NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 17 (Parte III)

 

Capítulo 17 – El principio, el fin y el transcurso de una sensación maravillosa.

Después de cenar vimos una película. Se empeñó en ver El gran dictador de Charles Chaplin a pesar de que le insistí en que la había visto tantas veces que me sabía los diálogos de memoria. Hicimos palomitas y sacó una bolsa de patatas fritas. Cuando el salado le apabulló se levantó a toda prisa para ir a buscar unos pequeños donuts de chocolate blanco. Se comió un par de ellos y el tercero lo compartió conmigo, a pesar de que le dije que no quería. No pareció importarle mi negativa. Era feliz ofreciéndomelo y yo fui feliz aceptándoselo.

La película terminó y encendimos las luces. Pasaban de las doce y media de la noche pero yo aun no tenía sueño. Sin embargo, no parecía que él estuviera dispuesto a alargar el día. Se levantó del sofá, se estiró y sacudió las migas que tenía por la ropa y apagó la televisión. Después se me quedó mirando con curiosidad y yo le devolví la mirada. Sonrió para sí mismo y yo alcé una ceja, curioso por la sonrisa.

–¿Qué? –Pregunté y él negó con el rostro.

–Nada. –Dijo sin importancia.

–¿Qué? –Repetí.

–Que me encanta que estés aquí. –Soltó. Me pilló tan de sorpresa que no tuve más reacción que apartarle la mirada, fruncir el ceño un segundo y después sonreír como un bobalicón.

–Es la primera reacción sincera que obtengo de ti. –Dije y se encogió de hombros. Me extendió el brazo y yo le agarré la mano. Me levantó del sofá y se condujo conmigo hacia la habitación.

–Es tarde ya, y si mañana quieres que demos una vuelta antes de comer quiero estar descansado. –Dijo y yo asentí. Me había prometido ir a ver varios anticuarios y pensar en ello me hacía querer obedecerle a lo me pidiese–. Si no lloviese mañana sería perfecto.

–Lo sé. –Dije y entramos en el cuarto.

–Ve a lavarte los dientes. Ahora iré yo a ducharme. –Asentí mientras salía de la habitación y me metía en el baño. Tenía el pelo revuelto y los bucles tapándome la cara. Me retiré el pelo hacia atrás, lo puse a un lado, me peiné, pero dio igual.

Me cepillé los dientes con parsimonia. Intenté eliminar a fondo el sabor de las palomitas y el chocolate de mis dientes, pero no fue hasta que me enjuagué con elixir bucal que no se retiró. Volví a la habitación deshaciéndome de los calcetines por el camino, dando tropiezos y saltitos para quitármelos. Cuando los tuve en la mano los tiré al montón de ropa sucia que habíamos comenzado a amontonar en el suelo.

Llegué justo para ver como se quitaba el jersey que había estado usando todo el día. Lo hizo contorsionando todo su cuerpo. Estaba ahí, de pie, quitándose las mangas del jersey desinteresado, mirando a ninguna parte, hasta que empecé a formar parte de su campo visual. Me lanzó el jersey junto con una oleada de su sudor, de su olor. Todo él cayendo en mis brazos.

–Déjalo ahí. –Señaló con la mirada el montón de ropa. Hice lo que me dijo y yo le imité. Me quité el polo que había traído puesto y lo dejé ahí también. Cuando me volví a él, me estaba mirando, tan perturbadoramente como el día anterior. ¿Realmente esperaba que no hiciese nada? ¿Quería volver a verme tan sonrojado y descorazonador como el día anterior? Yo no le aparté la mirada ni fingí estar avergonzado, aunque en el fondo había algo que tiraba de mí para apartarle la mirada, pero me mantuve firme. Alzó una ceja, puso sus manos en sus caderas y se volvió a mí con seguridad.

