NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 16 (Parte IV)

 

Capítulo 16 – No me interesan las mujeres.

 

Los días pasaban de un plumazo, como si al levantarme cada mañana se me hubiesen escapado dos días, con sus noches, entre ronquidos. Después de haber superado la primera evaluación los profesores parecieron calmarse un poco con su dosis de estrés diario y ya teníamos los ojos fijos en la segunda evaluación que terminaría a principios de abril. Por lo pronto pude desentenderme un poco del estudio diario y limitarme a hacer los deberes que mandaban, que algunos días eran más que suficientes como para ocuparme toda la tarde. También sumé algunas horas dedicadas a lecturas personales y a ver algunas películas que tenía pendiente. Era un misterio como, si me lo proponía, podía ocupar cada segundo del día en tareas productivas sin dejar espacio para perder el tiempo, tirado en la cama o molestado a mis padres. Pero si esos días de productividad se prolongaban demasiado sucedía que un día de repente me desplomaba desde primera ahora de la mañana en el sofá y no era capaz de hacer nada en absoluto, reconcomiéndome entre la culpabilidad de no estar haciendo nada y el resentimiento a levantarme del sofá.

–A veces tu cerebro también tiene que desconcertar –Solía decirme mi padre cuando le comentaba la situación, mientras que mi madre era algo más dictatorial.

–Para estar ahí tirado ayúdanos a limpiar, al menos.

Y así se sucedieron los últimos días de enero, entre días que pasaban de un plumazo e improductivas jornadas de suspiros y quejas. A veces yo mismo me daba cuenta de que los días se me escapaban inevitablemente de las manos, incapaz de retenerlos, pero por otra parte lo agradecía, pues no tenía sentido retener algo que bien poco me importaba.

La noche del primero de febrero mis padres y yo asistimos a una cena que nuestros amigos organizaron en conmemoración del cincuenta cumpleaños de Geroge van Hayden, uno de los del grupo de los que ya hablé con anterioridad. Recuerdo haberme dirigido a él como hijo de un copista de arte, que se dedicaba a la tasación de antigüedades y del cual no se conocía pareja estable. Es un poco rancio, hacer referencia de alguien mencionando su trabajo, el de su padre y si tiene o no esposa. Sin embargo es una manera muy efectiva de evocar a alguien en la memoria de otro ser o incluso de dar una rápida descripción del mundo en que se codea esa persona. Pues la personalidad interior siempre ha de quedar como un misterio para el lector.

Desde que era conocedor de la relación que Mike y mi madre tenían me era mucho más difícil asistir a ese tipo de reuniones que antes me habían parecido tan amistosas, pues ahora podía ver que había un secretismo general que rompía con facilidad el lienzo de “verdadera amistad” que yo mismo había creado sobre ellos basándome en una mentira piadosa que yo mismo había diseñado y me había empeñado en creer. Sin embargo era capaz de hacer cierto esfuerzo, ponerme mi mejor camisa, un mullido jersey y presentarme frente a ellos como uno más, tal como había sido siempre, pero ahora me sentía más dentro que nunca, conocedor de los misterios, como quién conoce los atajos al meterse en un enrevesado laberinto.

Comencé a adoptar nuevas costumbres, como era medir mucho más mis palabras antes de soltarlas, pues podía hacer saltar la liebre, como se suele decir, o descubrir el pastel. Era mucho más piadoso con todos, que no condescendiente, sino consciente de que todos estaban de un modo y otro atados por secretos y presiones. Cuando los veía me preguntaba cuantas más infidelidades o mentiras habría entre ellos. Me preguntaba quienes eran conocedores de la relación que mantenían mi madre y Mike, o si mis padres sabían de algún otro engaño que se había producido entre ellos. Y sin embargo no se percibía por ningún lado ese aura hipócrita que se debería destilar de unas amistades como las que eran, sino que se respiraba un ambiente de tranquilidad y hermandad que bien podrían haberme dicho que alguna vez se acostaron todos juntos en una orgía y me lo habría creído. Aquello podría resultar en dos posibles situaciones, o bien la amistad podría perdurar durante años, o la ponzoña se cobraría unas cuantas vidas y el resto se verían obligadas a desertar. Me lo imaginaba con total claridad, como de aquello a unos años solo un par se hablarían, dos de ellos quedarían a tomar café una vez al mes y el resto solo se enviarían postales el día de navidad. Era un clásico. Nada perdura para siempre.

