NO TAN ALTO, ÍCARO ⇝ Capítulo 15 (Parte IV)
Capítulo 15 – Nadie va a creerte.
Ambos nos estremecimos de pies a
cabeza. Pude sentir como todo su cuerpo se tensaba en mis brazos y me apartaba
de él con la precipitada decisión de ponerse en pie e interponerse entre ambos,
entre la puerta de su habitación que daba directamente al pasillo de entrada, y
yo. Apenas nos hubiera dado tiempo de cerrar la puerta de golpe, o incluso de
esconderme. Apenas nos hubimos puesto en pie el rostro de su padre ya asomaba
por el umbral de la puerta como un orondo orco que rastrea con su olfato el
olor de dos víctimas. Volvió su rostro, ensombrecido, amarillento y
descompuesto hacia el interior de la habitación descubriéndome al lado de
Jacinto, intentando no mirarle directamente pero sin poder evitarlo. Jacinto
era el que prefería no mostrar su rostro de frente, tal vez pensando que así no
le provocaba, pero mi sola presencia allí le descompuso.
Por un momento me sentí completamente
culpable de todo lo que estaba a punto de suceder. Pero otra parte de mí, la
que controlaba el resto de pensamientos, me deshizo rápido de toda culpa, de
todo remordimiento, y comenzaba poco a poco a enrojecer mi rostro con la cólera
más iracunda. Su madre apareció detrás de su padre, y al verme, ella también
pudo comprender lo que estaba a punto de suceder, pero al contrario que yo,
prefirió desentenderse desapareciendo por el pasillo, en dirección a la cocina.
–Ahora lo veo claro. –Dijo su padre,
con toda la serenidad de la que era capaz, como si hubiese alcanzado el nirvana–.
Aquí tenemos al instigador de las absurdas ideas que he encontrado en la mente
de mi hijo. –Me señaló con una mirada cargada de resentimiento y Jacinto puso
una mano sobre mi vientre, colocándose delante de mí.
–Solo ha venido a verme y a que le preste
algunos libros que necesita para clase. –Me exculpó, mintiendo, pero su rostro
empapado en lágrimas eran suficiente prueba de la verdad–. Solo es un crío. Él
no tiene culpa de nada.
–Ese crío te ha metido ideas de loco en
la cabeza. –Esta vez le señaló a él, con un grueso y sucio dedo calloso–. ¿O
acaso te crees que soy idiota? Antes de sugerirle ideas descabelladas a otros,
métete en tus propios asuntos. –Yo no dije nada, me mordí el labio inferior.
–Ya se iba. –Dijo Jacinto empujándome
detrás de él, señalando con la mirada el escritorio sobre el que había unos
cuantos libros esparcidos–. Coge el libro y vete a casa. Tus padres te están
esperando.
–Este muchacho no se va a ningún lado.
–Sentenció él, poniéndome los pelos de punta, sintiendo un tremendo revoloteo
de adrenalina danzando por mi estómago. Como si sus palabras hubiesen sido una
flagrante amenaza, Jacinto se puso en tensión, cerrando los puños y
retrocediendo un paso–. Tal vez no dejé suficientemente claro que ni él ni
nadie de su familia son bien recibidos aquí, y tampoco nosotros en su casa.
Pero no solo me desobedeces subiendo allí arriba a contarles nuestras
intimidades que no le interesan a nadie, sino que te bajas a este muchacho
aquí, ¿para qué? Para que siga comiéndote la cabeza con absurdas ideas de que
tienes que marcharte de esta casa. ¿Y a dónde vas a ir? ¿Hum? A ningún lado.
–No puede marcharse porque tú se lo
impides. –Dije, recibiendo una fulminante mirada de ambos. A lo lejos se oía el
llanto de su madre, ahogado por la lejanía de la cocina. Nadie más parecía
oírlo.
–¿Ves? Lo que yo te decía. Está
demente. –Le decía a Jacinto, haciendo como que yo no estaba. Eso era incluso
peor que dirigirse directamente a mí.
–¡Tú sí que estás loco! Entrando en un
establecimiento y golpeando a la gente, por un interés egoísta. Te da rabia que
tú hijo es mil veces más honrado que tú y al menos se permite conservar un
empleo. ¿Es envidia? ¿O simplemente tienes que tener el control sobre todo? Sé
perfectamente qué pensaste cuando supiste que quería marcharse de casa.