No me esperaba lo que vendría a continuación. Con suma lentitud se desabotonó el pantalón y se bajó la cremallera. Este se abrió con naturalidad, con sutileza. Me mostró su bajo vientre con el vello oscuro hundiéndose, desapareciendo por la línea de su bóxer gris. Le miré descaradamente, tragando duro, pensando en donde estaba la línea, en dónde estaba el límite que me separaba de cometer una locura. Él había cogido ese límite y lo había roto en pedazos. Estaba fuera de mí y él me detonó cuando volvió a poner sus manos en sus caderas y me miró desafiante.

–¿Qué miras? –Me preguntó, tan serio y directo que me dejó helado. ¿Realmente estaba torturándome?

Yo avancé hasta él con la misma decisión con la que él decidió no apartarse y le miré directo a los ojos. Sentí su aliento, sentí como mi vello se erizaba por estar tan cerca, por estar a punto de sobrepasar el límite. Sentí un vértigo momentáneo que me obligó a retirarme, pero yo lo ignoré. Me sonrió tan ladino, tan prepotente, seguro de que no sobrepasaría la raya que él había establecido. Pero no iba a pasar sobre la raya. Iba a saltarla e ir mucho más allá. Con un dedo estiré del elástico de sus calzoncillos e introduje mi mano dentro de su bóxer. Palpé toda su extensión, cálida y húmeda. Él sufrió tal sobresalto que se le escapó un suspiro. Tembló, pero yo no le aparté la mirada. Él sí lo hizo, para agarrarme la muñeca y sacar mi mano de su bóxer. Lo hizo con fuerza, con violencia. Ofendido y completamente herido en su orgullo.

Comenzamos con un forcejeo completamente irracional. Yo intentando volver a tocarle, volver a sentirle en mi mano, pero él alejándome de él agarrándome de la muñeca, sin soltarme por miedo a liberarme y aun con el sobresalto en su cuerpo. Como comprobó que yo no iba a dejarlo estar tiró de mí hasta tenerme de espaldas a una pared, me sujetó ambas manos y me inmovilizó lo suficiente como para que su fuerza me hiciese sentir intimidado y yo me dejase hacer, desanimándome en mi intento.

–Jacinto… –Farfullé, intentando escaparme de su agarre. Él tenía la mandíbula apretada, tensa. Me miraba con una fiereza que me desencajaba–. ¿Qué tengo que hacer? –Le pregunté, lastimero–. ¿Tengo que suplicarte? ¿Es eso lo que tengo que hacer?

Él no dijo nada. Me miró de arriba abajo, con sus manos en mis muñecas a cada lado de mi rostro.

–Basta ya de provocarme. Basta ya de jugar conmigo. Ya no lo soporto más. ¿De veras vas a hacerme suplicar lo que no paro de pedirte desde hace años? ¿No te has dado cuenta todavía? ¡Claro que sí! ¿No vas a complacerme? ¿Estás divirtiéndote conmigo?

–Pídemelo. –Susurró. Su aliento era cálido, su rostro se acercó al mío, cerró los ojos y se relajó poco a poco con el sonido de nuestras respiraciones. Juntó nuestras frentes–. Yo no pienso hacerlo si tú no me lo suplicas. Yo no pienso dar el paso porque eso… eso me…

–Bésame. –Supliqué, imploré, demandé. Le necesitaba, estaba completamente desesperado por un roce, un tacto, lo que fuese que quisiera darme. Y por un segundo pensé que no me besaría, pensé que me dejaría en ese lapso de tiempo, infinito, eterno, para siempre. Recé porque no me abandonase allí con la incertidumbre, con la congoja de su reacción. Pero al final, me besó. Fue un beso tan necesitado que ni si quiera era ordenado. Labios, dientes, lenguas. El roce de su mano en mi mejilla, apretándome contra él, el de mis manos en su nuca, atrayéndole a mí. Tanto tiempo había estado necesitando ese beso que cuando terminó y cogimos aire, pareció un sueño. Parecía que nunca hubiese sucedido y que tan solo fuese una de las tantas fantasías que yo solía inventarme para fingir tener algo más de él. Pero esta era tan real como el rubor en nuestras mejillas, como el brillo de sus labios por culpa de mi saliva. Había estado allí, bailando sobre esos labios, refugiado en su aliento, rodeado de su olor. No osé apartar mis manos de su cuello, las deslicé por sus clavículas, por sus hombros, y reposé mis antebrazos en su cuello, impidiendo que se alejase demasiado.

