NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 17 (Parte II)

Capítulo 17 – Enloqueceremos de todas maneras

I Pagliacci ha sido siempre una de las óperas favoritas de mi padre. Esa trágica historia del hombre cuya mujer le ha sido infiel, que debe interpretar a un payaso, valga la ironía, que canta roto de dolor porque su mujer le ha sido infiel, mientras busca entre las miradas del público al amante de su esposa. Esa calurosa tarde de verano emitían en un canal nacional esa ópera, junto con otras tantas. Mi padre miraba embobado la televisión mientras que con los labios seguía al tenor. 

 

Recitar! Mentre preso dal delirio

non so più quel che dico e quel che faccio!

Eppure... è d'uopo... sforzati!

Bah, seti tu forse un uom?

Tu sei Pagliaccio!

 

A mí también me gustaba mucho aquella pequeña parte, Vesti la giubba, el final del primer acto donde el payaso Canio descubre la infidelidad de su esposa, pero debe alistarse para uno de sus espectáculos.

 

Vesti la giubba e la faccia infarina.

La gente paga e rider vuole qua.

E se Arelcchin t'invola Colombina

ridi, Pagliaccio e ognun applaudirà!

 

Mi madre se había ido con mi tía a comprar y nos había dejado a mi padre y a mí en aquella tarde donde los rayos de sol entraban a plomo a través de la ventana, formando sectores en el suelo donde de seguro que si ponía el pie me quemaría al instante. Mi padre tarareaba en alto completamente ajeno a mí o a mis intentos por distraerme leyendo por décima vez el mismo periódico. Ya había hecho el crucigrama, me había aburrido del sudoku y había encontrado dos palabras en la sopa de letras que estaban ahí por pura casualidad, aparte de las colocadas por el escritor. SOPA y CIELO.

 

Tramuta in lazzi lo spasmo ed il pianto;

in una smorfia il singhiozzo e 'l dolor...

Ridi, Pagliaccio, sul tuo amore infranto,

ridi del duol che t'avvelena il cor!

 

Se oyó a lo lejos un sonido chirriante que entraba a través de la ventana. Una especie de timbre metálico de bicicleta. Aquí en Ámsterdam si dejas las ventanas abiertas no entra el sonido de los coches, pero sí lo hacen el de las bicicletas pasado a toda prisa, los timbres de las narices y esa asquerosa manía de frenar de golpe desgastando el plástico de las ruedas. Volvió a repetirse el sonido esta vez de una forma más insistente y penetrante. Me planteé cerrar la ventana para procurar que mi padre disfrutase de la televisión pero a la par quería arrojarle el periódico a ese que estuviera llamando con el maldito timbre de la bicicleta a alguien.

–¡Ícaro! –Aquél grito hizo que me recorriese todo un escalofrío a través de mi espina dorsal irguiéndome en mi asiento, completamente hechizado por mi nombre a lo lejos, de su voz, llamándome–. ¡Ícaro! ¡Asómate a la ventana!

Completamente fuera de ser y carente de voluntad me levanté de un salto y me asomé a la ventana del salón para verle allí en medio de la acera montado en una bicicleta, con un pie en el pavimento y el rostro vuelto a mí, aguardándome. Una de sus manos descansaba en su mejilla en forma cóncava, aumentando y redirigiendo el sonido de su voz en mi dirección. El sol impactaba con calidez y amistad sobre su cabello, despeinado, sobre su piel morena que se dejaba ver a través de la manga corta que hoy se había atrevido a ponerse.

Me dejé caer sobre el alfeizar de la ventana con mis codos y apoyé mi barbilla sobre mis manos, imaginándome que era Rapunzel y él el príncipe que se atrevería a escalar el muro para rescatarme de esta inmunda existencia, alegrándome la vida con tan solo su voluble presencia. Le arrojaría un mechón de mis cabellos atados con un lazo de raso. Le lanzaría un beso, manchándome la palma de carmín.

–¿Qué haces ahí? –Le pregunté esperando que me contestase algo como “He venido a buscarte. Vayámonos de aquí”–. ¿A quién le has robado esa bici?

–¡Me la han regalado! –Gritó sin ofenderse por mis palabras–. Baja, demos una vuelta. –Me dijo y me faltó tiempo para volverme a mi padre y él asintió, mirando hacia la televisión pero atento a nuestra conversación. Me volví de nuevo a la ventana y él ya había apartado la vista de ella.

–Dame cinco minutos que me visto, y bajo.