Pensaste “Se va él único de esta casa que me aguanta los golpes. A mi esposa un
día de estos la mataré, pero este aguantará unos cuantos años más.
Jacinto comenzó a temblar tras mis
palabras y su padre tenía los ojos inyectados en sangre, mirándome
directamente.
–Lárgate. –Me murmuró Jacinto
empujándome hacia el escritorio, pero yo no me moví.
–Eres despreciable. –Solté, apretando
los dientes por la rabia–. Escoria. Pudrirte de por vida en una cárcel es lo
mejor que puede pasarte. A las personas como tú habría que donarlas para
experimentos médicos. ¡Si me dejasen a mí! Te sacaría uno a uno los órganos
para ver cuánto aguantas con vida.
–Basta. –Murmuró Jacinto, intentando
cortarme, pero su padre era mayor amenaza que su súplica.
–Atrévete, crío inmundo. Atrévete a
decir eso de nuevo y tus padres no volverán a verte con vida. ¡Vienes aquí
dándole consejos desde tu vida perfecta y te crees alguien porque no has tenido
que pasar nunca penurias de dinero! ¿Qué hago yo discutiendo con un crío que ni
tiene pelo en los huevos? Una buena bofetada tendrían que haberte dado tus
padres hace tiempo para que se te quitase esa malsana arrogancia.
–Mis padres no son animales. –Le
espeté, con la mano de Jacinto agarrándome el antebrazo, impidiendo que me
acercase más, manteniéndome a ralla–. Tal vez a ti te haga más falta que a mí.
Para que no vayas como un energúmeno a joderle los trabajos a los demás. Tú te
bastas solito para perder el empleo, pero los demás no tienen la culpa de que
seas un ladrón y un bastardo.
–¡Basta! –Gritó Jacinto cuando sintió
que su padre se acercaba más de la cuenta a nosotros. Yo estuve a punto de
ponerme delante de Jacinto pero este me empujó cerca del escritorio–. Lárgate.
–Me pidió, pero antes de poder decir nada más su padre le había cogido del
brazo para apartarle y acceder a mí. Jacinto se lo impidió, sujetándole de los
brazos e intentando frenarle, lo cual no sirvió de mucho, porque poco tardó en
deshacerse de él, empujándolo y haciéndole caer en la cama.
Para entonces yo ya me había hecho con
unas tijeras que había en el escritorio, metidas en un bote de hojalata, y de
punta bien afilada. Tuve el tiempo suficiente como para volverme a él y
arremeter con ellas como si fuesen un puñal. Con un movimiento rápido de mi
brazo, en forma de arco hacia ninguna parte, la punta de las tijeras habían
conseguido llegar a su rostro que se había interpuesto en medio de mí gesto.
Sobre su rostro apareció un fino y recto corte en su mejilla derecha. Tanto así
que estaba tan sorprendió que frenó en seco, movimiento su rostro en la
dirección de mi brazo. Cuando vi el color rojo sobre su rostro sentí un
repentino choque de realidad, hasta el punto en que estuve a punto de
arrepentirme, pero solo a punto. Volví a enarbolar las tijeras en el aire y las
dejé caer sobre él, a lo que esta vez fue su brazo que él salió herido, pues lo
interpuso entre él y su rostro. Retrocedió, tropezando con la silla y cayendo
de espaldas al suelo.
Yo había gritado con los golpes, y él
había enmudecido. Estaba a punto de saltar sobre él, con ambas manos sobre las
tijeras para clavárselas sobre el pecho,
ya estaba sintiendo en mis manos la presión de su cuerpo alrededor del
metal, la sangre brotando a borbotones de su herida. Pero unas manos me
frenaron en el aire, haciéndome retroceder hasta que mi espalda tocó el
escritorio. Una mano, fuerte y decidida, sujetó una de las mías sosteniendo las
tijeras y haciéndose dueño de ellas de nuevo. Me las arrebató, pero nos las
soltó. Jacinto se había interpuesto entre lo que habría sido un asesinato
seguro.
Estaba temblando de excitación. Estaba
completamente ido, enamorado de la dulce sensación de la venganza. Las tijeras
estaban manchadas de sangre, igual que el rostro y el antebrazo de mi agresor.
