NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 16 (Parte III)
Capítulo 16 – Empiezo a cansarme de esto.
MIÉRCOLES
Su voz se oía por encima de mis pensamientos. Era inevitable. Incluso encerrado en su habitación y yo entretenido con un libro en las manos en su salón, no conseguía ignorarlo lo suficiente como para concentrarme en la lectura. Mientras él había estado recogiendo y limpiando la cocina a mí me había relegado al ocio permitiéndome leer tranquilo en el salón. Había rescatado un libro que me traje de mi casa, una recopilación de cuentos de Chejov que mi padre me había regalado hacía ya un año pero que no había tenido el tiempo para leer. En ese momento recuerdo estar leyendo “Un asesinato”. Un fantástico relato, al más puro estilo de Poe en donde una niñera muerta de sueño fantasea con la idea de matar al bebe que no la deja dormir con su llanto. Me helaba la sangre al principio, pero cuando el móvil de Jacinto sonó en su habitación y comenzó la conversación, ya no pude seguir con el relato. Había delegado toda mi fantasía y mi imaginación a la posible discusión que estaba teniendo con alguien que no sabía quién era, pero que deducir con acierto quién podía ser.
–Solo estaba limpiando la cocina. –Había empezado él, seguramente porque ella le preguntó si era buen momento para llamar. Él reía, al principio. Estaba divertido y podía decir que acostumbrado a esas llamadas.
Yo me quedé con el libro abierto en mis manos, reposando en mi regazo. Atento a la conversación.
–Sí, claro. No, no pasa nada. No estaba ocupado. No. ¿Y tú qué tal? –Pausa–. ¿De veras? Qué bonito, seguro que se ha hecho muy grande desde que lo compraste. ¿Le compraste la comida que te recomendé? Para roedores es lo mejor. Sí. –Pausa más larga–. ¿De veras? –Su risa, estridente.
Pasados al menos veinte minutos, la conversación se volvió algo más tensa. Jacinto ya no se reía tanto. Las pausas eran más lentas. La conversación se diluyó.
–¿Ahora? No, imposible. –Pausa–. Sí, te he dicho que podía hablar, pero estoy haciendo cosas. No, eso no. Son cosas importantes.
Cerré el libro. Comencé a jugar con la tapa, a arañarla con una uña en una de las esquinas.
–¿Dónde? No, no puedes venir. Estoy con alguien. Te dije que esta semana no podía quedar. ¿Eso te incumbe? Pues no, no es otra chica. ¿Realmente vas a hacer esto ahora? Ya lo hemos hablado. No. –Pausa. Suspiro–. Ya te dije que yo ya no quiero seguir con ello. –Pausa–. No, no es por otra persona. Yo… –Se interrumpió–. Pero… –De nuevo se vio cortado–. ¿Vas a hacer que te cuelgue?
Volví a abrir el libro, pero era incapaz de recordar en qué página estaba. Rápidamente mi atención volvió a la conversación.
–No vengas Adeline, estoy con mi primo en casa. Sí. Sí, él. –Pausa–. Porque no quiero verte ahora mismo. ¿Tan difícil es de entender? No, no es mentira. Está aquí. –Bajó el tono, como si repentinamente consciente de mi presencia en su casa pensase que podía estar oyéndole–. Vale, ya hablaremos. No. –Pausa–. No, no voy a olvidarme. Te prometo que te llamaré pronto. Sí. Sí. Adiós. Adiós.
Un repentino silencio inundó la casa. Estaba completamente paralizado y sin poder hacerme cargo del libro en mis manos. Al rato se oyó como Jacinto salía de su habitación y regresaba a la cocina. Estaba seguro de que habría pasado por el salón para percatarse de que yo había estado completamente al margen de la conversación, pero tal vez lo último que quería era verme, por lo que me quedé allí en el sofá pensativo hasta que me decidí a levantarme, dejar el libro sobre la mesa del salón, y caminar con precaución hasta la cocina. Cuando llegué estaba más o menos limpia, parcialmente ordenada y de ella salía un delicioso olor a té de menta. Jacinto se giró para mirarme y yo le miré con una extraña expresión que ni yo mismo supe qué transmitirle.
