NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 17 (Parte I)

Capítulo 17 – Quería que fuese mío, pero a la vez, le despreciaba.  

 

Me miré durante al menos cinco minutos seguidos en el espejo de mi cuarto, convencido de que mi pelo estaba bien repeinado. Por mucho que intentase domar los bucles, no había forma posible de que se colocasen de una forma medianamente ordenada. Con los años aprendería a domarlos con gomina o simplemente cortándolos, pero no tenía todavía acceso a esos privilegios, por lo que estuve largos minutos asegurándome de que no parecía recién levantado de la cama. Acababa de ducharme para quitarme el mal olor del sudor de toda la mañana. Ya había hecho los deberes y había ordenado mi cuarto. Me limité a recolectar puntos a favor para que mi padre no tuviese modo de negarme mis peticiones. 

Salí del cuarto y me dirigí directamente al despacho donde estaba trabajando al ordenador. Llamé, me dejó pasar y sin mirarme me preguntó qué deseaba. 

–Me gustaría bajar a ver a Jacinto, y decirle que esta mañana me felicitaron por mis deberes. –Dije, simple, conciso, directo. Él quedó algo turbado por la simplicidad con la que lo había dicho y cuando se volvió a mí no pudo evitar sonreírme con picardía. 

–¿Te han felicitado por tus deberes? ¿Y no me lo has dicho?

–Se me ha pasado. –Mentí. 

–Anda, corre. Ve y vuelve antes de la hora de cenar. –No me hizo falta decirle que ya había hecho los deberes y que había recogido mi cuarto. Yo siempre lo hacía, por lo que no era novedad. 

Salí de casa rápido como un cohete. Bajé las escaleras con toda la ilusión del mundo y cuando llegué a la puerta de su casa me invadió un cegador terror ante la idea de no ser bien recibido. Sentí un escalofrío recorrerme de arriba abajo como una inyección de nitrógeno líquido en mi torrente sanguíneo. Aún estaba a tiempo de regresar a casa, y hacer como si nada. Pero mi padre se extrañaría, y a mí no me costaba nada decir lo que venía a decir y marcharme. Mi mano cayó sobre el timbre antes de poder detenerla y el sonido de este se coló dentro de mi cuerpo, animándome a marcharme. Pero me quedé allí quieto como si mis suelas tuviesen pegamento. No sabía siquiera si me atrevería a entrar. 

Se oyeron pasos y estaba seguro de que sería Jacinto hasta que alguien abrió y al otro lado de la puerta apareció su madre con el rostro iluminado por una amplia sonrisa. Pensé que me saludaría con cordialidad pero antes siquiera de soltar un “Hola” me cogió por las quijadas y me plantó un gran beso en la frente. Entre todos me la desgastarían. 

–Pasa, pasa querido. –Me dijo en un suculento francés provinciano y yo me adentré titubeando. Ni si quiera le había dicho mis motivos para venir pero ella me recogió en su casa como si fuese un hijo más. Me acunó en sus brazos como a otro de sus bebés y me dio de mamar sin saber si quiera si yo seguía tomando leche de pecho–. ¿Quieres un zumo de melocotón? Los compré ayer. Deben estar deliciosos. 

–Vale. –Dije algo cohibido. Tanta amabilidad me sobrepasaba. El carácter mediterráneo, supuse. Cuando llegué a la cocina estaba aún limpiando porque noté algo de desorden pero ella no se disculpó y a mí me trajo sin cuidado. Sacó de la nevera un tetra brik con zumo de melocotón y una pajita. La verdad es que estaba muy bueno. Después empezó a hurgar por los mueves pero no encontró nada que ofrecerme a lo que yo me excusé con educación–. En realidad he venido a hablar con Jacinto. –Dije, y esperaba de corazón que se encontrase en casa. A lo que ella me acompañó a su habitación y me dejó allí ante aquella puerta cerrada con un maravilloso cartel de “No molestar” colgado de la madera. ¿No debería molestar? Su madre parecía haber obviado el cartel. ¿Yo debería hacer lo mismo?

Toqué con los nudillos, algo cohibido y receloso de lo que pudiera encontrarme en el interior. Me sorprendió una fuerte voz desde el interior que me hizo retroceder un paso. 

–¡Lárgate! 

Me quedé tan helado que enmudecí y no fui capaz de sacar una sola palabra de mi garganta. Me había gritado, seguro pensando que era su padre o su madre, y no yo. Eso no me impidió tocar de nuevo pero esta vez no obtuve respuesta ninguna a lo que me decidí a abrir la puerta y colar la mirada hacia dentro. Le encontré sentado en el escritorio, torcido para darme la espalda, con el codo sobre la mesa y un libro de clase en las manos. Parecía de todo menos concentrado en la lectura. 

–¿No te he dicho que…? –Se volvió a mí y su expresión cambió al reconocerme, escrutando dentro de la habitación aun sin entrar. Intentó suavizar sus facciones y mostrarme media sonrisa, pero le fue casi incapaz–. Ah, eres tú. 

–Sí. Yo. 

–Lo siento. –Se disculpó cuando yo también fui seco y firme–. ¿Querías algo?