–¡Aquí te espero! –Dijo. Me sentí por un momento tentado a pensar en qué sucedería si bajase a la calle y tras salir del portal no le encontrase con la mirada. Volvería el rostro a ambos lados de la calle, miraría al horizonte, después me asomaría al canal. No estaría y eso me haría enfurecer. Me puse pantalones cortos de color beige y un polo blanco. A mi padre le encantaba verme con aquellos colores pero mi madre odiaba que siempre acabaran manchadas las prendas de barro y polvo. Antes de salir de mi cuarto metí la mano en el cajón de la ropa interior y rebusqué hasta dar con un monedero rojo con estampado de osos en donde guardaba el poco dinero que tenía ahorrado que mis padres no habían ingresado en el banco. Saqué cinco euros, de los diez que había y me los metí en el bolsillo del pantalón. Después salí corriendo fuera de casa.

Allí estaba esperándome como había prometido. Que lo hubiese cumplido me hizo sentir un inmenso alivio que más bien se parecía a la satisfacción después de masturbarme. Se montó en la bicicleta, una bici algo oxidada pero de buena calidad y con las ruedas un poco gastadas, y se acercó a mí, dando vueltas alrededor con una sonrisa radiante en su rostro, como un niño el día de navidad tras abrir sus regalos. Yo le seguí con la mirada y nuestros ojos se conectaron, estableciéndose una extraña aura. Cuando se detuve esperó a que yo reaccionase, pero acabó azuzándome.

–Vamos, monta, iremos a dar una vuelta. –Dijo como si nada y yo me senté en la parte trasera, en la prolongación metálica tras el sillín que servía como un segundo asiento. La parte del respaldo era alta, y me llegaba por la mitad de la espalda, era muy agradable. Me senté, puse mis manos a ambos lados del respaldo, y él empezó a pedalear. Nunca había pensado que él sabría montar en bici, pero aquel extraño descubrimiento me hizo cuestionarme otras muchas cosas que no sabía de él y que ni siquiera se me habían pasado por la mente. ¿Sería alérgico a algún alimento? ¿Cuál sería su animal favorito? ¿Alguna vez le habían operado de algo? ¿Era virgen? Esta última no la sabía, pero estaba seguro de que era no.

Anduvimos al menos media hora en bicicleta entre miradas furtivas, risas infantiles y algunos comentarios innecesarios. Disfrutamos ambos de la presencia del otro en una maravillosa aventura en bicicleta. Cada vez nos alejábamos más de casa hasta que acabamos en el Rembrandt Park. A finales de agosto el parque estaba en pleno esplendor, lleno de árboles en flor, frondosos, completamente exuberantes. Algunos turistas paseaban en bicicleta como nosotros, otros merodeaban entre las profundidades de la frondosidad de la flora. Aquello era la mejor sensación del mundo. Sentir el viento cálido azotándome las mejillas mientras me sentía completamente a merced de la pericia de Jacinto sobre la bicicleta. Se manejaba mejor de lo que esperaba y a la vez me sentí constantemente temeroso de que volcásemos porque en las curvas derrapaba y en las cuestas abajo seguía pedaleando. Cuando se levantaba del sillín no podía evitar quedarme embobado mirándole el trasero en esos vaqueros ajustados y rotos en las rodillas. Conté cientos de veces los remaches de sus bolsillos y las puntadas de las costuras. Cuando se sentaba y parecía que iba a estar largo rato allí aprovechaba y posaba mi mano sobre su cadera. No lo necesitaba, pero me alegraba saber que no le incomodaba y que de esta forma me hacía sentir más seguro.

Anduvimos merodeando por los caminos de grava hasta que hayamos un paraje despejado de turistas y con vistas a un pequeño estanque. Frenó la bici y con predisposición a bajarse me bajé primero y él me siguió. Anduvimos un poco más por el camino hasta que nos desviamos de él y apoyamos la bici en un árbol, cayendo nosotros sobre el césped a su lado. Aquello fue incluso mágico. No tuvimos que mediar para venir aquí, ni tampoco si detenernos y acampar allí. Yo me dejé llevar y él parecía decidido a venir aquí, justo a este lugar. Él se dejó caer sobre la hierba todo lo largo que era y puso sus manos debajo de su nuca. Yo me quedé sentado, con las manos detrás de mí, con los brazos estirados. Le miré de nuevo. Portaba una camiseta de manga corta de Guns N’ Roses que se le había levantado en el vientre por estirarse sobre el pasto. Pude ver que justo debajo de su ombligo crecía vello oscuro que descendía terminando en tierras desconocidas. No, en realidad, ya las había explorado, pero por entonces él aún no tenía tanto vello. Tuve una súbita tentación de bajarle la camiseta, y a la par, de subírsela. Cualquier excusa hubiera sido válida con tal de tocarle. Cuando le miré el rostro él me estaba mirando a mí con picardía y yo me volví precipitadamente hacia el estanque, sonrojado. ¿Cuánto tiempo le había estado mirando el abdomen?