Me sentía tan ligero y empoderado y me tomé la libertad, a pesar de estar
frenado por los brazos de Jacinto, de escupir a la cara al hombre frente a
nosotros, caído en el suelo. Su respiración era tan entrecortada como la
nuestra, estaba tan sorprendido como Jacinto, mientras que yo no podía evitar
imaginar que yacía en el suelo en un espeso y oscuro charco de su sangre.
–Pienso denunciarte por esto. –Dijo,
completamente resguardado bajo esa amenaza. Seguro y confiado de que sus
palabras me achantarían.
–Nadie va a creerte. –Le dije, con el
doble de confianza que él. Aún levitando por la excitación. No pude decirlo con
voz más siniestra y con la mirada más fija en él–. Nadie va a testificar a tu
favor. Aquí no hay nadie que quiera protegerte. Sin embargo, ¿Quién no va a
creer que ha sido en defensa propia? ¿Acaso no hace unos días entraste en un
establecimiento privado a destrozar el mobiliario sin motivo aparente? ¿Acaso
mis padres no son testigos de cómo ya me agrediste una vez hace semanas? A
demás, puede que seas un borrego, pero no eres tan estúpido como para ir al
juzgado a denunciarme cuando mis padres te han librado de ir a prisión por las
estafas que cometías en la empresa de mi madre, así que si en algún momento se
te pasa por esa cabeza de chorlito ir a comisaría a denunciarme, no saldrás de
allí sin unas esposar en las manos.
–Subiré ahora mismo a hablar con tus
padres…–No le dejé terminar.
–Mi padre no me dirá nada. Y mi madre
como poco me aplaudirá. Y si me dijesen algo, yo no soy esclavo de su opinión.
No soy un crío, aunque lo pienses. Me vale mierda lo que tú, tu mujer, mis
padres o la Virgen santísima diga o piense de mí. Si vas a amenazarme, hazlo
mejor.
–Es suficiente, por el amor de Dios.
–Dijo Jacinto, callándome con un zarandeo de su mano sobre mi brazo–. No seas
inconsciente.
Su padre poco a poco se puso en pie.
Era evidente que el tajo del brazo no era ninguna tontería porque evitó no
apoyarse en él, pero el de su rostro ya había dejado de sangrar. Se tocó allí
donde la herida tan estaba fresca y frunció el ceño quejándose del dolor.
Después me lanzó una mirada despechada y buscó en su mente la manera de salir
de la habitación conservando el orgullo. Yo sabía que aquello era imposible,
pero no era eso lo que temía. Estaba preocupado por lo que sucediese cuando yo
me fuese de la casa. Porque eso era lo que deseaba, que yo me marchase. Y eso
fue lo que hizo.
–Saca a este crío de aquí. No quiero
volver a verlo en lo que le resta de vida.
Jacinto me condujo fuera de la
habitación, sorteando a su padre por el camino y sin soltarme del brazo comenzó
a susurrar.
–Eres un inconsciente. Eres un maldito
lunático. –Lo decía completamente en serio, pero en el fondo, pude reconocer un
deje de orgullo, un destello de alivio.
–Lo sé. –Le dije mientras me dejaba
afuera, y yo sostuve su brazo antes de que me soltase–. Si te hace algo, por
poco que sea, si me entero de que te ha puesto una mano encima, –aumenté el
volumen de mi voz para que incluso su madre en la cocina me oyese–, vendré aquí
y le cortaré los dedos uno a uno.
–Lárgate. –Me dijo, palideciendo–. Te
llamaré más tarde. Ahora ve a casa, relájate y no les digas nada a tus padres.
–Vi como detrás de él su padre salía de la habitación y se metía en la cocina,
murmurando por lo bajo el escozor de su rostro y brazo–. Vete.
–No me voy conforme.
–Te estoy echando. No te vas tú por
gusto. –Me dijo serio, pero antes de cerrar la puerta se le escapó una sutil
sonrisa traviesa, casi infantil y divertida, mirándome de soslayo.
Cuando regresé a casa y me metí en la
habitación, me dejé caer sobre la cama y le recé a todos los dioses que
conocía, paganos o no, para que protegiesen a Jacinto en todo lo que estaba en
su mano obrar. Agucé el oído, pero no se volvió a oír nada en todo el día. Mis
manos estaban manchadas con sangre, me dije a mi mismo, y me había encantado
esa sensación de superioridad que daba la violencia. Por un instante temí
convertirme en un ser similar a su padre, pero a la par estaba tan asustado de
esa idea que me era imposible reconocerme como tal.
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