–Sí. He venido a contarte que esta mañana me felicitaron por entregar mis deberes todos bien hechos. Como también fue mérito tuyo… –Me quedé sin palabras–. Pues eso… ya sabes. 

–Ya… –Suspiró y me regaló una endeble sonrisa–. Me alegro de que te hayan felicitado. –Miró el brik de melocotón en mi mano–. Ya veo que mi madre te ha abastecido de víveres. 

–Sí. –Alcé el zumo y él me sonrió de nuevo, sin ninguna intención de seguir con la conversación, y mucho de menos de invitarme a pasar a su cuarto. ¿Debería haber pasado yo sin esperar a que él me lo pidiese?

–Pues bien. Adiós. –Se despidió y volvió a darme la espalda para enfrascarse en sus pensamientos. Me destrozó la forma tan cruel con la que me echaba y yo apreté los dientes para contenerme–. Cierra la puerta cuando te marches. –Dijo y yo me quedé ahí petrificado. Tras pensármelo detenidamente cerré la puerta, pero conmigo dentro de la habitación. Me apoyé en la puerta cerrada esperando a que fuese consciente de mi presencia, o al menos a saber qué estaba haciendo si se creía solo. No estaba confiado de que me hubiese marchado tan por las buenas así que mirando por encima de su hombro me descubrió allí, zumo en mano, aguardando por su mirada. Me miró y yo le sonreí cómplice–. ¿No me has oído?

–Te he oído perfectamente. 

–¿Y bien?

–No quiero irme. –Negué en rotundo y levantó una ceja, incrédulo por mi osadía–. Puedes seguir con lo que estabas haciendo, no molestaré. 

–Lo harás. –Sentenció y soltó un largo suspiro, tirando el libro sobre la mesa, con desprecio. 

–¿Qué te pasa? –Le pregunté. Él me miró sorprendido por saber que yo podía reconocer en él un sentimiento que le perturbaba. Los niños son capaces de percibir esas cosas. Con el paso de los años, las seguimos percibiendo pero nos dan igual. 

–Nada. –Dijo y volvió a darme la espalda. 

–No es cierto. Eres muy mal mentiroso. 

–Y tú un maleducado crío que se mete donde no le llaman. –Señaló la puerta con un gesto de su rostro–. Márchate. O te echaré yo. 

–Tendrá que ser por las malas. –Dije desafiante pero él no pudo hacerlo. 

Se levantó de la silla con exasperación y se condujo hasta la cama, donde se dejó caer con un gran ruido de muelles y se tumbó con el rostro en la almohada. Su cintura estaba torsionada, con las piernas cayendo por el borde del colchón y sus pies rozando el suelo. Exhaló una gran cantidad de aire. Pude verlo en cómo sus omoplatos se contorsionaban. Después la soltó despacio y repitió el gesto un par de veces hasta que a los minutos se levantó del almohadón, se quedó mirando a un punto fijo unos segundos y después me devolvió una mirada un tanto más calmada. No era la primera vez que había hecho eso, y tampoco sería la última, como medio de calmar la ansiedad. Cuando me miró, en su rostro se notaba un ligero tono rosado por haber estado hundido en la almohada. Su mirada algo turbada. Se mordió el labio y chasqueo la lengua con disgusto. 

–Ven aquí. –Extendió sus brazos hacia mí y yo no pude contenerme. Como si el mismo Dios me hubiese llamado para su encuentro, como si un ángel me elevase al mismo cielo, caminé hasta él y me encaramé en la cama para acabar en sus brazos. Jamás me había sentido tan sumamente cálido y feliz. Me sentía derretir. Él me quitó el zumo de la mano, bebió de él lo poco que quedaba en el brik y lo dejó encima de la mesilla de noche. Yo le observé con ojos ilusionados por admirar y alabar cada uno de sus actos. Me recogió como a un cachorro, sobre su regazo y yo lo hice mío abrazándole el cuello. El tacto de sus manos sobre mi cuerpo, todo él bajo mi peso, aquello pudo haberme producido un paro cardíaco en ese mismo momento. El calor de su pecho al lado del mío, nuestras piernas enredadas unas sobre otras. Sus manos perfilando el contorno de mi cintura como Hades sosteniendo a Proserpina en la escultura de Bernini*. Sus palmas se unieron en mi espalda y me sostuvo con fuerza. 

En ese momento era mío, lo tenía para mí en cuerpo y alma. Podría haberle pedido cualquier cosa que él me la habría concedido, pero no me atreví a decir una sola palabra que pudiera estropear el momento. Nos miramos durante unos segundos a los ojos, intensamente, durante un periodo de tiempo que para mí fueron años enteros, con sus fríos inviernos y sus cálidos veranos. Nos dijimos muchas cosas en aquella mirada y nos callamos muchas otras que en realidad también reflejamos. Rompió el contacto visual con una sonrisa triste y escondió su rostro en mi cuello. Aquello sí que no me lo esperaba, y aunque lo deseaba, no supe como reaccionar cuando su mejilla estaba rozando mi clavícula. Su aliento calentaba mi piel y su pelo me perfumaba como el más cotizado perfume. Sus cabellos ondulados me acariciaron con la más sutil delicadeza. Me sentí bendecido por Dios y a la vez maldecido. 