–¿Te gusta este sitio? –Me preguntó.

–Ya había estado aquí antes. Mis padres y yo venimos a veces de picnic.

–¿En serio? –Dijo dolido y cuando me volvía a él me miraba apenado, pero no demasiado–. ¿Mi compañía no lo hace una mejor experiencia?

–Sí. –Dije, sin pensarlo pero sin ser precipitado. Fui completamente sincero y él conectó con mi sinceridad.

–¿Ves? Al final ha sido buena idea venir.

–¿Quién te ha regalado la bici? ¿Lo saben tus padres?

–Sí. Me la ha regalado un amigo. Le han comprado sus padres una nueva y esta vieja me la ha dado.

–¿Tan de gratis?

–Hay gente buena, ¿sabes? –Me miró ofendido–. Aunque no lo creas.

No contesté a eso. Sabía por dónde iría la conversación solo con haber sentido su tono de voz. Acabaríamos discutiendo y si no me llevaba de regreso a casa acabaría arrojándome al estanque. Me quedé largo tiempo mirando el color de las hojas en el agua, a la distancia, cuando él se volvió en el suelo para quedar tumbado de lado en una postura algo melosa y apoyado el rostro en una mano y el codo en la tierra, comenzó a jugar con las briznas de hierba a su lado, arrancándolas, enredando los dedos en ellas, haciendo un puchero infantil. ¿Sabría que estaba mirándole y me estaba queriendo decir algo? Le ignoré, pero no pude hacerlo por mucho rato.

–Hace semanas que no he sabido de ti…

–He estado en el cursillo. –Dijo, como si yo tuviera que saber de qué estaba hablando. Me volví a él frunciendo el ceño–. He hecho un cursillo de un mes de historia del tatuaje japonés.

–¿Si?

–Sí. Ha estado genial. –Dijo, pero no parecía animado en absoluto.

–¿De verdad? –Asintió–. Porque no lo parece. –Me miró con algo de picardía y se volvió a la hierba en mutis–. ¿Ha pasado algo?

–No. –Dijo pero después sonrió y se frotó la frente–. De todo, supongo. Hoy solo quería irme lejos, lejos de todo. –Miró hacia la bicicleta–. ¿A dónde decías que querías huir? ¿Francia? ¿Alemania?

–Cállate. –Le dije y le retiré el rostro, volviéndolo al horizonte pero él seguía hablando conmigo.

–Esta semana se me ha juntado todo y… –Meditó, o tal vez contuvo algo inapropiado–. He tenido una semana de mierda.

–Solo estamos a viernes. –Suspiré–. Hay tiempo para que empeore.

–¡Gracias! –Dijo disgustado y yo sonreí, volviéndome a él y sentándome de cara a él. Seguía tumbado de lado mientras deshojaba una margarita del suelo. ¿Pensaría en alguien?

–¿Ha pasado algo grave?

–Nada en realidad. Solo un cúmulo de cosas… –No parecía querer especificar, pero estaba seguro de que me hablaría de ello si le sonsacaba un poco más.

–Si me lo quieres contar, hazlo. Pero no me hagas suplicarte porque no voy a hacerlo…

Se me quedó mirando serio y dolido, tiró las briznas de hierba que tenía en las manos al suelo, y estuvo a punto de erguirse para marcharse, o marcharnos, o tirarme al estanque. Quién sabe. Pero le detuve antes de que se incorporarse y me senté aun más cerca de él. Dejó su cabeza al lado de mis piernas en el césped y suspiró largo y tendido hasta que comenzó a buscar las palabras para hablarme. Mi gesto había sido la mayor humillación y él la aceptó como tal. Con su cabeza tan cerca de mí no pude evitar acariciar su pelo y su frente, y sus sienes. Cerró los ojos.

–Paso por paso. –Dije–. ¿Qué es lo más grave?

–Grave no hay nada. Puede que sea solo yo, que paso muchas horas dándole vueltas a la cabeza… –Intentó excusarse.

–¿Has discutido con tus padres?

–Más o menos. –Musitó.

–¿Ha pasado algo con tu padre?

–No. No ha llegado a tanto como otras veces. –Aquello me dejó helado pero no dije nada al respecto.

–¿Y bien?