Cuando me miró directo a los ojos sentí un escalofrío recorrerme. Estaba en pleno abismo sin saber qué sucedería a continuación. Me planteé la posibilidad de que me privase de otro beso, o de que lo olvidase y no volviese a hablar de ello como solía hacer con todo. Estaba aterrado ante la idea de que solo hubiese sido un juego, de que yo fuese el juguete y él el crío a entretener. Quise hablar, pero no me salieron las palabras, ni una sola. Aun me faltaba el aire y deseaba que no fuese necesario decir nada más. Entonces, sonrió. Esa dulce y acaramelada sonrisa que solo me regalaba a mí. Esa sonrisa que me transmitía una paz y seguridad en mi mismo impropias de mí. Me relajé con un suspiro y él me acarició el rostro, el cabello, la forma de mis ojos y mis pómulos. Me besó en cada centímetro de mi rostro para desembocar nuevamente en mis labios. Le recogí en ellos con suma diligencia. Estaba apabullado por él, por su respiración y su cuerpo aplastándome contra la pared. Lo era todo en ese momento. Siempre lo había sido, pero ahora era cuando mis sentidos no podían ir más allá de su olor, de su sabor y su tacto.

–Llevo tanto tiempo… –Suspiré mientras me besaba cerca de la sien–. Tanto tiempo esperando por esto…

–No me digas eso. –Susurró frustrado, completamente serio. Introduje mis manos por debajo de sus brazos para abrazarle la espalda, la cintura. La línea en donde acababa su piel y comenzaban sus vaqueros–. Joder, Ícaro…

–¿Qué ocurre? –Pregunté mientras él seguía besándome en la oreja, en el cuello. Resopló excitado y se aprisionó más contra mí.

–Hemos desperdiciado mucho tiempo. –Soltó. Y qué realidad. Que maldita condena. En esas palabras estaba confesándose, estaba siendo completamente transparente. Esto no era algo momentáneo. Yo no me estaba aprovechando de su debilidad por la carne. Esto era algo más trascendental.

–No desperdiciemos más. –Suspiré y él asintió oculto en mi cuello. Mordió y lamió la piel ahí, sentí cosquillas por todo el cuerpo. Yo bajé mis manos por su baja espalda hasta internarlas en el vaquero. Reaccionó al instante, casi como si desease realizar lo que yo estaba deseando que hiciese, apoyar su entrepierna contra la mía y colar su rodilla entre mis piernas. Le apreté aún más contra mí. Su piel allí era tan suave, su carne tan dura. Le bajé un poco los pantalones y él solo terminó de desvestirse mientras con sus labios delineaba un camino desde mi cuello hasta mis pezones.

Quedó allí largo rato. Mordiéndome, lamiéndome. Jugué con su cabello en mis manos, con la forma de su mandíbula, con la línea de sus cejas. Era sumamente hermoso y estaba tan a mi merced, era tan mío en ese momento, solo para mí, que la propia idea lo colocaba en un pedestal inalcanzable. Estaba ahí, pero al mismo tiempo era tan sumamente efímero, cada beso se desvanecía y desaparecía para siempre, cada roce, el tacto de sus dedos sobre mi piel dejaban el ardor pero ellos ya no estaban. Me mataba tenerle tan cerca, y sin embargo en cualquier momento desaparecería. Quería más que besos, más que roces. Quería una profunda y completa conexión que perdurase más allá del tiempo.

Alcé su mentón hacia mí y se incorporó. Respondía tan bien a mis gestos como si fuese capaz de entender qué quería de él, y esa seguridad me resultó muy cómoda. Me abracé a su cuello y me impulsé para que me cogiese en brazos. Lo hizo con tal naturalidad como si nuestros cuerpos estuviesen hechos el uno para el otro. Me recogió con tanta suavidad, y me apoyó en la pared con tanta desesperación que no entendí que estaba jugando con fuego, y lo que estábamos entretejiendo no se desharía tan fácilmente. Rodearle la cintura con mis piernas fue demasiado. Sentir sus manos bajo mis muslos, sus labios rogando por contacto.