Hundí mi mano en su nuca para que no se le pasase por la cabeza apartarse ni un solo milímetro de mí. Perfilé con los dedos su oreja, la forma de su mandíbula y escondí mi nariz en su cuero cabelludo. Su olor fue el elixir más puramente destilado que he catado en mi vida. Estaba a punto de orinarme del gusto cuando él habló susurrando mi nombre. 

–Ícaro, perdóname. 

–No hay nada que perdonar. –Dije y él negó con el rostro, en mi cuello. Sus labios habían rozado mi piel. Aquella zona me quemaba con ganas. Me sentí desfallecer y me pregunté si él estaba haciendo aquello solo por torturarme o realmente también deseaba ese contacto–. ¿Seguro que está todo bien? –Murmuré temeroso de que me soltase, de que me repudiase y me odiase. Pero él se limitó a morderse el labio inferior y fruncir el ceño, o bien aguantando el llanto o bien pensando en algo de mucha profundidad–. Shh. –Chisté intentando acunarle en mi pecho. Le abracé con más fuerza y él se dejó hacer. 

Soltó varios suspiros consecutivos, intentando no llorar. No lo haría delante de mí pero haberse mostrado tan sumamente inocente en mis brazos ya me había hecho perder en mi propia imaginación. En mi mente ya le había hecho caer sobre la cama y le había consolado con pasionales besos. Pero eso no se me estaba permitido. Si volvía a repetirme aquellas palabras del diablo, podría no tomármelo con serenidad. Probé a besar su cabeza. No hubo reacción ninguna. Ningún cambio. Murmuró al tiempo un “joder” y yo le miré algo asustado. 

–¿Ha sido por el instituto? –Pregunté, y él asintió. Volví a besarle la cabeza–. ¿Qué cosa tan grave ha pasado para que te pongas así? –Pregunté y él negó con el rostro. No había pasado nada malo–. ¿Echas de menos tu antiguo instituto? –Él asintió–. Acabarás acostumbrándote a este. 

–No quiero acostumbrarme. Quiero regresar a casa. –Esas palabras me partieron el alma. Me desintegraron en un solo momento. Me hicieron enmudecer. ¿Acaso yo no importaba? ¿Acaso yo no era nada? ¿No contaba como motivo para que desease quedar aquí? ¿Acaso no apreciaba como yo el maravilloso paisaje de los pavimentos encharcados y ese olor a rocío cada mañana? 

No quise decir nada. Nada en absoluto. Me había herido en lo más tierno de mi ser y a pesar de ello no quise soltarle, no quise dejar de abrazarle porque el contacto de su cuerpo con el mío me saciaba hambres que no había conocido nunca. Suspiré yo también, desanimado y acongojado con su petición, y cuando él alzó la mirada para escrutarme comprendí que mi odio y resentimiento habían desaparecido. No valían nada en comparación con su mirada. Tan tierna, tan pura, tan sincera. Haría lo que fuera por esa mirada, matar, morir y hacer girar el mundo en dirección contraria si él lo deseaba. Le dejaría marchar, si es lo que me pedía. Sin luchar, si él decidía que debía ser así. ¿Pero cómo permitirlo?

–No me mires así. –Le supliqué en un susurro apenas audible y él entonces cerró sus ojos, pero su rostro seguía vuelto a mí. Besé sus párpados, su frente, sus pómulos y sus mejillas. Después sus sienes y sus orejas. Tenía las orejas más preciosas que había visto nunca–. No estés triste, por favor. Tú mismo dijiste que acabarías olvidándote de tus amigos… 

–Sí, pero en el transcurso del olvido, duele. 

–Duele. –Dije. Y cómo dolía. Saber que no era feliz y que yo no podía hacer nada por remediarlo. Cómo dolía desear besarlo y saber que no me dejaría ni intentarlo. Me detendría antes de poder catar siquiera sus labios y eso es lo que me dolía. Mis manos temblaron mientras acariciaba su nuca. ¿Cómo era posible tenerlo tan tranquilo, tan suave y tan sumiso a mi alcance y que sin embargo se encontrase tan tan lejos de mí? Estaría pensando en sus amigos, en sus amigas, en sus profesores y en la familia que había dejado atrás. Yo no era más que un divertimento momentáneo, un cuerpo al que abrazar mientas su mente volaba lejos, hacia el Mediterráneo. Cómo me dolía saberlo, y no poder soltarle. “Te quiero” Quise decirle. Pero no me entendería. “Quiero que me beses” pero no lo haría. Quería que fuese mío, pero a la vez, le despreciaba.  

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*Gian Lorenzo Bernini (Nápoles, 7 de diciembre de 1598–Roma, 28 de noviembre de 1680) fue un escultor, arquitecto y pintor italiano. Trabajó principalmente en Roma y es considerado el más destacado escultor de su generación, creador del estilo escultórico barroco.

*El rapto de Proserpina es una escultura realizada por Gian Lorenzo Bernini entre los años 1621 y 1622 perteneciente, por lo tanto, al Barroco.




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