–A mi padre no le gusta que me gaste “su dinero” –entrecomilló–, en cursos para mi formación de tatuador. –Chasqueó la lengua y puso sus manos sobre su pecho. Respiró tranquilamente y me sentí bien porque mis caricias le provocaban ese estado de relajación. O tal vez desahogarse conmigo–. Este curso me costó doscientos cincuenta pavos. En realidad ha sido barato en comparación con otros que vi, pero en realidad no era un curso nada especial. Hay un par de ellos todos los años. La historia del tatuaje japonés es algo muy básico para un tatuador…

–Pero siempre está bien aumentar el currículum. –Abrió los ojos, me miró con una extraña emoción de comprensión y volvió a cerrarlos. Puso una mano sobre mi rodilla y suspiró varias veces con condescendencia queriendo decir “cuánto sabes de la vida y qué poco has vivido”–. ¿La discusión se fue de las manos?

–En realidad yo no intervine. Solo los oí a ellos hablar del tema cuando mi padre se pensaba que yo estaba fuera dormido, o sabe Dios… a lo mejor sabía que estaba escuchando pero le dio igual. En realidad creo que lo hace para molestarme.

–¿Qué más ha pasado?

–Esto nos lleva al siguiente problema. Ya te he dicho que es un curso bastante nimio. Pero aun así, como tú dices, está bien engordar el curriculum. Pero, ¿has visto a algún tatuador sin máquina de tatuar? Puedo permitirme no tener un estudio, no tener una empresa o un local. Pero sin máquina de tatuar no sirve de nada ir de curso en curso, llenándome de teoría si no tengo una máquina.

–Cómprate una. –Dije en mi más humilde inocencia.

–¿Con qué dinero? Mi padre no me pagará nada más y yo no tengo cien pavos, que es lo que vale el kit completo de máquina con agujas y tinta… –Negó con la cabeza y se acarició con mi mano sobre la mejilla–. ¿Y en qué puedo trabajar? He echado un par de curriculums en algunas tiendas del barrio con la esperanza de que me contraten aunque sea para descargar cajas o colocar estanterías, algo para que de aquí a un año pueda mantener mis estudios y gastos laborales…

–Seguro que pronto te contratan…

–No sé yo qué decirte… –Volvió a suspirar. Estaba empezando a ponerme de los nervios que hiciese aquello.

–¿Qué más?

–El miércoles recibí un correo de mis amigos de Francia. Fue horrible. Me acusaron de ser un mal amigo, de ser una basura. De haberles dado de lado. Dijeron que ahora que estaba viviendo en Holanda me creía mejor que ellos, que me estaba esforzando en los estudios como un maldito empollón y que me olvidase de volver a Saint Tropez porque me pegarían una paliza si se cruzan conmigo por la calle… –Dijo no muy afectado por tal amenaza.

–¿Qué demonios…?

–Ya, así son mis amigos. Encantadores, ¿cierto?

–Que panda de hijos de puta. –Solté desde lo más profundo de mí a lo que él soltó una carcajada.

–Ahora ya no me molesta tanto pero en el momento no me lo vi venir. Pero tienen razón, perdimos el contacto y yo no hice el mínimo esfuerzo por retomarlo…

–¿Ellos sí?

–No, pero eso a ellos les da igual. –Se encogió de hombros–. Tampoco tenía pensado volver a ese maldito pueblo. –Se mordió el labio y miró lejos de él, en algún lugar entre los arboles–. Ahora tengo una vida aquí, o algo así, y allí no me espera nada ni nadie. –Eso en cierto modo me hirió, pues imaginarme que en algún momento regresaba a Francia y soltaba un “En Holanda no hay nadie que me espere” me desgarraría el pecho. Aun recuerdo el día que lloró en mis brazos porque extrañaba su ciudad, a sus amigos. Lloraba por unos imbéciles que le amenazaban por mensajes…

–Nunca he ido a Saint Tropez pero si me presento allá, les daré una buena tunda a tus amigos de tu parte. –Él se rió de mí con ternura, como si fuese incapaz de verme pegando a nadie.

–Y eso no es todo. Ayer discutí con Adeline.

–¿Por qué?

–Íbamos a quedar mañana. Lo tenía todo preparado. Mis padres se van a cenar fuera y quería invitarla a comer pizza y ver pelis en casa…

–¿Y?

–Ella me dijo ayer que se iba de vacaciones.

–¿Y?

–Eso. –Suspiró–. Se va, así sin más. Ya lo tenía todo dispuesto y ella lo sabía. Y ayer me soltó un “no estaré ese día, me voy de vacaciones con mis padres”. Creo que si no hubiese sacado yo el tema, tal vez me lo hubiese dicho cinco minutos antes de la cita. Siempre hace lo mismo ¿sabes? Siempre se preocupa por ella y por sus cosas, y a los demás, que nos jodan.