Aquella noche cenamos en un restaurante en el centro de Ámsterdam. Ya habíamos ido otras veces y unos cuantos a la mesa eran amigos de un par de camareros. Eso hizo de la velada algo mucho más familiar de lo que ya era. Pedí un solomillo de cerdo con salsa de aceite, ajo y perejil, y pusieron varias ensaladas en el medio para acompañar la comida. Una de ellas era una deliciosa caprese, que siempre pedían en mi honor, dado que yo me derretía por ella. Pidieron un vino blanco muy dulce, casi parecía un refresco. Mi madre me reprendió en su tan obsesivo modo por haberme puesto una camisa de color negro, cuando según ella no me quedaba bien. Mi padre me respaldó diciendo que me hacía un porte más elegante y el reto de los comensales me doblaron la píldora, porque nadie se atrevería a discutirme nada con mi lengua de plata. Mi madre acabó arrugando la nariz y zarandeándome el rostro mientras me sujetaba de la barbilla.

–Tú te ves bien con cualquier cosa, pero el negro te hace más pálido.

–Soy pálido, mamá.

–Deja al muchacho. –Dijo el anfitrión mientras bebía un poco de la copa de vino. Me miraba desde el otro lado de la mesa, delante de mí–. Cuando se enfada se parece al Ángel Caído de Cabanel, y eso me da mucho miedo.

–Eso es un alago, en mi opinión. –Le sonreí mientras me sonrojaba. Él no lo había dicho en esos términos.

–Mi padre lo pintó una vez, para un encargo que le hizo un conocido. Lo hizo cuando yo era muy joven, y lo tuvo al menos unos meses ya pintado en el taller para que terminase de secarse la pintura y poder aplicarle el barniz. Recuerdo que lo miraba y sentía un escalofrío recorrerme.

–¡Pero si es un jovencito enfurruñado! –Dijo Martha, mientras su pareja Ana le recogía la bufanda que se le había caído del respaldo de la silla.

–Lo sé. –Respondió George–. Pero tenía una mirada tan iracunda, mucho más de la que le he podido ver nunca a mi madre o a mi padre, que en paz descansen.

–Que exagerado. –Apuntó Alicia.

–Es verdad. –Suspiró–. Era como mirar directamente al demonio. Y sentía que si le miraba por mucho tiempo, el verdadero Satanás aparecería por detrás del lienzo para llevarme con él. –Simuló un escalofrío.

–Dios nos libre de semejante pesadilla. –Exageró mi padre con esa voz de clérigo que solía poner–. Tienes una imaginación mucho más portentosa que el mismo Cabanel.

–Tal vez. –Musitó Geroge–. Pues eso veo cuando te enfadas. –Se refirió a mí, apuntándome con el tenedor–. Así que tranquilo, angelito, no te exaltes porque tu madre no aprecie un look elegante.

–En mi humilde opinión. –Apuntó Dani, el antiguo compañero de trabajo de mi padre, con quien siempre compartían anécdotas–. A mí me recuerda más a d'Artagnan, siempre al borde de la exaltación, siempre con la mano aferrando el puño de su espada y dispuesto a un combate a muerte.

–No dudo que sea inteligente como d'Artagnan, –Comentó esta vez Martha–. Pero ni de lejos tiene ese desgarbo. Es mucho más cínico y maquiavélico.