–He sido tan idiota. –Murmuraba mientras se rozaba contra mí, suspirando y gimiendo oculto en mi cuello. Yo, abrazado a su cuello y con el rostro oculto en su cabello, estaba a punto de llorar de felicidad.

–Shh… –Intenté calmarlo. Mi pene comenzaba a palpitar. Todo mi cuerpo estaba en llamas.

–He sido tan cruel contigo… –Seguía.

–No lo has sido… –Murmuré con voz firme.

Él levantó el rostro para verme y al hacerlo pude ver la lujuria entremezclada con la culpabilidad y el miedo. Estaba tan aterrorizado como yo. De no hacerlo bien, de no hacerme sentir bien, de estropearlo y de que hacerlo todo bien no resultase tan buena idea como parecía. Pero a pesar de las dudas, a pesar del miedo, deseaba hacerlo con él por encima de todo. De su moral, de la mía, de lo arriesgado que fuese y de las consecuencias que este acto nos trajese. Acaricié su nuez, agarré su cuello con una mano, con el pulgar en su barbilla. Deslicé mis dedos por sus labios, después metí el pulgar y él abrió su boca para mí con tanta naturalidad y obediencia que sentí el placer del acto recorrerme. Su lengua era tan suave, y sus labios tan brillantes. Me miraba mientras yo jugaba con él y él apartaba el miedo, le hacía ignorar el remordimiento.

–Soy tuyo. –Le dije. Fue lo más sincero, lo más sumamente verdadero que le había dicho. No había verdad más grande en mi universo. Era esa toda norma escrita, toda mi biografía. Esa frase englobaba mi ser, y mis actos–. Entero, para ti.

–Ícaro. –Murmuró cuando saqué mi pulgar de su boca y me devolvió una mirada comprensiva.

–Házmelo. –Me mordí el labio–. Te lo suplico. Te lo imploro. No quiero pasar un segundo más sin que me beses. Sin que me toques. Siempre lo has sido todo, desde el primer día. Ya no recuerdo qué era de mi vida sin ti. Y no me la imagino contigo lejos de mí. –Él se mordió el labio inferior, aguantando una radiante sonrisa. Me sonreía con la mirada, con su temblor. Me besó aún con la sonrisa enmarcando su rostro.

–No tendrás que pasar un día más sin que te bese. –Suspiró contra mis labios–. Y yo no pasaré un solo día más sin ti a mi lado.

Me besó la barbilla, la comisura, los labios, la lengua. Me besó por todas partes y los besos comenzaron a hacerse más intensos, más pasionales. Gemí su nombre cuando coló su mano en mis pantalones y ambos sentimos un escalofrío mutuo ante mi reacción. Me retorcí en su mano, tan cálida, tan suave, tan firme. Apoyé la cabeza en la pared y me mordí el labio para no volver a gemir de aquella manera tan sumamente humillante. Pero a medida que pasaban los segundos echaba de menos pronunciar su nombre, la forma en que lo había hecho me había producido placer, pues era la primera vez que lo hacía y él estaba delante. La musa de mis fantasías, el Cupido de mis erecciones.

Dejó de besarme para sacar su mano de mi pantalón y cargarme mejor de forma que pudiese apartarme de la pared. Yo besé su cuello y sus hombros mientras se deslizaba por la habitación para apagar la luz y caía conmigo en la cama. Me dejó con la cabeza apoyada en el almohadón y yo me estiré para encender la lámpara de la mesilla. Él se sorprendió por ello, pensando que nos sentiríamos más cómodos en plena oscuridad.