–No seas duro con ella. –Le pedí, porque en realidad no me imaginaba a Adeline siendo cruel con alguien.

–Intento no serlo, pero a veces me desquicia. Siento que no le importo más que un mero entretenimiento. A veces está disponible pero no le apetece verme, otras queda conmigo pero a última hora lo cancela porque tiene otras cosas que hacer. Solo quedamos cuando ella quiere y cuando le pides quedar, siempre tiene algo por lo que llega tarde, o algo por lo que tiene que irse pronto…

–¿Te está esquivando?

–No, es solo que vive en su galaxia, y sus normas sociales no son las mismas que las nuestras. No parece importarle que me moleste que se pase toda nuestra cita con el móvil, o no le parece malo que llegue veinte minutos tarde cuando yo llevo esperándola a la intemperie con frío, lluvia o viento. Pero lo peor de todo es que cuando discutimos, ella no parece darse cuenta de las cosas que hace y siempre le pilla de sorpresa cuando el dices “me molestó que…”

Suspiró.

–Hace un mes discutimos porque besó a otro chico. –Se mordió el labio y me apartó la mirada–. Estábamos todos juntos, con unos amigos suyos. Estábamos algo borrachos todos en un pub, estábamos haciendo un poco el bobo y un amigo y ella se besaron. En el momento no me molestó. En realidad no tiene importancia porque son amigos con confianza, nada más, pero supongo que le di muchas vueltas a la cabeza y le dije que me molestó. A lo que ella no entendía qué le había molestado de aquella noche. Tras explicárselo pareció aún más anonadada y se limitó a ignorarme. Yo me enfadé aún más. Creo que ha sido la peor discusión que hemos tenido.

–¿Seguís juntos?

–Sí. –Dijo, aunque no fue un “Sí” muy convencido–. Me dijo que hablaríamos cuando volviese de vacaciones. Así que estaré una semana jodido hasta que vuelva y podamos hablar las cosas con calma.

–Seguro que todo se soluciona. –Dije, no muy convencido. Y en realidad no le deseaba ningún mal, pero me hubiese alegrado si hubiesen roto en ese mismo instante–. Eres un buen chico, sería boba si te dejase escapar…

Él me revolvió el pelo y dejó su mano en mi rodilla de nuevo. Me apretó con fuerza, con complicidad, y después la dejó muerta sobre mi pierna, a mi merced. Pero yo no la toqué. Súbitamente recordé que nosotros también nos habíamos besado. Él seguro que no se acordaba de ello, e incluso llegué a pensar que no le habría dado la importancia que para mí implicaba. Pero seguro que eso ahora cambiaría porque él le había dado importancia a algo similar. ¿O no lo era? Me mordí el labio inferior y solté un gran suspiro. Pensé que tal vez me odiaba por haberle besado, o que estaba viendo en su novia la culpabilidad que sentía en sí mismo. ¿Acaso no recordaba el beso?

Le miré detenidamente. Estaba ahí, tumbado a mi lado, casi muerto, en mi mano. Arranqué una brizna de hierba y recorrí sus mejillas y sus pómulos con ellas. Él sonrió a reconocer el tacto de la brizna sobre su piel, entreabrió un ojo para asegurarse de lo que era y después lo cerró de nuevo dejándose hacer con tranquilidad. ¿Cuántas cosas sabría que no querría contarme? ¿En cuántas cosas pensaría que ni siquiera llegaba a imaginarme? ¿Cuántos momentos recordaría? ¿Tantos como yo? ¿Más? ¿Qué se me estaba escapando de toda esta amalgama de palabras lanzadas al aire que él atravesaba con un sable y yo mendigaba por las sobras?

–Huyamos juntos. –Dijo, parafraseándome–. Lejos…

–Es una locura. –Dije mucho más cuerdo y razonable de lo que me recordaba.

–Enloqueceremos de todas maneras.

 

–––.–––

 

Vesti la Giubba (Ponte el traje) es una famosa aria para tenor de la ópera Pagliacci, de Ruggiero Leoncavallo. Vesti la Giubba es el final del primer acto, donde el payaso Canio (Pagliaccio) descubre la infidelidad de su esposa, pero se ha de preparar para un espectáculo que debe continuar.

 




Capítulo 16 (Parte II)    Capítulo 18 (Parte II)  

 Índice de Capítulos


Comentarios

Entradas populares