–Siéntate. He hecho te. –Dijo y le obedecí sin rechistar. En una taza vertió un poco de té de la tetera y después se sirvió él en otra taza. La mía era suya, de hacía mucho tiempo. Varias veces le había visto beber la leche con unos pocos cereales de chocolate. Era una taza blanca con un dibujo de super–man. Sabía que me gustaba por eso me la ofrecía. Ese gesto tan humilde y sincero me removió por dentro. Cuando se sentó delante de mí suspiró y yo suspiré con él. Era enternecedor verle tan normal, tan costumbrista.
–¿Todo bien? Le pregunté, deseoso de que me diese alguna explicación, pero se limitó a asentir y esa fue la única respuesta a la que se me estaba permitido acceder. Supo con ello que yo había oído la conversación, o al menos gran parte de ella, y él se limitó a hacer como si hubiese recibido una llamada sin importancia. ¿Realmente no tenía importancia?–. ¿Te sigues viendo con ella? –Solté, intentando que no sonase demasiado descarado. Más como un simple comentario curioso. Como algo que le preguntaría su amigo.
–Sí. –Dijo mientras se acercaba la taza a los labios y soplaba. Se quemó al beber y frunció el ceño, dejando la taza a un lado.
–¿Solo os veis…? O… –No quería pronunciarlo, se me hacía muy difícil asumir que él seguía estando con ella, y que me había usado como excusa para no hacerlo esta vez. O que incluso yo era un estorbo para que pudiesen estar juntos. Él me miró sorprendido por mi curiosidad y yo fruncí el ceño–. Si quieres quedar con ella, yo puedo subir a casa un par de horas, por eso no hay problema, de veras. –Me aceleré pensando en aparentar toda la diligencia posible, aunque en el fondo me alegraba ser un impedimento–. Si quieres que vuelva a casa, de verdad, no pasa nada. O si quieres salir con ella a dar una vuelta, por mí no hay problema. Puedo quedarme aquí, o…
–Tú no te vas a ninguna parte. –Sentenció, mirándome con seriedad y enfado–. Y yo tampoco.
–Pero ella… quiere verte…
–¿Y? –Yo le miré algo confuso. No entendía hasta qué punto ellos estaban en una relación de nuevo, si de verdad tenían algo o qué pintaba yo ahí entre ambos.
–No importa. –Dije, derrotado y consciente de que no comprendería nada por mucho que me lo explicase. Podría mentirme, podría ocultarme parte de la verdad, y yo no sabía si estaba dispuesto a saber lo que estaba sucediendo realmente. Ya había lidiado con la idea de que él estuviese con otra persona durante mucho tiempo, y pensar que tenía que volver a vivir aquello era tedioso, pero tenía práctica.
–No hemos hecho… nada… –Sentenció.
–No tienes que darme explicaciones. –Dije, confuso y aturdido.
–No son explicaciones. Es un hecho. Has preguntado. Y ahí está la respuesta.
–¿Entonces…?
–Solo nos hemos visto un par de veces. –Me apartó la mirada–. Ella quiere que volvamos. Estoy seguro de ello aunque no me lo haya dicho.
–¿Y tú? –Me mordí el labio–. ¿Quieres…?
–No. –Sentenció. Fue directo, y esa fuerza se desvaneció enseguida, bajando los hombros.
–Pero ahora no estás con nadie. Nada te impide… ya sabes… tener algo con ella. Aunque sea físico…
–¿Quién te crees para sacar esas conclusiones? –Me espetó tajante. Yo me sobresalté–. No tienes ni idea de nada y te las das de sabelotodo.
–Yo solo digo… –No me dejó terminar.
–Sé lo que estás diciendo. Soy un hombre, me gustan las mujeres, y ambos estamos disponibles.
–Más o menos. –Suspiré y él se mordió el labio inferior mientras agarraba la taza de té.