–Quiero verte. –Dije con desparpajo–. No me he pasado años fantaseando sobre esto para ahora hacerlo entre tinieblas. –Él enrojeció y al segundo sonrió ladino, completamente henchido su ego. Me bajó los pantalones tranquilamente, asegurándose de que realmente yo le permitía hacerlo. Me hubiera dejado hacer lo que me hubiese pedido solo si me lo suplicaba. Me retiró la ropa interior también y suspiré cargándome de valor y evitar la vergüenza. Él me miró de arriba abajo con toda la violencia que pudo. Después me devolvió la mirada y me sonrió perversamente. Me sentí tan excitado que no me hallaba sobre las sábanas. No sabía qué hacer ni cómo relacionar a aquella mirada que me había encendido por demás.

–Tienes razón. Con luz mejor. –Dijo sin vergüenza y yo me incorporé y le abracé para que volviese a pegarse a mí, para volver a besarle y a tocarle. Tenía que tenerle de nuevo, que fuese mío nuevamente–. Así que fantaseando conmigo ¿eh? –Preguntó mientras yo besaba su cuello, sus hombros.

–Cállate.

–¿Qué has fantaseado? –Me preguntó sonriendo. Odiaba sentir su malvada sonrisa en mi mejilla.

–He dicho que te calles…

–Si me suplicas, puedo hacerlas realidad… –La tan tentadora oferta me dejó helado. Volví mi rostro a él y él volvió el suyo para mirarme. Me sonrió tan sumamente cruel que temblé de miedo. ¿De verdad él lo haría? ¿De verdad yo se lo pediría?

–Llevo tanto tiempo esperándote, deseándote en secreto, que me da igual lo que me hagas. Para cualquier cosa, incluso para el rechazo, estoy preparado.

–Entonces solo disfruta, porque no pienso irme a ningún lado. –Sentenció. Volvió a besarme. Se tumbó sobre mí y recorrió su cuerpo con él mío. Nos enredamos con nuestras extremidades en el otro, me apreté contra él y respiré su sudor, su miedo y su impaciencia. Me sentía como en un extraño sueño húmedo del que no despertaría, o tal vez sí. Pero su tacto era tan real, su olor era tan profundo y sus besos tan ardientes que era imposible que fuese un sueño. Pero una pequeña parte de mí aún estaba ansiosa de despertar y maldecirme por no haberlo disfrutado.

Me masturbó, me acarició y me apretó el pene en su mano buscando de mí todo tipo de reacciones. Me miraba para cada caricia, para cada beso. Quería de mí el consentimiento y la respuesta afirmativa. Quería el gemido y el suspiro. La sonrisa y el fruncido de ceño. Me retorcí en su mano como un polluelo herido. Supliqué por más y supliqué porque no se detuviese. De haberlo hecho habría sido imperdonable. No lo hizo. No se detuvo hasta que no eyaculé en su mano y se la quedó mirando como si acabase de derramarse algo que no había visto nunca y era digno de admirar y contemplar. Como si le hubiesen disparado y se mirase la mano ensangrentada después de haberse palpado la herida. Con el ceño fruncido y una mueca de curiosidad.

No estaba preparado para lo que haría a continuación que fue lamerse los dedos manchados de mi semen y regodearse en ello mientras me lanzaba una mirada intimidatoria. Ese gesto superaba todas mis fantasías posibles y yo mismo quise detenerle, interponiendo mi mano entre la suya y sus labios, pero no me dejó frenarle. Hasta que no quedó rastro de mí en su mano no se detuvo. Acababa de robarme todas las palabras de mi vocabulario. Fui incapaz de encontrar algo que descubriese la maldad con la que realizó aquello.