–Os otorgaré a todos el derecho de escribir alguna vez mi biografía. –Dije, divertido pero algo avergonzado de que todos estuviesen pensando en mí de aquellas maneras tan excéntricas–. Pero por el momento no hagamos de esta cena el prefacio, y centremos la atención en el anfitrión. –Sugerí mientras todos me daban la razón, excepto mi padre que meditaba las palabras dichas por sus compañeros, y no pudo por menos que apuntar:

–Es Julián. –Soltó.

–¿Qué Julián? –Dijo mi madre.

–El protagonista de rojo y negro. –Todos volvimos la atención a él como movidos por un resorte–. Es inteligente pero cándido, es familiar pero solitario. Misántropo pero fiel. Es ambicioso y sin embargo puede soltarlo todo cuando quiere algo de verdad.

–Hoy tienes una noche filosófica. –Le dije y todos se rieron pero mi padre seguía meditando en sus propias palabras. Al final el tema se disipó y cada uno volvió a sus conversaciones con su vecino de mesa más cercano. Mi padre, a mi lado, se entretuvo hablando con Martha y su ex–compañero de trabajo, mientras que mi madre y Mike, sentados el uno frente al otro, charlaban animadamente sobre la niña, a la que habían traído y se divertía moviendo el tenedor sobre un plato de pasta. Dani, Alicia y Danna estaban demasiado lejos de mí como para estar atento a qué estaban comentando, por lo que yo mantuve mi atención a George, el cumpleañero.

–Ya cincuenta. –Le dije mientras él sonreía, entre divertido y ofendido.

–¿Eso es un ataque?

–Es una verdad, que duele mucho más.

–Ya llegarás a mi edad. –Dijo, con toda la certeza de la que le caracterizaba el conocimiento.

–Y espero que tan bien como tú. –Suspiré y él me guiñó el ojo, coqueto. Me sirvió un poco más de vino, discretamente para que ninguno de mis padres se alarmase y me miró por encima de su copa mientras bebía. Mirando alrededor era el que mejor vestido estaba. Su trabajo se lo imponía así pero no era nada que no le disgustase. Era de gustos refinados, o al menos, fingir que lo eran. Llevaba una camisa blanca bajo un chaleco beige y un pañuelo, en vez de corbata, con tonos beige y dorados. Sujeto con un alfiler con la cabeza de un león. Era preciosa, pero seguro que no costaba más de veinte euros.

–¿Sabes ya qué vas a estudiar…? –Me preguntó pero no terminó de formular la pregunta porque me vio rodar los ojos–. Supongo que no hay día que pase que no te lo pregunten. ¿Cierto? Y bastante tienes con descubrirlo tú, como para que te molesten en ello.

–Gracias. –Dije aliviado por su comprensión.

–Solo te diré que si decides estudiar la carrera de historiador, tanto de arte como de cualquier otra cosa, puedo ofrecerte un trabajo como mi ayudante. Eres bueno con la gente y estoy seguro de que serías un buen tasador. O al menos, yo te ayudaría.

–Gracias. Mike me ha hecho una oferta similar. –Le sonreí, cínico–. Tendré que estudiarlas.

–¡No dejes que te convenza de trabajar con él! –Dijo, exagerando–. Te morirás de hambre. Conmigo puedo prometerte al menos un diez por ciento de las ganancias que…

–No coartes a mi hijo para que trabaje contigo. –Le espetó mi padre divertido, que por casualidad había oído nuestra conversación–. No por menos del veinte por ciento.

–¿Tú vas a quedarte el diez restante, como su representante? Podría arreglarlo…

–Eso me gusta más. –Dijo mi padre entre risas.

–¿Y si no quiero estudiar historia? –Sugerí al aire–. ¿Y si no quiero ir a la universidad? ¿Y si me meto a monje?

–Ningún hijo mío será monje. –Soltó mi madre, alarmada, y George y Mike se desternillaron. Mi padre me miró sorprendido y yo me desternillé, bebiendo de la copa que mi madre me arrebató al instante–. No más vino. Ya está diciendo tonterías como hace su padre.

