memoria ese recuerdo, ese instante. Sus lágrimas empapándome como si fuesen acero fundido desparramándose sobre mi piel virgen. Como si todo mi cuerpo se viese sacudió por una gran ola que me sumerge, que no me deja alcanzar el aire, que me revuelca y me zarandea para impedirme salir a la superficie. Y poco a poco la fuerza me abandona, y antes de darme cuenta estoy hundiéndome en las oscuras profundidades de un infinito mar que me consume, que me traga hacia el fondo. Esta es la caída, este es el castigo por mi osadía. O más bien por mi inconsciencia. Ciertamente no tenía que haberme atrevido a volar. Pero era tan cálido el aliento del sol, y tan agradables sus rayos, que hubiera ascendido nuevamente de habérmelo podido permitir. Pero ya era tarde. No volvería a sentir la calidez del sol nunca más.

 

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