NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 16 (Parte I)
Capítulo 16 –
Antes morir que consentir
Cuando estuve listo, aseado, cambiado y
peinado, mi madre me despidió con un beso al aire y mi padre y yo salimos del
piso para bajar al descansillo inferior. Mochila a la espalda y manos dentro de
la chaqueta tocó mi padre el timbre y esperamos unos eternos segundos a que
alguien saliese a recibirnos. Era la primera vez que oía como sonaba este
timbre. Era más agudo que el nuestro, más chirriante, pero más escandaloso.
Cumplía bien su función al fin y al cabo. Cuando la puerta se abrió Jacinto
salió por ella, se despidió de sus padres con un grito y cerró con un portazo.
Se notaba en su rostro que tenía mucho sueño y que ser su primer día de clase
le había amargado el día. Apenas nos saludó con un gemido de su garganta pero
para mí fue suficiente estímulo para morderme las mejillas. Había sido tan
profundo y ronco que creo que aquello lo repetí en mi mente durante varios
minutos mientras llegábamos a la calle.
Cuando estuvimos fuera, él tembló con un
intenso escalofrío y se hundió aún más en su abrigo. Portaba una gruesa
chaqueta con estampado militar y una fina bufanda cubriendo parte de su rostro.
Aquello me enterneció. Aún era de noche, pero a través del horizonte se podía
vislumbra que en poco minutos saldría el sol para quedarse todo el día.
–¿Qué vas a dejar para el invierno? –Le
preguntó mi padre cuando le vio esconderse dentro de la bufanda mientras
caminábamos. Jacinto respondió con un gemido lastimero y mi padre le pasó el
brazo por los hombros, como queriendo infundirle ánimos–. Mi hijo y mi mujer
son de sangre fría, pero nosotros que procedemos de tierras más cálidas nos
acostumbramos peor al frío, ¿cierto?
–Y que lo digas. Mi madre ya ha puesto la
calefacción en el piso. Por la noche refresca…
–Necesitas algo que te caliente la cama.
–Dije yo y ambos me miraron pensativos. Rápido enrojecí hasta las orejas y les
aparté la mirada. Me tapé las orejas con el cabello y me corregí tras un
carraspeo–. Una bolsa de agua caliente, o de arena caliente… quise decir.
–Te habíamos entendido. –Remató mi padre y
yo me hundí en el cuello de mi chaqueta, maldiciéndome.
De camino a mi colegio apenas había quince
minutos andando. Un poco más arriba estaba el instituto donde trabajaba mi
padre. Hasta allí veinte. Estos quince minutos solían hacerse amenos pero aquel
día fueron los más largos de mi vida. Quince minutos en los que caminaba por
las mismas calles que había hecho siempre, cruzando por los mismos pasos de
cebra, cruzándonos con las mismas personas que tenían rutinas similares a las
nuestras. Viendo los mismos escaparates y el mismo ruido matutino de siempre.
Pero con él. Ya no podría ir por aquí nunca más sin saber que una vez caminé
por aquí, justo por aquí, con él y me debatía en si darle la mano, engancharme
a su brazo con la excusa del frío, o simplemente entablar aunque fuese una
nimia conversación. Él parecía demasiado ido para conversar y yo estaba
demasiado temeroso como para atreverme y llevarme un rapapolvo. Me vi tan
vergonzoso y retrotraído como el maldito fauno del cuento. Me maldije por segunda
vez en menos de un minuto.
–¿Nervioso por tu primer día? –Le pregunté
a lo que él me lanzó una mirada furiosa. A los segundos suspiró, seguramente
arrepentido de haberme mirado así y me contestó con toda la amabilidad que le
permitía haber madrugado.
–No, la verdad. Seguro que a pesar de que
este sea otro país, es igual que en cualquier parte. El primer día será un día
perdido entre presentaciones, consejos y listas de normas…
–Seguro que sí. –Dijo mi padre.
–¿Y tú? –Le pregunté a él–. ¿Nervioso por
ser el primer día de clases? Conocerás muchos alumnos nuevos…
–Un poco. –Se confesó–. La verdad es que
nunca sabes lo que te vas a encontrar…
–¿Seguro que no puedes ser mi profesor?
–Le preguntó Jacinto a mi padre y este rió, negando con el rostro.
–No. No podemos impartir clase a
familiares…
–¿Y cuando yo vaya al instituto? –Pregunté–.
¿Tampoco me darás clase?
–Tampoco. –Negó.
–¿Cuánto te queda para llegar al
instituto?
–Dos años. –Dije y él asintió pensativo–.
Cuando esté en mi último año de preparatoria, tú estarás en primero de tu
instituto .
–Sí. –Asentí, emocionado y ambos nos
sonreímos.
–Eso si llegas a hasta allí. –Dijo mi
padre, frío y cortante como nunca lo había visto. Acababa de arrastrar por el
suelo mis ilusiones y las esperanzas de él. Jacinto le miró consciente de que
mi padre sabía de sus notas y bajó la mirada al suelo. Mi padre se corrigió–.