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Cuando terminamos de cenar eran pasadas las once de la noche. Habíamos alargado la sobremesa como buenos mediterráneos que no éramos y después de la cena nos condujimos a un pub cercano para escribir el epílogo de la sobremesa. Una vez allí mi padre me pidió un refresco de cola mientras que el resto se dividieron en combinados y cerveza. George se pidió una cerveza negra que combinaba muy bien con su carácter, mi madre un Martini y mi padre una rubia. Volvimos a sentarnos de nuevo en un par de mesas juntas y volvimos poco a poco a la normalidad de la conversación. De nuevo George se había sentado a mi lado, y no parecía dispuesto a dejarme escapar esa noche, mientras que mis padres se habían sentado en la otra punta de la mesa y Martha estaba a mi lado, Pero hablando con la persona que estuviese a su lado contrario. Geroge brindó con su cerveza contra el cristal de mi refresco y murmuró un Skol que me hizo sonreír.

–Espero que fuese broma lo de ser monje, porque tu madre es capaz de no dirigirte la palabra… –Me dijo, medio en broma medio en serio.

–Lo sé. –Suspiré mientras bebía mi refrescó. El camarero nos había puesto un cuenco de gominolas en medio de la mesa y yo me lo acerqué. No tenía realmente hambre pero un impulso me pidió que las comiese–. Pero yo no he nacido para satisfacer los deseos profesionales de mi madre, ni de nadie.

–Bien dicho. –Dijo él, orgulloso, pero rápido susurró–. Pero que no te oiga tu madre. –Ambos reímos.

–¿Acaso no es cierto? –Medité–. Mi madre no me ha tenido nueve meses en el vientre para dedicar mi vida a la satisfacción de nadie, ni de un familiar, ni de un amigo ni de Dios. Así que no, no  voy a ser sacerdote. No tienes que preocuparte por eso.

–Tus palabras son un poco radicales e inconscientes, pero el fondo es cierto. Solo tienes preocuparte de elegir algo que para ti será lo correcto. Para nadie más.

–Supongo. –Medité.

–Pero si alguna vez conoces a una mujer, nunca le digas algo como eso. Si le dices que no has nacido para satisfacerla, la perderás más rápido que un plis. –Dijo e hizo tronar los dedos riéndose–. Sin embargo, si le dices todo lo contrario, más te vale que sea verdad. Y que quede bien satisfecha.

Yo fruncí el ceño asqueado ante su estridente risa. El sentido sexual de sus palabras me había tomado por sorpresa y él no pudo evitar reír aun más cuando me vio fruncir el ceño como si hubiese mordido un limón.

–¿Cómo puedes ser tan misógino? ¿A un hombre no le gusta que le prometan satisfacción sexual?

–Un hombre siempre tiene satisfacción sexual. –Dijo él, bajando el tono–. Pero si le prometes satisfacción a una mujer y no la obtiene, dala por perdida. Una mujer sabe satisfacerse ella sola mucho mejor de lo que puede hacer por ella un hombre. Los hombres necesitan a las mujeres, pero las mujeres solo buscan a los hombres por vanidad. El placer sexual es algo que ellas solas pueden proporcionarse sin necesidad de ningún hombre. Y si además el hombre es más bien torpe, entonces sí que no vale para nada.

–Bonita visión de la sexualidad. Muy generalizada, muy machista… pero original.

–No es nada original. Es la experiencia echa palabra.

–Y tú eres la arrogancia echa carne. –Rodó los ojos y yo sonreí. Se atusó un poco el pelo echándoselo hacia atrás. Era casi tan rubio como el mío, tal vez un poco menos, con el tiempo se le había oscurecido un poco. Sus rasgos eran afilados, eran duros. En cierto modo siempre me había recordado al actor Michael Fassbender, pero algo menos atractivo.