–¿Quieres probar tú? –Me preguntó pero yo estaba tan sumamente aterrorizado que no supe de qué estaba hablándome–. Tócame. –Suspiró cerca de mis labios y se tumbó de lado cerca de mi costado. Me sujetó el cuello y comenzó a besarme en las clavículas y detrás de la oreja. Yo llevé mi mano a su entrepierna para masturbarle y con el paso de los segundos y las reacciones tan tiernas de su cuerpo ante mi tacto fui acostumbrándome a tenerle tan dependiente de mis gestos. Me abrazó mientras lo hacía, mientras le masturbaba. Se ocultó en mi cuello y a mí me dio tiempo a enmaromarme de la luz anaranjada de la lamparita de noche recorriendo como la luz de un sol cayendo las líneas de un horizonte que era su cintura, su cadera. Su muslo. Era él todo el paisaje que me hubiera quedado mirando hasta el anochecer, y más allá. Hasta el amanecer. El resto de mi vida. Era mi hogar.

Cuando se vino en mi mano me recorrió un escalofrío. Una adrenalina desconocida hasta entonces. En mi mano y mi vientre su semen manchándome. ¿Sería capaz de probarlo de mis dedos igual que él hizo conmigo? ¿Debería? Deseaba hacerlo. Inconscientemente me llevé el índice manchado a los labios y él me miró mucho más risueño de lo que me hubiera esperado encontrarle.

–¿Qué tal mi gusto? –Preguntó y se incorporó para coger un pañuelo de la mesilla y limpiarme la mano con cuidado y cariño.

–Muy bueno. –Le dije con la misma expresión que si me hubiese preguntado acerca de un helado o una tortita.

–No seas mentiroso. –Dijo sonriéndome con condescendencia pero no era mentira. Todo de él era delicioso.

–No es mentira. –Suspiré y él me alzó una ceja, incorporándose a mí lado, apoyándose con el codo sobre el colchón–. Todo tú eres delicioso.

–Querubín… –Murmuró y me recorrió con la mirada mientras yo le acariciaba el cabello–. No puedo creer que esté a punto de preguntarte esto, pero deseo oírtelo decir. ¿Quieres que vayamos hasta el final?

–Hasta el final. –Le supliqué.

–¿Hasta el final de qué? –Me besó.

–¿Vas a hacérmelo decir? –Asintió mientras besaba mi mandíbula–. Hasta el final, todo lo profundo que quieras, todas las veces que te apetezcan el resto de la noche. –Mis palabras le hicieron enrojecer, y él sabía que no obtendría más de mí. No más sinceridad que aquella. Lamió mis labios, besó mis mejillas. Metió un par de dedos dentro de mí, humedecidos de su saliva y yo me retorcí con él dentro. No dejó de acariciarme como si fuese la primera vez que lo hacía, como si aceptase que cada pequeña parte de mí era suya, igual que yo le miraba, comprendiendo que él, en ese momento, era plenamente mío. Nos pertenecíamos mutuamente, como siempre había sido.

Invadió mi entrada con un dedo más y me expandió como supo. No pareció importarle esperar por mí, más bien parecía disfrutar de cada instante, de cada segundo que me torturaba de forma diferentes. Me mordía los pezones, me susurraba palabras dulces al oído, me derretía con solo sentir el ardor de su cuerpo sobre el mío. Nuestras pieles sudorosas, nuestros gemidos alrededor. Este instante era nuestro.

–¿Listo?

–No preguntes, solo hazlo. –Le pedí y él asintió con diligencia. Una sumisión tan comprensiva que me conmoví. Me sujetó las caderas y enredó mis piernas alrededor de su cintura, tumbado sobre mí, algo incorporado para poder introducirse con cuidado. Le abracé la espalda y se introdujo dentro. Fuerte, intenso, lento pero profundo. Cuando estuvo dentro, yo aun con la espalda curvada, me abrazó y me consoló con besos por todo el rostro. Era una sensación tan extraña como un fuerte apretón en el brazo, incómodo, incomprensible y algo placentero. Pero por encima del dolor físico, por encima de la incomodidad, se hallaba la suprema satisfacción de tenerle a él, de estar poseyéndome, de su mirada fisgoneando en mis pensamientos, de sus suspiros y gemidos lastimeros. Era un sueño en pura realidad, era mi momento.