Me refiero a que la preparatoria no es obligatoria. Siempre puedes terminar
este curso y hacer algún módulo…
–Sí, ya lo había pensado.
–Piensa en ello. Tienes todo el año.
…
El día en clase fue del todo normal. Mi
profesora de matemáticas me felicito por haber entregado todos los deberes bien
hechos y comenté con mi profesor de historia si no estarían estigmatizando
demasiado a las sociedades de la prehistoria, a lo que él se quedó patidifuso
sin saber qué contestar al respecto. Tartamudeó un rato hasta dar con una
respuesta que me satisficiera y juro que de seguro se pensó mandarme al
director por haberle hecho tal compleja pregunta. La clase de inglés fue
aburrida, como siempre, y la clase de educación física agotadora, para variar.
Cuando salí de clase esperé encontrarme a mi padre y a Jacinto esperándome,
pero allí solo estaba mi padre, con su usual cartera de cuero en la mano
golpeándose la rodilla mientras me esperaba. Me dio un beso en la frente y
caminó conmigo como si nada.
–¿Jacinto?
–Ha salido pronto. Como era un día de
presentación los soltaron a las doce. –Dijo “soltar” como si de un rebaño se
tratase–. Yo quise retener a mis alumnos, pero la marea se los llevó a
todos.
–Ah, –solté, decepcionado–, pensé que
estaría.
–Lo siento. –Se disculpó, por algo que no
era su responsabilidad–. ¿Qué tal tu día?
–Bien. En general algo aburrido, pero
bien.
–¿Qué tal en educación física? Aún tienes
el peló húmedo de sudor. –Dijo mientras me revolvía el pelo donde me había
besado.
–Lo sé. Agotadora.
…
Cuando llegamos a casa comimos en
silencio, recogimos la cocina entre miradas divertidas y cuando terminamos le
arrastré al salón sujetándole con fuerza de la muñeca. Él se quedó algo
confundido pero cuando le hice caer en el sofá y le traje el libro de Molière
me sonrió de oreja a oreja.
–No te me vas a escapar. –Le dije con
picardía y me lancé a su lado para apoyar el rostro en su hombro y él empezó a
leerlo mientras carraspeaba para imitar las voces de los personajes.
–Acto primero. Escena primera. Argán, solo
en su alcoba y sentado a una mesa, ajusta con… –Le interrumpí tapando la página
con mi mano, disgustado.
–Ve directo a la escena de Angélica y
Cleonte. –Mi padre me miró al principio algo meditabundo y apesadumbrado, pero
rápido decidió complacerme yendo directamente a la escena. Comenzó a narrar. La
escena que me gustaba comenzaba cuando Cleonte le pide a Angélica que cante con
él la historia de un pastor que se topa con una pastorcilla llorando
desconsoladamente porque un bravucón ha intentado agredirla. Él se enamora de
ella hasta tal punto que decide ir un día a verla a su hogar para pedir su mano
en matrimonio. Pero se encuentra con la funesta escena de que ella ya está
prometida y se está celebrando el enlace de su boda. Ella también le ama y
delante de sus familiares ambos se declaran su intenso amor. Lo maravilloso de
esta historia es que una perfecta ironía de la situación que Cleonte y Angélica
viven en la trama de El enfermo imaginario.
Mi padre comenzó haciendo a Cleonte.
–Mi sufrir, bella Filis, es excesivo
sufrir. Este duro silencio rompamos y nuestro pecho abramos. Mi destino
mostradme: ¿Vivir debo o morir?
–Ya me veis. –Dije yo, haciendo las de
Angélica–. Tirsis, triste y melancólica ante los desposorios que tanto os
acongojan. Abro al cielo los ojos, os miro, suspiro… ¿qué más puedo decir?
–¡Oh, bella Filis! ¿Sería tan dichoso,
Tirsis enamorado que hueco hubiera hallado en vuestro corazón?
–A tal punto llegados, defenderme no
puedo, Tirsis, os idolatro.
–¡Oh frases de esperanza suma! ¿Las he
oído bien? Repetidlas y cesen ya mis dudas.
–Te adoro.
–Otra vez, por favor.
–Te adoro.
–Repetidlo cien veces, no os
canséis.
–Te adoro, sí, te adoro, te adoro Tirsis,
te adoro. –Grité.
–Dioses, y reyes que contempláis a
vuestros pies la tierra, ¿podríais comparar con mi dicha la vuestra? Mas, ¡oh,
Filis!, este éxtasis, la idea de un rival viene a turbar.
–Más que a la muerte mi alma lo detesta y,
lo mismo que a vos, su vista me atormenta.
–Pero una promesa paternal os
obliga.
–Antes morir que consentir, antes morir.
–Terminé. La escena finaliza con el padre deteniendo el canto horrorizado por
la idea tan profana del amor.
Mi padre y yo nos miramos y me recosté aún
más en su hombro, abrazándole el brazo con fuerza. Cerré los ojos y visualicé
la maravillosa escena. Mi padre cerró el libro y lo dejó en su regazo con un
largo suspiro.
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