–Solo, recuerda mis palabras. Las mujeres no nos necesitan tanto como nosotros a ellas.

–No me interesan las mujeres. –Murmuré, mientras escondía mis labios en el refresco. Aquello tenía muchas interpretaciones, pero él fue cauto.

–Tal vez aun seas joven. Apenas tienes diecisiete años. Aun te queda mucha vida por delante.

–No lo descarto. Digo que por el momento no me han interesado. Nunca. –Él me miró más cauto de lo que hubiera esperado de él y entre ambos hubo un cruce de miradas que era mucho más que un traspaso de información. Era un desesperado intento por hacerle ver, pero con discreción, y al mismo tiempo suplicarle su silencio, con comprensión. Él se limitó a sonreír de lado, miró alrededor en la mesa y después se quedó mirando su cerveza con una pérfida sonrisa que me puso los pelos de punta.

–Sabes que aquí serás bien recibido, sean cuales sean tus gustos o aficiones. –Dijo, con el tono de voz más normal que pudo. Ya sabes que yo mismo os he presentado a varios…

–Sí, lo sé. –Murmuré mientras volvía a esconderme detrás de mi refresco–. Pero prefiero tomármelo con calma antes de decir nada.

–Haces bien. –Dijo él mientras bebía de su cerveza–. Siempre es mejor esperar al principio. A tu edad nunca se sabe… –Medió sus palabras y mientras hablaba se daba cuenta de que había pasado por alto mucha de la información que yo le había otorgado–. ¿Estás con alguien ahora?

–Más o menos.

–¿Cómo es eso? –Preguntó.

–No voy a darte más detalles. –Dije, cortando por lo sano la conversación. Hice un movimiento con mi mano, tajante, seco. Era suficiente.

–Déjame que antes te dé un consejo.

–Odio tus consejos. –Dije, sincero y dejándome caer sobre el respaldo de la silla–. Dudo seriamente de su eficacia.

–Escúchame. –Reclamó–. Ten bien claro esto: Ninguno de los dos es más que el otro y no dejes que nadie te diga que lo que hacéis está mal. ¿Entendido?

–Hum. –Dije, pensativo–. Creo que eso es lo más sensato que has dicho nunca.

–También lo creo. –Sonrió, satisfecho al verme sonriendo y levantó su cerveza, para invitarme a brindar con él–. Skol.

–Skol. –Repetí–. Oye. ¿Sabías que naciste en el día del Imbolc?

–¿Cómo es eso? –Preguntó y me miró curioso.

–El Imbolc es uno de los cuatro principales festivales del calendario celta, de la rueda del año neopagano, asociado con el ritual de la Fertilidad. Generalmente suele celebrarse en la noche del uno al dos de febrero. El festival se asocia principalmente con la llegada del periodo de lactancia de las ovejas, aprestas a dar a luz en primavera. La Wicca, la religión neopagana, vinculada con la brujería y otras religiones antiguas, lo celebra, entre otras cosas, poniendo velas a la caída del sol, haciendo una limpieza general de la casa, o haciendo visitas o excursiones a ríos o arroyos.

–¿Ahora eres de la religión Wicca? –Me preguntó más sorprendido que interesado y rápidamente se dirigió a Danna–. ¿Ya le has regalado más libros de brujería? –Ella se rió a lo lejos mientras volvía a su conversación.

–Tú que eres de ascendencia alemana deberías estar interesado, al menos.

–Lo estoy. –Dijo mientras se rascaba la mejilla pensativo–. Du bist wirklich der Teufel, versteckt hinter einem gefallenen Engel. (Tú eres realmente el diablo, escondido detrás de un ángel caído) –Me dijo divertido, de lo cual conseguí entender lo suficiente como para rebatirle.

– Ich bin nicht gefallen, Gott hat mich ausgestoßen. (Yo no me caí. Dios me expulsó).

 

 

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