–Te quiero, querubín. –Dijo, dejándome helado. Debí llorar porque recogió una lágrima que resbalaba por mi sien con uno de sus dedos y yo le miré estupefacto–. No pienso moverme hasta que no me lo pidas. –Me prometió–. Pero no me lo pidas demasiado pronto. Nos conocemos de sobra… –Dijo frunciendo el ceño con una sonrisa pícara. Yo solo negué con el rostro, con los labios temblándome, completamente a su merced. No sé decir en qué momento perdí toda mi confianza, toda la iniciativa y valentía. Él me había borrado la arrogancia de un beso.

Acaricié sus hombros, recorriendo con mis yemas cada galaxia de pecas, después sus costillas, su cintura, estrecha, su cadera, que desembocaba en su trasero. Era tan suave.

–¿Puedes…?

–¿Seguro? –Preguntó. Yo asentí mordiéndome el labio inferior y comenzó con sutiles movimientos que apenas eran estocadas. Pero ya me movían desde dentro y me mordí aun más fuerte, él me besó con ternura, saboreándome, degustando el beso. Juntó su frente con la mía, su nariz rozaba la mía, su espalda se ensanchó colocando los brazos a cada lado de mi cabeza, sujetándome, acariciándome el cabello y acomodándose para movernos. Su aliento se mezclaba junto con el mío entre ambos y se me escapó su nombre en un gemido tan sincero que le hice sonreír–. Otra vez… –Murmuró–. Dilo otra vez.

–Jacinto… –Murmuré mientras él envestía de nuevo aumentando la velocidad. Yo fruncí el ceño intentando concentrarme en esa gota de placer que poco a poco se tornaba riachuelo y después torrente–. ¡Ah! –Grité al sentirme revolcado en placer.

–¿Todo bien? –Preguntó deteniéndose repentinamente y yo abrí más las piernas, le empujé de nuevo hacia mí y entre dientes masculle:

–¡No te pares! –Él sonrió malvadamente volviendo a embestirme con la violencia que había deseado desde el principio y el sonido de nuestras pieles chocando acompasó al chirrido de la cama. Al de nuestros gemidos y el cabecero chocando contra la pared. Estaba tan duro dentro de mí, tan caliente y húmedo. Estaba tan sumamente entregado a un sentimiento de placer común que me costaba concentrarme en una sola cosa. Eso significaba que estaba alcanzando el clímax. Se lo hice saber con un apasionado beso que me dejó momentáneamente sin aliento, vagando entre el delirio y la alucinación. Me retorcí, él se retorció conmigo, temblamos y rogué por su nombre todas las veces que se me permitió. Él terminó mientras me mordía el hombro y yo le agarré la espalda hasta dejarme allí las uñas.

Después sobrevino un terrible cosquilleo que me aturdió como para cuestionarme hasta qué punto todo esto había sucedido. Él se desplomó sobre mí mientras se reía entre bocanadas de aire. Yo, aun agarrado a él, abrazado a su envergadura, le acaricié y me consolé con el olor y el tacto de su cabello sobre mi rostro. No deseaba separarme, no quería apartarlo de mí ni siquiera para respirar. Lo había sido todo durante un instante, había sido el principio, el fin y el transcurso de una sensación maravillosa que finalizó con maravillosos cohetes artificiales. Comencé a reír yo también, incitado por su risa. Era una risa tan satisfactoria y necesitada que llenó la habitación de una divertida armonía tranquilizadora. Con esa risa solo estábamos evocando lo estúpidos que habíamos sido y lo mucho que habíamos disfrutado ese momento.

Cuando al fin tuve voz, le hablé.

–Me has dicho que cumplirías todo lo que te pidiese… –Le recordé y él estaba tan exhausto y feliz y no supo negarme.

–¿Qué quieres que haga? –Se incorporó lo suficiente como para mirarme de frente y pude disfrutar de su pelo pegado en su frente perlada. Yo le acaricié la frente y le retiré el pelo. El olor de su sudor era maravilloso.

–No se te ocurra pedirme que no vuele demasiado alto esta noche. –Supliqué, y él me miró lleno de ternura–. Ya no hay sol, no me precipitaré hacia el mar.

 


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