–No seas tan básico. –Dijo y yo bajé la mirada a mi taza. Soplé sobre ella y bebí un poco. Estaba en el punto exacto de dulzor.
–Ya no preguntaré más. –Murmuré–. Lo siento si te he ofendido. –Debió parecerle extraño que yo me disculpase por lo que soltó un largo suspiro resignado y soltó su taza de té para agárrame a mí la mano sobre la mía. Un fuerte apretón que me dejó indeciso sobre qué hacer o qué decir.
–Tienes todo el derecho del mundo a preguntar, pero no a sacar conjeturas.
–¿Qué sientes por ella?
–Amistad. –Dijo y contuve poner los ojos en blanco–. ¿Satisfecho?
–Supongo. –Dije y estuve a punto de levantarme de la mesa para regresar al salón, pero él no se movía y temía hacer algo que pudiese molestarle.
–Es la primera vez que te quedas sin palabras. –Dijo–. ¿No vas a soltar algún discursito, o alguna reprimenda?
–No. –Dije, sincero. No estaba de ánimo para sincerarme en respecto a nada.
–Yo esperaba que me soltases un maravilloso texto, con tesis y argumentos, sobre cualquier reflexión que se te pasase por la cabeza. Como acostumbras a hacer.
–No. –Volví a decir, esta vez soltándolo como un suspiro.
–¿Qué pasa por esa cabecita tuya, querubín?
–¿Qué intentas sonsacarme? –Le pregunté mientras fijaba la mirada en él.
–Una reflexión, tal vez. ¿Un pensamiento? Algo que me ponga en mi sitio.
–Tú sabes muy bien dónde estás. –Suspiré–. No tienes ninguna necesidad de que yo te ubique. –Me miró con una mezcla de seriedad y tranquilidad–. Siempre soy yo el de los discursos, el de las reflexiones y el de las confesiones. Y tú te quedas callado, esperando algo que no llego a comprender. Reflexionando, tal vez, o simplemente ignorándome como si no te importase nada en absoluto lo que te acabase de decir. Cuando a mí me ha costado horrores confesarme. Ya han sido muchas las veces que me has hecho hablar más de la cuenta, y estoy harto de ser para ti un libro abierto y tú sigues tan cerrado en tus mentiras y excusas como el primer día.
–Ahí lo tienes, el discurso. –Dijo triunfante. Yo puse los ojos en blanco.
–Eso es de lo que hablo. –Dije, hundido y agotado. Bebí un poco de té y estuve a punto de levantarme pero él me sujetó con firmeza de la muñeca para que no lo hiciese.
–Sabes que yo no soy bueno con las palabras. –Se excusó, con una sonrisa bobalicona.
–No es cuestión de expresarte como un literato. Solo di lo que sientes. No hace falta que seas un especialista en intrapersonalidad. Hasta un hámster conoce sus necesidades básicas y es capaz de expresarlo. –Le dije y él bajó la mirada a su taza, soltándome.
–Es mucho más sencillo no hacerlo. –Dijo, y levantó la mirada esperando que viese algo en ella que estaba comunicándome. Pero yo no vi nada más que su ego inflamado y su narcisismo esquivando mis peticiones.
–Empiezo a cansarme de esto. –Suspiré–. No sé en qué punto te crees que estás, pero no logro alcanzarte. Y cuando estoy a punto de hacerlo, me apartas, despreciándome como si te ofendiese. –Me mordí el labio. De nuevo me estaba excediendo en mis confesiones. Me levanté esta vez sin que él me detuviese y me hice con mi taza de té–. Aún te queda por recoger. Me vuelvo al salón. Luego vemos una peli, si te apetece. –Miré a través de la ventana de la cocina–. Lloverá, tal vez. –Él me miraba desde su silla, completamente serio. No estaba sorprendido, ni enfadado. Estaba meditabundo con una expresión de seriedad que afilaba todos sus rasgos, los endurecía y se hacía ver mayor de lo que era. A su lado yo también me sentí mayor. Lo suficiente como para marcharme sin dar media vuelta.
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